Madame Tracy oyó al Señor Shadwell subir lentamente las escaleras. Iba más despacio que de costumbre, y se detenía cada tres o cuatro escalones. Normalmente subía las escaleras como si odiara cada escalón con toda su alma.

Abrió la puerta. Él estaba apoyado en la pared.

—Pero Señor Shadwell —exclamó ella—, ¿qué se ha hecho en la mano?

—No te me acerques, mujer —gruñó Shadwell—, no sabía yo que tuviera poderes.

—¿Y por qué tiene el brazo estirado?

Shadwell trató de apoyar la espalda en la pared.

—¡Que te alejes, pardiez! ¡No me hago responsable!

—¿Pero qué demonios le ha pasado, Señor Shadwell? —le preguntó Madame Tracy, intentando cogerle la mano.

—¡Nada, nada, carajo!

Consiguió cogerle la mano. Él, Shadwell, azote del mal, no pudo oponer resistencia a ser arrastrado al piso de la mujer.

Nunca había estado allí, al menos no en sus momentos de vigilia. Sus sueños lo habían llenado de sedas, de adornos, de aquello en lo que pensaba como ungüentos perfumados. Tenía, todo hay que decirlo, una cortina de cuentas en la entrada de la cocina y una lámpara hecha, con bastante inexperiencia, a partir de una botella de Chianti; y es que la interpretación que hacía Madame Tracy de la decoración chic, al igual que la de Azirafel, se había quedado en el año 53. Y en el centro de la habitación, había una mesa con un mantel de terciopelo, y en el mantel, la bola de cristal con la que, cada vez más, se ganaba la vida Madame Tracy.

—Creo que le vendrá bien echarse un rato, Señor Shadwell —dijo, con una voz que no daba pie a protesta alguna, y se lo llevó al dormitorio. Estaba demasiado confuso para quejarse.

—Pero el joven Newton está allá afuera —farfulló—, sometido a pasiones paganas y a artimañas ocultas.

—Entonces seguro que sabrá arreglárselas —repuso Madame Tracy, cuya imagen mental de lo que Newton estaba pasando debía de estar mucho más cerca de la realidad que la de Shadwell—. Y seguro que no le haría ninguna gracia que a usted le diera un pasmo de los nervios. Usted túmbese, que yo voy a hacer té para los dos.

Desapareció tras el chasquido de las cortinas de cuentas.

De pronto Shadwell se vio solo en lo que aún era capaz de recordar, a través de los escombros de sus nervios destrozados, como un lecho de pecado, y en aquel preciso momento fue incapaz de decidir si aquello era mejor o peor que no estar solo en un lecho de pecado. Volvió la cabeza para ver qué le rodeaba.

Madame Tracy tenía una noción del erotismo procedente de la época en que los muchachos crecían pensando que las mujeres tenían pelotas de playa acopladas firmemente en la parte delantera de su anatomía, cuando se podía llamar a Brigitte Bardot «gatita del sexo» sin que nadie se desternillase de risa y se vendían revistas con nombres como Chicas, Risas y Ligas. De algún lugar de su caldero de permisividad había sacado la idea de que poner muñecos de peluche en el dormitorio creaba un ambiente íntimo y coqueto.

Shadwell contempló durante largo rato un oso de peluche grande y raído con una oreja descosida al que faltaba un ojo. Seguramente se llamaba algo así como Señor Oso.

Volvió la cabeza al otro lado. Su mirada quedó bloqueada al topar con un armario para guardar pijamas que tenía forma de animal; tal vez era un perro, aunque bien mirado, podría ser que fuese una mofeta. Lucía una alegre sonrisa.

—Ugh —gimió.

Pero le seguía atormentando el recuerdo. Lo había hecho de verdad. Ningún miembro del Ejército había exorcizado nunca a un demonio, que él supiera. Ni Hopkins, ni Siftings, ni Diceman. Y probablemente tampoco el Comandante Narker[39], que ostentaba el récord mundial en cuanto a brujas descubiertas. Tarde o temprano todos los Ejércitos dan con su más poderosa arma, y ahora se hallaba, pensó Shadwell, al final de su brazo.

Bueno, al carajo con las precauciones. Descansaría un rato, ya que estaba allí, y que las Fuerzas del Mal habían recibido por fin su merecido.

Cuando Madame Tracy volvió con el té, estaba roncando. Cerró la puerta discretamente y bastante agradecida, porque tenía una sesión al cabo de veinte minutos y no era cuestión de ir rechazando dinero con los tiempos que corrían.

Aunque Madame Tracy era claramente estúpida, tenía cierta intuición para determinadas cuestiones, y cuando se trataba de tener escarceos con el ocultismo, su lógica era impecable. Comprendió que eso era exactamente lo que querían sus clientes exactamente: escarceos. No querían meterse hasta el cuello. No querían saber nada de misterios multidimensionales de Tiempo y Espacio, sólo querían saber, para estar más tranquilos, si le iba bien a mamá ahora que estaba muerta. Querían el ocultismo justo para dar sabor a sus vidas, y preferiblemente en porciones no superiores a los cuarenta y cinco minutos, seguidas de té con pastas.

No querían nada de velas extrañas, de perfumes, cantos ni augurios místicos. Madame Tracy había quitado incluso los arcanos mayores de su juego de Tarot, porque cuando salían la gente solía disgustarse.

Y siempre se aseguraba de haber puesto coles a hervir antes de las sesiones. No hay nada más tranquilizante, nada más leal al espíritu acogedor del ocultismo inglés que el olor de las coles de Bruselas al fuego.

* * *

Empezaba a caer la tarde, y las densas nubes de tormenta habían tomado el color del plomo viejo. Pronto empezaría a llover, de firme, a cántaros. Los bomberos esperaban que se pusiera a llover enseguida. Cuanto antes mejor.

Habían llegado casi inmediatamente, y los bomberos más jóvenes corrían alborotados de un lado para otro, desenrollando la manguera y desplegando sus fuerzas; los más mayores comprendieron con sólo echar un vistazo que el edificio era una calamidad, y ni siquiera estaban seguros de que la lluvia pudiera impedir que se extendiese a los edificios cercanos, cuando un Bentley negro apareció derrapando por la esquina y conduciendo por la acera a una velocidad superior al límite de cuarenta por hora, y se detuvo con un frenazo a dos centímetros del muro de la librería. Un joven extremadamente agitado con gafas de sol salió y corrió hacia la puerta de la tienda en llamas.

Lo interceptó un bombero.

—¿Es usted el propietario de este establecimiento? —le preguntó el bombero.

—¡No sea imbécil! ¿Tengo yo cara de tener una librería?

—No lo sé, señor. Las apariencias engañan. Por ejemplo, yo soy bombero. Sin embargo, cuando me conocen en sociedad, aquellos que no conocen mi ocupación suelen suponer que soy un contable público o un empresario. Imagíneme sin uniforme, señor; ¿qué clase de hombre tiene ante usted? Sinceramente.

—Un imbécil —repuso Crowley, y entró a toda prisa en la tienda.

Lo cual parece más fácil de lo que fue en realidad, porque para conseguirlo, Crowley tuvo que esquivar a unos diez bomberos, a dos policías y a bastante gente interesante de la noche del Soho[40] que habían salido pronto y discutían animadamente sobre cuál era el sector de la sociedad que había animado la tarde y por qué.

Crowley se abrió paso entre ellos. Apenas le dirigieron un vistazo.

Abrió la puerta de un empujón y se adentró en un infierno de llamas.

La librería entera estaba ardiendo.

—¡Azirafel! —gritó—. ¡Azirafel!… será idiota… ¿Azirafel, estás ahí?

No hubo respuesta. Sólo el chisporroteo del papel en llamas, el ruido de cristales rotos al alcanzar el fuego las habitaciones de arriba, el crujido de las vigas derrumbándose.

Echó un vistazo rápido y desesperado por toda la tienda, en busca del ángel, en busca de ayuda.

En el rincón opuesto, una estantería se volcó, desperdigando libros en llamas por el suelo. El fuego lo tenía rodeado, pero Crowley lo ignoraba. El camal izquierdo se le prendió; lo apagó con una mirada.

—¡Azirafel! Por el amor de D… de Sa… ¡de quien sea! ¡Azirafel!

La ventana de la tienda se abrió de golpe hacia adentro. Crowley se volvió, asustado, y un chorro de agua inesperado le dio de lleno en el pecho, tirándolo al suelo.

Sus gafas de sol salieron disparadas al otro lado de la habitación, y se convirtieron en un charco de plástico quemado. Quedaron al descubierto unos ojos amarillos con finas pupilas verticales. Mojado y humeante, con la cara tiznada de ceniza, tan lejos de mantener la sangre fría como le era posible, a cuatro patas en la librería en llamas, Crowley maldijo a Azirafel, al plan inefable, a los de Arriba y a los de Abajo.

Entonces miró hacia abajo y lo vio. El libro. El libro que la chica se dejó en el coche en Tadfield el miércoles por la noche. Tenía las tapas algo chamuscadas por el borde, pero milagrosamente había salido ileso. Lo cogió, se lo metió en el bolsillo de la chaqueta, se levantó inseguro y se marchó.

El suelo del piso de arriba se desplomó. Con un rugido y un derrumbamiento descomunal, el edificio cayó sobre sí mismo, provocando una lluvia de ladrillo, madera y escombros en llamas.

En el exterior, la policía contenía a los transeúntes, y un bombero explicaba a quien quisiera escuchar: «No pude detenerlo. Estaría loco. O borracho. Entró corriendo. No pude pararlo. Qué loco. Meterse ahí así sin más. Qué forma más horrible de morir. Horrible, horrible. Se metió corriendo…»

Entonces Crowley salió de entre las llamas.

La policía y los bomberos le miraron, vieron la expresión de su rostro y se quedaron exactamente donde estaban.

Se subió al Bentley y salió a la calzada marcha atrás, giró por detrás de un coche de bomberos para salir a Wardour Street y se adentró en la oscurecida tarde.

Los demás observaron el coche mientras se alejaba. Al final, un policía se decidió a hablar.

—Con este tiempo, tendría que llevar las luces —dijo, como atontado.

—Y más si conduce así. Puede ser peligroso —asintió otro con una entonación monótona y mortecina, y se quedaron todos allí a la luz y al calor de la librería en llamas, preguntándose qué le estaba pasando a aquel mundo que creían comprender.

Un rayo recorrió el negro cielo encapotado con su luz blanca azulada, se oyó un trueno tan fuerte que dolía, y empezó a llover con, fuerza.