En primer lugar, no obstante, Newton tenía que hacer algo con el platillo volante.
Aterrizó en la carretera delante de él justo cuando buscaba la salida para el Bajo Tadfield y tenía el mapa abierto encima del volante. Tuvo que frenar en seco.
Tenía el mismo aspecto que todos los platillos volantes de dibujos animados que Newton había visto.
Mientras miraba por encima del mapa, se abrió una compuerta deslizándose con un satisfactorio zumbido, dejando paso a una pasarela que se extendió automáticamente hasta la calzada. De dentro salía una luz azul brillante, que contorneaba las siluetas de los tres extraterrestres. Bajaron por la rampa. Bueno, dos de ellos bajaron. El que parecía un pimiento patinó hasta abajo y al llegar se cayó.
Los otros dos ignoraron sus pitidos frenéticos y se acercaron al coche despacio, con la actitud internacionalmente aprobada de unos policías que van rellenando mentalmente una multa. El más alto, un sapo amarillo vestido con papel de aluminio, dio unos golpes en la ventanilla de Newton. Éste la bajó. La cosa llevaba el tipo de gafas de sol con cristales de espejo que a Newton siempre le recordaban a la leyenda del indomable.
—Buenas, señor, señora o neutro —dijo—. Éste su planeta, ¿verdad?
El otro extraterrestre, achaparrado y verde, se había alejado hacia el bosque que había junto a la carretera. Por el rabillo del ojo, Newton le vio dar un puntapié a un árbol, y pasar luego una hoja por un complicado artilugio de su cinturón. No parecía muy contento.
—Sí, supongo —repuso.
El sapo miró al horizonte, meditabundo.
—Son muchos años ya, ¿eh? —dijo.
—Ehm, personalmente no. O sea, como especie, alrededor de medio millón de años. Creo.
El extraterrestre intercambió un par de miradas con su colega.
—Dejando que se acumule la lluvia ácida, por lo que veo —continuó—. ¿No nos hemos pasado un poco con los hidrocarburos?
—¿Perdón?
—¿Me dice el albedo de su planeta, señor? —dijo el sapo, sin dejar de observar el horizonte como si ocurriera allí algo interesante.
—Mmh, no lo sé.
—Pues lo siento, señor, pero tengo que decirle que el tamaño de sus círculos polares está por debajo de la norma para un planeta de esta categoría, señor.
—Cielos —contestó Newton. Se preguntó a quién se lo podría contar, y comprendió que nadie en absoluto le creería.
El sapo se inclinó más hacia él. Parecía estar preocupado por algo, dentro de lo que Newton podía deducir de las expresiones de una raza extraterrestre con la que jamás se había topado.
—Esta vez lo pasaremos por alto, señor.
Newton habló nervioso.
—Ehm, vale, me ocuparé de ello, bueno, yo no, quiero decir que la Antártida o lo que sea pertenece a todos los países o algo así, y…
—La verdad es, señor, que nos han pedido que le transmitamos un mensaje.
—¿Sí?
—El mensaje dice: «Le transmitimos un mensaje de paz universal, armonía cósmica y demás». Fin del mensaje —informó el sapo.
—Vaya —Newton le dio vueltas a aquello en la cabeza—. Qué amable.
—¿Tiene usted idea de por qué nos han pedido que le traigamos este mensaje? —le preguntó el sapo.
A Newton se le iluminó el rostro.
—Bueno, supongo que —se agitó—, con el… aprovechamiento ehm… humano del átomo y…
—Nosotros tampoco, señor —el sapo se puso en pie—. Supongo que será uno de esos fenómenos. Bueno, será mejor que nos vayamos. —Meneó la cabeza ligeramente, se volvió y echó a andar como un pato hacia el platillo sin decir una palabra más.
Newton sacó la cabeza por la ventana.
—¡Gracias!
El extraterrestre pequeño pasó junto al coche.
—CO₂ a 0,5 por ciento —bramó, lanzándole una mirada significativa—. Supongo que ya sabe que podrían verse condenados a ser una especie dominante bajo la influencia de un consumismo compulsivo, ¿verdad?
Los dos enderezaron al otro extraterrestre, lo arrastraron rampa arriba y cerraron la compuerta.
Newton esperó un poco, por si acaso pudiera ver un despegue espectacular, pero la nave se quedó allí. Al final, se puso en marcha por el arcén y la rodeó. Cuando miró por el retrovisor, ya no estaba.
Creo que se me escapa algo, pensó sintiéndose culpable. ¿Pero el qué?
Y ni siquiera se lo puedo contar a Shadwell, porque seguro que me echaría la bronca por no contarles los pezones.
* * *
—De todas formas —dijo Adán—, no habéis entendido nada de las brujas.
Los Ellos estaban sentados en una verja, mirando a Perro revolcarse en las boñigas. El pequeño chucho parecía estar pasándoselo en grande.
—Yo he leído cosas sobre ellas —continuó alzando un poco la voz—. De hecho, siempre han sido buenas y está mal perseguirlas con Inquisiciones Británicas y cosas de esas.
—Mi madre dice que sólo eran mujeres inteligentes que protestaban de la única forma que podían por las injusticias de una jerarquía social dominada por los hombres —alegó Pepper.
La madre de Pepper daba clases en el Politécnico de Norton[31].
—Sí, pero tu madre siempre está diciendo cosas así —repuso Adán, al cabo de un rato.
Pepper asintió afablemente.
—Y dice que como mucho eran librepensadoras que adoraban el principio progenerativo.
—¿Qué es el principio proge… progenativo? —preguntó Wensleydale.
—Yo qué sé. Algo de mayo, creo —contestó Pepper vagamente.
—Pues yo creía que adoraban al Demonio —dijo Brian, pero sin condena automática. Los Ellos se mostraban abiertos respecto al tema de adorar al Diablo. Se mostraban abiertos respecto a todo—. Además, el Demonio molaría más que una birria de mayo.
—Eso es lo que está mal —dijo Adán—. No es el Demonio. Es otro dios o algo de eso. Tiene cuernos.
—Pues eso, el Demonio —replicó Brian.
—Que no —dijo Adán pacientemente—. Lo que pasa es que la gente los confunde. Sólo se parecen en los cuernos. Se llama Pan. Es mitad cabra.
—¿Qué mitad? —inquirió Wensleydale.
Adán se lo pensó.
—La de abajo —contestó al cabo de un rato—. Mira que no saber eso. Si todo el mundo lo sabe.
—Las cabras no tienen parte de abajo —repuso Wensleydale—. Tienen parte delantera y parte trasera. Como las vacas.
Se quedaron mirando a Perro otra vez, golpeando la verja con los talones. Hacía demasiado calor para pensar.
Entonces Pepper dijo:
—Si tiene patas de cabra, no puede tener cuernos. Son de delante.
—Oye, que no lo he inventado yo, ¿vale? —saltó Adán, ofendido—. Yo sólo os lo estaba contando. Ahora me entero de que me lo he inventado yo. No hace falta que la toméis conmigo, jo.
—Pero de todas formas —continuó Pepper—, el Pon ese que no se queje de que la gente crea que él es el Demonio. Porque con los cuernos… es que la gente no puede pensar otra cosa más que mira, ése es el Demonio.
Perro empezó a hurgar en una madriguera.
Adán, que parecía tener algún peso encima, respiró hondo.
—No hay que tomárselo todo tan al pie de la letra —explicó—. Es el problema últimamente. Un materialismo fragante. La gente como vosotros es la que tala las selvas tropicales y hace agujeros en la capa de ozono. Hay un pedazo de agujero en la capa de ozono por culpa de la gente del materialismo fragante como vosotros.
—Yo no puedo hacer nada, ¿vale? —saltó Brian automáticamente—. A mí no me lo digas, que no tengo la culpa.
—Lo pone en la revista —dijo Adán—. Hacen falta miles de acres de selva tropical para hacer una hamburguesa. Y todo el ozono se está derritiendo porque… —vaciló—, porque no paramos de fumigar el medio ambiente.
—¿Y las ballenas qué? —apuntó Wensleydale—. Tenemos que salvarlas.
Adán estaba perplejo. En su amasijo de Nuevos Acuario atrasados no venía nada sobre las ballenas. Los editores daban por sentado que sus lectores estaban a favor de las ballenas del mismo modo en que daban por sentado que respiraban y que caminaban derechos.
—Lo vi en un programa sobre eso —explicó Wensleydale.
—¿Y por qué tenemos que salvarlas? —preguntó Adán. Adán no acababa de ver claro cómo se salvaba a una ballena si no estaba en una situación de peligro tangible.
Wensleydale se quedó en silencio y escarbó en su memoria.
—Porque cantan. Y porque son muy inteligentes, y es que casi no quedan. Además, no hace falta matarlas porque sólo hacen comida para animales y todo eso.
—Y si son tan inteligentes —razonó Brian, despacio—, ¿qué hacen en el mar?
—Pues… yo qué sé —repuso Adán, pensativo—, bucear por ahí todo el rato, abrir la boca y comer… a mí me parece bastante inteligente…
Un chirrido de frenos y un crujido prolongado le interrumpieron. Se bajaron de la verja y remontaron el camino hasta el cruce, donde vieron un pequeño coche del revés al final de las largas marcas de las ruedas.
Un poco más allá en la calzada había un agujero. Parecía que el coche hubiera intentado esquivarlo. Al acercarse a mirar, una pequeña cabeza de aspecto oriental se esfumó.
Los Ellos abrieron la portezuela del coche y sacaron a Newton inconsciente. La cabeza de Adán se llenó de visiones de medallas por el heroico rescate. Por la de Wensleydale desfilaban consideraciones prácticas de primeros auxilios.
—No hay que moverlo —señaló—. Por si se ha roto algún hueso. Es mejor que llamemos a alguien.
Adán miró en derredor. Se divisaba un tejado entre los árboles, al final de la calle. Era Villa Jazmín.
Y en Villa Jazmín, Anatema Device estaba sentada ante una mesa con tiritas, aspirinas y complementos variados de primeros auxilios que llevaban allí expuestos una hora entera.
* * *
Anatema había estado contemplando el reloj, pensando que llegaría en cualquier momento.
Y después, cuando llegó, no era lo que ella esperaba. Mejor dicho, no era lo que ella hubiera deseado que fuese.
Ella esperaba, bastante conscientemente, a un tipo alto, moreno y guapo.
Newton era alto, pero con una silueta larguirucha. Y aunque tenía el pelo indudablemente oscuro, no era ningún tipo de accesorio de moda; no era más que un montón de mechones finos y negros que le crecían en la cabeza. Pero Newton no tenía la culpa; en sus tiempos mozos, iba a la peluquería cada dos meses con una foto cuidadosamente arrancada de alguna revista, en la que se veía a un tipo con un corte de pelo de mucho estilo sonriendo a la cámara. Le enseñaba la foto al peluquero, y le pedía que le diera aquel aspecto, por favor. Y el peluquero, que sabía lo que hacía, le echaba un vistazo y luego le cortaba el pelo a Newton corto por detrás y por los lados, que era un corte multiuso. Después de un año así, Newton comprendió que obviamente su cara no se llevaba bien con los cortes de pelo. Lo máximo que Newton Pulsifer podía esperar de un corte de pelo era tener el pelo más corto.
Y lo mismo pasaba con los trajes. Aún no se había inventado la indumentaria que le diera un aspecto fino y sofisticado, y cómodo. Hacía algún tiempo que había aprendido a conformarse con cualquier cosa que le protegiera de la lluvia y que tuviera sitio para guardar la calderilla.
Y no era guapo. Ni siquiera cuando se quitaba las gafas[32]. Y Anatema descubrió, cuando le quitó los zapatos para tumbarlo en la cama, que llevaba calcetines muy curiosos: uno azul, con un agujero en el talón, y otro gris, con agujeros alrededor de los dedos.
Supongo que debería invadirme una ola de cariño y ternura y sentir lo que sea femenino, pensó. Sólo quisiera que se los lavara.
De modo que… alto, moreno, pero guapo no. Se encogió de hombros. Bueno. Dos de tres, no está mal.
La silueta de la cama empezó a moverse. Y Anatema, que en la naturaleza misma de las cosas siempre miraba al futuro, suprimió su decepción y dijo:
—¿Cómo te encuentras?
Newton abrió los ojos.
Estaba acostado en una habitación, y no era la suya. Se dio cuenta enseguida por el techo. En su cuarto aún colgaban del techo las maquetas de aviones. Nunca se animaba a quitarlas.
En el techo sólo había escayola resquebrajada. Newton nunca había estado en la habitación de una mujer, pero dedujo fácilmente que lo era por la combinación de olores suaves. Percibía un toque de talco y lirio de los valles, y no la fétida traza de viejas camisetas que habían olvidado cómo era el interior de una secadora.
Intentó alzar la cabeza, gimió, y la dejó caer de nuevo en la almohada. Y el color rosa no pasaba desapercibido.
—Te has dado con la cabeza en el volante —dijo la voz que le había despertado—. Pero no te has roto nada. ¿Qué ha pasado?
Newton volvió a abrir los ojos.
—¿El coche? —preguntó.
—Creo que está bien. Sale una voz que no para de repetir «Pol favol luega ablochen sintulón segulidad.»
—¿Lo ves? —dijo Newton a una audiencia invisible—. Así se construye un coche, ellos sí que saben. El acabado en plástico prácticamente no se abolla.
Miró hacia Anatema.
—Di un volantazo para esquivar a un tibetano —explicó—. O al menos eso creo. Puede que me haya vuelto loco.
La silueta se acercó a su campo de visión. Tenía el cabello oscuro, los labios rojos y los ojos verdes, y era mujer casi con toda seguridad. Newton intentó no mirarla fijamente. Ella dijo:
—Si es así, nadie se va a dar cuenta —y sonrió—. ¿Sabes que es la primera vez que veo a un cazador de brujas?
—Ehm… —farfulló Newton.
Le estaba mostrando su cartera abierta.
—La he tenido que abrir —explicó.
Newton se sintió incomodísimo, lo cual no era tan inusual. Shadwell le había dado una tarjeta de cazador de brujas oficial, que entre otras cosas, obligaba a los bedeles, jueces, obispos y alguaciles a dejarle pasar y a darle todas las pastillas de encendido que pidiera. Era impresionante, una increíble obra maestra en caligrafía, y probablemente muy antigua. Se había olvidado de ella.
—Es un hobby —dijo desconsoladamente—. En realidad soy… un… —no iba a decir que era un empleado administrativo, no allí, no en aquel momento, no a una chica como aquella— ingeniero informático —mintió. Quiero serlo. Quiero serlo; en el fondo yo soy un ingeniero informático, sólo que el cerebro me está fallando—. Perdona, ¿te importa decirme…?
—Anatema Device —contestó ella—. Soy ocultista, pero es sólo un hobby. En realidad soy una bruja. Bien hecho. Llegas media hora tarde —añadió, tendiéndole una pequeña cartulina—, o sea que más vale que leas esto. Así ahorraremos tiempo.
* * *
De hecho, Newton tenía un pequeño ordenador, a pesar de los escarmientos de su infancia. A decir verdad, tenía varios. Era fácil saber cuáles tenía. Eran los equivalentes de sobremesa del Wasabi. Los que, por ejemplo, se ponían a mitad de precio en cuanto él los compraba. O que salían a la venta en una avalancha de publicidad y se sumían en las tinieblas al cabo de un año. O que sólo funcionaban metidos en la nevera. O los que, si por algún casual eran fundamentalmente buenas máquinas, Newton siempre adquiría con la versión nueva y plagada de errores del sistema operativo. Pero él lo seguía intentando, porque creía.
Adán también tenía un ordenador. Lo usaba para jugar, pero nunca mucho rato. Cargaba los juegos, los miraba muy interesado unos minutos y procedía entonces a jugar hasta que los ceros del contador de High Score desaparecían.
Cuando los otros Ellos comentaban aquella extraña habilidad, Adán manifestaba su leve asombro respecto a cómo podía ser que no jugara todo el mundo a juegos de aquellos.
—Sólo hay que aprender a jugar, y lo demás es muy fácil —decía.
* * *
Gran parte del salón frontal de Villa Jazmín estaba ocupado, como comprobó Newton con una sensación de ahogo, por periódicos apilados. Había recortes pegados en las paredes. Algunos estaban señalados en rojo. Se sintió algo satisfecho de reconocer varios artículos de los que le había recortado a Shadwell.
Anatema andaba más bien corta de muebles. Sólo se había molestado en traer su reloj, una reliquia de la familia. No era un reloj de pie con caja, sino un reloj de pared con un péndulo que oscilaba libremente bajo el cual E. A. Poe habría amarrado alegremente a alguien.
Newton no podía quitarle el ojo de encima.
—Lo construyó un antepasado mío —explicó Anatema, dejando las tazas de café en la mesa—. Sir Joshua Device. ¿Te suena? Inventó eso que se balancea y sirve para que los relojes vayan bien y sean baratos. Se llama así por eso.
—¿El Joshua? —preguntó Newton con cautela.
—No, el mecanismo, «device» en inglés.
En la última media hora, Newton había oído cosas muy increíbles y estaba a punto de creérselas, pero en algún momento había que decir basta.
—¿El mecanismo se llama mecanismo porque alguien se llamaba así?
—En inglés, claro. Device es un nombre tradicional de Lancashire. Viene del francés, me parece. No me irás a decir que tampoco te suena Sir Humphrey Chisme…
—Venga ya.
—… que diseñó un chisme que servía para bombear el agua de las minas inundadas. ¿Y Pietr Cachivache, que inventó el cachivache? O Cyrus T. Comosellame, el más destacado inventor negro de América. Thomas Edison dijo que los únicos científicos contemporáneos que admiraba eran Cyrus T. Comosellame y Ella Reader Cacharro. Y…
Miró la expresión desconcertada de Newton.
—Hice la tesis sobre ellos —añadió—. Las personas que inventaron cosas tan sencillas y universalmente útiles que nadie se acuerda de que las inventó alguien. ¿Azúcar?
—Ehm…
—Siempre te pones dos —dijo Anatema dulcemente.
Newton volvió a mirar la ficha que le había dado.
Parecía pensar que lo explicaría todo.
Pero no.
Estaba divida en dos por una línea vertical. A la izquierda había un párrafo que parecía romance, en negro. A la derecha, en rojo, comentarios y anotaciones. El efecto era el siguiente:
3819: Quando el carro del Oryente invertido esté, las sus quatro rodas en l’ayre, un hombre com magulladuras yacerá en el vuestro lexo con fuerte dolor de cabeça en pidiendo melecina, hombre que com alfileres provará, pero de límpido coraçón; mas lleva encima las semillas de la mi propia destrucción, ass que más pronto quitalde los medios de facer fuego ca es menester asegurar que yuntos seredes falta el Fin que a de venir ¿Coche japonés? Del revés. Choque… ¿¿¿daños superficiales??
… aceptar…
… melecina = medicina… aspirina.
(cf.3757) Alfiler = cazador de brujas (cf.102) ¿¿Buen cazador de brujas?? Alude a Pulsifer (cf.002) Buscar cerillas, etc. ¡En los noventa!
… hmmm…
… menos de un día (cf. 712, 3803, 4004)
La mano de Newton se metió automáticamente en su bolsillo. El mechero había desaparecido.
—¿Pero qué es esto? —dijo con voz ronca.
—¿Has oído hablar de Agnes la Chalada? —le preguntó Anatema.
—No —repuso Newton, defendiéndose a la desesperada con el sarcasmo—. Ahora no me digas que inventó a los locos.
—Es el apodo que le dieron en Lancashire —repuso Anatema fríamente—. Si no te lo crees, lee sobre los juicios de las brujas a principios del siglo XVII. Era una antepasada mía. De hecho, uno de tus antepasados la quemó viva. O lo intentó.
Newton escuchó con horrorizada fascinación la historia de Agnes Chalada.
—¿No Cometerás Adulterio Pulsifer? —dijo él cuando Anatema hubo terminado.
—En aquellos tiempos eran normales esos nombres —explicó Anatema—. Creo que eran diez hermanos y su familia era muy religiosa. Estaba Codicia Pulsifer, Falso Testigo Pulsifer…
—Ya veo —dijo Newton—. Vaya. Me parece que a Shadwell le sonaba el nombre. Estará en los archivos del Ejército. Si me llamara Adulterio Pulsifer, iría por ahí queriendo matar a todo el mundo.
—Creo que no le gustaban mucho las mujeres, sencillamente.
—Gracias por tomártelo tan bien —le dijo Newton—. Quiero decir que él debía de ser antepasado mío. No hay muchos Pulsifer. Quizás… por eso me topé con el Ejército Cazabrujas, ¿no? A lo mejor es el destino —añadió esperanzado.
Ella meneó la cabeza.
—No —repuso—, nada de eso.
—De todas maneras, buscar brujas no es lo que era en aquel tiempo. No creo que Shadwell haya pasado de darle una patada al cubo de basura de la vecina.
—Entre tú y yo, Agnes era un poco difícil —dijo Anatema, imprecisa—. No tenía término medio.
Newton sacudió la ficha.
—¿Y qué tiene que ver con esto? —preguntó.
—Ella lo escribió. Bueno, el original. Es el versículo 3819 de Las Buenas y Ajustadas Profecías de Agnes la Chalada, primera edición en 1655.
Newton se quedó mirando la profecía otra vez. Abrió y cerró la boca.
—¡¿Sabía que iba a chocar con el coche?! —preguntó.
—Sí. Bueno no, seguramente no. Mira, es que Agnes es la peor profeta que jamás existió. Porque siempre acertaba. Y por eso el libro no se vendió.