Muchos poderes psíquicos, la mayoría, se originan en una falta de orientación temporal, y la mente de Agnes la Chalada iba tan a la deriva en el Tiempo que se la consideraba bastante loca incluso desde el punto de vista del Lancashire del siglo XVII, donde las profetisas locas eran una industria en auge.
Pero oírla daba gusto, en eso todos estaban de acuerdo.
Insistía en curar enfermedades usando una especie de moho y en la importancia de lavarse las manos para que el agua se llevara esos pequeños animalitos diminutos que causaban las enfermedades, cuando todo el mundo sabía que la mejor defensa contra los demonios de la mala salud era apestar a base de bien. Recomendaba correr dando unos saltitos al trote para vivir más, lo cual era extremadamente sospechoso, y consiguió que los Cazabrujas se le echaran encima, y hacía hincapié en la importancia de incluir fibra en la dieta, aunque con aquello iba claramente por delante de su tiempo, puesto que a la mayoría de la gente le molestaba menos la fibra en su dieta que la gravilla. Y no curaba las verrugas.
—En la tu mente hállase todo —decía—. Oblidadeste dello, e desaparexerá.
Era obvio que Agnes tenía pistas del futuro, pero solían ser inusitadamente reducidas y concretas. En otras palabras, completamente inútiles.
* * *
—¿Qué quieres decir? —le preguntó Newton.
—Solía dar con el tipo de predicciones que sólo se pueden entender una vez han ocurrido —explicó Anatema—. Como «Non Compredes Betamaqs». Esa predicción era para el 72.
—¿Me estás diciendo que predijo los vídeos?
—¡No! Sólo sacó un fragmento de información —repuso Anatema—. Ahí está la cuestión. Casi siempre descubre cosas con una referencia tan oblicua que sólo puedes comprenderlas cuando ya han ocurrido, y entonces todo concuerda. Y tampoco sabía lo que sería importante y lo que no, de modo que lo escribió todo un poco al tuntún. Dijo que el 22 de noviembre de 1963 se derrumbaría una casa en King’s Lynn.
—¿Ah, sí? —Newton estaba amablemente perplejo.
—Es la fecha en que asesinaron a Kennedy —apuntó ella—. Pero Dallas no existía entonces. En cambio, fíjate, King’s Lynn era muy importante.
—Ah, sí.
—Acertaba bastante cuando se trataba de sus descendientes.
—¿Ah, sí?
—Y no sabía nada del motor de combustión interna. Para ella sólo eran carros extraños. Incluso mi madre pensó que se refería al vuelco de un carro imperial. ¿Ves? No basta saber el futuro. Hay que saber qué significa. Era como si Agnes estuviera observando un cuadro gigantesco por un agujerito diminuto. Escribió lo que pensaba que serían buenos consejos respecto a lo que pudo interpretar con esas miradas tan parciales.
—A veces hay suerte —continuó Anatema—. Mi bisabuelo vio la caída de la bolsa de 1929, por ejemplo, dos días antes de que ocurriera. Hizo una fortuna. Se podría decir que somos descendientes profesionales.
Miró a Newton con dureza.
—Y fíjate, lo que no comprendió nadie hasta hace dos siglos es que Las Buenas y Ajustadas Profecías eran la idea que tenía Agnes de una herencia familiar. Muchas de las profecías se refieren a sus descendientes y a su bienestar. De ahí la predicción de King’s Lynn. Mi padre estaba allí de visita por aquella fecha, de modo que, desde el punto de vista de Agnes, tenía muchas posibilidades de que le cayera un ladrillo encima mientras que era imposible que le alcanzara una bala de Dallas.
—Qué amable —dijo Newton—. Casi se le puede perdonar haber volado una aldea entera.
Anatema lo ignoró.
—El caso es que así estamos —continuó—. Desde entonces nuestro trabajo ha consistido en interpretar las profecías. Al fin y al cabo, la media es de una por mes, y ahora más, cuanto más nos acercamos al fin del mundo.
—¿Y cuándo será? —preguntó Newton.
Anatema miró el reloj elocuentemente.
Él profirió una pequeña carcajada espantosa que le habría gustado sonara elegante y sofisticada. Después de los acontecimientos vividos, no se sentía muy cuerdo. Además, olía el perfume de Anatema, y ello le incomodaba.
—Considérate afortunado de que no necesite un cronómetro —dijo Anatema—. Tenemos, bueno, unas cinco o seis horas.
Newton lo pensó detenidamente. Hasta entonces no había sentido la necesidad imperiosa de tomar alcohol, pero algo le decía que para todo hay una primera vez.
—¿Las brujas tienen bebida en casa? —se aventuró a preguntar.
—Claro —sonrió del mismo modo en que Agnes la Chalada debía de sonreír al sacar el contenido de su cajón de lencería—. Un mejunje verde con burbujas y Cosas retorciéndose en la superficie que se va solidificando. Eso deberías saberlo.
—Genial. ¿Tienes hielo?
Resultó ser ginebra. Y tenía hielo. Anatema, que se había metido a bruja sobre la marcha, estaba en contra de las bebidas alcohólicas en general, pero a favor en su caso concreto.
—¿Te he contado lo del tibetano que salió de un agujero de la calzada? —dijo Newton, tranquilizándose un poco.
—Ah, ya me he enterado —repuso, revolviendo los papeles de encima de la mesa—. Eran dos, y salieron ayer del césped de la entrada. Los pobrecitos estaban tan perdidos que les ofrecí una taza de té y luego cogieron prestada una pala y se volvieron abajo. No creo que sepan qué se supone que están haciendo.
Newton se sentía ligeramente ofendido.
—¿Y tú cómo sabes que eran tibetanos? —le preguntó.
—¿Y tú? ¿Se puso a decir «Ommm» cuando le diste?
—Bueno, ehm… parecía tibetano —repuso Newton—. Túnicas de color azafrán, cabeza rapada… ya sabes… tibetano.
—Uno de los que yo digo hablaba bien inglés. Por lo visto repara radios en Lhasa; estaba trabajando y de repente se encontró en un túnel. No sabe cómo va a volver a casa.
—Haberlo mandado al final de la calle; le habrían acercado en platillo volante —dijo Newton con pesimismo.
—¿Tres extraterrestres? ¿Uno era un robot metálico?
—No me digas que aterrizaron en el césped de la entrada…
—Pues mira, es el único sitio donde no aterrizaron, según la radio. Van bajando por todo el mundo transmitiendo un mensaje muy trillado de paz cósmica, y cuando la gente les dice «¿Y qué?», les miran perplejos y se van. Señales y presagios, justo lo que dijo Agnes.
—No me digas que también predijo todo esto.
Anatema empezó a hojear un archivo de fichas desgastadas que tenía delante.
—Quería pasarlo todo a ordenador —dijo—, con búsqueda de palabras, y todo eso. Ya sabes, ¿no? Sería todo mucho más fácil. Las profecías están clasificadas por orden, a la antigua, pero hay pistas, apuntes a mano y tal.
—¿Lo escribió en fichas? —preguntó Newton.
—No. Era un libro. Pero es que… lo he extraviado. Siempre hemos tenido copias, claro.
—O sea que lo has perdido —afirmó Newton, tratando de inyectar algo de humor a los procedimientos—. ¿A que eso no lo predijo?
Anatema le dirigió una mirada fulminante. Si las miradas matasen, Newton estaría en la mesa de autopsias.
Entonces prosiguió:
—No obstante, hemos sacado bastantes concordancias a lo largo de los años, y a mi abuelo se le ocurrió un sistema de remisión… ah, aquí está.
Le puso delante a Newton una hoja de papel.
3988. Quando los hombres de açafrám de primavera de la Tierra surjan y de los Cielos los hombres verdes, non sé la raçón, mas quando las barras de Plutón abandonen los castillos fulgurosos, e los países sumergidos resurjan, e Leviatán sea libertado, e Brasil faga verdor, entonçes Tres se ayuntarán e Quatro despertarán, e cavalgarán sobre cavallos de ferro; e lo Fin çerca será.
… açafrám = azafrán, amarillo
(cf. 2003)
… ¿¿extraterrestres??
… ¿paracaidistas?
… centrales nucleares (ver recortes 798-806)
… Atlantis, ver recortes 812-819
… leviatán = ¿ballena (cf. 1981)?
… ¿Latinoamérica está verde?
? 3 = ¿4? ¿Vías de tren?
(«camino de ferro», cf. 2675)
—Ésta no la pillé con antelación —admitió Anatema—. Puse las anotaciones cuando lo oí en las noticias.
—A tu familia se le darán fenomenal los crucigramas —dijo Newton.
—No sé, aquí creo que Agnes se pierde un poco. Lo del Leviatán, de Latinoamérica y del tres y el cuatro podría ser cualquier cosa. —Suspiró—. El problema es el periódico. No se puede saber si Agnes se refiere a algún incidente sin importancia que se te pueda haber pasado. ¿Sabes lo que cuesta repasar todos los diarios de cabo a rabo todas las mañanas?
—Tres horas y diez minutos —contestó Newton automáticamente.
* * *
—Seguro que nos dan una medalla, o algo —dijo Adán optimista—. Por rescatar a un hombre de un automóvil en llamas.
—No estaba en llamas —corrigió Pepper—. Si no estaba ni roto cuando lo pusimos del derecho.
—Pero podía —señaló Adán—. No veo por qué no van a darnos una medalla sólo porque un coche viejo no sabe cuándo pegarse fuego.
Se quedaron mirando el agujero. Anatema había llamado a la policía, que lo había declarado hundimiento y lo había rodeado de conos; estaba oscuro, y se veía muy, muy profundo.
—¿A que molaría ir al Tíbet? —dijo Brian—. Podríamos aprender taicuondo y todo eso. Vi una película de un valle del Tibet donde la gente vivía cien años. Se llamaba Shangri-La.
—El chalet de mi tía se llama Shangri-La —señaló Wensleydale.
Adán resopló.
—Pues no estaba muy espabilado el que le puso a un valle el nombre de una casa —dijo—. Le podrían haber puesto Vallesol, o, o Los Laureles.
—Pues igual que el Chavala ese —replicó Wensleydale suavemente.
—Se dice Shambala —corrigió Adán.
—Supongo que es lo mismo, pero lo que pasa es que tiene dos nombres —afirmó Pepper con una diplomacia poco corriente—. Como nuestra casa. Le cambiamos el nombre de La Casa del Guarda a Campos de Norton cuando nos mudamos, pero nos siguen mandando cartas para un tal Theo C. Cupier, de la Casa del Guarda. A lo mejor le han puesto Shambala pero la gente sigue llamándolo Los Laureles.
Adán lanzó un guijarro al agujero. Empezaba a aburrirse de los tibetanos.
—¿Qué hacemos ahora? —dijo Pepper—. Están desinfectando a las ovejas abajo en la Granja. ¿Por qué no vamos a ayudar?
Adán lanzó una piedra más grande y esperó el ruido. No se oyó.
—No sé —dijo, distraído—. Creo que tendríamos que hacer algo con las ballenas y las selvas y todo eso.
—¿El qué? —le preguntó Brian, que disfrutaba con toda la diversión que representaba un buen baño desinfectante de ovejas. Empezó a vaciarse los bolsillos de bolsitas de patatas y las fue tirando, una por una, en el agujero.
—Podemos ir a Tadfield esta tarde y no comer hamburguesas —propuso Pepper—. Si ninguno de nosotros se come una hamburguesa, millones de acres de selva tropical se salvarán.
—Los talarán igual —repuso Wensleydale.
—Ya estás otra vez con el materialismo fragante —le incriminó Adán—. Igual que con las ballenas. Es increíble todo lo que está pasando —contempló a Perro.
Se sentía raro.
El chucho, al notar que estaba pendiente de él, se sentó expectante sobre las patas traseras.
—La gente como tú es la que se come las ballenas —le dijo Adán con severidad—. ¿Qué te apuestas a que te has cepillado una ballena entera por lo menos?
Perro, con una última chispita satánica de odio hacia sí mismo, ladeó la cabeza y gimió.
—Anda, que en menudo mundo vamos a crecer —se lamentó Adán—. Sin ballenas, sin aire, y todo el mundo chapoteando por ahí por el crecimiento de los mares.
—Entonces los únicos que estarían contentos serían los atlantisanos —señaló Pepper alegremente.
—Jo —repuso Adán, que no estaba escuchando.
Algo le pasaba en la cabeza. Le dolía. Le venían pensamientos sin tener que pensarlos. Algo le decía: Adán Young, puedes hacer algo. Algo mejor Puedes hacer lo que quieras. Y quien decía aquello era… era él. Parte de él, muy al fondo. Una parte de él que había estado allí todos aquellos años, pero había pasado desapercibida, como una sombra. Decía: sí, es un asco de mundo. Podría haber sido genial. Pero ahora es un asco y ya va siendo hora de hacer algo. Y para eso estás tú aquí. Para hacerlo todo mejor.
—Porque podrían ir a donde quisieran —continuó Pepper, dirigiéndole una mirada preocupada—. Los atlantisanos, digo, porque…
—Estoy harto de los atlantisanos pesados y de los tibetanos —saltó Adán.
Todos fijaron en él la mirada. Nunca lo habían visto así.
—Claro, ¿a ellos qué les importa? —dijo Adán—. Todos acabando con las ballenas, con el carbón, con el petróleo y el ozono y las selvas tropicales y para nosotros ¿qué? No quedará nada. Tendríamos que estar yendo a Marte y cosas así en vez de estar sentados a la bartola mientras el aire se gasta.
Aquel no era el Adán de siempre. Los Ellos evitaban mirarse a la cara. Estando Adán con esos ánimos, el mundo parecía un lugar más inhóspito.
—Me parece a mí —le advirtió Brian, pragmático—, me parece a mí que lo mejor que puedes hacer es parar ya de leer esas cosas.
—Es lo que decías el otro día —dijo Adán—. Crecemos leyendo cosas de piratas, de vaqueros, de naves espaciales y cosas así, y cuando te crees que el mundo está lleno de todo eso, van y te dicen que en verdad son todo ballenas muertas, bosques talados y residuos nucliares por ahí sueltos durante un millón de años. Pues para eso no vale la pena crecer, mira tú por dónde.
Los Ellos intercambiaron miradas.
Una sombra se proyectaba sobre el mundo entero. Nubes de tormenta se iban formando al norte, bloqueando la amarilla luz del sol como si un pintor aficionado entusiasta hubiera pintado el cielo.
—Yo creo que debería acabarse todo y volver a empezar —afirmó Adán.
No parecía la voz de Adán.
Un viento amargo soplaba entre los bosques veraniegos.
Adán miró a Perro, que intentaba hacer el pino. Se oyó a lo lejos un murmullo de truenos. Se agachó y, distraído, le dio unas palmaditas al perro.
—Ya verían todos si estallaran todas las bombas nucliares y empezara todo de nuevo, sólo que organizado como Dios manda —continuó Adán—. A veces pienso que me gustaría que pasara eso. Así podríamos arreglar las cosas.
Volvieron a rugir los truenos. Pepper se estremeció. Aquello no era la discusión típica en la que se enzarzaban los Ellos, que se daba frecuentemente en las horas tranquilas. Algo tenían los ojos de Adán que su amiga no lograba entender; y no era esa mirada de diablillo, porque eso lo tenía más o menos siempre, sino una especie de gris perplejo que era mucho peor.
—No sé si podríamos —replicó Pepper—, no sé si nosotros, porque si todas las bombas esas esplotan, esplotamos todos. Como madre de generaciones venideras, estoy en contra.
Los demás la miraron con curiosidad. Ella se encogió de hombros.
—Y luego las hormigas gigantes se apoderan del mundo —dijo Wensleydale, nervioso—. Como en la película esa. Y habría que ir con escopetas recortadas y con coches de esos que llevan, bueno, eso, cuchillos y pistolas en la…
—Yo no dejaría que hubiera hormigas gigantes ni nada —aseguró Adán, iluminándosele la cara terriblemente—. Y a vosotros no os pasaría nada. De eso ya me encargaría yo. Sería un pasote, ¿eh?, todo el mundo para nosotros solos. ¿A que sí? Nos lo podríamos partir. Y jugar a juegos, chulísimos. Podríamos jugar a guerras con ejércitos de verdad.
—Pero si no habría nadie —señaló Pepper.
—Podría dejar algunas personas —repuso Adán sin darle importancia—. Las que hicieran falta para los ejércitos, en todo caso. Nos podríamos quedar cada uno un cuarto del mundo. Mira, tú —señaló a Pepper, que retrocedió como si el dedo de Adán fuera un atizador al rojo vivo— te quedas con Rusia porque es roja y tú eres pelirroja, ¿vale? Y Wensley se queda con América, y Brian con… con África y Europa y… y…
Incluso en su estado de creciente terror, los Ellos estudiaron aquello con el interés que merecía.
—Joo —farfulló Pepper, con el fuerte viento barriéndole la camiseta—. ¿Y por qué Wensley América y… y yo Rusia? Rusia es un rollo.
—Pues te coges también China y Japón y la India —dijo Adán.
—O sea que yo sólo tengo África y un montón de países pequeños, qué rollo —se quejó Brian, negociando incluso al tomar la curva de la catástrofe—. ¿Por qué no Australia? —añadió.
Pepper le dio un codazo y meneó la cabeza, apremiante.
—Australia le toca a Perro —afirmó Adán, los ojos resplandecientes con el fuego de la creación—, porque necesita mucho espacio para correr. Y además, hay muchos conejos y canguros para que cace, y…
Las nubes se extendían hacia delante y hacia los lados como tinta que se vierte en un cuenco de agua clara, y avanzaban por el cielo más rápido que el viento.
—Pero que no habrá ningún conej… —chilló Wensleydale.
Adán no estaba escuchando, al menos no a ninguna voz externa a su cabeza.
—Es demasiado lío —dijo—. Deberíamos volver a empezar. Salvar lo que queramos y volver a empezar. Es lo mejor. Y si lo piensas, es que le haríamos un favor a la Tierra. Me da una rabia ver a todos los fanáticos esos destrozándolo todo…
* * *
—Es la memoria —explicó Anatema—. Trabaja tanto hacia atrás como hacia delante. La memoria racial, quiero decir.
Newton le dirigió una mirada amable pero perpleja.
—Lo que quiero decir —dijo pacientemente— es que Agnes no veía el futuro. Eso es una metáfora. Lo recordaba. Claro que no muy bien y para cuando su entendimiento lo asimilaba, estaba todo mezclado. Nosotros pensamos que lo que mejor se le daba era recordar cosas que iban a pasarle a sus descendientes.
—Pero si tú vas a los sitios y haces cosas en función de lo que escribió, y lo que escribió es su interpretación de los sitios a los que has ido y de las cosas que has hecho —repuso Newton—, entonces…
—Ya lo sé. Pero… bueno, está demostrado que funciona así —contestó ella.
Miraron el mapa desplegado entre ellos. Junto a ellos, la radio murmuraba. Newton estaba muy al tanto de que tenía una mujer sentada al lado. Sé profesional, se decía. Eres un soldado, ¿no? Bueno, casi. Pues pórtate como un soldado. Pensó con ahínco durante una fracción de segundo. Bueno, pues pórtate como un soldado respetable con muy buenos modales. Se forzó a atender a la cuestión.
—¿Y por qué el Bajo Tadfield? —preguntó Newton—. Yo sólo me interesé por el tiempo. Un microclima óptimo, que le llaman. O sea, que es un sitio pequeño con su propio buen tiempo.
Echó un vistazo a los cuadernos de ella. Aun ignorando a los tibetanos y a los extraterrestres, que parecían estar invadiendo el mundo entero últimamente, aquel lugar tenía algo raro. La zona de Tadfield no sólo gozaba del tiempo que se deduce de un calendario, sino que además se resistía bastante al cambio. Nadie construía casas nuevas, por lo visto. La población no se movía demasiado. Y parecía haber más bosques y setos de lo corriente para la época. La única granja de cría intensiva que abrieron por allí había quebrado hacía un año o dos, y la había reemplazado la cochiquera de un granjero chapado a la antigua que dejaba a los cerdos corretear entre los manzanos y que vendía la carne a precios exorbitantes. Las dos escuelas locales parecían prosperar en una extasiada inmunidad a las corrientes cambiantes de la educación. Una autopista que habría convertido la mayor parte del Bajo Tadfield en poco más que el Área de Servicio del Cerdo Feliz, salida 18, se desvió cinco millas, dio un rodeo con un enorme semicírculo y siguió adelante, ajena a la pequeña isla de inalterabilidad que había esquivado. Nadie sabía muy bien por qué; uno de los topógrafos implicados sufrió una crisis nerviosa, otro se metió a monje y el tercero se marchó a Bali a pintar mujeres desnudas.
Fue como si una buena parte del siglo XX hubiera marcado unos cuantos kilómetros cuadrados con «Prohibido el Paso».
Anatema sacó otra ficha de su archivo y la deslizó al otro lado de la mesa.
—Tuve que buscar en un montón de archivos del condado —dijo Anatema.
—¿Y por qué es la 2315? Si va antes que las otras.
2315. Dizen algunos que en la Çiudad de Londres se mostrará, o en Nueva York, mas se equivocan, ça el lugar de nombre es Tades Fill, donde poderoso se erigirá commmo caballero en el su feudo, y en Quatro partes dividirá lo mundo, provocando assí la tormenta.
… 4 años de adelanto (Nueva Amsterdam hasta 1664)…
… Tadville, Norfolk…
… Tardesfield, Devon…
… Tadfield, Oxon…
…! … Ver Apocalipsis, 6-10.
—Agnes era un poco chapucera con las fechas. No sabía muy bien qué iba dónde. Ya te he dicho que nos hemos pasado siglos diseñando una especie de sistema para encadenarlas todas. Newton miró unas cuantas fichas. Por ejemplo:
1111. E vendrá el Gran Can, e los Dos Poderes en vano esperarán, ça irá a reunirse con el su Amo, el que no se esperan, e le dará nombre acorde con la su natural, e del Inferno resurxirá.
¿Alguna relación con Bismark?
(A F Device, 8 de Junio de 1888)
…?
… ¿Shleswig-Holstein?
—Aquí se la ve más obtusa que de costumbre —constató Anatema.
3017. Veo Quatro que cabalgan y que traen el Fin, e los Ángeles del Inferno cavalgan con ellos, e despertarán Tres.
E Quatro forman Quatro e yuntos Quatro serán, e el Ángel Oscuro será vençido, mas el Hombre reclamará la su parte.
Los Cuatro Jinetes del Apocalipsis.
el hombre = Pan, El Diablo (Juicios de las Brujas de Lancashire, Brewster, 1782)
??
Se me hace a mí que la buena de Agnes cogió una buena cogorza aquella noche.
(Quincy Device, 15 de octubre de 1789)
Estoy de acuerdo. Errar es humano, qué le vamos a hacer. (Srta. O J Device, 5 de enero de 1854)
—¿Por qué Buenas y Ajustadas? —preguntó Newton.
—Buenas en el sentido de exactas, de precisas —repuso Anatema con la cansada entonación de quien ha explicado lo mismo una y otra vez—. Antes significaba eso.
—Pero oye… —dijo Newton. Casi se había convencido a sí mismo de la inexistencia del OVNI, que era evidentemente una ilusión, y del tibetano, que pudo ser una, bueno, se lo estaba pensando, pero fuera lo que fuera no era un tibetano; pero de lo que sí que estaba cada vez más seguro era de estar en una habitación con una mujer muy atractiva, a la que parecía gustar o al menos no disgustar, lo cual era primicia absoluta para él. Y era muy posible que estuvieran pasando cosas extrañas, pero si lo intentaba en serio, si remontaba en la galera del sentido común los rápidos de la realidad, podía fingir que todo eran, bueno, globos sonda, o Venus, o alucinación en masa.
Es decir, fuera lo que fuera lo que estaba pensando, desde luego no era su cerebro.
—Pero oye —dijo—, el mundo no se va a acabar ahora, ¿no? O sea, mira a tu alrededor. No hay tensión internacional… bueno, al menos no más que de costumbre. ¿Por qué no dejamos esto un rato y, no sé, vamos a dar una vuelta, o algo?
—¿Pero no te das cuenta? ¡Aquí pasa algo! ¡Algo que afecta a esta zona! —exclamó ella—. Ha liado todos los campos de poder. ¡Está protegiendo la zona de cualquier cosa que pueda cambiar! Está… está… —allí estaba de nuevo: el pensamiento que no podía o no le permitían asimilar, como un sueño al despertar.
Las ventanas crujieron. Desde fuera, una ramita de jazmín, empujada por el viento, empezó a pegar insistentemente contra el cristal.
—Pero no consigo determinar la posición —se lamentó Anatema, entrelazando los dedos. Lo he intentado todo.
—¿La posición? —preguntó Newton.
—Lo he intentado con el péndulo. Con el teodolito. Soy adivina, ¿entiendes? Pero creo que se mueve.
Newton seguía en posesión de sus facultades mentales lo suficiente como para hacer la traducción. Cuando la gente decía «Soy adivina, ¿entiendes?» querían decir «Tengo una imaginación hiperactiva pero poco original/llevo esmalte de uñas negro/hablo con mi periquito»; al decirlo Anatema, sonó como si estuviera admitiendo tener una enfermedad hereditaria que preferiría rotundamente no tener.
—¿El Harmagedón se mueve? —dijo Newton.
—Algunas profecías dicen que primero tiene que levantarse el Anticristo —repuso Anatema—. Agnes dice que es un hombre. No lo localizo…
—O una mujer —apuntó Newton—. Estamos en el siglo XX, ¿no? Igualdad de condiciones.
—Me parece que no te lo estás tomando muy en serio —le regañó ella—. De todas formas, es que aquí no hay mal. Es eso lo que no entiendo. Sólo amor.
—¿Cómo?
Ella le miró desesperada.
—Es difícil de explicar —dijo—. Algo o alguien ama este lugar. Adora cada pulgada con tanta fuerza que lo escuda y lo protege. Es un amor profundo, enorme y feroz. ¿Cómo puede pasar algo malo aquí? ¿Cómo puede ser que el fin del mundo empiece aquí? Es el tipo de pueblo en el que todo el mundo quisiera criar a sus hijos. Es un paraíso para los niños —sonrió sin ganas—. Tendrías que ver a los niños de por aquí. ¡Parecen de mentira! Como sacados de los libros de Guillermo. Con las rodillas arañadas, que no paran de decir «Genial», y con los dardos…
Casi lo tenía. Sentía la forma del pensamiento, le estaba ganando terreno.
—¿Qué es esto? —le preguntó Newton.
—¿Qué? —gritó Anatema al cortarle él el hilo de las ideas.
Newton golpeteaba el mapa con el dedo.
—Pone «Aeropuerto abandonado». Aquí, mira, al oeste de Tadfield.
Anatema resopló.
—¿Abandonado? No te lo creas. Antes era una base, cuando la guerra. Desde hace diez años es la Base Aérea del Alto Tadfield. Y antes de que lo digas, la respuesta es no. Odio esa mierda de lugar, pero el coronel es más sensato que tú de lejos. Que su mujer hace yoga, por Dios.
Bueno. ¿Qué estaba diciendo? Los niños de por aquí…
Sintió un resbalón mental y mentalmente se dio de bruces con un pensamiento más personal que la esperaba para recogerla. Newton no estaba mal, la verdad. Y eso de pasarse el resto de la vida con él, en fin, no iba a durar lo suficiente como para agobiar.
La radio hablaba de las selvas tropicales latinoamericanas.
Selvas vírgenes.
Empezó a granizar.
* * *
Las balas de hielo cortaban las hojas alrededor de los Ellos mientras Adán los conducía a la cantera.
Perro les seguía con el rabo entre las piernas, gimiendo.
No es justo, pensaba. Justo cuando estaba cogiendo el tranquillo a las ratas. Justo cuando empezaba a controlar al pastor alemán de enfrente. Ahora Él va a acabar con todo y yo ya me veo otra vez con los ojos rojos y cazando almas perdidas. ¿Qué sentido tiene eso? Si no se defienden, ni saben a nada…
Wensleydale, Brian y Pepper no estaban pensando con tanta coherencia en absoluto. Lo único que sabían es que tenían las mismas posibilidades de no seguir a Adán como de volar; resistirse a la fuerza que los guiaba sólo podía desembocar en una fractura múltiple de piernas, y aun así tendrían que marchar tras él.
Adán no estaba pensando siquiera. Algo acababa de abrirse en su mente, algo enardecido.
Los sentó en el cajón.
—Aquí estaremos bien —dijo.
—Ehm… —repuso Wensleydale—, ¿nuestros padres no…?
—No te preocupes por ellos —le contestó Adán, altanero—. Puedo conseguir otros. Además, otros que no nos manden a la cama a las nueve y media. No habrá que irse a la cama más que cuando queramos. O ordenar la habitación o lo que sea. Dejádmelo a mí y todo arreglado —les dirigió una sonrisa maniaca—. Van a venir unos amigos míos. Ya veréis como os caen genial.
—Pero… —empezó a decir Wensleydale.
—Tú piensa en todas las cosas chulas que tendremos —exclamó Adán entusiasmado—. Podrás llenar América de indios y vaqueros y polis y cacos y dibujos y naves espaciales y todo. ¿A que mola?
Wensleydale miró abatido a los otros dos. Compartían un pensamiento que ninguno de ellos hubiera podido articular con propiedad incluso en tiempos más normales. Grosso modo, pensaban que antes había vaqueros y cacos de verdad, y era estupendo. Y siempre habría juegos de vaqueros y cacos, y eso también era estupendo. Pero jugar a vaqueros y cacos de verdad, vivos y no vivos, que se pudieran guardar en su caja cuando uno se cansara, eso no parecía estupendo en absoluto. Los cacos, los vaqueros, los extraterrestres y los piratas eran chulos precisamente porque podía uno dejar de serlo y volver a casa.
—Pero antes que nada —anunció Adán misteriosamente—, vamos a enseñarles…
* * *
Había un árbol en la plaza. No era muy grande, tenía las hojas amarillas y la luz conmovedora que recibía a través del dramático cristal ahumado no era la luz adecuada. Llevaba dentro más química que un atleta olímpico, y en sus ramas anidaban unos altavoces. Pero era un árbol, y si se entornaban los ojos y se miraba desde el otro lado de la cascada artificial, casi parecía verse un árbol enfermo a través de una niebla de lágrimas.
A Jaime Hernez le gustaba comer debajo de él. El jefe de mantenimiento le cantaría las cuarenta si llegara a enterarse, pero Jaime había crecido en una granja, una de categoría, le gustaban los árboles y no quería marcharse a la ciudad, pero ¿qué iba a hacer? El trabajo no estaba mal, y el sueldo era la clase de sueldo que su padre no veía ni en sueños. Su abuelo jamás vio sueldo alguno en sueños. Ni siquiera supo lo que era un sueldo hasta que cumplió quince años. Pero había momentos en los que uno necesitaba árboles, y lo triste era, pensaba Jaime, que sus hijos estaban creciendo pensando que los árboles eran leña, y que sus nietos crecerían pensando que los árboles eran historia.
¿Pero qué iba a hacer? Allá donde había árboles hoy en día, había granjas; donde había granjas, había centros comerciales, y donde había centros comerciales, había más centros comerciales, y así funcionaba la cosa.
Metió su carrito detrás del quiosco de prensa, se sentó furtivamente y abrió su fiambrera.
Fue entonces cuando reparó en el ruido de las hojas y en el movimiento de unas sombras por el suelo. Miró en derredor.
El árbol se movía. Lo observó interesado. Jaime nunca había visto crecer un árbol hasta entonces.
El suelo, que no era más que un pedregal de algún tipo de cascajo artificial, se iba deslizando al moverse las raíces bajo la superficie. Jaime vio un pequeño brote blanco reptar por el borde de la zona ajardinada, levantada, y tantear a ciegas el hormigón del pavimento.
Sin saber por qué, siempre sin saber por qué, lo empujó suavemente con el pie hasta que se acercó a la grieta entre las baldosas. La encontró, y se adentró en ella.
Las ramas estaban tomando diferentes formas.
Jaime oyó un frenazo en el exterior del edificio, pero no le prestó ninguna atención. Alguien estaba gritando algo, pero es que siempre había alguien gritando algo alrededor de Jaime, y normalmente le gritaban a él.
La raíz exploradora debía de haber encontrado la tierra enterrada. Cambió de color y creció, como las mangueras contra incendios cuando se abre la llave del agua. La cascada artificial se paró; Jaime divisó tuberías fracturadas bloqueadas por fibras sedientas.
Ahora veía lo que pasaba afuera. La calzada se estaba levantando pesadamente como un mar. Árboles jóvenes se abrían paso empujando entre las grietas.
Claro, dedujo, les daba la luz del sol. A su árbol no. Sólo recibía la apagada luz grisácea que se filtraba a través de la cúpula, cuatro pisos más arriba. Luz muerta.
¿Pero qué iba a hacer?
Iba a hacer lo siguiente:
Los ascensores estaban parados porque la electricidad se había cortado, pero sólo eran cuatro tramos de escaleras. Jaime cerró cuidadosamente su fiambrera, regresó pausadamente junto a su carrito, y eligió la escoba más larga.
La gente salía a raudales del edificio, chillando. Jaime se movía afable contra corriente, como un salmón remontando el río.
La cúpula de cristal ahumado descansaba en una estructura blanca de vigas, cuyo arquitecto debía de pensar expresaba con dinamismo alguna cosa u otra. Al ser de alguna variedad de plástico, a Jaime, encaramado en el trozo de viga adecuado, le costó toda su fuerza y toda la longitud de la escoba hacer palanca para quebrarla. Un esfuerzo más logró reducirlo todo a añicos letales.
La luz inundó el centro comercial, iluminando el polvo de manera que el aire parecía estar poblado de luciérnagas.
Mucho más abajo, el árbol echó abajo las paredes de su prisión de hormigón peinado y se elevó como un expreso. Jaime no pensaba que los árboles hicieran ruido al crecer, ni nadie lo pensaba porque el ruido se reparte en cientos de años y en ondas separadas entre sí por intervalos de veinticuatro horas de tiempo.
Pero acelerado, suena vroooom.
Jaime lo miró acercarse como un hongo atómico. Le salía humo de las raíces y de su alrededor.
Las vigas no tenían elección. Los vestigios de la cúpula salieron disparados hacia arriba como una pelota de ping pong en un aspersor.
Por toda la ciudad sucedía lo mismo, aunque la ciudad ya no se veía. Sólo se veía la cúpula de verdor. Se extendía de horizonte a horizonte.
Jaime se sentó en una rama, se agarró a una liana, y rió, rió y rió.
Pronto empezó a llover.
* * *
El Kappamaki, un barco de investigación ballenera, investigaba acerca de la pregunta: ¿Cuántas ballenas se pueden cazar en una semana?
Sólo que aquel día no había ballenas. La tripulación estudiaba los radares, que, mediante la aplicación de una ingeniosa tecnología, podían detectar cualquier elemento de mayor tamaño que una sardina y calcular su valor neto en el mercado de aceite internacional, y no hallaron nada en ellos. Algún pececillo presuroso se mostraba de tanto en tanto, con aire de querer irse a otro lugar inmediatamente.
El capitán tamborileaba con los dedos en la consola. Ya se veía a sí mismo dirigiendo su propia investigación sobre qué ocurrió a una muestra estadísticamente reducida de capitanes balleneros que regresaron sin buque factoría repleto de material de investigación. Se preguntaba qué le harían. Quizás le encerraban a uno en una habitación con un cañón lanza-arpones y esperaban que hiciera lo que correspondía.
Aquello parecía mentira. Algo tenía que haber.
El oficial de derrota agarró una carta de navegación y la miró detenidamente.
—Señor…
—¿Qué pasa? —dijo el capitán, irritado.
—Creo que hemos sufrido un desafortunado fallo técnico. El lecho marino en esta zona debería estar a doscientos metros.
—¿Y qué?
—El radar marca 15.000 metros, señor. Y sigue aumentando en profundidad.
—Eso es absurdo. Esa profundidad no existe.
El capitán lanzó una mirada fulminante a varios millones de yenes en tecnología punta, y le dio un puñetazo.
El oficial le dirigió una sonrisa nerviosa.
—Señor —dijo—, ya es más profundo.
Bajo los truenos de la profundidad superior, como Azirafel y Crowley muy bien sabían, abajo, más abajo, en el mar abismal / El kraken duerme.
Y se estaba despertando.
Y al levantarse, millones de toneladas de lodo marino se deslizaron en cascadas por sus flancos.
—Fíjese —dijo el oficial—, ya marca treinta mil metros.
El kraken no tiene ojos. Nunca tuvo nada que mirar. Pero al resurgir por entre las aguas heladas, capta las microondas sonoras del mar, los pitidos y silbidos pesarosos del canto de las ballenas.
—Vaya —constató el oficial—, ¿mil metros?
El kraken no está contento.
—¿Quinientos metros?
El buque factoría se mece en la repentina marejada.
—¿Cien metros?
Tiene encima un minúsculo objeto de metal. El kraken se mueve.
Y diez mil millones de platos de sushi piden a gritos venganza.
* * *
Las ventanas de la villa se abrieron hacia dentro de golpe. Aquello no era una tormenta, era una guerra. Por en medio de la habitación revoloteaban fragmentos de jazmín, mezclados con la lluvia de fichas. Newton y Anatema estaban agarrados el uno al otro en el espacio libre entre la mesa volcada y la pared.
—Venga —masculló Newton—, ahora dime que Agnes predijo esto.
—Predijo que traería la tormenta —repuso Anatema.
—Esto es un maldito huracán. ¿Dijo qué ocurriría después?
—La 2315 hace referencia a la 3477 —apuntó ella.
—¿Cómo puedes acordarte de esos detalles en estas circunstancias?
—Puedo, y ya está, ahora que lo dices —contestó.
Sacó una ficha.
3477. Que gire la roda del destino, que los coraçones se ayunten, fuegos arden otrossí que non el mío; quando el viento los pétalos se lleve, tendeos la mano un al d’otro, pues la calma vendrá quando Carmín, Blanco, Negro e Pálido se acerquen a La Paz. Es nuestra profesión.
? Cierto misticismo, me temo. (A F Device, 17 de Octubre, 1889)
¿La Paz/pétalos? (OFD, 4 sept. 1929)
Otra vez Apocalipsis 6, me parece a mí.
(Dr. Thos. Device, 1835)
Newton la volvió a leer. Fuera se oyó un ruido como de una lámina de chapa de zinc rodando por el jardín, que era exactamente lo que era.
—¿Significa eso que nos vamos a convertir en… en un artículo? Qué cachonda, la Agnes esta.
Cortejar es difícil cuando la persona cortejada tiene algún anciano pariente en casa; suelen murmurar, reírse con socarronería o gorronear cigarrillos, o en el peor de los casos, sacar el álbum de fotos familiar, un acto de agresión en la guerra de sexos que debería estar prohibido por una Convención de Ginebra. Y aún es peor cuando el pariente lleva muerto tres siglos. Newton había ido anclando en su mente ciertas ideas acerca de Anatema; no sólo anclándolas, sino también entrándolas en dique seco, reparándolas, dándoles una buena capa de pintura y quitándoles las lapas del casco. Pero pensar en la clarividencia de Agnes taladrándole la nuca le cortaba la libido como un cubo de agua fría.
Incluso se había sentido tentado de invitarla a cenar, pero no le entusiasmaba la idea de que alguna bruja cromwelliana estuviera sentada en su villa hacía tres siglos, viéndolo comer.
Se sentía como los que quemaban brujas. Su vida ya era bastante complicada sin necesidad de que una vieja desquiciada la manipulara desde siglos atrás.
Se oyó un golpe en la chimenea, como si el cañón se estuviera derrumbando.
Y entonces pensó: mi vida no es complicada en absoluto. Lo veo tan claro como lo veía Agnes. Todo se reduce a la jubilación anticipada, una colecta de los compañeros de la oficina, un pisito ordenado en algún sitio y una muertecilla vacía y ordenada. Sólo que ahora voy a morir bajo las ruinas de un chalet durante lo que posiblemente sea el fin del mundo.
El Ángel de las Actas no tendrá problema conmigo, mi vida tiene que haber sido una sucesión de comillas en todas las páginas durante años. Quiero decir, ¿qué he hecho yo en realidad? Nunca he atracado un banco. Nunca me han dado tickets para el parking. Nunca he ido a un tailandés…
Alguna otra ventana cedió, con un alegre tintineo de cristales rotos. Anatema lo rodeó con los brazos y exhaló un suspiro que no parecía decepcionado en absoluto.
No he estado en América. Ni en Francia, porque Calais no cuenta. No he aprendido a tocar ningún instrumento.
La radio falleció al ceder los cables eléctricos.
Newton hundió el rostro en el pelo de Anatema.
Nunca he…
* * *
Se oyó un sonido metálico. Shadwell, que había estado poniendo al día los libros de pagos del ejército, levantó la vista mientras firmaba por el Cabo Cazabrujas Lanceta Smith.
Tardó algún tiempo en darse cuenta de que el brillo de la chincheta de Newton había desaparecido del mapa.
Bajó del taburete, farfullando algo entre dientes, y buscó por el suelo hasta que dio con ella. Le volvió a sacar brillo y la pinchó de nuevo en Tadfield.
Estaba firmando por el Soldado Cazabrujas Mesa, que recibía una asignación anual extraordinaria de dos peniques, cuando se escuchó otro tintineo.
Recuperó la chincheta, la miró desconfiadamente y la clavó tan a fondo en el mapa que la escayola de debajo cedió. Después volvió a los libros de contabilidad.
Se oyó un tintineo.
Esta vez la chincheta se hallaba a varios metros de la pared. Shadwell la recogió, examinó la punta, la clavó en el mapa, y la vigiló.
Al cabo de unos cinco segundos le pasó silbando a ras de la oreja.
La buscó a tientas por el suelo, la volvió a poner en el mapa y la sujetó. Apoyó todo su peso en ella.
Un minúsculo hilo de humo empezó a salir del mapa. Shadwell gimoteó y se lamió los dedos mientras la chincheta candente rebotaba en la pared opuesta y rompía estrepitosamente un cristal. No quería estar en Tadfield.
Diez segundos después, Shadwell hurgaba en la caja del dinero del EC, de donde sacó un montón de peniques, un billete de diez chelines y una pequeña moneda falsa del reinado de Jaime I. Sin tener en cuenta su propia seguridad, se hurgó los bolsillos. Los resultados de la pesca, contando con la tarjeta de pensionista para transporte, apenas le llegaban para bajar a la esquina, y mucho menos para ir a Tadfield.
Sus únicos conocidos con dinero eran el Sr. Rajit y Madame Tracy. Por lo que a los Rajit se refería, el tema de siete semanas de alquiler pendientes rescindiría cualquier discusión financiera que intentara entablar, y en cuanto a Madame Tracy, que estaría encantadísima de prestarle un fajo de billetes usados…
—Que me aspen si tengo que pedirle a la Jezabel pintada su sueldo pecaminoso —dijo.
De modo que no quedaba nadie más.
Excepto uno.
El marica del sur.
Los dos habían estado allí, sólo una vez, tratando de pasar en el piso el menor tiempo posible y, en el caso de Azirafel, de no tocar ninguna superficie lisa. El otro, el chulo cabrón del sur con las gafas de sol, era —sospechaba Shadwell—, la típica persona con quien más valía no meterse. En el sencillo mundo de Shadwell, cualquiera que llevara gafas de sol y no estuviera en la playa era un criminal. Sospechaba que Crowley era de la mafia, o de los bajos fondos; le hubiera sorprendido lo acertado que estaba. Pero el amanerado del abrigo de pelo de camello era otra cuestión. Se arriesgó a arrastrarlo a su base una vez, y se acordaba de cómo. Pensaba que Azirafel era un espía ruso. Podía pedirle dinero. Amenazarle un poco.
Era tremendamente arriesgado.
Shadwell recuperó la compostura. Era posible que a estas alturas el joven Newton estuviera sufriendo torturas inimaginables a manos de las hijas de la noche y él, Shadwell, le había enviado.
—A qué santo voy a dejarle ahí, rediez —dijo, y poniéndose su fino abrigo y su sombrero informe, salió a la calle.
El tiempo parecía estar algo tormentoso.