El piso que Crowley tenía en Londres era el arquetipo de la elegancia. Tenía todo lo que un piso debía tener: espacio, luminosidad, muebles elegantes y ese aspecto inhabitado de revista de interiorismo que da el no vivir allí.

Eso era porque Crowley no vivía allí.

Era sólo el lugar a donde regresaba al final del día cuando estaba en Londres. Las camas siempre estaban hechas; la nevera estaba siempre repleta de comida para gourmets que no se acababa nunca (para eso tenía Crowley una nevera, al fin y al cabo), y por la misma razón no hacía falta descongelarla, ni siquiera enchufarla.

El salón tenía una televisión enorme, un sofá de cuero blanco, un vídeo y un laserdisc, un contestador, dos teléfonos —la línea del contestador y la privada (un número que aún no habían logrado descubrir las legiones de vendedores por teléfono que persistían en su intento de vender a Crowley doble acristalamiento, que ya tenía, o seguros de vida, que no le hacían falta)— y un equipo de música cuadrado, negro mate, de los que están diseñados con tanta exquisitez que sólo tienen el botón de encendido y el controlador de volumen. Lo único que se le había pasado a Crowley eran los altavoces; se había olvidado de ellos. No es que hubiera ninguna diferencia; de todos modos, la reproducción del sonido era bastante perfecta.

Había un fax desconectado con la inteligencia de un ordenador y un ordenador con la inteligencia de una hormiga retrasada. Aun así, Crowley lo actualizaba cada varios meses, porque pensaba que la clase de humano que intentaba ser tendría un ordenador con estilo. Éste era como un Porsche con pantalla. Los manuales aún estaban en las bolsitas de plástico transparente[34].

De hecho, en todo el piso, Crowley sólo dedicaba atención personal a las plantas. Eran enormes, verdes y espléndidas, con hojas luminosas, sanas y brillantes.

Era porque una vez a la semana, Crowley se paseaba por la casa con un vaporizador verde para plantas, vaporizando las hojas y hablando a las plantas.

Había oído lo de hablar a las plantas a principios de los años setenta en la radio, y pensó que era una magnífica idea. Aunque hablar no es la palabra más adecuada para lo que Crowley hacía.

Lo que hacía era infundirles el temor de Dios.

Mejor dicho, el temor de Crowley.

Por si todo esto fuera poco, una vez cada dos meses, Crowley cogía una planta que estuviera creciendo demasiado despacio, marchitándose o poniéndose marrón, o que sencillamente no tuviera tan buen aspecto como las demás, y la paseaba por delante de todas las demás plantas. «Decidle adiós a vuestra amiga», les iba diciendo, «no ha sido lo bastante fuerte…»

Entonces salía del piso con la planta ofensora y volvía al cabo de una hora con un gran jarrón de flores vacío y lo ponía en algún sitio, bien visible.

Sus plantas eran las más lujosas, verdeantes y hermosas de Londres. Y las más aterrorizadas.

El salón estaba iluminado con halógenos y tubos blancos de neón, de los que se suelen destinar a una silla o a un rincón.

Lo único que decoraba la pared era un dibujo enmarcado, el cartón de la Mona Lisa, el boceto original de Leonardo Da Vinci. Crowley se lo había comprado al artista en una calurosa tarde en Florencia, y lo encontraba superior al cuadro acabado[35].

Crowley tenía un dormitorio, una cocina y un despacho, un salón y un baño, limpios e impecables por siempre.

Había pasado en cada una de aquellas estancias un mal rato durante la larga espera del Fin del Mundo.

Llamó por teléfono otra vez a sus agentes del Ejército Cazabrujas para ver si le daban más noticias, pero su contacto, el Sargento Shadwell, acababa de salir y aquella recepcionista idiota parecía incapaz de comprender que no le importaba hablar con cualquiera de los otros.

—El Señor Pulsifer también se ha marchado, encanto —le dijo—. Se ha ido a Tadfield esta mañana, para una misión.

—Hablaré con quien sea —explicó Crowley.

—Ya se lo diré yo al Señor Shadwell —repuso ella—, cuando vuelva. Ahora si no le importa, estoy trabajando y no puedo dejar al caballero así mucho rato o se morirá de frío. Y a las dos vienen la Señora Ormerod, el Señor Scroggie y Julia a una sesión, y tengo que limpiarlo todo antes. Pero le daré a Shadwell el recado.

Crowley se rindió. Intentó leer una novela, pero no pudo concentrarse. Intentó clasificar sus CDs por orden alfabético, pero abandonó al descubrir que ya estaban en orden alfabético, al igual que su biblioteca y su colección de soul[36].

Al final se aposentó en el sofá de cuero blanco y le hizo un gesto a la televisión, que se encendió.

—Hemos recibido noticias de —explicaba un locutor preocupado—, ehm… de… bueno, nadie sabe lo que está ocurriendo, pero la información que nos ha llegado parece indicar, ehh… que las tensiones internacionales están aumentando, lo que se hubiera considerado imposible la semana pasada, ehm… que a todo el mundo parecía irle tan bien. Ehm.

«Podría deberse, al menos en parte, a la avalancha de acontecimientos poco corrientes que han tenido lugar estos días.»

«En las proximidades de la costa de Japón…»

¿CROWLEY?

—Sí —admitió Crowley.

¿QUÉ DEMONIOS ESTÁ PASANDO? ¿QUÉ HAS ESTADO HACIENDO EXACTAMENTE?

—¿Qué queréis decir? —preguntó Crowley, aunque ya lo sabía.

EL NIÑO LLAMADO WARLOCK. LE HEMOS CONDUCIDO A LOS CAMPOS DE MEGUIDO. EL PERRO NO ESTÁ CON ÉL. NO SABE NADA DE LA GRAN GUERRA. NO ES EL HIJO DE NUESTRO AMO.

—Ah —dijo Crowley.

¿ESO ES TODO LO QUE TIENES QUE DECIR? NUESTRAS TROPAS ESTÁN REUNIDAS, LAS CUATRO BESTIAS ESTÁN CABALGANDO, PERO, ¿ADÓNDE? ALGO HA FALLADO, CROWLEY Y ES RESPONSABILIDAD TUYA. Y CON TODA SEGURIDAD, CULPA TUYA. CONFIAMOS EN QUE TENGAS UNA EXPLICACIÓN ACEPTABLE QUE DARNOS…

—Sí, sí —asintió Crowley inmediatamente—. Totalmente aceptable.

… PORQUE TENDRÁS OCASIÓN DE CONTÁRNOSLA A TODOS. TENDRÁS TODO EL TIEMPO DEL MUNDO. Y ESCUCHAREMOS CON INTERÉS TODO LO QUE TENGAS QUE DECIRNOS. Y TU RELATO, Y LAS CIRCUNSTANCIAS QUE LO ACOMPAÑEN, SERÁN FUENTE DE DIVERSIÓN Y REGOCIJO PARA TODOS LOS CONDENADOS DEL INFIERNO, CROWLEY PORQUE NO IMPORTA CUÁN ATORMENTADOS ESTÉN LOS MÁS INFAMES CONDENADOS, NO IMPORTA QUÉ AGONÍAS ESTÉN SUFRIENDO, CROWLEY; TÚ LO PASARÁS PEOR.

Con un gesto, Crowley apagó el televisor.

La pantalla gris verdosa siguió enunciando; el silencio se tornaba en palabras.

NO PIENSES NI POR UN SEGUNDO EN HUIR DE NOSOTROS. NO HAY SALIDA. QUÉDATE DONDE ESTÁS. IRÁN… A RECOGERTE.

Crowley se acercó a la ventana y miró afuera. Algo negro y con forma de coche se movía lentamente por la calle hacia él. Tenía bastante forma de coche para engañar al observador ocasional. Crowley, que lo observaba atentamente, constató que no sólo las ruedas no giraban, sino que además ni siquiera estaban unidas al coche. Aminoraba al pasar por delante de los patios; Crowley dedujo que los pasajeros (ninguno de ellos conducía porque ninguno sabía hacerlo) estaban mirando los números.

Tenía algo de tiempo. Se dirigió a la cocina, y cogió un cubo de plástico de debajo de la pila. Después volvió al salón.

Las Autoridades Infernales habían cortado la comunicación. Crowley puso la televisión cara a la pared, por si acaso.

Se acercó a la Mona Lisa.

Quitó el cuadro de la pared, descubriendo una caja fuerte. No era una caja fuerte de pared; se la había comprado a una empresa especializada en servicios para la industria nuclear.

La abrió, revelando una puerta interior con combinación de rueda. Marcó la combinación (el código era 4-0-0-4, fácil de recordar, el año en que se había colado en nuestro estúpido y maravilloso planeta, cuando aún estaba nuevo y reluciente).

Dentro de la caja había un termo, dos pesados guantes de PVC, de los que cubren los brazos por completo, y unas pinzas.

Crowley se detuvo. Miró el termo, nervioso.

(Se oyó un ruido procedente de abajo. Acababan de echar abajo la puerta de la calle…)

Se puso los guantes y cogió cautelosamente el termo y el cubo —se le ocurrió coger también el vaporizador de plantas que estaba junto a una exuberante planta de goma—, y se dirigió a su despacho, caminando como si llevara entre las manos un termo con algo que, con sólo pensar en derramarlo, podría causar la clase de explosión tras la cual los ancianos de las películas de ciencia ficción afirman cosas como «Y donde está este cráter estuvo una vez la Ciudad de Wah-Shing-Ton».

Llegó al despacho y abrió la puerta empujándola con el hombro. Entonces se agachó y fue poniendo las cosas en el suelo, despacio. Cubo… pinzas… vaporizador… y por último, con toda parsimonia, el termo.

Se le empezó a formar una gota de sudor en la frente, y se le metió en un ojo. Se la sacudió.

Después, cuidadosa y pausadamente, desenroscó el tapón del termo con las pinzas… con cuidado… con cuidado… eso es…

(Oyó golpes insistentes abajo, un grito ahogado. Debía de ser la anciana del piso de abajo.)

No podía permitirse ir más deprisa.

Cogió el termo con las pinzas, y con cuidado de no derramar la más mínima gota, vertió el contenido en el cubo de plástico. Un movimiento en falso y todo terminaría.

Así.

Abrió la puerta del despacho un palmo y puso el cubo encima.

Con las pinzas cerró el termo, luego (oyó un ruido en el rellano de la escalera) se quitó los guantes de PVC, cogió el vaporizador y se sentó a su escritorio.

—¿Crawlyy…? —llamó una voz gutural. Hastur.

—Está ahí al fondo —siseó otra voz—. Siento la presencia de esa víbora asquerosa —Ligur.

Hastur y Ligur.

Pero bueno, tal y como diría Crowley sin dudarlo un momento, la mayoría de los demonios no eran malos en el fondo. En el gran juego cósmico pensaban que su posición era equiparable a la de los inspectores de hacienda: un trabajo bastante odiado, tal vez, pero imprescindible para la administración general de la cuestión. Y si de eso se trataba, algunos ángeles no eran un dechado de virtudes; Crowley conocía a un par de ellos que, cuando tocaba remorder a los impíos, remordían mucho más de lo justo y necesario. En definitiva, que cada uno tenía un trabajo que hacer, lo hacía y punto.

Por otra parte, existía gente como Ligur y Hastur, que disfrutaban tanto siendo desagradables que casi podían pasar por humanos.

Crowley se recostó en su sillón de ejecutivo. Se obligó a sí mismo a tranquilizarse y fracasó estrepitosamente.

—¡Estoy aquí, chicos! —gritó.

—Tenemos un recado para ti —anunció Ligur (con un tono de voz que denotaba que «recado» quería decir «eternidad horriblemente dolorosa»), y el demonio achaparrado abrió la puerta de un manotazo.

El cubo se tambaleó y le cayó de lleno en la cabeza a Ligur.

Era como echar una gota de sodio en el agua, ver cómo se prende y se quema, cómo da vueltas a lo loco, llameando y chisporroteando. Igual, sólo que más desagradable aún.

El demonio se peló, se prendió y titiló. Le salía humo marrón y grasiento, y gritaba, gritaba y gritaba. Luego se arrugó, se dobló sobre sí mismo, y lo que quedaba de él cayó, refulgiendo, al trozo de alfombra quemado y ennegrecido, con el mismo aspecto que un montón de babosas aplastadas.

—Hola —le dijo Crowley a Hastur, que venía detrás de Ligur, y no estaba ni siquiera salpicado.

Hay cosas impensables: ni los demonios pensarían que otros demonios pudieran ser capaces de rebajarse a ciertas profundidades.

—… Agua bendita. Cabrón —le espetó Hastur—. Será cabrón. No te había hecho nada.

—Aún —repuso Crowley, que se sentía algo mejor, ahora que tenía más posibilidades de salir ganando. Más posibilidades, sí, pero aún no iba ganando ni por asomo. Hastur era un Duque del Infierno. Crowley no era ni siquiera un consejero local.

—Las madres contarán tu destino en las tinieblas a sus pequeños para asustarlos —enunció Hastur, y cayó en que el lenguaje del Infierno no iba con la situación—. Se te va a caer el pelo, amigo —añadió.

Crowley levantó el vaporizador de plástico verde y lo disparó, amenazante.

—Largo —ordenó.

Oyó sonar el teléfono de abajo. Cuatro timbres, contestador. Se preguntó quién sería.

—No me das miedo —dijo Hastur. Vio un reguero de agua deslizarse desde la boquilla por el plástico, hacia la mano de Crowley.

—¿Sabes lo que es esto? —le preguntó Crowley—. Es un pulverizador para plantas de Sainsbury, el más barato y efectivo del mundo. Esparce el agua por el aire. ¿Quieres que te diga lo que tiene dentro? Puedo convertirte en eso —señaló la carnicería de la alfombra—. Y ahora largo.

Entonces el reguero que corría por el pulverizador alcanzó los brazos de Crowley y se detuvo.

—Es un farol —dijo Hastur.

—Puede que sí —admitió Crowley, con un tono de voz que denotaba que marcarse un farol era lo último en que pensaba—, y puede que no. ¿Te crees afortunado?

Hastur hizo un gesto y el recipiente de plástico se disolvió como papel de arroz y el agua se derramó por el escritorio de Crowley y en su traje.

—Yo sí —replicó Hastur—. ¿Y tú?

Crowley no contestó. El Plan A había dado resultado. El Plan B había fracasado. Todo dependía del Plan C, que tenía un inconveniente: sólo había pensado hasta el B.

—Venga —apremió Hastur entre dientes— es hora de irse, Crowley.

—Hay algo que deberías saber —dijo Crowley, tratando de ganar tiempo

—¿El qué? —se sonrió Hastur.

Entonces sonó el teléfono que tenía Crowley en el escritorio.

Lo cogió, y advirtió a Hastur:

—No te muevas. Tengo algo importante que decirte, y lo digo en serio. ¿Sí?

—Ngh —dijo Crowley. Luego dijo—: Nah. Estoy con un amigo.

Azirafel le colgó. Crowley se preguntó que querría.

Y de pronto el Plan C se le ocurrió. No colgó el auricular. En cambio, dijo:

—Muy bien, Hastur. Has pasado la prueba. Estás preparado para pasar a mayores.

—¿Te has vuelto loco?

—No. ¿No lo entiendes? Todo ha sido una prueba. Los Señores del Infierno tenían que comprobar si se podía confiar en ti antes de ponerte al mando de las Legiones de los Condenados en la Guerra que se avecina.

—Crowley, estás mintiendo o estás mal de la cabeza, o puede que ambas cosas —afirmó Hastur, aunque su certeza se empezaba a tambalear.

Pensó en la posibilidad sólo un momento; y fue ahí donde Crowley lo cogió. Era posible que el Infierno lo estuviera poniendo a prueba. Que Crowley fuera más de lo que parecía. Hastur era un paranoico, lo cual era una reacción sensata y equilibrada cuando se vivía en el Infierno, donde todos iban a por todos.

Crowley empezó a marcar un número.

—De acuerdo, Duque Hastur, comprendo que no te lo creas de mí —admitió—. Pero podríamos hablar con el Consejo Oscuro, seguro que ellos te convencen.

El teléfono le dio señal de espera.

—Adiós, capullo —dijo.

Y se esfumó.

Al cabo de una minúscula fracción de segundo, Hastur también se había esfumado.

* * *

A lo largo de los años, gran número de horas teológicas se han destinado a debatir la célebre incógnita:

¿Cuántos ángeles pueden bailar en la cabeza de un alfiler?

Para responder a la pregunta, debemos tener en cuenta los siguientes hechos:

En primer lugar, los ángeles no bailan. Es una de las características que los distingue. Tal vez escuchen con interés la Música de las Esferas, pero no sienten la necesidad de levantarse y ponerse a bailar al son. De modo que ninguno.

O casi ninguno. Azirafel había aprendido a bailar la gavota en un discreto club de caballeros de Portland Place, a finales de 1880, y aunque al principio se le daba peor que cantar a los cuervos, al cabo de un tiempo se le acabó dando bastante bien, y se sintió considerablemente decepcionado cuando, unas décadas después, la gavota pasó de moda para siempre.

De modo que, mientras el baile sea la gavota y disponga de una pareja adecuada (que también sepa, por seguir con el razonamiento, bailar la gavota en la cabeza de un alfiler), la respuesta es claramente uno.

No obstante, también nos podemos preguntar cuántos demonios pueden bailar en la cabeza de un alfiler. Al fin y al cabo, son de la misma estirpe. Y por lo menos saben bailar[37].

Y según este planteamiento, la respuesta es «bastantes», la verdad, siempre y cuando abandonen sus cuerpos físicos, lo cual es un picnic para los demonios. Ellos no están limitados por la física. Si adoptamos una perspectiva amplia, el universo no es más que un objeto pequeño y redondo, como una de esas bolas con agua dentro que muestran una tormenta de nieve en miniatura si se agitan[38]. Pero si se mira muy de cerca, el único problema de bailar en la cabeza de un alfiler son todos esos espacios entre electrones.

Para los de estirpe divina o demoníaca, el tamaño, la forma y la composición son sencillamente opciones.

Crowley está viajando increíblemente rápido por una línea telefónica.

RING.

Realizó dos intercambios telefónicos a una fracción muy respetable de velocidad luz. Hastur estaba muy por detrás de él: diez o doce centímetros, pero con aquel tamaño, Crowley tenía una cómoda ventaja. Que se esfumaría en cuanto saliera por el otro lado.

Eran demasiado pequeños para el sonido, pero para los demonios, el sonido no es imprescindible a la hora de comunicarse. Oía a Hastur gritar a sus espaldas.

—¡Cabrón! Te cogeré. ¡No escaparás!

RING.

—¡Salgas donde salgas, yo saldré detrás de ti! ¡No escaparás!

Crowley había recorrido unos treinta kilómetros de cable en menos de un segundo.

Hastur le pisaba los talones. Crowley iba a tener que sincronizar todo aquello con sumo cuidado.

RING.

Era el tercer timbre. Bueno, pensó Crowley, allá voy.

Se paró en seco, y vio a Hastur pasar de largo como una bala. Se volvió y…

RING.

Crowley salió disparado de la línea telefónica, a través de la cubierta de plástico, y se materializó, a tamaño natural y jadeando, en su salón.

click.

La cinta de salida de mensajes empezó a girar en el contestador Se oyó un pitido y, al girar la cinta de entrada de mensajes, una voz surgió del altavoz, después de la señal.

—Ahora verás. ¿Qué?… ¡Maldita víbora!

La lucecita roja de los mensajes se puso a parpadear.

Se encendía y se apagaba, como un ojo iracundo, rojo y diminuto.

Crowley habría deseado tener más agua bendita y tiempo para mantener la cinta dentro hasta que se disolviese. Pero llevar a cabo el baño terminal de Ligur ya había sido bastante arriesgado, y se exponía a que le cayeran años; incluso su presencia en la habitación le incomodaba. O… tal vez… sí, ¿qué ocurriría si metía la cinta en el coche? Podría poner a Hastur una y otra vez hasta que se convirtiera en Freddie Mercury. No. Puede que fuera un hijo de puta, pero tampoco había que pasarse.

Oyó el rugido de los truenos a lo lejos.

No tenía tiempo que perder.

No tenía adónde ir.

Aun así se fue. Se metió a toda prisa en el Bentley y condujo hacia el West End de Londres como alma que lleva el diablo. Como más o menos era el caso.