Cuervo Sable, delgado, con barba y vestido de negro riguroso, estaba sentado en su delgada limusina negra, hablando por su delgado teléfono negro con su base de la costa oeste.

—¿Cómo va todo? —preguntó.

—Parece que bien —le contestó su director de marketing—. Mañana tengo un almuerzo con los compradores de todas las cadenas líderes de supermercados. Ningún problema. Tendremos MENÚS™ en todos los establecimientos el mes que viene.

—Bien hecho, Nick.

—Nada, hombre. Es porque sé que cuento con tu apoyo. Eres un buen líder, chaval. Conmigo siempre da resultado.

—Gracias —dijo Sable, y cortó la conexión.

La empresa de Neotrición había nacido hacía once años, y empezó siendo muy pequeña. Un pequeño equipo de investigadores alimentarios, un gran equipo de marketing, abundante personal de relaciones públicas, y un logo elegante.

Los dos años de inversión en Neotrición e investigación dieron a luz a CHOW™. CHOW™ contenía moléculas proteicas hiladas, trenzadas y entrelazadas, encriptadas y codificadas, cuidadosamente diseñadas para que las ignorase hasta el enzima digestivo más voraz; edulcorantes artificiales, aceites minerales en vez de vegetales, materiales fibrosos, colorantes y aromatizantes. El resultado fue un producto alimenticio indistinguible de cualquier otro excepto por dos detalles. El precio, que era ligeramente más elevado, y el aporte nutritivo, que era aproximadamente el mismo que el de un walkman de Sony. Comiese uno la cantidad que comiese, perdía peso[25].

Los gordos lo compraron. Los delgados que no querían engordar lo compraron. CHOW™ era el último grito en productos dietéticos; cuidadosamente hilado, entrelazado, texturizado y trabajado para imitar cualquier cosa, desde patatas hasta venado, aunque lo que mejor se vendía era el pollo.

Sable se recostaba en su sillón y contemplaba el dinero llenar sus arcas. Observaba mientras CHOW™ iba invadiendo progresivamente el nicho que antes ocupaban los alimentos tradicionales, sin marca registrada.

Después de CHOW™ sacó SNACKS™, comida basura hecha de basura de verdad.

MENÚS™ era el último bombazo de Sable.

MENÚS™ era CHOW™ con azúcar y grasas añadidas. En teoría, si se comía suficiente cantidad de MENÚS™, podías a) engordar mucho y b) morir de desnutrición.

La paradoja deleitaba a Sable.

Actualmente MENÚS™ se estaba sometiendo a prueba en toda América. MENÚS Pizza, MENÚS Pescado, MENÚS Chopsuey, MENÚS de arroz macrobiótico. Hasta MENÚS Hamburguesa.

La limusina de Sable estaba aparcada en el parking de un Burger Lord de Des Moines, Iowa, una franquicia de comida rápida perteneciente a su organización. Era allí donde los MENÚS™ Hamburguesa llevaban seis meses a prueba. Quería ver qué clase de resultados estaban obteniendo.

Se inclinó hacia delante, llamó al cristal de la cabina del conductor. Éste apretó un botón y el cristal se deslizó hacia abajo.

—¿Señor?

—Voy a echar un vistazo a la operación, Marlon. Tardaré diez minutos, y luego volvemos a Los Ángeles.

—Muy bien.

Sable se encaminó pausadamente al Burger Lord. Era exactamente igual que todos los demás Burger Lords de América[26]. El Payaso McLordy bailaba en el Rincón de los Niños. Todo el personal tenía esa misma sonrisa radiante que nunca alcanzaba los ojos. Y detrás del mostrador, un hombre de edad mediana, regordete, silbaba discretamente, contento con su trabajo.

Sable se acercó al mostrador.

—HolasoyMarie —le dijo la cajera—. Dígame.

—Un Maxi Mega Blaster con Queso y patatas extra grandes, sin mostaza.

—¿Para beber?

—Un batido especial chocoplátano súper cremoso.

Pulsó los pequeños pictogramas de la caja. (Ya no era necesario saber leer para trabajar en uno de esos restaurantes. Saber sonreír, sí.) Se volvió hacia el hombre regordete de detrás del mostrador.

—Megaqueso, patatas extra, sin mostaza —repitió—, batido choco.

—Mmhhmm —tarareó el cocinero. Repartió la comida en pequeñas cajitas de cartón, parando sólo un instante para apartarse un mechón grisáceo de los ojos.

—Listo —dijo.

Ella lo cogió sin mirarle, y él se volvió alegremente a su parrilla, cantando suavemente «Loooove me tender loooove me long, neeever let me go…»

Sable reparó en que el canturreo del hombrecillo contrastaba con la música ambiental del Burger Lord, una cinta metálica de la sintonía comercial de Burger Lord, y tomó nota mental para que lo despidieran.

HolasoyMarie le dio a Sable su MENÚ™ y le dijo que tuviera un buen día.

Se fue a una pequeña mesa de plástico, se sentó en la silla de plástico y estudió la comida.

Pan artificial. Hamburguesa artificial. Patatas fritas que jamás habían estado bajo tierra. Salsas hechas sin alimentos. Incluso (lo que más le gustaba a Sable) una rodaja artificial de pepinillo. No se molestó en examinar el batido. No tenía ningún contenido alimenticio, pero bien pensado, los que vendían sus rivales tampoco.

En torno a él, la gente estaba comiendo sus incomestibles, si no con verdadera satisfacción, al menos tampoco con el asco que solía verse en las cadenas de hamburgueserías de todo el mundo.

Se levantó, llevó su bandeja al receptáculo de TIRE LOS RESTOS CON CUIDADO, POR FAVOR, y lo tiró todo. Si le hubiesen dicho que los niños se morían de hambre en África, se habría sentido halagado de que alguien se hubiese dado cuenta.

Alguien le tiró de la manga.

—¿Es usted Sable? —preguntó un hombre menudo con gafas y gorra de International Express, que llevaba un paquete envuelto en papel de embalaje.

Sable asintió.

—Eso pensaba. He echado un vistazo, pensando: un caballero alto con barba, un traje elegante… no habrá muchos así por aquí. Un paquete para usted, señor.

Sable firmó, con su verdadero nombre; una palabra de seis letras, Rima con enjambre.

—Pues muchas gracias, señor —dijo el mensajero. Se detuvo—. Aquí tiene —dijo—. ¿No le recuerda a alguien el tipo de detrás del mostrador?

—No —repuso Sable. Le dio al hombre una propina de cinco dólares, y abrió el paquete.

Dentro había una pequeña balanza de bronce.

Sable sonrió. Una delgada sonrisa que desapareció casi al instante.

—Ya era hora —dijo. Se metió la balanza en el bolsillo, haciendo caso omiso del daño causado al estilizado contorno de su traje negro, y volvió a la limusina.

—¿Volvemos a la oficina? —preguntó el conductor.

—Al aeropuerto —contestó Sable—. Por cierto, llama; quiero un billete para Inglaterra.

—Enseguida, señor. Ida y vuelta para Inglaterra.

Sable tenía la mano en el bolsillo y jugueteaba con la balanza.

—Mejor sólo de ida —añadió—. Ya me las arreglaré para volver. Ah, y llama a la oficina de mi parte, que cancelen todas mis citas.

—¿Cuánto tiempo estará fuera, señor?

—Durante todo el futuro inmediato.

Y en el Burger Lord, detrás del mostrador, el hombrecillo achaparrado del mechón metió otra media docena de hamburguesas en la parrilla. Era el hombre más feliz del mundo y estaba cantando, en voz muy baja.

«… nunca has cazado un conejo —tarareaba para sí—, no eres amigo mío…»

* * *

Los Ellos escuchaban atentamente. Caía una suave llovizna, que apenas se mantenía a raya gracias a las hojas de hierro y a los retales de linóleo que cubrían su guarida de la cantera, y siempre contaban con que Adán inventara cosas que hacer cuando llovía. No les había decepcionado. A Adán le refulgían los ojos con la alegría del saber.

No se había dormido hasta las 3:00 a.m., debajo de un montón de Nuevos Acuario.

—Y había un hombre que se llamaba Charles Fort —contaba—, y que hacía que llovieran peces y ranas y cosas así.

—Ya —gruñó Pepper—, seguro. ¿Ranas vivas?

—Pues claro —repuso Adán, entusiasmado con el tema—, vivas y coleando y croando y todo. Al final le dieron dinero para que se fuera y, y… —se esforzó para dar con algo que le gustara a su audiencia; había leído demasiado de una sentada—. Y se montó en el Mary Celeste y navegó hasta el Triángulo de las Bermudas. Está en las Bermudas —añadió para situarlos.

—Eso es imposible —protestó Wensleydale muy severo—, porque yo he leído una cosa del Mary Celeste y nadie se montó en él. Es famoso porque estaba vacío. Lo encontraron flotando a la deriva solo sin nadie.

—Yo no he dicho que él estuviera dentro cuando lo encontraron, ¿eh? —replicó Adán, mordaz—. ¿Cómo quieres que estuviera dentro? Vino un OVNI y se lo llevó. Pero si eso lo sabe todo el mundo.

Los Ellos se tranquilizaron un poco. Los OVNIs eran su campo. Aunque tampoco sabían mucho de los OVNIs de la nueva era; escucharon cortésmente lo que Adán tenía que decir al respecto, pero en cierto modo a los OVNIs modernos les faltaba fuerza.

—Si yo fuera un extraterrestre —dijo Pepper, materializando la opinión de todos los demás—, no iría por ahí diciendo eso de la armonía cósmica mística. Diría —su voz se hizo tosca y nasal, como si surgiera de detrás de una diabólica máscara negra—. «Estohh de aquíhh eshh un rayo láserhh, o seah queh más valeh que hagas lo que te ordenehh, canallah rebeldehh».

Todos asintieron. Uno de sus juegos preferidos en la cantera estaba basado en una famosa serie de películas de lásers, de robots y de una princesa que llevaba el pelo como unos auriculares estéreo™ (quedó claro sin una palabra que si alguien tenía que hacer el estúpido papel de princesa, no sería Pepper). Pero el juego solía acabar en pelea por quién iba a ponerse el cubo para carbón™ y volar los planetas. Adán era el mejor, cuando era el malo parecía que de verdad pudiera hacer que explotase el mundo entero. De todas maneras, los Ellos estaban por naturaleza del lado de los destructores de planetas, siempre y cuando se les dejara rescatar princesas al mismo tiempo.

—Supongo que antes sería así —repuso Adán—, pero ahora ya no. Tienen todos una luz brillante alrededor y van por ahí de buenos. Son como policías galácticos, que le dicen a todo el mundo que vivan en la armonía universal y todo eso.

Hubo un momento de silencio durante el cual ponderaron aquel desperdicio de OVNIs en perfecto estado.

—Yo lo que quiero saber —dijo Brian— es por qué les llaman OVNIs, si saben perfectamente que son platillos volantes. O sea, que son Objetos Voladores Identificados.

—Es porque el gobierno se lo calla todo —explicó Adán—. Siempre están aterrizando un montón de platillos volantes, pero el gobierno se lo calla.

—¿Por qué? —preguntó Wensleydale.

Adán dudó. Sus lecturas no le habían dado una explicación rápida para aquello; el Nuevos Acuario consideraba que el hecho de que el gobierno lo escondiera todo no era más que el fundamento de una creencia, tanto suya como de sus lectores.

—Pues porque es el gobierno —repuso Adán sin más—. Y los gobiernos siempre hacen igual. Hay un edificio súper grande en Londres que es donde guardan todo lo que no dicen. Y cuando el Primer Ministro se pone a trabajar por las mañanas, lo primero que hace es repasar la lista de todo lo que ha pasado esa noche y ponerle a todo el sello rojo ese.

—Seguro que primero se toma una taza de té, y lee el periódico —constató Wensleydale, que en una memorable ocasión, durante las vacaciones, había entrado por sorpresa en el despacho de su padre y se había hecho ciertas ideas—. Y hablan de lo que hicieron en la tele esa noche.

—Bueeeno, pues eeeso, pero después saca el libro ese y el sello.

—En el que pone «A callar» —dijo Pepper.

—Pone Alto Secreto —corrigió Adán, molesto por aquel intento de creatividad bipartita—. Es lo mismo que las centrales nucliares. Siempre están explotando y no se sabe por qué. Y es porque el gobierno se lo calla.

—No están siempre explotando —replicó severamente Wensleydale—. Mi padre dice que son súper seguras y que sirven para que no vivamos en un invernadero. Y además, hay un dibujo en mis cómics[27] y no pone nada de que exploten.

—Sí —repuso Brian—, pero tú me lo dejaste después y ya sé qué dibujo era.

Wensleydale vació y luego dijo con una voz cargada de paciencia mal fingida:

—Oye Brian, que sólo porque ponga Esquema Teórico…

La pelea, que nunca era demasiado seria en el seno de la hermandad de los Ellos, se calmó.

—Vale —continuó Adán. Se rascó la cabeza—. ¿Lo veis? Ya habéis hecho que se me olvide dónde estaba —se quejó.

—En lo de los platillos volantes —apuntó Brian.

—Ah, sí. Eso, que si alguien ve un OVNI, llegan unos hombres del gobierno y se la carga —dijo Adán, cogiendo el ritmo de nuevo—. Con coches negros grandes. En América están siempre igual.

Ellos asintieron sabiamente. Por lo menos de aquello no cabía duda. Para ellos, América era donde iban los que eran buenos cuando se morían. Estaban preparados para creer que cualquier cosa podía pasar en América.

—Seguro que provocan atascos —señaló Brian, estirándose una costra de la rodilla mugrienta. Se animó—. ¿Sabéis qué? —continuó—, mi prima dice que en América hay heladerías donde tienen treinta y nueve sabores de helados.

Aquello calló incluso a Adán, un instante.

—No existen treinta y nueve sabores de helado —replicó Pepper—. Pero es que ni en el mundo entero.

—Pues sí que existen si los mezclas… —repuso Wensleydale, parpadeando como un búho—. Mira, puede ser fresa y chocolate. Chocolate y vainilla —pensó en más sabores ingleses—. Fresa y vainilla y chocolate —añadió de un modo poco convincente.

—Y lo de Atlantis —dijo Adán en voz muy alta.

Había captado su interés. Les encantaba Atlantis. Las ciudades hundidas en el fondo del mar eran su tema preferido. Escucharon atentamente un embrollo de información acerca de las pirámides, de sacerdocios extraños y de secretos antiguos.

—¿Y fue de repente, o despacio?

—De repente y despacio —contestó Adán—, porque muchos se fueron en barcas a otros países y les enseñaron a todos matemáticas, inglés, historia y todo eso.

—Pues no sé qué tiene de chulo —opinó Pepper.

—Seguro que fue divertido cuando se hundió —dijo Brian con añoranza, acordándose de una vez en que el Bajo Tadfield se inundó. Debían de llevarles el periódico y la leche en barca, y seguro que nadie tenía que ir a clase.

—Si yo fuera un atlantisano, me habría quedado —afirmó Wensleydale. Aquello levantó risas desdeñosas, pero él insistió—. Sólo habría que ponerse un casco de submarinista, y ya está. Y cerrar todas las ventanas y llenar las casas de aire. Estaría guay.

Adán respondió aquello con la mirada gélida que guardaba para cualquiera de Ellos que diese con una idea en la que preferiría haber pensado él antes.

—Puede que lo hicieran —reconoció, con cierta debilidad— después de meter a los profesores en las barcas. A lo mejor pasó eso después de que se hundiera.

—No haría falta lavarse —dijo Brian, a quien sus padres obligaban a lavarse mucho más de lo que él consideraba pudiera ser saludable. Y no es que fuera bueno. Había algo fundamentalmente pantanoso en Brian—. Porque todo estaría limpio. Y en el jardín se podrían plantar algas, y se podría disparar a los tiburones. Y tener pulpos de mascota, y cosas así. Y no habría colegios ni nada porque se habrían quedado sin profesores.

—A lo mejor todavía están allí —sugirió Pepper.

Pensaron en los atlantes, vestidos con túnicas místicas flotantes, con peceras y peces de colores, pasándoselo en grande en el fondo de las picadas aguas del océano.

—Jo —dijo Pepper, sumándose a la opinión general.

—¿Qué podemos hacer? —dijo Brian—. Ha salido el sol un poco.

Al final jugaron a Charles Fort Descubre Cosas. Consistía en que uno de Ellos caminara por allí con los restos ancestrales de un paraguas, mientras los demás le echaban una lluvia de ranas, o más bien, de rana. Sólo encontraron una en el estanque, y toleró su interés como el precio por un estanque sin pollas de agua ni lucios. Lo aguantó todo afablemente durante un rato, y luego se fue saltando a un escondrijo secreto, hasta entonces inexplorado, en una tubería.

Se fueron a casa a comer.

Adán estaba encantado con el trabajo de la mañana. Siempre supo que el mundo era un sitio interesante, y su imaginación lo había poblado de piratas, bandidos, espías, astronautas y demás. Pero también albergaba la fastidiosa sospecha de que, si uno pensaba en ello a fondo y en serio, sólo eran cuentos y no existían ya como tales.

Mientras que todo aquello de la Era de Acuario era verdad de verdad. Los mayores escribían sobre ello (el Nuevos Acuario estaba lleno de anuncios para ellos), sobre Bigfoots, hombres mariposa, yetis, monstruos marinos y pumas de Surrey que existían de verdad. Si Cortés, en la serranía del Darién, hubiera tenido los pies algo húmedos tras haber estado cazando ranas, se habría sentido exactamente como Adán en aquel momento.

El mundo era maravilloso y extraño, y él estaba en medio de él.

Engulló la comida y se retiró a su habitación. Aún le quedaban unos cuantos Nuevos Acuario por leer.

* * *

El chocolate era un espeso mejunje marrón que llenaba media taza.

Algunas personas se habían pasado siglos tratando de encontrar un significado a las profecías de Agnes la Chalada. Habían sido muy inteligentes, por lo general. Anatema Device, que estaba tan cerca de ser Agnes como permitía la genética, era la mejor de todas. Pero entre ellas no había ningún ángel.

Mucha gente, al conocer a Azirafel, se llevaba tres impresiones: que era inglés, que era inteligente, y que perdía más aceite que un coche de tercera mano. Dos eran falsas impresiones: el Cielo no está en Inglaterra, pensaran lo que pensaran ciertos poetas, y los ángeles no tienen sexo a menos que quieran hacer un esfuerzo tremendo. Pero era inteligente. Y poseía una inteligencia angelical que, sin ser especialmente más elevada que cualquier inteligencia humana, era mucho más amplia y tenía la ventaja de tener miles de años de experiencia.

Azirafel fue el primer ángel que tuvo un ordenador. Era uno barato, lento y plasticoso, promocionado como el ordenador ideal para pequeños empresarios. Azirafel lo usaba religiosamente para llevar la contabilidad, que era tan escrupulosamente exacta que las autoridades tributarias le habían investigado cinco veces con la profunda convicción de que en algún lugar escondía un asesinato.

Pero estos otros cálculos eran del tipo que ningún ordenador podía hacer. A veces garabateaba algo en una hoja de papel que tenía al lado. Estaba llena de símbolos que sólo otras ocho personas en el mundo podrían haber comprendido; dos de ellos habían ganado el premio Nobel, y uno de los seis restantes babeaba mucho y le tenían prohibido coger cualquier cosa afilada por miedo a lo que pudiera hacer con ella.

* * *

Anatema estaba comiendo sopa miso y estudiando minuciosamente sus mapas. No cabía duda de que el área que rodeaba Tadfield era rica en líneas de poder; incluso el famoso reverendo Watkins había identificado algunas. Pero a menos que estuviese completamente equivocada, estaban empezando a cambiar de posición.

Se había pasado la semana haciendo sondeos con el teodolito y el péndulo, y el mapa de medición de Tadfield estaba cubierto con pequeños guiones y flechas.

Se quedó unos momentos mirándolos detenidamente. Luego cogió un rotulador y, consultando su cuaderno a intervalos, empezó a unirlos.

Tenía puesta la radio. No estaba escuchando. De modo que muchas de las noticias principales le pasaban desapercibidas, y hasta que no oyó un par de palabras clave, no prestó atención.

Alguien llamado Interlocutor A estaba casi histérico.

—… peligro para los empleados y para el público —decía.

—¿Y exactamente cuánto material nuclear se ha perdido? —preguntó el entrevistador.

Se hizo el silencio.

—Nosotros no diríamos perdido —repuso el locutor—. Perdido no. Momentáneamente extraviado.

—¿Quiere decir que aún se halla en las instalaciones?

—No pensamos que se lo puedan haber llevado —contestó el portavoz.

—¿Creen que puede deberse a alguna actividad terrorista?

Hubo otra pausa. Entonces el portavoz, con tono de haber tenido bastante y de estar pensando en dimitir y en dedicarse a criar pollos, dijo:

—Sí, supongo que es lo más lógico. Ahora basta con encontrar unos terroristas capaces de retirar un reactor nuclear íntegro de su cuba mientras está en funcionamiento y sin que nadie se dé cuenta. Pesa mil toneladas y mide doce metros de alto. De modo que deben ser terroristas bastante fuertes, ¿no cree? Tal vez le gustaría llamarles y hacerles preguntas arrogantes y acusatorias de ésas que hace usted.

—Pero acaba de decir que la central sigue produciendo electricidad —jadeó el periodista.

—Y así es.

—¿Cómo es eso posible sin reactores?

Incluso por la radio se adivinaba la mueca furiosa del portavoz. Se adivinaba el bolígrafo, apoyado en la columna «Granjas en Venta» del diario avícola.

—No lo sabemos —repuso—; esperábamos que algún capullo listo de la BBC lo entendiera.

Anatema miró el mapa.

Lo que había trazado parecía una galaxia, o el tipo de grabado que se puede ver en la mejor clase de monolito céltico.

Las líneas de poder estaban cambiando. Estaban formando una espiral.

Estaba centrada —grosso modo, con algún margen de error, pero centrada— en el Bajo Tadfield.

* * *

Varios miles de kilómetros más lejos, casi al mismo tiempo que Anatema observaba las espirales, el crucero de placer Morbilli se encontraba encallado trescientas brazas mar adentro.

Para el Capitán Vincent, aquello no representaba más que otro problema. Por ejemplo, sabía que tendría que ponerse en contacto con los dueños, pero nunca sabía quiénes eran, de un día para otro o de una hora para otra, en este mundo computerizado.

Ése era el problema, los malditos ordenadores. Los papeles del barco estaban informatizados y podía cambiar la bandera de la forma más ventajosa en microsegundos. La navegación también estaba informatizada, y actualizaba su posición constantemente mediante satélites. El Capitán Vincent les había explicado pacientemente a los dueños, fueran quienes fueran, que varios metros cuadrados de chapado de acero y un barril de remaches sería mejor inversión, y le informaron de que su recomendación no se ajustaba a los pronósticos del movimiento de costes y beneficios.

El Capitán Vincent albergaba la profunda sospecha de que, a pesar de toda la electrónica, el barco estaba más hundido que a flote, y que probablemente pasaría a la historia como el naufragio más rigurosamente preciso de la historia de la náutica.

Por deducción, significaba que él estaba también más muerto que vivo.

Se sentó en su escritorio hojeando tranquilamente el Códigos marítimos internacionales, cuyas seiscientas páginas contenían breves aunque jugosos mensajes destinados a transmitir noticias de todos los incidentes náuticos concebibles al mundo entero, con la menor confusión posible y, sobre todo, el menor coste.

Lo que quería decir era esto: Estaba yo navegando rumbo SSO en las coordenadas 33° N 47° 72’ O. El primer oficial, que como recordaréis fue nombrado en Nueva Guinea contra mis deseos y es seguramente un cazador de cabezas, me indicó con señas que algo iba mal. Al parecer, una gran extensión de lecho marino se ha elevado durante la noche. Contiene un gran número de edificios, muchos de los cuales parecen tener una estructura piramidal. Estamos encallados en el patio de uno de ellos. Hay algunas estatuas bastante desagradables. Unos amables ancianos con largas túnicas y cascos de buzo se han subido al barco y están charlando alegremente con los pasajeros, que creen que es cosa de la organización. Pedimos orientación.

Su dedo explorador se deslizó página abajo, y se detuvo. No había nada como el Códigos internacionales. Lo habían inventado hacía ochenta años, pero los hombres de aquella época tenían muy claro el tipo de peligros que posiblemente acecharían en alta mar.

Cogió el bolígrafo y escribió: «XXXV QVVX».

Que traducido, significaba: «Encontrado Perdido Continente de la Atlántida. Sumo Sacerdote ganado concurso juego de tejos».

* * *

—¡Es mentira!

—¡Es verdad!

—¡Sabes muy bien que no!

—¡Jo que no!

—Pues no, y si no, ¿qué pasa con los volcanes? —Wensleydale se recostó, con una expresión de triunfo en el rostro.

—¿Qué volcanes? —repuso Adán.

—La lava sale del centro de la Tierra, que está caliente —explicó Wensleydale—. Y lo vi en la tele, que salía Richard Attenborough, o sea que es verdad.

Los demás Ellos miraron a Adán. Era como ver un partido de tenis.

La teoría de la Tierra Hueca no tenía buena acogida en la cantera. Una idea seductora con la que habían coqueteado los más notables pensadores, como Cyrus Read Teed, Bulwer-Lytton y Adolf Hitler, se torcía peligrosamente con el viento de la lógica aplastante y miope de Wensley.

—No digo que esté hueca del todo —protestó Adán—. Nadie ha dicho eso. Lo que pasa es que habrá un hueco de un montón de kilómetros hacia abajo, para dejar sitio a la lava, al petróleo, al carbón y a los túneles tibetanos y todo eso. Pero luego está vacía. Eso es lo que cree la gente. Y en el Polo Norte hay un agujero para que entre el aire.

—Pues en los atlas no lo pone —lloriqueó Wensleydale.

—¿Qué te crees, que el gobierno va a dejar que lo pinten en los mapas para que todo el mundo vaya a verlo? —le espetó Adán—. Y además, la gente que vive allí no quiere que los demás se acerquen ahí a mirar.

—¿Qué son los túneles tibetanos? —preguntó Pepper—. Es lo que has dicho.

—Ah. ¿Y no os he dicho ya lo que son?

Tres cabezas negaron con un gesto.

—Pues es una pasada. ¿Sabéis lo que es el Tíbet?

Asintieron dubitativos. Una sucesión de imágenes les vino a la cabeza: yaks, el Everest, gente llamada Saltamontes, hombrecillos sentados en las montañas, más gente aprendiendo kung-fu en templos antiguos y nieve.

—Bueno, pues los profesores que se fueron de Atlantis cuando se hundió…

Asintieron de nuevo.

—Pues algunos se fueron al Tibet, y ahora gobiernan el mundo. Se llaman los Maestros Secretos. Supongo que porque eran profesores. Y tienen una ciudad subterránea que se llama Shambala, y túneles que van por todo el mundo, y así se enteran de todo lo que pasa y lo controlan todo. Algunas personas admiten que viven debajo del desierto de Globi —añadió orgulloso—, pero casi todas las autoridades competentes dicen que es el Tíbet y ya está. O sea que mejor para los túneles.

Instintivamente, los Ellos miraron el mugriento suelo de tiza que tenían debajo de los pies.

—¿Y cómo lo saben todo? —preguntó Pepper.

—Porque sólo tienen que escuchar —se arriesgó a decir Adán—. Se sientan en los túneles y escuchan y punto. Ya sabéis el oído que tienen los profesores, que oyen hasta un susurro en la otra punta de la clase.

—Mi abuela ponía un vaso en la pared —dijo Brian—. Decía que era un asco oír todo el rato lo que decían los vecinos.

—¿Y esos túneles van a todas partes? —preguntó Pepper, sin quitar la vista del suelo.

—A todas las partes del mundo —repuso Adán muy convencido.

—Pues sí que tardarían en hacerlos —constató Pepper, dubitativa—. ¿Os acordáis de cuando cavamos el túnel en el campo, que nos pasamos toda la tarde, y si no nos agachábamos no cabíamos todos?

—Claro, pero ellos llevan miles de años con eso, y con tanto tiempo por delante se pueden hacer túneles súper chulos.

—Yo creía que a los tibetanos los conquistaron los chinos, y que el Dalai Llama tuvo que irse a la India —dijo Wensleydale, aunque no muy convencido. Wensleydale leía el periódico de su padre todas las tardes, pero la prosaica rutina parecía derretirse merced a la energía que despedían las explicaciones de Adán.

—Seguro que ahora están ahí abajo —afirmó Adán, ignorando aquello.

—Estarán todos ahí, sentados bajo tierra y escuchando.

Se miraron los unos a los otros.

—Si cavamos rápido… —propuso Brian. Pepper, que lo había visto venir, refunfuñó.

—¿Pero para qué lo dices? —le incriminó Adán—. Nosotros aquí intentando cogerles por sorpresa y tú vas y lo sueltas. ¡Yo pensando en cavar, y tú vas y les avisas!

—Pues mira, no creo que cavaran los túneles esos —insistió Wensleydale—. No tiene sentido. No es lógico. El Tíbet está a miles de kilómetros de aquí.

—Claro, claro, y a lo mejor tú sabes más de eso que Madame Blatvatatatsky, ¿no? —le espetó Adán, desdeñoso.

—Yo, si fuera un tibetano —continuó Wensleydale, con un tono de voz sensato—, cavaría hasta el hueco del centro y cruzaría lo de dentro y seguiría hasta donde quisiera, y punto.

Estudiaron aquello con el debido interés.

—Hombre, más lógico que los túneles sí que es —afirmó Pepper.

—Bueno, sí, puede que lo hagan —asintió Adán—. Lo normal es que se les ocurriera algo así de fácil.

Brian miraba distraído el cielo, mientras un dedo comprobaba el contenido de una oreja.

—Qué rollo, ¿no? —comentó—. Nos pasamos la vida yendo al cole y estudiando cosas, y nunca nos dicen nada del Triángulo de las Bermudas, ni de los OVNIs, ni de los Maestros esos antiguos que hay dentro de la Tierra. ¿Por qué nos hacen aprender cosas aburridas en vez de todas esas cosas tan geniales? Eso quiero saber yo.

Hubo un coro de asentimiento.

Entonces salieron y jugaron a Charles Fort y los Atlantisanos contra los Antiguos Maestros del Tíbet, pero los tibeteros declararon que usar antiguos rayos láser místicos era trampa.

* * *

Hubo un tiempo en que se respetaba a los cazadores de brujas, aunque no duró demasiado.

Matthew Hopkins, por ejemplo, el General Cazabrujas, cazó brujas por todo el este de Inglaterra en pleno siglo XVII cobrando en todas las ciudades y aldeas nueve peniques por bruja descubierta.

Ahí estaba el problema. A los cazadores de brujas no se les pagaba por horas. Cualquiera de ellos que se pasara una semana espiando a las viejas locales y le dijera después al alcalde «Muy bien, ni un solo sombrero puntiagudo entre ellas», recibiría efusivos agradecimientos, un tazón de sopa y un sentido adiós.

Así que, para que le compensara, Hopkins tenía que dar con un número considerable de brujas. De este modo se ganó la antipatía de los ayuntamientos, y acabó colgado por bruja a manos de un residente de East Anglia que se dio cuenta de que ahorraría en gastos generales si eliminaba al intermediario.

Muchos piensan que Hopkins fue el último General Cazabrujas.

Estrictamente hablando, estarían en lo correcto. No del modo en que imaginan, pero en fin. El ejército Cazabrujas siguió adelante, algo más tranquilo.

Ya no existe un verdadero General Cazabrujas.

Ni tampoco un Coronel Cazabrujas, ni un Comandante Cazabrujas, ni un Capitán Cazabrujas, ni siquiera un Lugarteniente Cazabrujas (el último se mató al caer de un árbol muy alto en Caterham, en 1933, cuando trataba de conseguir mejor vista de lo que creía era una orgía satánica de la más degenerada índole, pero que en realidad era la cena y baile anual de la Asociación de Comerciantes de Whyteleafe).

Pero no obstante, sí que hay un Sargento Cazabrujas.

Y hoy en día también hay un Soldado Raso Cazabrujas. Se llama Newton Pulsifer.

Le llamó la atención un anuncio del periódico situado entre el de una nevera en venta y una camada no exactamente de dálmatas.

ÚNASE AL EJÉRCITO PROFESIONAL. SE NECESITA AYUDANTE PARA COMBATIR LAS FUERZAS OSCURAS. SE OFRECE UNIFORME Y ENTRENAMIENTO BÁSICO. GRANDES POSIBILIDADES DE ASCENSO. ¡SEA UN HOMBRE!

En el descanso de la comida llamó al número que figuraba al pie del anuncio. Una mujer contestó.

—Hola —saludó vacilante—. He leído su anuncio.

—¿Cuál, encanto?

—Ehm… el del periódico.

—Vale, encanto. Madame Tracy Corre el Velo todas las tardes excepto los jueves. Organizamos fiestas. ¿Cuándo querrías Explorar los Misterios, corazón?

Newton dudó.

—El anuncio dice «únase al ejército profesional» —puntualizó—, no ponía nada de Madame Tracy.

—Entonces estás buscando al Señor Shadwell. Un segundito, voy a ver si está, ¿eh?

Después, cuando conoció a Madame Tracy, Newton se enteró de que si hubiera mencionado el otro anuncio, el de la revista, Madame Tracy habría estado disponible para dar disciplina estricta y masajes íntimos todas las noches excepto los jueves. Y aún había otro anuncio en alguna cabina telefónica. Cuando, mucho más tarde, Newton le preguntó de qué era éste, ella contestó: «Del jueves». Al final se oyeron pasos en los pasillos desnudos y una tos profunda; una voz del color de un viejo impermeable retumbó:

—Mande usted, caballero.

—He leído su anuncio. El de «únase al ejército profesional». Quería más información acerca de ello.

—Claro. Muchos quisieran saber más acerca de ello, y muchos… —la voz se fue desvaneciendo de un modo impresionante, y de pronto regresó a todo volumen—… y muchos NO.

—Vaya —gimió Newton.

—¿Cómo te llaman, mozalbete?

—Newton. Newton Pulsifer.

—¿LUCIFER? ¿Mande? ¿Acaso no serás vástago de las Tinieblas, persuasiva criatura de las profundidades, de lascivos miembros surgidos de la lujuria del Hades, esclavo torturado y salaz de tus amos estigios e infernales?

—No, Pulsifer —repuso Newton—. Con R No sé nada de lo otro, pero soy de Surrey.

La voz del teléfono parecía algo decepcionada.

—Ah. Bien. Entendido, Pulsifer. Pulsifer. ¿Puede ser que haya oído antes ese apellido?

—No lo sé —contestó Newton—. Mi tío tiene una tienda de juguetes en Hounslow —añadió, por si aquello servía de algo.

—¿En seriooo? —dijo Shadwell.

El Señor Shadwell tenía un acento ilocalizable. Recorría Gran Bretaña entera como si de un vuelo rutinario se tratase. A veces era un general galés loco muy estricto, otras era un anciano malhablado de High Kirk que acababa de ver a alguien haciendo algo en domingo, y otras veces, ni lo uno ni lo otro, sino un pastor de Daleland o un tacaño antipático de Somerset. Se inclinase adonde se inclinase el acento, no mejoraba con el cambio.

—¿Tienes el dentado completo?

—Sí. Excepto por los empastes.

—¿Estás sano?

—Supongo que sí —farfulló Newton—. Quiero decir, por eso quería unirme a los territoriales. Brian Potter, de Contabilidad, puede levantar casi cincuenta kilos desde que se alistó. Y desfiló delante de la Reina Madre.

—¿Y los pezones qué?

—¿Cómo?

—Los pezones, muchachuelo, los pezones —repitió la voz enojadamente—. ¿Cuántos pezones tienes?

—Ehm… dos, ¿no?

—Bien. ¿Tienes tijeras?

—¿Qué?

—¡Tijeras! ¡Tijeras! ¿Estás sordo o qué?

—No. Sí. O sea, tengo tijeras. No estoy sordo.

* * *

El chocolate estaba a punto de solidificarse. Dentro de la taza estaba creciendo un musgo verde.

Azirafel también tenía una fina capa de polvo encima.

Junto a él, las notas iban formando una pila. Las Buenas y Ajustadas Profecías eran una masa de puntos de libro improvisados, recortados del Daily Telegraph.

Azirafel se movió y se pellizcó la nariz.

Casi lo tenía.

Tenía la base.

No había conocido a Agnes. Estaba claro que era demasiado lista. Generalmente, el Cielo o el Infierno localizaban a los que podían llegar a profetas e insertaban en el mismo canal mental la confusión necesaria para evitar certezas indebidas. En realidad casi nunca era necesario; ellos mismos tenían formas de generar su propia estática en la autodefensa contra las imágenes que retumbaban en sus cabezas. El buen San Juan lo hacía con las setas, por ejemplo. La Madre Shipton con la cerveza. Nostradamus con su colección de curiosas preparaciones orientales. San Malaquías con su silencio.

El buen Malaquías. Qué tipo tan afable era, allí sentado, soñando con papas futuros. Un borrachín, naturalmente. Podría haber sido un pensador de verdad, si no hubiera sido por el whisky.

Un final triste. A veces tenía uno que confiar de verdad en que el plan inefable se hubiera ideado correctamente.

Ideado. Tenía que hacer algo. Ah, sí. Telefonear a su contacto, aclarar las cosas.

Se levantó, se estiró y llamó por teléfono.

Y después pensó: ¿Por qué no? Por intentarlo que no quede.

Volvió sobre sus pasos y hojeó su fajo de notas. Agnes había sido muy exacta. Y muy lista. A nadie le interesaban las profecías ajustadas.

Con un papel en la mano, llamó a información telefónica.

—Hola, buenas tardes. Gracias. Sí. Es un número de Tadfield, creo. O del Bajo Tadfield… o quizás de Norton, no estoy seguro del código exacto. Sí. Young. Young de apellido. No sé el nombre, lo siento. Ah. ¿Y podría dármelos todos? Gracias.

Atrás, en la mesa, el lápiz se puso en pie y garabateó desaforado.

Al tercer nombre se le rompió la punta.

—Ah —dijo Azirafel, hablando por piloto automático mientras le estallaba la cabeza—. Creo que es éste. Gracias. Muy amable. A usted.

Colgó casi con reverencia, respiró hondo un par de veces, y marcó otro número. Las últimas cifras le costaron más porque le temblaba la mano.

Escuchó el tono de llamada. Contestó una voz. Era una voz de mediana edad, no arisca pero seguramente habría estado echándose una siesta y no se sentía precisamente en la gloria.

Dijo:

—Tadfield seiscientos sesenta y seis.

La mano le empezó a temblar a Azirafel.

—¿Diga? —continuó el auricular—. ¿Diga?

Azirafel trató de calmarse.

—Perdón —se disculpó—, no me he equivocado.

Colgó el auricular.

* * *

Newton no estaba sordo. Y tenía tijeras.

Y también una enorme pila de periódicos.

Si hubiera sabido que la vida en el ejército consistía principalmente en aplicar las unas a los otros, solía musitar, jamás se habría enrolado.

El Sargento Cazabrujas Shadwell le había escrito una lista, que estaba pegada en la pared de su diminuto y rebosante piso de arriba del Quiosco de Prensa Videoclub Rajit. La lista decía:

1) Brujas

2) Fenómenos inexplicables. Fenómenos. Fenomenatrices. Fenomeneras.

Ya me entiendes, la clase de cosas que yo te quiero decir.

Newton tenía que buscar ambas. Suspiró y cogió otro periódico, miró la primera página por encima ignoró la segunda (ahí nunca salía nada) y se puso colorado al llevar a cabo el recuento de pezones de rigor. Shadwell le había insistido mucho en ello.

—No se puede confiar en ellas, anda si no son cabronas, las muy astutas —le advirtió—. Hasta podrían mostrarse ahí en público, como desafiándonos.

Dos tipos con suéteres negros de cuello alto miraban ceñudos a la cámara en la página nueve. Decían dirigir el aquelarre más grande de todo Saffron Walden, y poder devolver la potencia sexual mediante el uso de pequeñas muñecas muy fálicas. El periódico regalaba diez muñecas a los lectores que estuviesen preparados para escribir relatos sobre «El momento de impotencia más embarazoso de mi vida». Newton recortó el relato y lo metió en un álbum de recortes.

Se oyó un ruido amortiguado en la puerta.

Newton la abrió; era un paquete de periódicos.

—Quítate de en medio, soldado Pulsifer —ladró, y entró en la habitación arrastrando los pies. Los periódicos cayeron al suelo, descubriendo al Sargento Cazabrujas Shadwell, que tosió penosamente, y volvió a encender su cigarrillo, que se había apagado.

—Más te vale vigilarlo. Es uno de ellos —dijo.

—¿Quién, señor?

—Pues quién va a ser, muchacho. Pues ése. El tiparraco moreno, ese tal Rajit. Ya me dirás tú si no es sospechoso. Con su diosecillo ese amarillo del ojo de rubí. Y esas mujeres con demasiados brazos. Brujas todas, seguro.

—Pero nos da los periódicos gratis, Sargento —replicó Newton—. Y no están muy atrasados.

—Y vudú. Qué te juegas que hace vudú. Sacrifica pollos al Barón Sábado. Sí, el tipejo alto y siniestro con la chistera. Que trae gente de entre los muertos, sí, y les hace trabajar en el día del Sabbat. Vudú, sí señor —especuló Shadwell con desdén.

Newton trató de imaginarse al casero de Shadwell como un exponente del vudú. Era verdad que el Señor Rajit trabajaba en el Sabbat. A decir verdad, él y su tranquila mujer rechoncha, junto con los alegres niños rechonchos, trabajaban las veinticuatro horas del día sin importar la fecha, supliendo diligentemente las necesidades de la zona en cuanto a refrescos, pan blanco, tabaco, caramelos, periódicos, revistas y el tipo de pornografía de estantería de arriba que hacía que a Newton se le saltaran las lágrimas sólo de pensarlo. Lo peor que se podía esperar que hiciera el Señor Rajit con un pollo era venderlo después de la fecha de caducidad.

—Pero el señor Rajit es de Bangladesh, o de la India, o algo así —repuso—. Yo pensaba que el vudú venía de las Antillas.

—Ajá —dijo el Sargento Cazabrujas Shadwell, y dio otra calada al cigarrillo. O eso pareció. En realidad Newton no había llegado a verle ningún cigarrillo a su jefe; tenía algo que ver con la forma en que ponía las manos. Incluso hacía desaparecer las colillas al terminar—. Ajá.

—¿Estoy en lo cierto?

—Sabiduría oculta, tolondrón. Secretos militares internos del Ejército Cazabrujas. Cuando te inicies de verdad, comprenderás la verdad secreta. Algunos vudús serán de las Antillas. Eso seguro, cierto. Vaya que sí. Pero los peores… los más malignos vienen de, ehm…

—¿Bangladesh?

—¡Errrrkh! Sí, hijo, eso es. Me has quitado la palabra de la boca. Bangladesh. Eso es.

Shadwell hizo desaparecer otra colilla y se las ingenió para liar furtivamente otro cigarrillo, sin dejar que se vieran ni los papeles ni el tabaco.

—Así que, ¿qué me traes, Soldado Cazabrujas?

—Bueno, he encontrado esto —Newton le tendió el recorte.

Shadwell lo miró de soslayo.

—Ah, ésos —dijo—. Son una mierda pinchada en un palo. Y se llaman a sí mismos brujos… Ya los investigué el año pasado. Fui con mi arsenal de la justicia y un paquete de pastillas de encendido, abrí la puerta con una palanca, y estaban más limpios que una patena. Están intentando crear un negocio de pedidos por correo de miel de abejas. Menuda bazofia. No reconocerían a un espíritu ni aunque les mordiera el trasero. Merluzos. Las cosas no son como antes, amigo.

Se sentó y se sirvió una taza de té dulce de un termo inmundo.

—¿Te he contado alguna vez cómo me reclutaron? —le preguntó.

Newton se lo tomó como una invitación para sentarse. Meneó la cabeza. Shadwell encendió el cigarrillo con un ajado encendedor Ronson, y tosió con aprobación.

—Mi compañero de celda, el Capitán Cazabrujas Folkes. Le cayeron diez años por incendiario. Quemó un aquelarre en Wimbledon. Los habría cogido a todos, si no se hubiera equivocado de día. Era un buen tipo. Me contó lo de la batalla, la gran batalla entre el Cielo y el Infierno… Fue él el que me contó los Secretos Internos del Ejército Cazabrujas. Lo de los espíritus. Lo de los pezones. Todo aquello… Y es que sabía que se iba a morir, te das cuenta. Y tenía que encargar a alguien que siguiera con la tradición. Igual como tú ahora… —meneó la cabeza.

—Ya ves cómo hemos acabado, hijo —se lamentó—. Hace unos cuantos siglos éramos poderosos. Estábamos entre el mundo y las tinieblas. Éramos la delgada línea roja. La delgada línea roja de fuego, ¿te das cuenta?

—Yo pensaba que las iglesias… —empezó a decir Newton.

—¡Paparruchas! —exclamó Shadwell. Newton había visto aquella palabra escrita, pero era la primera vez que se la oía decir a alguien—. ¿Las iglesias? ¿Qué hicieron de bueno? Fue peor el remedio que la enfermedad. Era casi el mismo negocio pero al revés. A ver quién iba a creerse que acabarían con el Maligno; porque si hubieran acabado con él, negocio zanjado. Si uno va a abordar a un tigre, no le hacen ni puta gracia otros viajeros cuya idea de cazar sea echarles carne. No, hijo. Está en nuestras manos. Contra el lado oscuro.

Todo se quedó en silencio un instante.

Newton siempre trataba de ver lo mejor de cada uno, pero se le había ocurrido, poco después de entrar en el EC, que su superior y único compañero combatiente estaba tan equilibrado como una pirámide boca abajo. «Poco después» se entiende aquí como cinco segundos. El cuartel del EC era una fétida habitación con las paredes color nicotina, de lo que seguramente estaban recubiertas, y el suelo del color de la ceniza, que seguramente es lo que era. Había un pequeño rectángulo de moqueta. Newton intentaba evitarlo, porque se le pegaba a los zapatos.

En una de las paredes había un mapa amarillento de las Islas Británicas, con banderas caseras pegadas aquí y allá; la mayoría se hallaban a una distancia comprendida en la tarifa barata de ida y vuelta de Londres.

Pero Newton lo había aguantado las semanas anteriores porque, bueno, la fascinación horrorizada se había convertido en pena horrorizada y luego en una especie de afecto horrorizado. Shadwell resultó medir poco más de metro y medio y la ropa que llevaba, fuera lo que fuera en realidad, siempre quedaba grabada en la memoria a corto plazo como un viejo impermeable. Quizás tuvo alguna vez todos los dientes, pero únicamente porque nadie podría haberlos querido; sólo uno de ellos debajo de la almohada y el Ratoncito Pérez habría presentado la dimisión.

Shadwell parecía vivir sólo de té dulce, de leche condensada, cigarrillos de liar, y de una especie de energía interna resentida. Tenía una Causa, que perseguía con todas sus fuerzas y su carnet de pensionista. Creía en ella. Lo impulsaba como una turbina.

Newton Pulsifer no había creído en ninguna causa en toda su vida. De hecho, nunca había creído en nada, que él supiera. Y le resultaba incómodo, porque siempre había querido creer en algo, porque sabía que la fe era el cinturón de seguridad que protegía a la mayoría de la gente en las turbulentas aguas de la Vida. Le hubiera gustado creer en una divinidad suprema, aunque habría estado bien charlar con ella unos minutos antes de comprometerse, para esclarecer un par de cuestiones. Había frecuentado todo tipo de iglesias, esperando ese haz de luz azul, pero jamás llegó. Y después intentó convertirse en ateo oficial y tampoco tenía una firmeza de fe lo bastante íntegra y satisfecha. Todos los partidos políticos le habían parecido igual de fraudulentos. Y abandonó la ecología cuando su revista de ecología presentó a los lectores un proyecto de jardín autosuficiente, en el que habían dibujado la cabra atada a menos de un metro de la colmena ecológica. Newton se había pasado muchos años en la granja de su abuela, y creía haber aprendido algo acerca de las costumbres de cabras y abejas, de modo que concluyó que la revista la dirigían un hatajo de maníacos. Además, empleaba demasiado la palabra «comunidad»; Newton siempre había sospechado que la gente que solía emplear esta palabra, lo hacía en un sentido muy específico que le excluía a él y a todos los que conocía.

Entonces trató de creer en el Universo, que parecía muy sólido, hasta que empezó a leer inocentemente nuevos libros con títulos que llevaban palabras como Caos, Tiempo y Quantum. Descubrió que hasta las personas que trabajaban, por así decirlo, en el Universo, en el fondo no creían en él y de hecho estaban muy orgullosas de no saber lo que era ni que teóricamente pudiera existir.

Para la honrada mente de Newton, aquello era intolerable.

Nunca creyó en los Juniors, ni tampoco, cuando se hizo más mayor, en los Scouts.

Estaba preparado para creer, no obstante, que el puesto de secretario en la United Holdings (Holdings) S.A. era posiblemente lo más aburrido del mundo.

Newton Pulsifer podía describirse así: un hombre que, si se metía en una cabina de teléfonos y se cambiaba, tal vez podría arreglárselas para salir con pinta de Clark Kent.

Pero descubrió que Shadwell le caía bastante bien. Como a todo el mundo, cosa que fastidiaba bastante al viejo. A los Rajit les caía bien porque pagaba el alquiler y no daba problemas, y era racista de un modo tan acérrimo y descentrado que resultaba bastante inofensivo; lo que ocurría era sencillamente que Shadwell odiaba a todo el mundo, sin importarle casta, color ni credo, y no pensaba hacer excepciones.

Madame Tracy le apreciaba. Newton se sorprendió al descubrir que la vecina era un alma maternal de mediana edad, a quien acudían los caballeros tanto para tomar una taza de té y charlar un rato como para recibir esa disciplina que ella exigía. A veces Shadwell, cuando se tomaba media pinta de cerveza el sábado por la noche, salía al pasillo que separaba sus pisos y gritaba cosas como «¡Fulana de Babilonia!», pero ella le dijo a Newton en privado que aquello le producía una gran satisfacción, aunque lo más cerca que había estado de Babilonia era Torremolinos. Era como publicidad gratuita, decía.

También decía que no le importaba que golpeara la pared y la insultara durante las sesiones de la tarde. Siempre había empleado las rodillas para engañar a sus clientes, y ya no estaba para esos trotes, de modo que cuando no podía dar el golpeteo en la mesa, le venían muy bien aquellos golpes ahogados.

Los domingos le dejaba en la puerta algo de comer, tapado con otro plato para que no se enfriase.

Era imposible no sentir cariño por Shadwell, decía. Aunque, para lo que servía, igual podía estar tirando migas de pan a un agujero negro.

Newton se acordó de los otros recortes. Los empujó hacia el otro lado de la mesa manchada.

—¿Y esto qué es? —le preguntó Shadwell desconfiado.

—Fenómenos —repuso Newton—. Usted me mandó que buscase fenómenos. Hoy en día hay más fenómenos que brujas, me parece a mí.

—¿Alguien cazando liebres con perdigones de plata y al día siguiente una vieja bruja va coja? —sugirió Shadwell esperanzado.

—Me temo que no.

—¿Alguna vaca ha caído muerta después de que la mirase una mujer?

—No.

—¿Entonces qué? —inquirió Shadwell. Se fue lentamente al pegajoso armario marrón y sacó una lata de leche condensada.

—Cosas extrañas que ocurren —contestó Newton.

Se había pasado semanas en ello. A Shadwell se le habían amontonado los periódicos a base de bien. Algunos se remontaban a años atrás. Newton tenía bastante buena memoria porque en sus veintiséis años había pasado poca cosa para llenarla, y se había convertido en experto en varios temas esotéricos.

—Todos los días ocurre algo —explicó Newton, hojeando los rectángulos de papel de prensa—. Algo raro está pasando con las centrales nucleares, y nadie sabe qué. Y algunos dicen que el Continente Perdido de Atlantis ha resurgido —parecía orgulloso de sus esfuerzos.

El cortaplumas de Shadwell perforó la lata de leche condensada. Se oyó el lejano ruido de un teléfono. Los dos hombres lo ignoraron instintivamente. De todas formas, todas las llamadas eran para Madame Tracy y algunas no estaban pensadas para que las escuchara un hombre; Newton cogió el teléfono concienzudamente el primer día de trabajo, escuchó atentamente la pregunta, contestó «Pues mire, unos slips de Marks and Spencer 100% algodón», y le dejaron a solas con el auricular.

Shadwell succionó con fuerza.

—No son fenómenos de tomo y lomo —dijo—, no veo brujas por ningún lado. Eso son todo hundimientos y demás, ya me entiendes lo que te digo.

Newton abrió y cerró la boca unas cuantas veces.

—Hay que ponerse duros en la lucha contra las brujas, y no despistarse con tanta pamplina —continuó Shadwell—. ¿No has encontrado nada de brujas?

—Pero el ejército americano se ha desplazado hasta allí para protegerlo de ciertas cosas —protestó Newton—. Un continente perdido…

—¿Pero hay brujas ahí o no? —insistió Shadwell, mostrando por fin una chispa de interés.

—No lo pone —contestó Newton.

—Ah, entonces es política y geografía —repuso Shadwell con desdén.

Madame Tracy asomó la cabeza por la puerta.

—Yuuuju, Señor Shadwell —dijo, saludando con un breve gesto amistoso a Newton—. Un caballero llama preguntando por usted. Hola, señor Newton.

—¡Al infierno contigo, ramera! —gritó Shadwell automáticamente.

—Siempre tan refinado, este hombre —dijo Madame Tracy, haciendo caso omiso—. Este domingo traeré algo de hígado para cenar.

—Antes cenaría con el Diablo, mujer.

—Así que si me devuelven los platos de la semana pasada, me harían un favor. Ahí está mi chico —continuó Madame Tracy, y volvió a su piso tambaleándose sobre unos tacones de siete centímetros y medio para seguir con lo que estaba haciendo, fuera lo que fuese.

Newton miró desanimado sus recortes mientras Shadwell se dirigía al teléfono gruñendo. Había un artículo sobre las piedras de Stonehenge, que habían cambiado de posición como si fueran limaduras de hierro en un campo magnético.

Estaba algo pendiente de una parte de la conversación telefónica.

—¿Quién? Ah, sí. Sí. ¿Mande? ¿Qué hay que hacer? Sí. Lo que usted diga, jefe. ¿Me dice dónde es?

Pero las piedras que se movían misteriosamente no parecían ser santo de su devoción.

—Muy bien, muy bien —tranquilizó al caballero—. Nos pondremos en marcha inmediatamente. Enviaré a mi mejor patrulla y le informaré del éxito en cualquier momento, no se preocupe. Hasta pronto, señor. Y Dios le bendiga —se oyó el sonido del auricular al colgar, y luego la voz de Shadwell, que ya no estaba, metafóricamente, agazapada en la deferencia, diciendo:

—«¿Querido amigo?» ¡Del sur y encima bujarrón![28]

Regresó al piso arrastrando los pies, y se quedó mirando a Newton como si hubiera olvidado por qué estaba allí.

—¿Qué me andabas diciendo? —preguntó.

—Que están pasando cosas muy raras y… —empezó a decir Newton.

—Ah, sí —Shadwell siguió observándolo mientras se daba con la lata vacía en los dientes, pensativo.

—También hay un pequeño pueblo donde el tiempo es muy raro desde hace años —continuó Newton en vano.

—¿Cómo raro? ¿Que llueven ranas, o algo así? —dijo Shadwell animándose un poco.

—No. Hace un tiempo normal para cada estación del año.

—¿Y a eso lo llamas tú un fenómeno? —le preguntó Shadwell—. Yo he presenciado fenómenos que te pondrían los pelos de punta, muchachuelo. —Empezó a darse golpecitos de nuevo.

—¿Cuándo ha visto usted un tiempo normal para cada estación? —repuso Newton, algo molesto—. No es normal que haga un tiempo normal en cada estación, Sargento. Les nieva en Navidad. ¿Cuándo fue la última vez que vio usted nevar en Navidad? ¿Y un agosto largo y caluroso? Pues ellos lo viven todos los años. Es el típico tiempo con el que sueñan los niños. Que no llueva el cinco de noviembre y que nieve en Navidad.

Los ojos de Shadwell parecían desenfocados. Se quedó quieto con la lata de leche condensada a medio camino hacia los labios.

—Yo no soñaba de chico —dijo con mucha calma.

Newton sabía que pisaba los alrededores de un pozo ciego profundo y desagradable. Se alejó mentalmente.

—Es que es muy extraño —continuó—. Hay un hombre del tiempo que dice no sé qué de medias, normas y microclimas.

—¿Y eso qué significa? —preguntó Shadwell.

—Significa que no sabe a qué se debe —contestó Newton, que no se había pasado años en el litoral de los negocios sin aprender alguna que otra cosa. Miró de soslayo al Sargento Cazabrujas.

—Se sabe que las brujas afectan al tiempo —apuntó—. Lo busqué en el Descubrimientos.

Dios mío, pensó, o cualquier otra entidad semejante, no dejes que me pase otra noche recortando periódicos en ese cenicero de habitación, haz que salga a respirar aire fresco. Haz que me dejen hacer el equivalente del EC de ir a Alemania a hacer esquí acuático, sea lo que sea.

—Sólo está a unos sesenta kilómetros —añadió tímidamente—. Pensaba acercarme mañana a echar un vistazo. Me pagaré yo la gasolina.

Shadwell se frotó el labio superior, meditabundo.

—Ese lugar —dijo—, no se llamará Tadfield, ¿verdad?

—Sí, Señor Shadwell —repuso Newton—, ¿cómo lo sabe?

—A qué estará jugando ese bujarrón… —farfulló Shadwell entre dientes—. Bueeeno —continuó en voz alta—. No veo por qué no.

—¿Quién más se me unirá, Sargento? —preguntó Newton.

Shadwell le ignoró.

—Sí. Supongo que no hay nada malo en ello. ¿Dices que te pagas la gasolina?

Newton asintió.

—Entonces vente mañana a las nueve de la mañana —le ordenó—. Antes de irte.

—¿Para qué? —preguntó Newton.

—Para recoger la armadura de la justicia.

* * *

Justo después de que Newton se marchara, volvió a sonar el teléfono. Esta vez era Crowley, que dio aproximadamente las mismas instrucciones que Azirafel. Shadwell las apuntó de nuevo por respetar el protocolo, mientras Madame Tracy acechaba encantada detrás suyo.

—Dos llamadas en un día, Señor Shadwell —dijo—. ¡Su pequeño ejército debe de estar yendo sobre ruedas!

—Pardiez, fuera de aquí, condenada furcia —masculló Shadwell, y le cerró la puerta en las narices. Tadfield, pensó. De acuerdo. Siempre que paguen a tiempo…

Ni Azirafel ni Crowley dirigían el Ejército Cazabrujas, pero ambos lo aprobaban, o al menos sabían que sus superiores lo aprobarían. De manera que figuraba en la lista de contactos de Azirafel porque era, bueno, un Ejército Cazabrujas, y había que apoyar a cualquiera que se llamara a sí mismo Cazabrujas, del mismo modo en que los Estados Unidos tenían que dar todo su apoyo a los que se decían anticomunistas. Y figuraba en la lista de Crowley por una razón algo más sofisticada: las personas como Shadwell no hacían ningún daño a la causa del Infierno. Más bien todo lo contrario, según se pensaba.

En el sentido estricto, Shadwell tampoco dirigía el EC. Según sus libros de contabilidad, el director era el General Cazabrujas Smith. Después de él figuraban los Coroneles Cazabrujas Green y Jones, y los Comandantes Cazabrujas Jackson, Robinson y Smith (no era pariente).

Luego estaban los Comandantes Sartén, Lata, Leche y Armario, porque la limitada imaginación de Shadwell empezaba a flaquear llegada a aquel punto. Y los Capitanes Cazabrujas Smith, Smith, Smith, Smythe e Ídem. Además había quinientos Soldados, Cabos y Sargentos Cazabrujas. Muchos de ellos se llamaban Smith, pero no importaba porque ni Crowley ni Azirafel se habían molestado en leerlo todo. Se limitaron a pasar el pago.

Después de todo, los dos salarios juntos sólo sumaban unas 60 libras al año.

Shadwell no consideraba aquello delictivo de ningún modo. El ejército era sagrado, y tenía que hacer algo. No le entraban los cuartos como antiguamente.