Acababa de instalarse en el pueblo una recién llegada.

La gente nueva siempre era una fuente de interés y de especulación para los Ellos[21], pero esta vez Pepper tenía noticias impresionantes.

—Se ha mudado a Villa Jazmín y es una bruja —aseguró—. Lo sé porque la Sra. Henderson va a limpiar y le contó a mi madre que se compra una revista de brujas. Tiene otros periódicos normales, pero también ése tan raro de las brujas.

—Mi padre dice que las brujas no existen —replicó Wensleydale, que tenía el pelo claro y ondulado, y miraba muy serio a la vida a través de sus gafas de montura negra. Todo el mundo sospechaba que le bautizaron Jeremy, pero nadie empleaba ese nombre, ni siquiera sus padres, que le llamaban Jovencito, Lo hacían con la esperanza subconsciente de que cogiera la indirecta; Wensleydale daba la impresión de haber nacido con una edad mental de cuarenta y siete años.

—No veo por qué no —opinó Brian, que tenía un rostro ancho y alegre, bajo una capa de mugre en apariencia permanente—. No veo por qué las brujas no iban a tener un periódico suyo. Con noticias de los últimos hechizos y cosas así. Mi padre se compra la revista de pescadores, y te apuesto que hay más brujas que pescadores.

—Se llama Noticias Psíquicas —dijo Pepper de repente.

—Eso no es de brujas —afirmó Wensleydale—. Mi tía lo tiene, y es de gente que dobla cucharas y que dice la buenaventura y que se creen que fueron la Reina Isabel I en otra vida. En verdad ya no hay brujas. La gente inventó las medicinas y todo eso y les dijeron que ya no hacían falta y entonces las quemaron a todas.

—Seguro que trae fotos de ranas y cosas así —apuntó Brian, reacio a dejar escapar una buena idea—. Y también, y también pruebas de carretera para escobas voladoras. Y una columna para gatos.

—Además, a lo mejor tu tía es una bruja —sugirió Pepper—. En secreto. A lo mejor, por la mañana es tu tía y por la noche se pone a brujear.

—No lo es —contestó Wensleydale muy serio.

—Y recetas —continuó Brian—. Recetas para los restos de sapo.

—Ay, calla —le espetó Pepper.

Brian resopló. Si aquello lo hubiera dicho Wensley, habría estallado una escaramuza desganada, de amiguetes. Pero los demás habían aprendido que Pepper no se consideraba sujeta a las convenciones informales de las escaramuzas amistosas. Daba patadas y mordía con sorprendente puntería para una niña de once años. Por otra parte, a los chicos de la banda empezaba a fastidiarles, con once años, la vaga noción de que ponerle la mano encima a Pepper ascendía las cosas a una categoría sangrienta en la que aún no estaban muy duchos, aparte de propinarles un revés tan rápido que habría tumbado a Karate Kid.

Pero estaba bien que fuera de la banda. Recordaban con orgullo aquella vez en que Culogordo Johnson y su banda se habían metido con ellos por jugar con una chica. Pepper montó en cólera de tal manera que la madre de Culogordo se acercó aquella tarde a quejarse[22].

Pepper lo consideraba, como gigantesco varón que era, un enemigo natural.

Ella llevaba el pelo corto, era pelirroja, y tenía una tez tan sembrada de pecas que más bien era una enorme peca con zonas de piel dispersas.

Pepper se llamaba de nombre de pila Pippin Galadriel Hija de la Luna. Le habían puesto ese nombre en una ceremonia de bautizo en un valle cenagoso que contenía tres ovejas enfermas y bastantes tiendas de plástico agujereadas. Su madre eligió el valle galés de Pant-y-Gyrdl como entorno ideal para regresar a la naturaleza. (Seis meses después, harta de la lluvia, de los mosquitos, de los hombres, de las ovejas que pisoteaban las tiendas, que primero se comieron toda la plantación de marihuana de la comuna y luego la ancestral furgoneta, y empezando a comprender por qué la historia de la humanidad había sido desde sus más tempranos auspicios un intento de alejarse de la naturaleza lo máximo posible, la madre de Pepper volvió a casa de sus sorprendidos padres en Tadfield, se compró un sostén y se alistó en un curso de sociología, suspirando aliviada.)

Sólo hay dos formas de que una niña salga adelante con un nombre como Pippin Galadriel Hija de la Luna, y Pepper eligió la otra: los tres Ellos varones lo entendieron perfectamente el primer día de colegio, en el patio, a los cuatro años.

Le preguntaron cómo se llamaba, y ella, tan inocente, se lo dijo.

Posteriormente, hizo falta un cubo de agua para separar a Pippin Galadriel Hija de la Luna del zapato de Adán. Las primeras gafas de Wensleydale se habían roto, y tuvieron que darle cinco puntos al suéter de Brian.

Los Ellos fueron inseparables desde entonces, y Pepper pasó a ser Pepper para siempre, excepto para su madre, y (cuando se sentían especialmente valientes y los Ellos estaban fuera del radio de frecuencia acústica) para Culogordo Johnson y los Johnsonitas, la única otra banda del pueblo.

Adán golpeteaba con los talones el cajón de botellas que hacía las veces de asiento, escuchando esta discusión como un rey escucha el parloteo ocioso de sus cortesanos.

Mascaba una hierba perezosamente. Era jueves por la mañana. Tenían todas las vacaciones por delante, eternas e impolutas. Había que llenarlas.

Dejó que la conversación flotase a su alrededor como el zumbido de los saltamontes o, mejor dicho, como un explorador que vigila la grava batida a la espera de una valiosa pepita de oro.

—En el periódico de los domingos de mi casa ponía que había miles de brujas en el país —dijo Brian—. Y que adoraban a la naturaleza y comían alimentos naturales y todo eso. O sea que sí que puede haber una bruja por aquí. Ponía que estaban inundando el país con una ola de mal sin sentido.

—¿Cómo, adorando a la naturaleza y comiendo alimentos naturales? —preguntó Wensleydale.

—Ponía eso.

Los Ellos estudiaron la información debidamente. Una vez, empujados por Adán, habían probado a seguir una dieta naturista durante toda una tarde. Su veredicto fue que era muy fácil sobrellevar una dieta naturista, siempre y cuando antes se hubiera uno comido un buen plato caliente.

Brian se inclinó hacia delante, conspirador.

—Y ponía que se ponen a bailar desnudas —añadió—. Se van a las colinas de Stonehenge y por ahí, y bailan desnudas.

Aquello lo estudiaron con más ahínco. Los Ellos habían alcanzado un punto en que la gran montaña rusa que es la vida casi había completado la recta final hasta el gran peraltado de la pubertad, de modo que ya podían mirar hacia abajo, a la caída en picado que les esperaba, llena de misterio, terror y excitantes curvas.

—Jo —dijo Pepper.

—Mi tía no —declaró Wensleydale, rompiendo el hechizo—. Seguro que no. Ella sólo intenta hablar con mi tío.

—Tu tío está muerto —constató Pepper.

—Pues mi tía dice que mueve un vaso —repuso Wensleydale, a la defensiva—. Y mi padre dice que para empezar, se murió por andar moviendo vasos todo el rato. No sé para qué quiere hablar con él, si tampoco es que hablaran mucho cuando estaba vivo.

—Eso es nigromancia. Es eso —dijo Brian—. En la Biblia lo pone. Sería mejor que lo dejara. Dios está en contra de la nigromancia a muerte. Y de las brujas también. Si no irá al Infierno.

Hubo un lento cambio de postura en el cajón de botellas. Adán se disponía a hablar.

Los Ellos callaron. Siempre valía la pena escuchar a Adán. En el fondo de sus corazones, los Ellos sabían que no eran una banda de cuatro. Eran una banda de tres, que pertenecía a Adán. Pero lo que buscaban era acción, hacer cosas interesantes y pasarlo en grande, y para eso cualquiera de los Ellos prefería un puesto bajo en la banda de Adán antes que ser líderes de cualquier otra pandilla.

—No sé por qué odian todos a las brujas —protestó Adán.

Los Ellos se miraron los unos a los otros. Aquello prometía.

—Porque arruinan las cosechas —explicó Pepper—, y porque hunden los barcos. Y te dicen si vas a ser rey y cosas así. Y hacen cosas con especias.

—Mi madre usa especias —dijo Adán—. Y la tuya.

—Sí, pero ésas son normales —repuso Brian, decidido a no perder su posición de experto en ocultismo—. Supongo que Dios dijo que se podía echar menta y salvia en la comida. Salta a la vista que no tienen nada malo.

—Y pueden hacer que te pongas enfermo sólo con mirarte —continuó Pepper—. Eso se llama mal de ojo. Te miran y va y te pones enfermo, y nadie sabe por qué. Y hacen muñecos de la gente y les clavan un montón de alfileres, y se les pone mal la parte donde les han clavado los alfileres —añadió alegremente.

—Pero eso ya no pasa nunca —reiteró Wensleydale, el racional—. Porque inventamos la Ciencia y los párrocos quemaron a las brujas por su propio bien. Eso fue la Santa Inquisición en España.

—Entonces podríamos ir a ver si ésa de Villa Jazmín es una bruja o no, y si lo es, se lo decimos al señor Pickersgill —propuso Brian. El señor Pickersgill era el párroco. Actualmente se hallaba enzarzado en una contienda con los Ellos por temas que abarcaban desde trepar al tejo del cementerio hasta tocar el timbre de las casas y echar a correr.

—No creo que esté permitido ir por ahí quemando a la gente —dijo Adán—, porque si no, todo el mundo lo haría.

—Los religiosos sí que pueden —aseguró Brian, tranquilizador—. Y además, sirve para que las brujas no vayan al Infierno, o sea que si lo entendieran, le darían las gracias y todo.

—Yo no veo a Pickito pegándole fuego a nadie —dijo Pepper.

—Bueno, no sé… —repuso Brian de manera significativa.

—Pegándoles fuego de verdad, no —opinó Pepper con desdén—. En todo caso iría a los padres, y les dejaría a ellos decidir si hay que quemarlo o no.

Los Ellos movieron la cabeza en señal de descontento hacia los pobres criterios de responsabilidad eclesiástica. Entonces los otros tres miraron a Adán expectantes.

Siempre le miraban expectantes. Era el que daba ideas.

—A lo mejor deberíamos hacerlo nosotros —sugirió—. Alguien debería hacer algo si es que hay tantas brujas por ahí sueltas. Es… es como el esquema de vigilancia de vecinos del barrio.

—De vecinos no, de brujas —corrigió Pepper.

—Que no —contestó Adán fríamente.

—Pero no podemos hacer la Santa Inquisición —dijo Wensleydale—. No somos españoles.

—Seguro que no hace falta ser español para hacer la Santa Inquisición, ¿qué te apuestas? —repuso Adán—. Es lo mismo que la pasta italiana o la tortura china. Lo que cuenta es que parezca español. Tenemos que conseguir que parezca español. Entonces todos verán que es una Santa Inquisición.

Se hizo el silencio.

Lo rompió el crujido de uno de los paquetes de patatas vacíos que se acumulaban allá donde se sentara Brian. Le miraron.

—Yo tengo un póster de una corrida de toros con mi nombre —dijo Brian, despacio.

* * *

Llegó y pasó la hora de comer. La nueva Santa Inquisición se reunió de nuevo.

El Gran Inquisidor, muy crítico, estaba inspeccionando algo.

—¿Y eso qué son? —preguntó.

—Son para hacer ruido juntándolas al bailar —explicó Wensleydale, con un asomo defensivo en la entonación, Las trajo mi tía de España hace un montón. Creo que se llaman maracas. Y tienen un dibujo de un bailarín español, mira.

—¿Y qué hace bailando con un toro? —le preguntó Adán.

—Eso es para que se vea que son españolas —respondió Wensleydale. Adán les dio el visto bueno.

El póster de la corrida era lo único que había prometido Brian.

Pepper tenía algo que parecía una salsera de rafia.

—Es para poner el vino —explicó desafiante—. Lo trajo mi madre de España.

—No tiene toros ni nada —constató Adán con severidad.

—No hace ninguna falta —replicó ella adoptando muy lentamente una postura de ataque.

Adán vaciló. Su hermana Sarah y su novio también habían estado en España. Sarah volvió con un burro de juguete muy grande que, a pesar de ser claramente español, no se ajustaba a lo que Adán intuía debía ser el tono de la Santa Inquisición. El novio, por otra parte, trajo una espada muy decorada, que a pesar de la tendencia a doblarse cuando la empuñaban y a desafilarse cuando se le pedía que cortase papel, decía estar hecha de acero de Toledo. Adán se pasó una instructiva media hora con la enciclopedia y sintió que aquello era todo lo que la Inquisición necesitaba. Pero sus sutiles tentativas no dieron resultado.

Al final, Adán cogió una malla de cebollas de la cocina. Podrían ser españolas perfectamente. Pero incluso Adán tuvo que admitir que, como escenografía para las premisas inquisitoriales, les faltaba algo. No estaba en posición de discutir demasiado acerca de los odres de rafia.

—Muy bien —dijo.

—¿Tú estás seguro de que son cebollas españolas? —le preguntó Pepper, ya más tranquila.

—Hombre, claro —dijo Adán—. Cebollas españolas. Lo sabe todo el mundo.

—A lo mejor son francesas —insistió Pepper un tanto testaruda—. Francia es famosa por las cebollas.

—¿Y qué importa? —dijo Adán, que empezaba a cansarse de las cebollas—. Francia es casi España, y no creo que las brujas sepan la diferencia porque se pasan la noche por ahí volando. Para las brujas todo es el Continán Europeén. Y además, si no te gusta, te vas y te montas tú solita una Inquisición, ¿vale?

Por una vez, Pepper no fomentó la discusión. Iba a ser la Maestra Torturadora. Nadie dudaba de quién sería el Gran Inquisidor. Wensleydale y Brian estaban menos entusiasmados con sus papeles de Guardias Inquisitoriales.

—Bueno, no sabéis español —continuó Adán, que durante la comida había pasado diez minutos con un libro de expresiones españolas que Sarah había comprado en un arrebato de romanticismo en Alicantey.

—Eso da igual, porque en verdad hay que hablar en latín —apuntó Wensleydale, que también había estado investigando, más a conciencia, durante la comida.

—Y en español —añadió Adán firmemente—. Por eso es la Santa Inquisición Española.

—Pues no sé por qué no hacemos la Santa Inquisición Británica —se quejó Brian—. No sé por qué tuvimos que enfrentarnos a la Armada y todo sólo para tener la Inquisición esa de la porra.

Aquello también hería levemente la sensibilidad patriótica de Adán.

—Yo creo —explicó— que lo que tenemos que hacer es empezarla en español, y luego hacerla británica, cuando ya le hayamos cogido el truco. Y ahora —añadió—, la Guardia Inquisitorial irá a cazar la primera bruja, por feivor.

Habían decidido que la nueva ocupante de Villa Jazmín tendría que esperar. Tenían que empezar por abajo, e ir subiendo poco a poco.

* * *

—¿Eres una bruja, oley? —preguntó el Gran Inquisidor.

—Sí —contestó la hermana pequeña de Pepper, que tenía seis años y la forma de un pequeño balón de fútbol rubio.

—No digas que sí, tienes que decir que no —le sopló la Maestra Torturadora, dándole un codazo a la sospechosa.

—¿Para qué? —interrogó la sospechosa.

—Porque así te torturamos para que digas que sí —repuso la Maestra Torturadora—. Ya te lo he dicho. La tortura es la mar de divertida. No duele. Hasta la visa —añadió enseguida.

La pequeña sospechosa echó un vistazo desdeñoso al cuartel de la Inquisición. Decididamente, olía a cebolla.

—Jo —dijo—. Yo quiero ser una bruja, con verrugas en la nariz y la piel verde y un gatito negro y un montón de pociones y…

La Maestra Torturadora le hizo un gesto de asentimiento al Gran Inquisidor.

—Oye —dijo Pepper desesperada—, nadie ha dicho que no puedes ser una bruja; tú di que no lo eres y ya está. Es que si no, no vale la pena que hagamos esto —añadió con severidad—, si tú vas y sueltas que sí en cuanto te lo preguntamos.

La sospechosa reflexionó sobre el tema.

—Pero yo quiero ser una bruja, jolin —gimió. Los varones Ellos intercambiaron miradas exhaustas. Aquello era demasiado difícil para ellos.

—Si dices que no —propuso Pepper—, te doy el Establo de Sindy. Está nuevo —añadió, después de mirar a los chicos y temiéndose algún comentario.

—Mentira, no está nuevo —le espetó su hermana—, que yo lo he visto cuando jugabas con él y está viejísimo y la parte donde se pone el heno está rota y…

Adán profirió un carraspeo autoritario.

—¿Sois una bruja, viva Espana? —repitió.

La hermana echó un vistazo al rostro de Pepper y decidió no provocarla.

—No —concluyó.

* * *

Estaban todos de acuerdo en que como tortura no había estado mal. El problema era sacar a la supuesta bruja de allí.

Era una tarde calurosa y los Guardias Inquisitoriales se sentían utilizados.

—No sé por qué tenemos que hacerlo todo yo y el Hermano Brian —dijo el Hermano Wensleydale, secándose el sudor de la frente—. Creo que ya va siendo hora de que salga de ahí y nos toque a nosotros. Benedictine ina decanter.

—¿Por qué paramos? —preguntó la sospechosa, con los zapatos chorreando.

Se le había ocurrido al Gran Inquisidor mientras investigaba, que la Santa Inquisición Británica no estaba lista aún para reintroducir la Doncella de Hierro y el Garrote Vil. Pero vio la ilustración de un trampolín medieval que le pareció venir al caso como un guante. Sólo necesitaban un estanque, unas tablas y una cuerda. Era la clase de combinación que más atraía a los Ellos, que no solían tener mucha dificultad para dar con las tres cosas.

La sospechosa estaba verde hasta la cintura.

—¡Es como un columpio! —exclamó—. ¡Viva!

—O subo yo también, o me voy a casa —masculló Brian—. No sé por qué las brujas malvadas tienen que hacer todo lo divertido.

—Está prohibido torturar a los Inquisidores —declaró el Gran Inquisidor duramente, pero poco convencido. Era una tarde calurosa, las túnicas inquisitoriales de saco viejo picaban y olían a cebada rancia, y el estanque tenía un aspecto sorprendentemente tentador.

—Vale, vale —dijo, y se volvió a la sospechosa—. Eres una bruja, vale, que no se vuelva a repetir y ahora lárgate, que le toca a otro. Oley —añadió.

—¿Y ahora qué hago yo? —preguntó la hermana de Pepper.

Adán vaciló. Quemarla no acabaría con los problemas, pensó. Además, estaba demasiado empapada para arder.

Y se iba dando cuenta, vagamente, de que llegaría un punto en el futuro en el que le harían preguntas acerca de zapatos embarrados y vestidos rosas llenos de lentejas de agua. Pero sería en el futuro, y aquello quedaba en la otra punta de una larga tarde cálida que incluía tablas, cuerdas y estanques. El futuro podía esperar.

* * *

El futuro llegó y pasó de la forma algo desalentadora en que pasan los futuros, aunque el Sr. Young tenía más cosas en la cabeza además de los vestidos embarrados y sólo le prohibió a Adán que viera la tele, lo que significaba que tendría que verla en blanco y negro con el aparato de su cuarto.

—No entiendo por qué nos han cortado el agua —oyó Adán decir a su padre en una conversación con su madre—. Yo pago los impuestos como todo el mundo. El jardín parece el desierto del Sahara. Me extraña que quedara agua en el estanque. Para mí que es culpa de la falta de pruebas nucleares. Cuando yo era niño, los veranos sí que eran veranos. No paraba de llover.

Adán merodeaba alicaído por el polvoriento camino. Iba bien alicaído. Adán tenía una forma de merodear alicaído que ofendía a toda persona consciente. No sólo dejaba el cuerpo colgando. Merodeaba alicaído con inflexiones, y ahora, la postura de sus hombros reflejaba el dolor y la confusión de los que injustamente han visto frustrados sus desinteresados esfuerzos por ayudar al prójimo.

Los arbustos se vencían bajo el peso del polvo.

—Ya verán cuando las brujas invadan todo el país y nos hagan a todos comer comida natural de esa y no ir a la iglesia y bailar por ahí desnudos —se lamentó, dando una patada a una piedra. Tenía que admitir que, salvo por lo de la comida natural, el panorama no era tan preocupante.

—Seguro que si nos dejaran intentarlo, encontraríamos cientos de brujas —se dijo, dando una patada a una piedra—. Seguro que el Tortumada ese no tuvo que dejarlo todo cuando acababa de empezar sólo porque alguna bruja tonta se manchara el vestido.

Perro merodeaba alicaído, muy servicial, detrás de su Amo. Aquello no era, en la medida en que dictaban las expectativas del sabueso del infierno, la clase de vida que esperaba para los últimos días antes del Apocalipsis, pero no podía evitar estar empezando a disfrutarla.

Oyó a su Amo decir: «Seguro que ni los victorianos obligaban a la gente a ver la televisión en blanco y negro».

La forma moldea la naturaleza. Hay ciertas actitudes apropiadas para los perros pequeños y desgarbados que van unidas a los genes. No puede uno tener forma de perrito y esperar ser el mismo; una especie de perritunez empieza a invadirle a uno el Ser.

Ya había cazado una rata. Y había sido la experiencia más satisfactoria de su vida.

—Pues por mí como si nos dominan las Fuerzas del Mal —gruñó su Amo.

Y los gatos, pensó Perro. Sorprendió al enorme gato color paja del vecino y trató de hacerlo temblar como un flan mediante la tradicional mirada fulgurante y el rugido gutural, que siempre daba resultado con los condenados. Y ahora le daban unos arañazos en la nariz que se le saltaban las lágrimas. Los gatos, pensaba Perro, eran mucho más duros que las almas perdidas. Esperaba impaciente un nuevo experimento con gatos que tenía planeado y que iba a consistir en saltar de aquí para allá y ladrarle con entusiasmo. Era muy ambicioso, pero podría salir bien.

—Y que no me vengan llorando cuando Pickito se convierta en rana —masculló Adán.

En aquel momento, cayó en dos cosas: una, que sus desconsolados pasos le habían conducido a Villa Jazmín, y la otra, que alguien estaba llorando.

A Adán se le daban bien las lágrimas. Dudó un instante, y luego miró con cautela por encima del seto.

A Anatema, que estaba sentada en una mecedora y llevaba ya medio paquete de kleenex gastado, le pareció que salía un pequeño sol alborotado.

Adán dudaba que fuera una bruja. Tenía una imagen mental muy definida de las brujas. Los Young tenían la elección restringida entre los dominicales de más clase, de modo que cientos de años de ocultismo le habían pasado desapercibidos a Adán. No tenía la nariz aguileña, ni verrugas, y era joven… bueno, bastante joven. Y con eso le bastaba a Adán.

—Hola —dijo, poniéndose derecho.

Ella se sonó la nariz y lo miró fijamente.

Lo que miraba desde el otro lado del seto se debería describir llegados a este punto. Lo que Anatema vio, como dijo después, fue algo parecido a un dios griego preadolescente. O una ilustración bíblica, una en la que aparecían ángeles musculosos aplicando un castigo justo. Era un rostro que no pertenecía al siglo XX. Estaba enmarcado por rizos dorados que brillaban. Miguel Ángel podría haberlo esculpido.

Aunque seguramente habría prescindido de las zapatillas de deporte desgastadas, de los vaqueros deshilachados y de la camiseta mugrienta.

—¿Quién eres? —preguntó ella.

—Soy Adán Young —contestó Adán—. Vivo al final del camino.

—Ah, sí, ya sé quién eres —dijo Anatema, secándose los ojos. Adán se puso orgulloso.

—La Señora Henderson me dijo que tuviera cuidado contigo —continuó.

—Aquí me conocen todos —se pavoneó Adán.

—Dice que has nacido para que te ahorquen —dijo Anatema.

Adán esbozó una sonrisa. Ser famoso por algo malo no estaba tan bien como serlo por algo bueno, pero estaba mejor que permanecer en la oscuridad.

—Dice que eres el peor de todos Ellos —le explicó Anatema, con un aspecto algo más alegre. Adán asintió.

—Me dice: «Tenga cuidado con Ellos, señorita, no son más que un hatajo de caciques. Ese pequeñajo de Adán lleva dentro al Otro Adán».

—¿Por qué estabas llorando? —le preguntó Adán sin una pizca de tacto.

—¿Yo? Ah, porque he perdido una cosa —le contestó—. Un libro.

—Si quieres, te ayudo a buscarlo —se ofreció Adán galantemente—. Yo sé mucho de libros, en serio. Una vez escribí uno. Era una pasada. Tenía casi ocho páginas. Era del pirata ese que es un detective famoso. Y también hice los dibujos. —Y en un arrebato de generosidad, añadió—: Si quieres te dejo que lo leas. Seguro que es más chulo que el libro que se te ha perdido. Sobre todo cuando el dinosaurio sale de la nave espacial y lucha con los vaqueros. Seguro que te ríes un mazo. Brian no paraba de reírse. Dice que nunca se había reído tanto.

—Gracias, seguro que es un libro buenísimo —dijo ella, granjeándose el cariño de Adán para siempre—. Pero no hace falta que me ayudes porque creo que ya es demasiado tarde.

Miró a Adán, pensativa.

—Tú conocerás esta zona muy bien, ¿no? —le preguntó.

—En kilómetros y kilómetros a la redonda —contestó Adán.

—¿No habrás visto a dos hombres en un coche negro grande? —dijo Anatema.

—¿Te lo han robado ellos? —preguntó Adán, muy interesado de repente. Desmantelar una red internacional de ladrones de libros le daría un final gratificante al día.

—No del todo. Más o menos. O sea, ellos no querían robarlo. Estaban buscando la Casa de Campo, pero he estado allí hoy y nadie sabe nada de ellos. Creo que ha habido un accidente o algo así.

Se quedó mirando a Adán. Había en él algo extraño, pero no acababa de ver qué era. Sólo tenía la urgente sensación de que era importante y de que no debía dejarle marchar. Algo en él…

—¿Qué libro es? —le preguntó.

—Se llama Las Buenas y Ajustadas Profecías de Agnes la Chalada —respondió Anatema.

—¿Era una loca?

—No, era una bruja, como en Macbeth —explicó Anatema.

—Ésa la he visto —saltó Adán—. Era una pasada cómo vivían los reyes. Jo. ¿Y qué tienen de buenas?

—Antes, bueno quería decir acertado. Bueno, exacto —decididamente tenía algo raro. Una especie de intensidad despreocupada. Daba la sensación de que, si él estaba allí, todo lo demás, incluso el paisaje, pasaba a un segundo plano.

Llevaba allí un mes. Excepto con la Sra. Henderson, que en teoría estaba a cargo de la casa y seguramente rebuscaba por sus cosas a la mínima ocasión, no había cruzado más de un par de palabras con nadie. Les dejaba pensar que era una artista. Aquel tipo de zona rural les gustaba a los artistas.

La verdad es que era la hostia de bonito. El pueblo mismo era espléndido. Ni Turner y Landseer, si hubieran conocido a Samuel Palmer en un bar y lo hubieran planeado todo, y luego Stubbs les hubiera hecho los caballos, lo habrían hecho mejor.

Y era muy deprimente, porque era allí donde iba a ocurrir. Según Agnes, al menos. En un libro que ella, Anatema, había perdido. Tenía las fichas, claro, pero no era lo mismo.

Si en aquel momento Anatema hubiera estado en plena posesión de sus facultades —y nadie lo estaba cuando Adán andaba cerca de ellos—, se habría dado cuenta de que cada vez que intentaba pensar en el chico más allá del modo superficial, sus pensamientos se desviaban de él como si un campo de fuerza lo envolviese.

—¡Qué genial! —exclamó Adán, que había estado sopesando en su mente las implicaciones de un libro de profecías buenas y ajustadas.

—¿Y dice quién va a ganar la liga?

—No —repuso Anatema.

—¿Y sale alguna nave espacial?

—No muchas —dijo Anatema.

—¿Y robots? —preguntó Adán esperanzado.

—Me temo que no.

—Entonces a mí no me parecen muy buenas —dijo Adán—. Si el futuro no tiene robots ni naves, no sé lo que tendrá.

Unos tres días, pensó Anatema desanimada. Eso es lo que tiene el futuro.

—¿Quieres un refresco? —le ofreció al chico.

Adán vaciló. Y entonces decidió coger el toro por los cuernos.

—Oye, es una pregunta un poco personal, pero, ¿eres una bruja? —le preguntó.

Anatema entrecerró los ojos. Vaya una fisgona estaba hecha la Sra. Henderson.

—Algunos dicen que sí —contestó—. En verdad soy ocultista.

—Ah. Entonces vale —dijo Adán más animado.

—¿Sabes lo que quiere decir ocultista?

—Pues claro —repuso Adán confiado.

—Bueno, si así estás más contento… —dijo Anatema—. Anda, pasa. Yo también tomaré algo. Y… Adán Young.

—¿Qué?

—Estabas pensando «Tengo los ojos bien, no tengo que ir al oculista», ¿verdad?

—¿Quién, yo? —dijo Adán con aire de culpabilidad.

* * *

El problema era Perro. No quería entrar en la casa. Se había agazapado en la puerta, y gruñía.

—Venga, no seas tonto —le dijo Adán—. Es Villa Jazmín, la misma de siempre. —Miró a Anatema, nervioso—. Siempre hace todo lo que le digo a la primera.

—Puedes dejarlo en el jardín —propuso Anatema.

—No —contestó él—. Tiene que hacer lo que se le mande. Lo ponía en un libro que me leí. Es muy importante amaestrarlo bien. Mi padre dice que se pueden amaestrar todos los perros. Y que me lo puedo quedar mientras esté bien amaestrado. Entra, Perro.

Perro gimió y le miró implorante. El rabo regordete golpeó el suelo una o dos veces.

La voz de su Amo.

Con una renuencia extremada, como avanzando con un vendaval en contra, cruzó el umbral.

La herradura de la puerta de Villa Jazmín siempre había estado allí, desde que lo ocupó el primer inquilino siglos atrás; la Peste Negra hacía furor en aquella época, y pensó que sería mejor emplear toda la protección posible.

Estaba corroída y medio cubierta de capas seculares de pintura. De modo que ni Adán ni Anatema repararon en ello, ni se dieron cuenta de que ya se iba enfriando tras haberse puesto al rojo vivo.

* * *

El chocolate de Azirafel estaba helado.

En la estancia sólo se oía, a intervalos, ruido de pasar páginas.

De vez en cuando llamaban a la puerta los clientes de Intimate Books que se confundían con la puerta de al lado. Los ignoraba.

Algunas veces casi llegaba a maldecirlos.

* * *

Anatema aún no se había instalado en la casa. Tenía la mayoría de sus utensilios amontonados encima de la mesa. Parecía interesante. La verdad es que parecía que un monje vudú acabara de asumir el mando de una tienda de equipos científicos.

—¡Qué genial! —dijo Adán, palpando un objeto—. ¿Qué es esto de las tres patas?

—Es un teodolito —contestó Anatema desde la cocina—. Sirve para localizar líneas de poder.

—¿Y eso qué es? —preguntó Adán.

Ella se lo explicó.

—¡Ostras! —exclamó—. ¿En serio?

—Sí.

—No las he visto nunca. ¿Cómo puede haber tantas líneas de fuerza y que yo no las vea?

Adán no solía escuchar muy a menudo, pero estaba pasando los veinte minutos más apasionantes de su vida, o su vida de aquel día por lo menos. En casa de los Young, nadie tocaba madera ni se echaba sal por encima del hombro. El único acercamiento a la dinámica sobrenatural fue, cuando Adán era pequeño, fingir desganadamente que Papá Noel bajaba por la chimenea[23].

Llevaba mucho tiempo esperando algo más esotérico que el festival de la cosecha. Su mente absorbía las palabras de ella como si de papel secante se tratara.

Perro se había tumbado debajo de la mesa y gruñía. Empezaba a dudar seriamente de sí mismo.

Anatema no sólo creía en las líneas de poder sino también en las focas, en las ballenas, en las bicicletas, en las selvas tropicales, en el pan integral, en el papel reciclado, en los sudafricanos blancos de Sudáfrica, y en los Americanos de todas partes, hasta Long Island inclusive. No compartimentaba sus creencias. Estaban todas unidas en una enorme creencia de una pieza, comparada con la cual la de Juana de Arco quedaba relegada al rango de mera noción frívola. En una escala de mover montañas, movía por lo menos 0,5 alpes[24].

Adán ni siquiera había oído a nadie decir la palabra «medio ambiente». Las selvas tropicales latinoamericanas eran para él un libro cerrado, y ni siquiera estaba escrito en papel reciclado.

Sólo la interrumpió una vez, y fue para decir que estaba de acuerdo con su opinión acerca de la energía nuclear:

—Yo he estado en una central nucliar Y fue un rollo. No había humo verde ni tubos con líquidos que hicieran burbujas. Tendría que estar prohibido no tener líquidos con burbujas y todo eso cuando la gente va adrede a verlo; y tener a todos esos señores sin trajes espaciales, también.

—Lo de las burbujas lo hacen cuando los visitantes se van de allí —constató Anatema muy seria.

—Puede —repuso Adán.

—Habría que acabar con ellos ahora mismo.

—Eso. Eso por no enseñar las burbujas —dijo Adán.

Anatema asintió con la cabeza. Seguía tratando de averiguar qué tenía Adán de extraño, y de pronto lo comprendió.

No tenía aura.

Era bastante experta en auras. Podía verlas si miraba bastante fijamente. Eran un pequeño halo de luz que tenía la gente alrededor de la cabeza, y según un libro que había leído, el color daba pistas acerca de la salud y el bienestar general de cada cual. Todo el mundo tenía aura. Los mezquinos y los egocéntricos la tenían débil, un contorno tembloroso, mientras que las personas extrovertidas y creativas podían tener auras de varias pulgadas de cuerpo afuera.

No sabía de nadie que no tuviera aura, pero la de Adán no la veía por ninguna parte. Y sin embargo parecía alegre, dinámico, y tan equilibrado como un giroscopio.

Será el cansancio, pensó.

De todas formas, estaba encantada de haber encontrado un estudiante tan agradecido, e incluso le dejó algunos ejemplares de una revista de biología marina que editaba una amiga suya.

A Adán le había cambiado la vida. O por lo menos, la vida de aquel día.

Ante el asombro de sus padres, se fue a la cama pronto, y se quedó hasta más de medianoche bajo las sábanas, con una linterna, con las revistas y una bolsa de caramelos de limón. De vez en cuando, se oía un «¡Genial!» de sus fauces que masticaban ferozmente.

Cuando se le acabaron las pilas a la linterna, salió a la oscuridad de la habitación y se tumbó con las manos debajo de la cabeza, mirando aparentemente el escuadrón de cazas Ala-X™ que colgaba del techo. La brisa nocturna los balanceaba suavemente.

Pero Adán no lo estaba mirando. Observaba en realidad el iluminado panorama de su imaginación, que daba vueltas y vueltas como una feria de atracciones.

Esto no era la tía de Wensleydale con un vaso. Esta clase de ocultación era mucho más interesante.

Además, le gustaba Anatema. Estaba claro que era muy mayor, pero cuando a Adán le caía bien una persona, quería hacerla feliz.

Se preguntaba cómo podría hacer feliz a Anatema.

Antes se pensaba que los acontecimientos que cambiaban el mundo eran cosas como las bombas, los políticos maníacos, los terremotos enormes, o los movimientos de población a gran escala, pero se ha demostrado que esto es un punto de vista muy anticuado que sólo defienden los que están completamente aislados del pensamiento contemporáneo. Lo que de verdad cambia el mundo, según la teoría del Caos, son los pequeños detalles. Una mariposa aletea en la jungla amazónica y posteriormente una tormenta arrasa media Europa.

En algún rincón de la cabeza dormida de Adán apareció una mariposa.

Si Anatema hubiera dado con la razón por la cual no veía el aura de Adán, habría visto las cosas claras. O no.

Era la misma razón por la que la gente que está en Trafalgar Square no ve Inglaterra.

* * *

Se dispararon las alarmas.

Naturalmente, no hay nada raro en que las alarmas de la sala de control de una central nuclear se disparen. Ocurre muy a menudo. Precisamente hay tantos cuadrantes y contadores y cosas así que algo importante puede pasar desapercibido si no emite un pitido por lo menos.

Y el puesto de ingeniero de cambio de turno requiere un tipo de hombre estable, capaz e imperturbable, el tipo de hombre que sabes que no se irá derecho al aparcamiento en una emergencia. El tipo de hombre, a fin de cuentas, que da la impresión de estar fumando una pipa cuando no lo está.

Eran las 3:00 a.m. en la sala de control de la central nuclear de Clímax, normalmente una agradable hora tranquila en la que no hay mucho que hacer aparte de llenar la caldera y oír el rugido distante de las turbinas.

Hasta ahora.

Horace Gander miró las luces intermitentes rojas. Luego miró unos cuadrantes. Luego miró las caras de sus compañeros. Luego levantó la vista al gran cuadrante que había al otro lado de la sala. Cuatrocientos treinta megavatios prácticamente fiables y casi baratos estaban abandonando la central. Según las otras esferas, nada los estaba produciendo.

No dijo «Qué raro». No habría dicho qué raro aunque un rebaño de ovejas en bici hubiera pasado por delante de unos violines tocando solos. No era una expresión propia de un ingeniero responsable.

Lo que dijo fue:

—Alf, más vale que llames al director de la central.

Pasaron tres horas muy agitadas. En ellas hubo bastantes llamadas telefónicas, télexes y faxes. Veintisiete personas se levantaron una detrás de otra y fueron levantando a otras cincuenta y tres más, porque si hay algo que un hombre necesite saber cuando le despierta alguien presa del pánico a las 4:00 a.m. es que no es el único.

De todos modos, hacen falta todo tipo de autorizaciones para que permitan desenroscar la tapa de un reactor nuclear y mirar al interior.

Las consiguieron. Lo destaparon. Echaron un vistazo adentro.

Horace Gander dijo: «Tiene que haber una razón lógica para esto. Quinientas toneladas de uranio no se levantan y se van ellas solas».

El contador que llevaba en la mano debería haber gritado, pero en su lugar, profería una señal desganada a intervalos.

Donde debía hallarse el reactor, había un espacio vacío. Era ideal para un partido de squash.

Justo al fondo, aislado en el centro del suelo frío y brillante, había un caramelo de limón.

Afuera, en la sala grande y tenebrosa de turbinas, las máquinas seguían rugiendo.

Y, a ciento cincuenta kilómetros de allí, Adán Young se dio la vuelta en la cama, dormido.