Azirafel, como muchos otros comerciantes del Soho especializados en libros raros para entendidos exigentes, tenía una trastienda, pero lo que en ella había era mucho más esotérico que lo que se suele encontrar en una bolsa de plástico para el Cliente que Sabe lo que Quiere.
Estaba especialmente orgulloso de sus libros de profecías.
Todo primeras ediciones.
Y todas firmadas.
Tenía el Robert Nixon[17], el Marta la Gitana, el Ignatius Sybilla y el Viejo Ottwell Binns. La dedicatoria de Nostradamus decía: «Para mi estimado camarada Azirafel, con afecto»; la Madre Shipton había tirado una copa por encima de su ejemplar; y en una esquina, en una vitrina de temperatura regulada, estaba expuesto el pergamino original, con la escritura temblorosa de San Juan el Divino de Patmos, cuyo «Apocalipsis» fue el más vendido de todos los tiempos. Azirafel lo consideraba un tipo muy agradable, aunque demasiado aficionado a las setas raras.
Con lo que no contaba su colección era con un ejemplar de Las Buenas y Ajustadas Profecías de Agnes la Chalada, y Azirafel entró en la habitación llevando el libro como un aplicado filatelista llevaría un Mauritius Blue que le acabara de llegar en una postal de su tía.
Nunca había visto ni siquiera una copia, pero había oído hablar de él. Todos los que estaban en el negocio, que, teniendo en cuenta que era altamente especializado, entre todos eran unos diez, lo conocían aunque sólo fuera de oídas. Su existencia era como una especie de vacío alrededor del cual habían orbitado todo tipo de historias insólitas durante años y años. Azirafel se dio cuenta de que no sabía si se podía estar en órbita alrededor del vacío y le dio igual; al lado de Las Buenas y Ajustadas Profecías de Agnes la Chalada, los Diarios de Hitler parecían poco más que un montón de calumnias.
Las manos apenas le temblaban al depositarlo en una mesa, sacar un par de guantes de goma de cirujano y abrirlo con reverencia. Azirafel era un ángel, pero también veneraba los libros.
La página del título decía:
Las Buenas e Ayustadas Profeçías
De Agnes la Xalada
Y en caracteres algo más pequeños:
La historia veraç e meticulosa
Des del Día d’Hoy hasta el Fin del Mundo.
Y en caracteres algo más grandes:
Incluye Diuersas Maravillas
e preçeptos para los Sabios
Y en caracteres diferentes:
Non s’an publicado más completas hasta ahora
Y en caracteres más pequeños pero en mayúsculas:
AÇERCA DE LOS INSÓLITOS TIEMPOS QUE S’ AVECINAN
Y en una itálica ligeramente desesperada:
E los acontecimientos de Natural Milagrosa
Y de nuevo en caracteres más grandes:
«Recuerda a lo mijor de Nostradamus»
—Ursula Shipton
Las profecías estaban numeradas, y había más de cuatro mil.
—Calma, calma —se dijo Azirafel. Se metió en la cocina, se preparó un chocolate y respiró hondo un par de veces.
Luego volvió y leyó una profecía al azar.
Cuarenta minutos después, el chocolate estaba intacto.
* * *
La mujer pelirroja que estaba en la esquina de la barra de bar del hotel era la corresponsal de guerra de más éxito del mundo. Tenía un pasaporte a nombre de Carmine Zuigiber; iba allá donde había guerras.
Bueno, más o menos.
Lo cierto es que iba adonde no había guerras. Ya había estado donde las había.
No era famosa, excepto donde tenía que serlo. Si se juntaba un grupo de corresponsales de guerra en el bar de un aeropuerto, la conversación iba, como una brújula marca el norte, de Murchison del New York Times, a Van Horne de Newsweek, a Anforth de las Noticias de la I.T.N. Los Corresponsales de Guerra de los corresponsales de guerra.
Pero cuando Murchison, Van Horne y Anforth se topaban los unos con los otros en el incendio de alguna chabola en Beirut, en Afganistán o en Sudán, después de admirarse mutuamente las cicatrices y echar un trago, intercambiarían anécdotas de «Carmín» Zuigiber, del National World Weekly.
—En esa birria de periódico —decía Murchison—, no saben lo que tienen, los jodidos.
En realidad, el National World Weekly sabía exactamente lo que tenía: tenía un corresponsal de guerra. No sabía por qué, ni qué hacer con uno ahora que ya lo tenía.
El típico National World Weekly contaría al mundo que se le apareció el rostro de Jesucristo en un Big Mac a un tipo de Des Moines, con las impresiones del artista sobre el panecillo; que vieron a Elvis Presley hace poco trabajando en un Burger Lord en Des Moines; que escuchar los discos de Elvis curó a un ama de casa de Des Moines enferma de cáncer; que los hombres lobo que estaban asolando como una plaga la región central de los Estados Unidos eran los vástagos de las colonizadoras nobles violadas, por los Bigfoot; y que Elvis había sido raptado por los Extraterrestres del Espacio en 1976 porque era demasiado bueno para este mundo[18].
Así era el National World Weekly. Vendían cuatro millones de ejemplares por semana y un Corresponsal de Guerra les hacía tanta falta como una entrevista exclusiva con el Secretario General de las Naciones Unidas[19].
Así que pagaban a Carmín Zuigiber un montón de dinero por ir a buscar guerras, e ignoraban los abultados sobres mal mecanografiados que les enviaba de vez en cuando desde algún rincón del mundo para justificar la reclamación de reembolso de gastos, normalmente bastante razonables.
Y estaban convencidos de tener motivos justificados para ello porque, a su modo de ver, no era una corresponsal de guerra muy buena, pero sí la más atractiva, indiscutiblemente, y eso era lo que contaba para el National World Weekly. Sus informes de guerra siempre trataban de un grupo de muchachos disparándose los unos a los otros, y no se adentraba en las implicaciones políticas ni, lo más importante, en el Interés Humano.
A veces le pasaban sus informes a un corrector para que lo arreglara. (Se le apareció Jesucristo a Manuel González, de nueve años, durante una batalla campal en Río Concorsa, y le dijo que volviera a casa porque su madre estaba preocupada por él. «Sabía que era él —declaró el valiente muchacho— porque tenía pinta de serlo cuando se me apareció en la fiambrera».)
El National World Weekly solía dejarla a su aire, y tiraba disimuladamente sus informes a la basura.
A Murchison, a Van Horne y a Anforth les daba igual todo aquello. Lo único que sabían era que allá donde estallara una guerra, la Srta. Zuigiber llegaba primero. Casi antes de que estallara.
—¿Cómo lo hace? —se preguntaban incrédulos—. ¿Cómo diablos lo hace? —y se encontraban sus miradas, y decían sin palabras: si fuera un coche sería un Ferrari, es la típica mujer que te imaginas de consorte del generalísimo corrupto de un país tercermundista a punto de hundirse, y se junta con tipos como nosotros. Vaya suerte, ¿no?
La Srta. Zuigiber se limitaba a sonreír e invitaba a otra ronda a todo el mundo, a cuenta del National World Weekly. Y contemplaba estallar las peleas a su alrededor. Y sonreía.
Había acertado. El periodismo le gustaba.
Aun así, todo el mundo necesitaba unas vacaciones, y Carmín Zuigiber estaba de vacaciones por primera vez desde hacía once años.
Se encontraba en una pequeña isla mediterránea que vivía del turismo, y resultaba raro. Carmín parecía la clase de mujer que, de ir de vacaciones a una isla más pequeña que Australia, sería porque era amiga del dueño. Y si alguien le hubiera dicho un mes antes a algún isleño que se acercaba una guerra, se habría reído y habría tratado de venderle objetos de rafia o una pechina con el dibujo de la bahía; eso era entonces.
Y esto era ahora.
Ahora, profundas diferencias políticas y religiosas acerca de a cuál de cuatro pequeñas penínsulas no pertenecía, había dividido el país en tres facciones, destruido la estatua de la Virgen María en la plaza del pueblo y acabado con el turismo.
Carmín Zuigiber estaba sentada en el bar del Hotel de Palomar del Sol, bebiendo algo que pasaba por un cóctel. En un rincón, un pianista cansado tocaba, y un camarero con tupé cantaba suavemente al micrófono:
«Deeey said someday yul faaaind
All who lof ar blaaaind
Oooh, when yur heart’s on faair
You mas realais, smoke gets in your aaais.»
Un hombre entró de un salto por la ventana, con un cuchillo entre los dientes, un rifle automático Kalashnikov en una mano y una granada en la otra.
—Gecago eshte hoteg pgopiegag ge… —paró de hablar. Se quitó el cuchillo de la boca y volvió a empezar—. ¡Declaro este hotel propiedad de la Facción de Liberación Pro-Turca!
Los únicos dos veraneantes que quedaban en la isla[20] se metieron debajo de la mesa. Sin inmutarse, Carmín sacó la cereza al marrasquino de su copa, se la llevó a los labios escarlata y la separó del rabo de tal modo que muchos de los hombres que estaban allí empezaron a sentir un sudor frío.
El pianista se levantó, metió la mano en el piano y sacó una metralleta de viejo.
—¡Este hotel ya es propiedad de la Brigada Territorial Pro-Griega! —gritó—. ¡Un paso en falso y te vuelo en pedazos!
Algo se movió en la puerta. Un individuo de barba negra, sonrisa dorada y un auténtico revólver Gatling antiguo entró, con una cohorte de hombres armados igualmente enormes aunque menos impresionantes a su espalda.
—¡Este importante enclave estratégico, durante años símbolo del turismo fomentado por el régimen fascista e imperialista Greco-Turco, es ahora propiedad de los Guerrilleros Italomalteses! —bramó afable—. ¡Os vamos a matar a todos!
—¡Sandeces! —dijo el pianista—. No es un importante enclave estratégico. ¡Sólo tiene una bodega bien surtida!
—Tiene razón, Pedro —dijo el hombre del Kalashnikov—, por eso mi bando lo quiere. El General Ernesto de Montoya me dijo, dice, Fernando, la guerra habrá terminado el sábado, y los chicos querrán montar una fiesta. Acércate al Hotel de Palomar del Sol y lo tomas como botín.
El hombre de la barba se puso rojo.
—¡Es un puto enclave estratégico muy importante, Fernando Chianti! Dibujé un mapa de la isla y está justo en el medio, o sea que es un enclave estratégico jodidamente importante, oye lo que te digo.
—¡Ja! —contestó Fernando—. Y la casa Little Diego, con sus vistas a la playa nudista privada capitalista y decadente, también es un enclave estratégico importantísimo.
El pianista se puso rojo oscuro.
—Nuestro bando ha tomado este sitio esta mañana.
Se hizo el silencio.
En medio del silencio, un roce de seda. Carmín ya no tenía las piernas cruzadas.
La nuez de adán del pianista subió y bajó.
—Bueno, sí que lo es —consiguió decir, tratando de ignorar a la mujer del taburete—. O sea, si alguien pusiera allí un submarino, querrías estar donde se viera todo.
Silencio.
—Bueno, estratégicamente más importante que este hotel, seguro —concluyó.
Pedro tosió alarmantemente.
—El próximo que diga algo. Lo que sea. Está muerto —sonrió. Levantó el arma a duras penas—. Bien. Ahora, todos contra la pared.
Nadie se movió. Ya no le escuchaban. Escuchaban un murmullo indistinto procedente de la entrada de detrás de ellos, bajo y monótono.
La cohorte de la puerta se movió un poco. Parecían estar esforzándose al máximo para mantenerse firmes, pero los apartaba de su propósito la voz que empezaba a pronunciar expresiones audibles.
—No se molesten, caballeros, ¡vaya nochecita! He dado tres vueltas a la isla, no lo encontraba… alguien de por aquí no cree en las indicaciones, ¿eh? Al final localicé el sitio, tuve que preguntar cuatro veces, fui a correos, que ahí siempre lo saben todo, y me han dibujado un mapa, por aquí lo debo de tener.
Un hombre menudo con gafas y uniforme azul se deslizó serenamente como un lucio por un banco de truchas; llevaba un paquete largo y delgado envuelto en papel de embalaje, atado con cuerda. Su única concesión al clima eran las sandalias de plástico marrón, aunque los calcetines verdes de lana que llevaba debajo mostraban su profunda desconfianza del tiempo extranjero.
Llevaba una gorra de visera que rezaba International Express en grandes letras blancas.
Estaba desarmado, pero nadie le tocó. Nadie le apuntó siquiera. Sólo miraban.
El hombrecillo miró la estancia, miró las caras, y miró su carpeta; entonces se dirigió a Carmín, que seguía sentada en el taburete de la barra.
—Un paquete para usted, señorita —anunció.
Carmín lo cogió y empezó a desatar el cordel.
El hombre de International Express tosió discretamente y le presentó a la periodista un libro de recibos bastante gordo y un bolígrafo de plástico amarillo atado a la carpeta con un trozo de cordel.
—Firme usted aquí, por favor. Aquí su nombre completo y aquí la firma.
—Claro —Carmín firmó el recibo con una rúbrica ilegible y luego escribió su nombre. No escribió Carmine Zuigiber. Era un nombre mucho más corto.
El hombre le dio las gracias amablemente y se abrió paso hacia fuera, comentando entre dientes el sitio tan bonito que tenían montado, qué ideal para las vacaciones, perdonen las molestias, perdone señor… Y salió de sus vidas tan serenamente como había entrado.
Carmín terminó de abrir el paquete. La gente había empezado a rodearla para ver mejor. El paquete contenía una espada enorme.
La examinó. Era una espada muy sencilla, larga y afilada; parecía al mismo tiempo antigua y nueva; y no tenía ningún adorno ni nada impresionante. No era una espada mágica ni un arma mística de grandes poderes. Era evidentemente una espada creada para cortar, rebanar, preferiblemente matar, y a falta de ello, lisiar irremediablemente, a un elevado número de personas. Tenía un aura indescriptible de odio y amenaza.
Carmín cogió la empuñadura con la mano derecha, de impecable manicura, y la alzó a la altura de los ojos. La hoja emitió un destello.
—¡Bueeeno! —exclamó bajándose del taburete—. Ya era hora.
Apuró la copa, bajó la espada a la altura del hombro y miró a las facciones anonadadas, que la rodeaban completamente.
—Siento dejaros colgados, chicos —dijo—. Me encantaría quedarme y conoceros mejor.
Los allí presentes se dieron cuenta de que no querían conocerla mejor. Era hermosa, pero del mismo modo en que lo era un incendio forestal: una belleza para admirar de lejos, no de cerca.
Y empuñaba la espada, y sonreía como un cuchillo.
Había bastantes armas en aquel lugar, y despacio, temblorosas, le apuntaron al pecho, a la espalda y a la cabeza.
La tenían rodeada.
—¡No te muevas! —gruñó Pedro.
Los demás asintieron con un gesto.
Carmín se encogió de hombros. Siguió caminando.
Todos los dedos tensaron los gatillos, casi por voluntad propia. El ambiente estaba cargado como el plomo y olía a cordita. La copa de Carmín le estalló en la mano. Los espejos que quedaban en el bar explotaron y se hicieron letales añicos. Parte del techo se derrumbó.
Y ahí acabó todo.
Carmín Zuigiber se volvió y contempló los cuerpos que la rodeaban como si no tuviera la más mínima idea de cómo llegaron hasta allí.
Se lamió una gota de sangre —ajena— de la mano con la lengua encarnada y felina. Y sonrió.
Después salió del bar, haciendo con los tacones en las baldosas un ruido de martillos lejanos.
Los veraneantes salieron de debajo de la mesa y contemplaron la carnicería.
—Esto no habría pasado si hubiéramos ido a Torremolinos como siempre —se quejó uno de ellos.
—Extranjeros —suspiró el otro—. No son como nosotros y punto, Patricia.
—Pues entonces está decidido. El año que viene nos vamos a Brighton —dijo la Sra. Threllfall, sin entender en absoluto el significado de lo que acababa de ocurrir.
Significaba que no iba a haber año que viene.
Y más bien reducía las posibilidades de que hubiera una semana que viene.