Era sábado por la mañana, muy temprano; era el último día del mundo y el cielo estaba más rojo que la sangre.
El mensajero de International Express dobló una esquina a unos prudentes cincuenta kilómetros por hora, cambió a segunda y paró junto al arcén de hierba.
Salió de la furgoneta e inmediatamente se lanzó a la cuneta para evitar un camión que se le venía encima disparado a una velocidad que excedía con mucho el límite de ciento veinte kilómetros por hora.
Se levantó, recogió sus gafas, se las puso, recuperó el paquete y la carpeta, se sacudió la hierba y el polvo del uniforme y, como si se le acabara de ocurrir, sacudió el puño en dirección al camión que se alejaba a toda velocidad.
—¡Deberían estar prohibidos los malditos camiones! ¡No tienen ningún respeto por los usuarios de la carretera! Y es lo que siempre digo, siempre digo lo mismo, pensad que sin un coche, hijos, no sois más que peatones…
Trepó por la cuneta cubierta de hierba, se encaramó a una valla baja y vio que se hallaba junto al río Uck.
El mensajero de International Express caminó por la orilla del río, con el paquete bajo el brazo.
Ribera abajo se veía un hombre sentado, vestido de blanco. Tenía el cabello blanco, la tez blanca como la cera y, sentado, miraba el río a un lado y al otro, como admirando el paisaje. Tenía el mismo aspecto que los poetas románticos victorianos antes de que el consumo y abuso de drogas empezara a deteriorarlos.
El hombre de International Express no podía entenderlo. Es decir, en los viejos tiempos, y bien mirado tampoco hacía tanto, solían verse pescadores cada diez metros por toda la ribera; los niños jugaban allí, las parejas de enamorados iban a escuchar el murmullo y el borboteo del río, a cogerse las manos y a ponerse tiernos y acaramelados con el atardecer de Sussex. Él mismo lo hacía con Maud, su señora, antes de casarse. Iban allí a darse el lote y, en una memorable ocasión, un revolcón.
Cómo cambiaban los tiempos, pensó el mensajero.
Ahora unas esculturas blancas y marrones de espuma y sedimentos bajaban empujadas por la corriente, lamparones que cubrían cada uno varios metros de la superficie del río. Y las zonas visibles de agua estaban cubiertas de pequeñas partículas de manto petroquímico.
Se oyó el aleteo de dos gansos que, agradecidos de estar de vuelta en Inglaterra tras el largo y agotador viaje a través del Atlántico Norte, aterrizaron en el agua irisada, y se hundieron sin dejar rastro.
Cómo está el mundo, pensó el mensajero. El Uck, que siempre ha sido el río más bonito de esta parte del mundo, ahora no es más que una cloaca industrial con pretensiones. Los cisnes se hunden y los peces flotan en la superficie.
Pero en fin, así avanza la ciencia. No se puede parar el avance de la ciencia.
Había alcanzado al hombre de blanco.
—Disculpe, señor. ¿Se llama usted Yeso de apellido?
El hombre de blanco asintió, sin decir nada. Se puso de nuevo a mirar el río, siguiendo una impresionante escultura de espuma y residuos con la mirada.
—Cuánta belleza —susurró—. Es todo tan hermoso.
El mensajero se vio temporalmente desprovisto de palabras. Entonces sus sistemas automáticos tomaron el mando.
—Cómo está el mundo, fíjese, o sea, te pateas el mundo entero entregando paquetes y va y te mandan a tu propia casa prácticamente, quiero decir, señor, que yo me he criado aquí, y he estado en el Mediterráneo, y en Des O’ Moines, que está en América, y ahora aquí estoy, y aquí está su paquete.
Yeso de apellido cogió el paquete, cogió la carpeta y firmó. El bolígrafo soltó una mancha y la firma se emborronó al instante. Era una palabra larga, que empezaba por P, luego tenía un manchurrón y acababa con algo que podía ser encia o ución.
—Pues muchas gracias —dijo el mensajero.
Regresó bordeando el río a la ajetreada carretera donde había dejado la furgoneta, intentando no mirar el río al pasar.
Detrás suyo, el hombre de blanco abrió el paquete. Contenía una corona; un aro de metal blanco con diamantes incrustados. La miró detenidamente unos instantes, satisfecho, y se la puso. Relucía a la luz del sol naciente. Entonces el orín, que había empezado a bañar la superficie plateada al contacto de sus dedos, se extendió y la cubrió por completo; y la corona se puso negra.
Blanco se levantó. Lo que sí se puede decir a favor de la polución ambiental es que nos proporciona unos amaneceres asombrosos de verdad. Parecía que le hubiesen prendido fuego al cielo.
Y una cerilla descuidada habría incendiado el río, pero, qué se le iba a hacer, no había tiempo para aquello. Sabía inconscientemente dónde y cuándo se reunirían Los Cuatro, y tendría que darse mucha prisa para estar allí aquella misma tarde.
Tal vez sí que le prendamos fuego al cielo, pensó. Y dejó aquel lugar, casi imperceptiblemente.
Era casi la hora.
El mensajero había dejado la furgoneta en el arcén de hierba de la autovía. Rodeó el vehículo hasta la puerta del conductor (con cuidado porque otros coches y camiones seguían tomando la curva embalados), metió el brazo por la ventana y cogió la lista de entregas del salpicadero.
Sólo le quedaba por realizar una entrega.
Leyó las indicaciones del aviso de entrega atentamente.
Las volvió a leer, prestando especial atención a la dirección y al mensaje. La dirección eran dos palabras: Todas partes.
Entonces, con su bolígrafo soltando tinta, le escribió una nota a Maud, su mujer. Decía sencillamente Te quiero.
Volvió a dejar la lista en el salpicadero, miró a la izquierda, miró a la derecha, y empezó a atravesar muy resuelto la carretera. Cuando se encontraba a medio camino, un enorme camión alemán se acercó por la curva, el conductor enloquecido de cafeína, de pastillitas blancas y de normas de transporte de la CEE.
Se quedó observando aquella masa que se alejaba.
Caramba, pensó, un poco más y me aplasta.
Y entonces miró hacia abajo.
Vaya, pensó.
SÍ, asintió una voz desde detrás de su hombro izquierdo, o al menos desde detrás del recuerdo de su hombro izquierdo.
El mensajero se volvió, echó un vistazo y lo vio. Al principio no daba con las palabras, no daba con nada, pero enseguida le venció la costumbre de una vida entera trabajando y dijo:
—Tengo un mensaje para usted, señor.
¿PARA MÍ?
—Sí, señor —deseó seguir teniendo garganta. Podría haber tragado saliva, si la hubiera tenido aún—. Me temo que no es un paquete, Señor… ehm, señor. Es un mensaje.
ENTONCES DÍGAMELO.
—Es éste, señor. Ejem. Ven y verás.
POR FIN. Su rostro esbozaba una sonrisa, pero claro, con aquella cara, no podía esbozar otra cosa.
GRACIAS —continuó—. DEBO ELOGIAR SU DEVOCIÓN AL DEBER.
—¿Señor? —el difunto mensajero estaba cayendo a través de una neblina gris, y lo único que veía eran dos manchas azules, que tal vez fueran ojos, o tal vez estrellas lejanas.
NO PIENSE EN ELLO COMO MORIR, dijo Muerte, SINO TAN SÓLO COMO IRSE TEMPRANO PARA EVITAR EL ATASCO.
El mensajero tuvo un breve instante para preguntarse si aquel nuevo amigo estaba bromeando, y para decidir que no; y entonces todo desapareció.
* * *
Cielo rojo por la mañana. Iba a llover.
Sí.
* * *
El Sargento Cazabrujas Shadwell se retiró unos pasos y ladeó la cabeza.
—Bueno, pues ya está —dijo—. Listo. ¿Lo tienes todo?
—Sí, señor.
—¿El péndulo de los descubrimientos?
—El péndulo de los descubrimientos, sí.
—¿Empulgueras?
Newton tragó, y se palpó un bolsillo.
—Empulgueras —repuso.
—¿Pastillas de encendido?
—De verdad, Sargento, creo que…
—¿Pastillas de encendido?
—Pastillas de encendido[29] —contestó Newton tristemente—. Y cerillas.
—¿Campana, libro y vela?
Newton tocó otro bolsillo. Dentro llevaba una bolsa de papel con una campanita, de ésas que enloquecen a los periquitos, una vela rosa de tarta de cumpleaños y un librito diminuto titulado Oraciones para pequeñas manos. Shadwell le había insistido mucho en que, aunque el objetivo principal fueran las brujas, un buen Cazabrujas nunca dejaba pasar la oportunidad de hacer algún exorcismo rápido, y por eso debía llevar encima el equipo adecuado en todo momento.
—Campana, libro y vela —dijo Newton.
—¿Alfiler?
—Alfiler.
—Buen chico. No se te olvide nunca el alfiler. Es la bayoneta de tu artillería de fuego.
Shadwell se retiró unos pasos más. Newton se dio cuenta asombrado de que se le habían empañado los ojos al viejo.
—Ojalá pudiera ir contigo —dijo—. Lo más seguro es que no sea nada, pero me gustaría salir allá afuera y ponerme en marcha de nuevo. Hay que tener mucha paciencia, muchacho, para pasarse las horas tumbado entre las matas espiando sus diabólicos movimientos. Te cala hasta los huesos.
Se puso derecho y saludó.
—En marcha, Soldado Pulsifer. Que los ejércitos de la glorificación te acompañen.
Después de marcharse Newton, Shadwell pensó en algo, algo que hasta ahora no había podido hacer. Todo cuanto necesitaba era una chincheta. No tenía nada que ver con el uso militar de objetos punzantes en la caza de brujas; sencillamente una chincheta de las que se ponen en los mapas.
El mapa estaba en la pared. Era viejo. No incluía Milton Keynes, ni Harlow. Apenas mostraba Manchester y Birmingham. Era el mapa del cuartel del ejército desde hacía trescientos años. Y aún tenía algunas chinchetas, principalmente en Yorkshire, en Lancashire y alguna que otra en Essex, pero estaban bastante oxidadas. Por el resto del mapa, unas meras marcas marrones indicaban el lejano objetivo de un cazador de brujas de hacía mucho tiempo.
Shadwell consiguió encontrar una chincheta entre los desperdicios del cenicero. Le sopló, le sacó brillo, estudió el mapa hasta que dio con Tadfield, y clavó la chincheta triunfalmente.
Relucía.
Shadwell dio un paso atrás, y saludó de nuevo. Tenía lágrimas en los ojos.
Entonces se dio la vuelta elegantemente y saludó a la vitrina. Estaba vieja y estropeada, y tenía el cristal roto, pero de alguna manera era el EC. Guardaba en su interior la plata del Regimiento (el Trofeo de Golf Interbatallones, que no se jugaba, desgraciadamente, desde hacía setenta años); el rifle de carga con escobilla del Coronel Cazabrujas No Comerás Cosas Vivas con Sangre ni Pronunciarás Hechizos ni Observarás el Tiempo Dalrymple; un juego de lo que aparentemente eran nueces, pero que en realidad eran una colección de cabezas encogidas obra de un cazador de cabezas, donación del Cazabrujas Sargento Primero Horacio «Cógelas antes de que te Cojan» Narker, que había viajado por los lugares más recónditos; y otros recuerdos.
Shadwell se sonó ruidosamente la nariz en la manga.
Después abrió una lata de leche condensada para desayunar.
* * *
Si los ejércitos de glorificación hubieran tratado de marchar junto a Newton, se habrían ido cayendo a trozos. Y la razón es que, salvo por Newton y Shadwell, habían muerto hacía mucho tiempo.
Era un error pensar que Shadwell (Newton no logró averiguar si tenía algún nombre) era un loco solitario.
Lo que pasaba era que todos los demás estaban muertos, y la mayoría hacía varios siglos. Hubo un tiempo en que el Ejército era tan numeroso como decía el creativo cuaderno de contabilidad de Shadwell. Newton se quedó asombrado al comprobar que el Ejército Cazabrujas tenía tantos y tan sangrientos antecedentes como su contrapartida algo más mundana.
Oliver Cromwell fue el último en ajustar las tarifas de los cazadores de brujas, y desde entonces no se habían revisado. Los oficiales cobraban una corona, y el General un soberano. Eran sólo gajes de honor, naturalmente, porque se cobraba a nueve peniques la bruja, con preferencia para quedarse sus posesiones.
Esos nueve peniques eran de verdad indispensables. De modo que corrían tiempos difíciles desde que Shadwell se pasó a la plantilla del Cielo y del Infierno.
Newton cobraba un salario anual de un viejo chelín[30].
A cambio de lo cual tenía que llevar encima en todo momento cirio, mecha, teas, una caja de yesca o fósforos, aunque Shadwell le indicó que un encendedor también serviría. Shadwell aceptaba la invención del encendedor de cigarrillos del mismo modo en que los soldados convencionales acogían el rifle de repetición.
Newton lo veía como pertenecer a una de esas organizaciones como el Nudo Sellado o ser una de esas personas que se empeñaban en seguir librando la guerra civil americana. Era una excusa para salir los fines de semana, y además contribuía a mantener vivas las entrañables tradiciones que hicieron de la civilización occidental lo que es hoy.
* * *
Una hora después de abandonar el cuartel, Newton se detuvo en un área de reposo y se puso a hurgar en el asiento del pasajero.
Abrió la ventanilla con unos alicates, puesto que la manivela se había caído hacía tiempo.
El paquete de pastillas de encendido salió volando por encima del seto. Poco después le siguieron las empulgueras.
Analizó todo lo que quedaba, y lo metió de nuevo en la bolsa. El alfiler era un recurso militar Cazabrujas, con su cabeza de ébano como un alfiler de pelo de señora.
Sabía para qué servía. Con todo lo que había leído… Shadwell le había presentado una pila de folletos el día en que se conocieron, pero el Ejército tenía acumulados varios libros y documentos que valdrían una fortuna, sospechaba Newton, si llegasen a venderse.
El alfiler era para pinchar a los sospechosos. Si en alguna parte del cuerpo no sentían nada, eran brujas. Fácil. Algunos Cazabrujas fraudulentos utilizaban alfileres retráctiles especiales, pero aquel era de un acero sólido y honrado. No podría volver a mirar al viejo Shadwell a la cara después de tirarlo. Además, seguro que traía mala suerte.
Puso el motor en marcha y siguió con su viaje.
El coche de Newton era un Wasabi. Él lo llamaba Dick Turpin con la esperanza de que algún día alguien le preguntase por qué.
Hubo un historiador muy preciso que supo señalar el día exacto en que los japoneses pasaron de ser autómatas endiablados que se lo copiaban todo a Occidente, a ser ingenieros capacitados e ingeniosos que dejaban atrás a Occidente. Pero el Wasabi fue diseñado en un día de confusión, y combinaba los contras tradicionales de la mayoría de los coches occidentales con multitud de desastres innovadores, evitando los cuales empresas como Honda y Toyota se convirtieron en lo que son hoy en día.
Newton nunca había visto otro igual por la calle, a pesar de lo mucho que se esforzó. Durante años, y sin demasiada convicción, se mostró entusiasmado ante sus amigos con lo económico que era y con su gran rendimiento, esperando angustiado que alguien se comprase uno, porque mal de muchos, consuelo de todos.
Destacó en vano el motor de 823 cc., la caja de cambios de tres marchas, los increíbles artefactos de seguridad como esos globos que se hinchaban en situaciones peligrosas, por ejemplo al circular a 40 por una calle recta y seca y estar a punto de chocar porque un globo blanco de seguridad acaba de anular tu visibilidad. También se deshizo en elogios hablando de la radio hecha en Corea, que cogía Radio Pyongyang estupendamente, y de la voz electrónica que llamaba la atención por no llevar el cinturón de seguridad incluso cuando sí que lo llevaba uno puesto; lo había programado alguien que no entendía inglés, ni japonés tampoco. Decía que era el último grito en el sector.
El sector en este caso debía de ser la alfarería.
Sus amigos asentían y se mostraban de acuerdo, y en privado decidieron que si alguna vez tenían que elegir entre comprar un Wasabi y caminar, invertirían en un par de zapatos; venía a ser lo mismo de todas formas, porque una de las razones por que el Wasabi consumía tan poco era que se pasaba mucho tiempo esperando en los talleres mientras los cigüeñales y demás les eran remitidos por el único representante de Wasabi que quedaba vivo, en Nigirizushi, Japón.
En ese trance distraído, tipo zen, en el que conduce la mayoría de la gente, Newton se estaba preguntando cómo se usaba el alfiler exactamente. ¿Tendría que decir «Tengo un alfiler y no me da miedo usarlo»? Por un puñado de alfileres… El Alfilerero… El hombre del alfiler de oro… Los alfileres de Navarone…
Tal vez le habría interesado a Newton saber que, de las treinta y nueve mil mujeres sometidas a la prueba del alfiler durante los siglos de caza de brujas, veintinueve mil dijeron «ay», nueve mil novecientas noventa y nueve no sintieron nada debido a que los alfileres eran los retráctiles anteriormente mencionados, y una bruja declaró que le había curado milagrosamente la artritis de la pierna.
Se llamaba Agnes la Chalada.
Fue el gran fracaso del Ejército Cazabrujas.
* * *
Uno de los primeros fragmentos de Las Buenas y Ajustadas Profecías de Agnes la Chalada trataba de la muerte de ésta.
Los ingleses, por ser una raza burda e indolente, no estaban tan entusiasmados con quemar a las mujeres como otros pueblos de Europa. En Alemania se erigían y quemaban hogueras regularmente con una rigurosidad teutónica. Incluso los piadosos escoceses, enzarzados a lo largo de la historia en una prolongada batalla con sus archienemigos los escoceses, se las ingeniaron para montar algún incendio y entretenerse en las largas tardes de invierno. Pero los ingleses no acababan de animarse.
Una razón pudo ser la forma en que murió Agnes la Chalada, que más o menos marcó el fin de la demencial persecución de brujas en Inglaterra. Una muchedumbre desenfrenada, reducida a la ira absoluta por la costumbre que tenía Agnes de andar curando a los demás y de ser inteligente, llegó a su casa una tarde de abril y la encontró sentada con el abrigo puesto, esperando.
—Llegades tarde —les dijo—. En la foguera debiera ser ha dieç minutos.
Entonces se levantó y, cojeando lentamente, salió de la casa por entre la muchedumbre de pronto silenciosa, y se dirigió a la hoguera que habían amontonado apresuradamente en el parque de la aldea. La leyenda dice que trepó dificultosamente a la pira y rodeó con los brazos el palo que tenía a su espalda.
—Atadme bien —ordenó al asombrado cazador de brujas. Y entonces, mientras los aldeanos se acercaban furtivamente a la pira, alzó su apuesta cabeza a la luz de la lumbre y dijo—: Açercaos todos bien, buenas gentes. Açercaos fasta que el fuego vos abrase los rostros, ça vos ordeno que veáredes cómmo muere la última bruxa de Yngalaterra. Ca bruxa so, y por bruxa van me juçgar, mas non conoçco el mi verdadero crimen. Et assí, dexad que la mi muerte sea mençaje por doquier. Açercaos todos bien, digo, e non olvidedes el destino d’aquellos que se meçclan en las cosas que non entienden.
Se dice que después sonrió y miró al cielo por encima de la aldea y añadió:
—Et aquesto vos atanye también, viejo bobo neçio.
Y tras aquella extraña blasfemia, no dijo nada más. Les dejó amordazarla y se mantuvo en pie imperiosamente mientras aplicaban las antorchas a la madera seca.
La muchedumbre se acercó, y algunos se mostraban indecisos acerca de si hacían bien o mal, ahora que lo pensaban.
Treinta segundos después, una explosión voló el parque de la aldea, arrasó todo ser vivo del valle y se vio incluso desde Halifax.
Posteriormente hubo una gran polémica acerca de si el responsable de aquello fue Dios o Satán, pero una nota que hallaron en casa de Agnes la Chalada indicaba que cualquier intervención divina o diabólica habría recibido el apoyo material de las sayas de Agnes, donde había escondido, previsora, ochenta libras de pólvora y cuarenta de clavos de techar.
Agnes también dejó, en la mesa de la cocina, junto a una nota para cancelar el lechero, una caja y un libro. Había instrucciones específicas acerca de qué hacer con aquella caja e instrucciones igualmente específicas acerca de qué hacer con el libro; debía ser enviado al hijo de Agnes, John Device.
Los que lo encontraron —aldeanos del pueblo vecino a quienes la explosión despertó— pensaron en ignorar aquellas indicaciones y quemar la casa sencillamente, pero vieron las llamas y los escombros y decidieron que no. Además, la nota de Agnes incluía predicciones dolorosamente precisas acerca de qué ocurriría a aquellos que no acataran sus órdenes.
El hombre que condenó a la hoguera a Agnes la Chalada era un Comandante Cazabrujas. Encontraron su sombrero en un árbol a tres kilómetros de allí.
Su nombre, bordado en un trozo de cinta bastante grande, era No Cometerás Adulterio Pulsifer; era uno de los buscadores de brujas más asiduos de Inglaterra, y tal vez le hubiera dado cierta satisfacción saber que el último de sus descendientes acababa de salir, aunque sin saberlo, al encuentro de la última descendiente de Agnes la Chalada. Quizás hubiera presentido que la sed de alguna antigua venganza se iba a aplacar por fin.
De haber sabido lo que iba a ocurrir de verdad el día en que los descendientes se conocieran, se habría retorcido en la tumba; claro que jamás la tuvo.