Era un día de agosto caluroso y plagado de polución en el centro de Londres.

El undécimo cumpleaños de Warlock estaba muy bien preparado.

Había veinte niños y diecisiete niñas. Había muchos hombres rubios con idéntico corte de pelo de marinero e idénticos trajes azul oscuro con hombreras. Había un equipo de catering, que llegó con flanes, pasteles y tazones de patatas fritas. La procesión de furgonetas iba encabezada por un viejo Bentley.

Los Sorprendentes Harvey y Wanda, Especialidad Fiestas Infantiles, habían fallado a causa de un dolor de estómago inesperado, pero por un casual golpe de suerte apareció un suplente, como caído del cielo. Un mago.

Todo el mundo tiene su hobby. A pesar de la advertencia de Crowley, Azirafel estaba decidido a darle un uso práctico al suyo.

Azirafel estaba muy orgulloso de sus habilidades mágicas. Había hecho un curso dirigido por John Maskelyne allá por 1870 y se había pasado casi un año practicando juegos de manos, haciendo desaparecer monedas y sacando conejos de los sombreros. Y pensaba en aquel momento que había llegado a ser muy bueno. El problema era que aunque Azirafel sabía hacer cosas que asombrarían al Círculo de Magos entero, nunca aplicaba lo que se podía denominar sus poderes intrínsecos a la práctica de la magia. Lo que representaba una gran desventaja. Empezaba a desear haber seguido practicando.

Sin embargo, pensó, era como montar en velocípedo. Nunca se olvidaba. Su traje de mago estaba algo polvoriento, pero le daba una agradable sensación una vez puesto. Incluso se iba acordando de la jerga que solía emplear.

Los niños le miraban con una incomprensión muda y desdeñosa. Detrás del buffet, Crowley, con su uniforme de camarero, se encogía de vergüenza ajena.

—Y ahora, jóvenes damas y caballeros, ¿ven este viejo sombrero maltrecho que llevo puesto? Vaya una birria de sombrero, como dirían ustedes. Y vean, no hay nada dentro. Pero válgame, ¿quién es este desconocido personaje? Pero si es nuestro peludo amigo, Harry el conejo.

—Lo tenías en el bolsillo —señaló Warlock. Los otros niños asintieron. ¿Qué se creía que eran? ¿Críos?

Azirafel recordó lo que Maskelyne dijo de tratar con gente que interrumpe para molestar. «Reíros de ello, zopencos. Y me refiero a usted, Señor Fel (el nombre que había adoptado Azirafel en aquella época), háganles reír y se lo perdonarán todo».

—Vaya, me habéis descubierto —rió. Los niños lo observaban, impasibles.

—Eres una porquería —le espetó Warlock—. Y además yo quería dibujos.

—Es verdad, ¿sabes? —se quejó una niña pequeña con coleta—. Sí que eres una porquería, y seguro que eres marica.

Azirafel miró a Crowley desesperado. Por lo que a él respectaba el joven Warlock tenía obviamente algo infernal y cuanto antes apareciera el Perro Negro y pudieran largarse de allí, mejor.

—Y ahora, damas y caballeros, ¿tiene alguno de ustedes una moneda de tres peniques por aquí? ¿No? ¿Entonces, qué será lo que veo detrás de su oreja…?

—A mí me pusieron dibujos en mi cumpleaños —anunció la niña. Y me regalaron un transformer y un pequeño pony y un constructidecepticon y un supertrailer y…

Crowley dejó escapar un quejido. Estaba claro que las fiestas infantiles eran sitios que un ángel con un mínimo de sentido común temería pisar. Se levantó un abucheo generalizado de cínica agitación cuando Azirafel dejó caer tres anillas metálicas enganchadas.

Crowley miró hacia otro lado y su mirada reparó en una mesa cargada hasta el techo de regalos. Desde una elevada estructura de plástico, dos ojos redondos y brillantes le observaban.

Crowley los miró fijamente esperando un destello rojo. Nunca se sabía con los burócratas del Infierno. Podrían haber enviado un ratón en vez de un perro.

No, era un ratón completamente normal. Parecía vivir en una emocionante estructura de cilindros, esferas y ruedas, como la que hubiera diseñado la Santa Inquisición si hubiera tenido acceso a una prensa moldeadora de plásticos.

Miró el reloj. Nunca se le había ocurrido cambiarle la pila, que se había podrido hacía tres años, pero seguía marcando la hora exacta. Eran las tres menos dos minutos.

Azirafel se estaba poniendo cada vez más nervioso.

—¿Alguno de los presentes lleva encima algo semejante a un pañuelo? ¿No? —En la época victoriana era inconcebible que la gente no llevara pañuelo, y el truco, que requería sacar por arte de magia una paloma que estaba propinándole picotazos irritados en la muñeca a Azirafel, no podía seguir adelante sin uno. El ángel trató de llamar la atención de Crowley, falló, y señaló desesperado a uno de los guardias de seguridad, que se movió incomodado.

—Usted, el de la cara de palo. Venga aquí. Ahora, si busca en el bolsillo del pecho de su chaqueta, creo que encontrará un bonito pañuelo de seda.

—No señor, creo que no —contestó el guardia, mirando fijamente hacia delante.

Azirafel le guiñó un ojo desesperadamente.

—Vamos, muchacho, eche un vistazo, por favor.

El guardia se metió la mano en el bolsillo interior, pareció sorprenderse y sacó un pañuelo de seda azul con bordes de encaje. Azirafel se dio cuenta enseguida de que el encaje había sido un error, porque se enganchó en la pistola envainada del guardia y la mandó por los aires a un cuenco de gelatina donde aterrizó pesadamente.

Los niños aplaudieron espasmódicamente.

—¡No está mal! —exclamó la niña de la coleta.

Warlock ya había atravesado la habitación y cogido la pistola.

—¡Arriba las manos, mocos de pavo! —gritó lleno de alegría.

Los guardias de seguridad no sabían qué hacer.

Algunos buscaban sus armas; otros empezaron a acercarse, o alejarse, del niño. Los otros niños empezaron a quejarse porque ellos también querían pistolas, y los más despabilados intentaron quitárselas a los guardias que habían sido lo bastante descuidados como para sacarlas.

Y entonces alguien le tiró gelatina a Warlock.

El niño chilló y apretó el gatillo. Era una Magnum 0.32, de la CIA, gris, tamizada, pesada y capaz de volar a un hombre a treinta pasos sin dejar más que una neblina roja, un lío espantoso y un cierto volumen de papeleo.

Azirafel parpadeó.

Un fino chorro de agua surgió del cañón y le dio a Crowley, que había estado mirando por la ventana para ver si divisaba algún enorme perro negro en el jardín.

Azirafel parecía sentirse incómodo.

Entonces una tarta de nata le cayó en la cara. Eran casi las tres y cinco.

Con un gesto, Azirafel convirtió las otras pistolas en pistolas de agua y salió de allí.

Crowley se encontró afuera en el patio con él, mientras trataba de sacarse del abrigo una paloma más bien despachurrada.

—Ya es tarde —dijo Azirafel.

—Eso ya lo veo —contestó Crowley—. Eso por pegártela a la manga —estiró el brazo, le sacó el pájaro exangüe del abrigo y le devolvió la vida. La paloma arrulló agradecida y echó a volar, con un atisbo de recelo.

—La paloma no —protestó el ángel—, el perro. Ya es demasiado tarde.

Crowley meneó la cabeza pensativo.

—Ahora veremos.

Abrió la puerta del coche y puso la radio. «I should be so lucky lucky lucky lucky lucky, I should be so lucky in HOLA CROWLEY»

—Hola. ¿Con quién hablo?

CON DAGÓN, SEÑOR DE LOS ARCHIVOS, AMO DE LA LOCURA Y SUBDUQUE DEL SÉPTIMO TORMENTO, ¿EN QUÉ PUEDO AYUDARTE?

—El perro del infierno. Sólo… quería saber si lo habéis mandado sin problemas.

LO SOLTAMOS HACE DIEZ MINUTOS. ¿POR QUÉ? ¿NO HA LLEGADO AÚN? ¿ALGO VA MAL?

—Qué va, ningún problema. Todo va bien. Anda, ya lo veo. Vaya perro. Bonito perro. Todo fantástico. Estáis haciéndolo muy bien allá abajo, chicos. Bueno, un placer hablar contigo, Dagón, Ya hablaremos, ¿eh?

Apagó la radio.

Se miraron el uno al otro. Se oyó un estallido dentro de la casa y una ventana se rompió.

—Cielos —farfulló Azirafel sin pronunciar el nombre de Dios en vano con la adquirida facilidad de alguien que se ha pasado seis mil años sin pronunciarlo, y que no pensaba empezar ahora—. Se me habrá pasado una.

—No hay perro que valga —dijo Crowley.

—No hay perro que valga —dijo Azirafel.

El demonio suspiró.

—Sube al coche —le ordenó—. Tenemos que hablar. Y oye, Azirafel…

—Dime.

—Quítate la tarta de nata antes de entrar.

* * *

Era un día caluroso y tranquilo lejos del centro de Londres. Junto a la cuneta de la carretera de Tadfield, los matorrales cedían bajo el polvo. Las abejas zumbaban en los setos. El ambiente estaba recargado y parecía sobrarle algo.

Hubo un ruido como de miles de voces metálicas gritando «¡Salve!», que se cortó de golpe.

Y apareció un perro negro en la carretera.

No podía ser otra cosa. Tenía forma de perro.

Hay perros que nos recuerdan, al conocerlos, que a pesar de mil años de evolución humana, estos mamíferos sólo están a dos comidas de ser lobos. Esos perros avanzan deliberada e intencionadamente, son el salvajismo en carne y hueso, con los dientes amarillos, el aliento apestoso, mientras que, a lo lejos, los dueños parlotean: «En el fondo es un romántico, dale un cachete si te molesta», y en el verde de sus ojos, el rojo de las hogueras del Pleistoceno centellea y titila…

Aquel perro hubiera hecho a otro como él deslizarse con toda tranquilidad detrás del sofá y fingir que está extremadamente absorto en su hueso de goma.

Gruñía, y su gruñido era un ruido sordo de amenaza que subía en espiral, de los que empiezan al fondo de una garganta y terminan al fondo de otra.

De la mandíbula le caía una saliva que parecía echar chispas al tocar el alquitrán.

Dio unos pasos hacia delante y olisqueó el aire pesado.

Se le pusieron las orejas de punta.

Se oían voces muy a lo lejos. Una voz. Una voz de niño, pero a la que tenía que obedecer porque así lo habían creado, una voz a la que no podía evitar obedecer. Si aquella voz decía «Ven», el perro iría; si decía «Mata», el perro mataría. Era la voz de su amo.

Saltó el seto y recorrió pesadamente el campo que se extendía ante él. Un buey que pastaba le miró unos instantes, sopesó sus oportunidades y se encaminó presuroso al seto opuesto.

Las voces venían de un bosquecillo de árboles destartalados. El perro negro se acercó sigilosamente, con la baba colgando.

Otra de las voces dijo:

—Mentira. Siempre dices lo mismo y nunca pasa eso. Yo no veo a tu padre regalándote una mascota. Una que sea chula no, por lo menos. Seguro que te regalaba insectos palo. Tu padre se cree que eso mola.

El perro hizo el equivalente canino de encogerse de hombros, pero perdió interés enseguida porque su Amo, el Centro de su Universo, acababa de tomar la palabra.

—Me regalarán un perro —aseguró.

—Ja. ¿Y tú qué sabes? Nadie te lo ha dicho. Cómo vas a saberlo si no te lo han dicho, ¿eh? Tu padre se quejará porque estará siempre comiendo un montón.

—Ligustro —la tercera voz era más remilgada que las dos primeras. Alguien con esa voz podría ser la clase de persona que, antes de montar una maqueta, no sólo separaría y contaría las piezas, como indicaban las instrucciones, sino que además pintaría las partes que hubiera que pintar y las dejaría secar bien antes de pasar a la construcción. Lo que separaba aquella voz de la contabilidad colegiada era una cuestión de tiempo.

—No comen ligustro, Wensley. ¿Alguna vez has visto un perro comiendo de eso?

—Digo los insectos palo. Y son muy chulos, ¿eh? En serio, se comen los unos a los otros cuando se aparean.

Se hizo una pausa pensativa. El perro se acercó aún más, y se dio cuenta de que las voces salían de un agujero en la tierra.

Los árboles, de hecho, escondían una cantera de tiza, ahora medio cubierta de espinos y de viñas. Antigua, pero evidentemente no inutilizada. Había raíles que la cruzaban; las áreas de pendiente suave delataban la asistencia frecuente de usuarios de monopatines y bicicletas al Muro de la Muerte, o Muro de la Rodilla Gravemente Desollada por lo menos. De la vegetación más accesible colgaban pequeños cabos de cuerda peligrosamente desgastada. Aquí y allá se veían láminas de chapa de zinc y tablas de madera calzadas entre las ramas. Se veía un escudo heráldico destrozado y oxidado, medio sumergido en una mata de ortigas.

En un rincón, un montón de ruedas enmarañadas con alambre corroído marcaban la ubicación del famoso Cementerio Perdido donde los carritos de supermercado iban a morir.

Si uno era un niño, aquello era el paraíso. Los adultos de por allí lo llamaban El Pozo.

El perro husmeó a través de una zarza de ortigas y divisó cuatro siluetas sentadas en el centro de la cantera con el atrezzo indispensable de cualquier guarida secreta que se precie: el típico cajón de botellas de leche.

—¡Qué mentira!

—Es verdad.

—¿Qué te apuestas? —insistió el primer hablante. Tenía un cierto timbre que la identificaba como joven y femenina, y estaba teñida de una fascinación horrorizada.

—Que sí que se comen, en serio. Yo tenía seis cuando me fui de vacaciones, y se me olvidó cambiarles la comida y cuando volví había uno muy gordo.

—Qué va. Eso no son los insectos palo, sino las mantis religiosas. Lo vi en la tele, que salía una hembra enorme que se comía al otro como si nada.

Hubo otro silencio cargado.

—¿Y para qué rezan? —preguntó la voz de su Amo.

—No sé. Para no tener que casarse, supongo.

El perro se las ingenió para mirar con un ojo gigantesco a través de un agujero de la verja rota de la cantera y dirigió la mirada dificultosamente hacia abajo.

—Da igual, es como con las bicis —continuó el primer hablante, autoritario—. Yo creía que me iban a regalar una bici de siete marchas con el sillín superguay, toda violeta, o sea, una pasada, y va y me regalan esa azul clarito. Con una cesta. Una bici de chica.

—Porque es que eres una chica —señaló uno de los otros.

—Pues eso es sexismo, ¿vale? ¡Regalar a la gente cosas de chicas sólo porque sean chicas!

—A mí me van a regalar un perro —enunció firmemente la voz de su Amo. Estaba de espaldas al perro, que no se podía hacer una idea de sus rasgos.

—Sí, mira, un Rotbailen, de esos —le espetó la niña con sarcasmo.

—Pues no, es un perro de esos divertidos —repuso la voz de su Amo—. No uno de esos grandes…

El ojo de la verja se escurrió hacia abajo abruptamente.

—… uno de esos que son súper listos y que se meten en las madrigueras y tienen una oreja que siempre se le pone del revés. Y además será un cruce. Un cruce de pedigrí.

Los allí presentes no se dieron cuenta, pero se oyó un trueno en la cima de la cantera que podría haber sido causado por la detonación de un repentina ráfaga de aire desembocando en el vacío al convertirse un perro grande en, por ejemplo, un perro pequeño.

Y a continuación se oyó un ruidito cuya fuente podría haber sido una oreja poniéndose del revés.

—Y se va a llamar… —anunció la voz de su Amo.

—¿Cómo? —preguntó la niña—. ¿Qué nombre le vas a poner?

El perro esperaba. Era el momento. El Nombramiento. Aquello le daría una intención, una función, una identidad. Los ojos le brillaron con fulgor rojo apagado, aunque ahora estaban mucho más cerca del suelo, y babeó todas las ortigas.

—Le voy a poner Perro —dijo su Amo, concluyente—. Un nombre así no da ningún problema.

El perro del infierno se paró en seco. En el fondo de su canino cerebro sabía que algo no iba bien, pero él era ante todo obediente y el nuevo y ferviente amor hacia su Amo no sucumbió a las dudas. ¿Además, quién era él para decir qué tamaño tenía que tener?

Se encaminó pendiente abajo en busca de su destino.

Aunque era curioso. Antes siempre sentía ganas de abalanzarse sobre la gente, pero ahora, en contra de las expectativas, sentía ganas de menear el rabo también.

* * *

—¡Dijiste que era él! —gimió Azirafel, quitándose abstraído el último pegote de tarta de nata de la solapa. Se lamió los dedos para quitar los restos.

—Y era él —contestó Crowley—. Hombre, si lo sabré yo.

—Entonces alguien está interfiriendo.

—¡No hay nadie más! Sólo tú y yo. El Bien y el Mal. Un bando o el otro.

Golpeó el volante.

—No sabes lo que te pueden hacer allá abajo —se lamentó.

—Supongo que lo mismo que te pueden hacer allá arriba —repuso Azirafel.

—Venga ya. Vosotros recibís la inefable clemencia —protestó Crowley agriamente.

—¿Ah, sí? ¿Has ido alguna vez a Gomorra?

—Pues claro —contestó el demonio—. Donde la taberna de los cócteles aquellos tan geniales de hojas de dátil fermentadas, con nueces y limoncillos…

—Después de eso, quería decir.

—Ah.

Azirafel dijo:

—Algo debió de ocurrir en el hospital.

—Eso no puede ser. ¡Había de los nuestros por todas partes!

—¿De los de quién? —preguntó Azirafel fríamente.

—De los míos —corrigió Crowley—. Bueno, míos no. Ehm, ya sabes, satánicos.

Intentó decirlo con desdén. Excepto en las ganas de disfrutar durante todo el tiempo que pudieran del mundo, que para los dos era un lugar asombroso, no estaban de acuerdo en muchas cosas, pero coincidía su opinión acerca de aquellos que, por una u otra razón, veneraban al Príncipe de las Tinieblas. A Crowley siempre le incomodaban. No se podía ser grosero con ellos, pero tampoco se podía evitar pensar de ellos lo que pensaría un veterano de Vietnam de un tipo que se presenta con uniforme de combate a las reuniones de vigilancia del vecindario.

Además, siempre estaban tan entusiasmados que deprimían. Con todo eso de las cruces invertidas y los pentáculos y los gallitos. Mitificaba a la mayoría de los demonios, y no era necesario en absoluto. Lo único que hacía falta para ser satánico era mucha voluntad. Se podía ser satánico toda la vida sin saber qué era un pentáculo y sin ver ningún gallito muerto aparte del pollo a la italiana.

Además, algunos de los satánicos chapados a la antigua eran gente muy agradable. Recitaban las palabras, hacían las señales, exactamente igual que las personas que creían sus enemigos, y luego se iban a casa y vivían una tranquila vida de mediocridad sin pretensiones durante el resto de la semana, sin que se les pasara un solo pensamiento diabólico por la cabeza.

Y los demás…

A los que Crowley no podía soportar era a ésos que se llamaban a sí mismos satánicos. No sólo por lo que hacían, sino por la manía que tenían de achacárselo todo al Infierno. Se les ocurría alguna idea vomitiva que no se le pasaría a un demonio por la cabeza ni en un millón de años, alguna atrocidad oscura y descerebrada que sólo una mente humana hecha y derecha podría concebir, y luego gritaban: «¡El Diablo me empujó a hacerlo!», y se quedaban con los jueces cuando lo cierto es que el Diablo nunca empujaba a nadie a nada. No le hacía falta. Y eso a los humanos les costaba entenderlo. El Infierno no era ningún gran depósito de mal, no más de lo que, según Crowley, el Cielo era una fuente de bien; eran sólo bandos en una gran partida cósmica de ajedrez. Y era en la mente humana donde se hallaba la verdadera fuente de la bondad verdadera y de la verdadera maldad de infarto.

—Vaya —dijo Azirafel—. Satánicos.

—No sé cómo lo han podido liar —comentó Crowley—. O sea, dos bebés. No es la declaración de la renta, ¿no…? —se calló. A través de la neblina de su memoria divisó una monja menuda, que le había dado la impresión de ser bastante despistada incluso para ser satánica. Y a alguien más. Crowley recordó vagamente una pipa, y una chaqueta con un dibujo en zigzag que pasó de moda en 1938. Un hombre que tenía escrito en la frente «futuro padre».

Tenía que haber un tercer bebé.

Se lo dijo a Azirafel.

—No es una gran ayuda, que digamos.

—Sabemos que el niño está vivo —dijo Crowley—, así que…

—¿Cómo lo sabemos?

—Si hubiera vuelto allá abajo, ¿crees que yo estaría aquí sentado?

—Buena respuesta.

—Basta con que lo encontremos —afirmó Crowley—. Tenemos que repasar los archivos del hospital —el Bentley volvió a la vida tras un ataque de tos y se lanzó hacia delante, proyectando a Azirafel contra el respaldo.

—¿Y luego qué?

—Y luego buscamos al bebé.

—¿Y luego? —el ángel cerró los ojos al doblar el coche, enfurruñado, una esquina.

—No sé.

—Buena la hemos hecho.

—Supongo —sal de la carretera, payaso— que los tuyos no estarían dispuestos —¿pero tú has visto la moto que llevas?— a darme asilo, ¿no?

—Lo mismo iba a decirte. ¡Cuidado con el peatón!

—Está en la calzada, ya sabe a lo que se expone —protestó Crowley, acelerando y colando el coche entre uno aparcado y un taxi, sin dejar más espacio libre que una ranura donde apenas hubiera cabido la mejor tarjeta de crédito.

—¡Cuidado con la carretera! ¡Cuidado! ¿Dónde está el hospital?

—¡Por el sur de Oxford!

Azirafel se cogió al salpicadero.

—¡No puedes ir a ciento cuarenta por el centro de Londres!

Crowley miró de soslayo el cuentakilómetros.

—¿Por qué no? —preguntó.

—¡Nos vamos a matar! —Azirafel vaciló—. Descomponer de modo improcedente —corrigió poco convencido, algo aliviado—. Bueno, puedes matar a alguien.

Crowley se encogió de hombros. El ángel no acababa de asimilar el siglo XX, y no se daba cuenta de que era perfectamente posible ir a ciento cuarenta por Oxford Street. Bastaba con arreglarlo todo para que no se te pusiera nadie delante. Y como todo el mundo sabía que era imposible ir a ciento cuarenta por Oxford Street, nadie se daba cuenta.

Por lo menos los coches eran mejores que los caballos. El motor de combustión interno fue una bendi… un mila… un descubrimiento para Crowley. Los únicos caballos que podía montar para trabajar, en los viejos tiempos, eran unas fieras negras monstruosas con los ojos como el fuego y cascos que echaban chispas. Era de rigueur para un demonio. Y Crowley siempre se caía. No se le daban muy bien los animales.

Cerca de Chiswick, Azirafel escarbaba en el pedregal de cintas de la guantera.

—¿Qué nombre es Velvet Underground?

—No te gustaría —advirtió Crowley.

—Ah, ya —dijo el ángel desdeñoso—. Be-bop.

—Azirafel, ¿te das cuenta de que si pidieras a un millón de personas que describieran la música moderna, no emplearían el término be-bop?

—Mira, esto ya es otra cosa. Tchaikovsky —leyó Azirafel, abriendo una caja y metiendo la cinta en el radiocassette.

—No es lo que esperas —suspiró Crowley—. Lleva en el coche más de dos semanas.

Un potente ritmo de bajo empezó a sonar por todo el Bentley mientras pasaban por delante del aeropuerto de Heathrow.

Azirafel frunció el ceño.

—Esto no lo reconozco —musitó—. ¿Qué es?

—Es el «Another One Bites the Dust» de Tchaikovsky —explicó Crowley, cerrando los ojos mientras dejaban atrás Slough.

Para hacer el viaje más ameno mientras cruzaban la dormida zona de Chilterns, escucharon también el «We are the Champions» de William Byrd y el «I Want to Break Free» de Beethoven. Ninguno era tan bueno como el «Fat-Bottomed Girls» de Vaughan Williams.

* * *

Dicen que el Infierno tiene las mejores melodías.

Muy cierto. Pero el Cielo tiene los mejores coreógrafos.

* * *

La llanura de Oxfordshire se extendía hacia el oeste, con luces desperdigadas que marcaban los pueblos durmientes donde honrados propietarios rurales se acostaban a descansar tras un largo día de dirección editorial, de consultas financieras o de ingeniería de software.

Unas cuantas luciérnagas iluminaban la colina.

El teodolito del topógrafo es uno de los símbolos más nefastos del siglo XXI. Plantado en cualquier lugar en medio del campo, indica: próximo ensanchamiento de calzada, sin duda, y construcción de dos mil viviendas, de acuerdo con el carácter esencial del pueblo. Se verán urbanizaciones de ejecutivos.

Pero ni el más meticuloso de los topógrafos topografía por la noche, y sin embargo allí estaba el objeto, con sus patas de trípode bien hundidas en el césped. No hay muchos teodolitos que tengan el palo de madera de avellano hasta arriba o péndulos de cristal colgando y runas célticas talladas en las patas.

La suave brisa movía el abrigo de la delgada silueta que ajustaba las piezas del objeto. Era un abrigo pesado, impermeable con toda seguridad, con un acolchado muy abrigado.

Casi todos los libros de brujería dicen que las brujas trabajan desnudas. Eso es porque los libros de brujería los escriben los hombres.

La muchacha se llamaba Anatema Device. No era asombrosamente hermosa. Todos sus rasgos, uno por uno, eran extremadamente bellos, pero el conjunto de su rostro daba la impresión de haber sido montado a toda prisa, sin orden ni concierto, ni de acuerdo a ningún esquema. Probablemente la palabra más adecuada sea «atractiva», aunque los que sabían qué significaba y lo escribían sin faltas de ortografía habrían añadido «vivaracha», aunque este término rezuma años cincuenta, así que tal vez no lo habrían hecho.

Las jovencitas no deberían ir solas en las noches oscuras, ni siquiera en Oxfordshire. Pero a cualquier maníaco merodeador se le aguaría la fiesta, como mínimo, si abordara a Anatema Device. Era una bruja, al fin y al cabo. Y precisamente por eso, y porque tenía sentido común, no tenía mucha fe en los amuletos ni en los hechizos; prefería confiar más en el cuchillo del pan de treinta centímetros que llevaba en el cinturón.

Miró por el objetivo e hizo otro ajuste.

Masculló entre dientes.

Los topógrafos suelen hablar entre dientes. Musitan cosas como «Aquí tendremos una carretera en menos que canta un gallo» o «Tres coma cinco metros justos, más exacto que un reloj».

Lo que ella mascullaba eran otro tipo de comentarios.

—Noche oscura/y Luna Fulgurosa —musitaba Anatema—. Este con Sur/Con Oeste con Suroeste… oeste-suroeste… ya lo tengo…

Cogió un mapa doblado del servicio oficial de cartografía y lo miró a la luz de la linterna. Sacó una regla transparente y un lápiz y trazó cuidadosamente una línea a lo largo del mapa. Hacía intersección con otra línea a lápiz.

Sonrió, no porque le hiciera gracia nada, sino porque una pequeña jugada le había salido bien.

Entonces plegó el peculiar teodolito, lo enganchó en la parte de detrás de una bicicleta negra de agárrate y no te menees que tenía apoyada en un seto, se cercioró de que el libro estaba en la cesta y pedaleando, se lo llevó todo por la calzada neblinosa.

Era una bicicleta muy antigua, con un armazón que parecía estar hecho de cañerías. Se construyó mucho antes de que se inventara la cadena de tres marchas, y posiblemente, justo después de que se inventara la rueda.

Pero ya estaba casi en el pueblo. Con el pelo al viento y el abrigo inflado a su espalda como un ancla de la esperanza, dejó que el armatoste de dos ruedas acelerase pesadamente a través del aire cálido. Por lo menos no había tráfico a aquellas horas de la noche.

* * *

El motor del Bentley hacía ruiditos al enfriarse. Y el humor de Crowley, por otro lado, empezaba a calentarse.

—Has dicho que lo habías visto indicado —dijo.

—Es que hemos pasado tan rápido… de todas formas, ¿tú no habías estado aquí ya?

—¡Hace once años!

Crowley arrojó el mapa al asiento de atrás y puso el motor en marcha.

—Podríamos preguntar —sugirió Azirafel.

—Sí, claro —repuso Crowley—. Paramos y le preguntamos al primer listo que pase por este… camino en plena noche.

Metió la marcha y el coche salió rugiendo a la calzada adornada de hayas.

—Hay algo extraño en esta zona… —dijo Azirafel—. ¿No lo notas?

—¿El qué?

—Para un momento.

El Bentley aminoró de nuevo.

—Qué raro… —murmuró el ángel—, estoy notando sin parar como ráfagas de… de…

Se llevó las manos a las sienes.

—¿De qué? ¿De qué? —le instó Crowley.

Azirafel se le quedó mirando.

—De amor —contestó—. Aquí hay alguien que ama de verdad este lugar.

—¿Cómo dices?

—Parece que existe aquí un gran sentido del amor. No puedo explicarlo mejor. Y menos a ti.

—Quieres decir como… —empezó Crowley.

Se oyó un traqueteo, un grito y un golpe metálico. El coche se detuvo. Azirafel parpadeó, bajó las manos y abrió la puerta con cautela.

—Le has dado a alguien —regañó al demonio.

—No —contestó él—, alguien me ha dado a mí.

Salieron. Detrás del Bentley yacía una bicicleta, caída en el suelo, con la rueda delantera doblada en forma de escultura cubista y la rueda trasera girando lentamente, acercándose cada vez más a la inmovilidad.

—Hágase la luz —dijo Azirafel. Un brillo azul pálido inundó la calle.

Desde la cuneta que tenían al lado alguien dijo:

—¿Cómo demonios has hecho eso?

La luz se desvaneció.

—¿El qué? —dijo Azirafel con aire de culpabilidad.

—Ay… —ahora la voz sonaba embotada—. Creo que me he golpeado la cabeza…

Crowley se quedó mirando un arañazo metálico en la lustrosa pintura del Bentley y una abolladura en el parachoques. La parte abollada saltó y recuperó su forma original. La pintura se arregló.

—Arriba, señorita —dijo el ángel, sacando a Anatema de los helechos.

—Ningún hueso roto —era una afirmación, no una esperanza. Tenía una fractura leve pero Azirafel no podía resistir una ocasión de hacer el bien.

—No llevaban luces —protestó.

—Ni tú —dijo Crowley sintiéndose culpable—. Seamos justos.

—Estudiando astronomía, ¿eh? —dijo Azirafel poniendo la bici de pie. Varias cosas cayeron desperdigadas de la cesta delantera. Señaló el teodolito maltrecho.

—No —contestó Anatema—. O sea, sí. Y miren lo que le han hecho al pobre Faetón.

—¿Cómo? —dijo Azirafel.

—Mi bicicleta. Está más torcida que…

—Es asombroso lo que dan de sí estas viejas máquinas —dijo el ángel alegremente, devolviéndosela. La rueda delantera relucía a la luz de la luna, tan perfectamente redonda como un Círculo del Infierno.

Ella la contempló.

—Bueno, ahora que todo está claro —continuó Crowley—, lo mejor será que cada uno se… se… Oye, ¿no sabrás cómo se va al Bajo Tadfield?

Anatema seguía mirando la bicicleta. Estaba casi segura de que al salir no tenía una bolsa con un kit de reparación de pinchazos.

—Está pasando la colina —dijo—. O sea que ésta es mi bici.

—Sí, claro —aseguró Azirafel, preguntándose si no se habría pasado un poco.

—Pues estoy segura de que Faetón no llevaba bomba.

El ángel tomó de nuevo ese aire de culpabilidad.

—Pero sí enganche para llevarla —dijo a la desesperada—. Dos pequeños ganchos.

—¿Pasando la colina, dices? —repitió Crowley dándole un codazo al ángel.

—Creo que me he dado un golpe en la cabeza —constató la chica.

—Te llevaríamos —dijo Crowley enseguida—, pero la bici no nos cabe.

—Excepto en la rejilla portaequipajes —apuntó Azirafel.

—El Bentley no lleva… Ah. Hum.

El ángel pasó el contenido de la cesta de la bici al asiento de atrás y ayudó a la anonadada chica a subir.

—No iba a dejarla ahí tirada —le explicó a Crowley.

—Tú no, pero yo sí. Tenemos otras cosas que hacer, no sé si te has enterado —se fijó en la baca del coche. Las correas eran de tela escocesa.

La bicicleta se alzó sola y se enganchó firmemente, Entonces Crowley entró en el coche.

—¿Dónde vives, guapa? —le preguntó Azirafel de repente.

—Mi bici tampoco tenía faros. Bueno, antes sí, pero eran de ésos que van a doble pila, y se pusieron mohosos y los tuve que quitar —señaló Anatema. Miró a Crowley—. Oiga, que llevo un cuchillo del pan —advirtió—. Por algún sitio…

Aquella implicación pareció escandalizar a Azirafel.

—Señorita, le aseguro…

Crowley encendió las luces. No las necesitaba para ver, pero así al menos los humanos que iban por la carretera estaban más tranquilos.

Puso el coche en marcha y condujo con mucha calma hacia la colina.

La carretera salió de debajo de los árboles, y al cabo de unos doscientos metros o así, llegaron a la afueras de un pueblo de tamaño medio.

Le resultaba familiar. Habían pasado once años, pero aquel lugar despertaba algún recuerdo, allá al fondo de su memoria.

—¿Hay algún hospital por aquí? —preguntó—. ¿Uno de monjas?

Anatema se encogió de hombros.

—Lo dudo —dijo—. El único sitio grande es la Casa de Campo. No sé ni a qué se dedican allí.

—A planificación divina —dijo Crowley por lo bajo.

—Ni marchas —añadió Anatema—. Mi bici no tenía marchas. De eso sí que estoy segura.

Crowley se inclinó hacia el ángel.

—Levántate y anda, bicicleta —susurró sarcástico.

—Lo siento, me dejé llevar —se excusó Azirafel entre dientes.

—¿Correas de tela escocesa?

—La tela escocesa es elegante.

Crowley gruñó. Las pocas veces que el ángel conseguía trasladar su mente al siglo XX, solía gravitar por los años cincuenta.

—Me pueden dejar aquí —dijo Anatema desde el asiento de atrás.

—Con mucho gusto —sonrió el ángel. En cuanto el coche se detuvo, abrió la puerta trasera y se puso a hacer reverencias como un criado dándole la bienvenida al joven patrón a la plantación.

Anatema recogió sus cosas y salió del coche tan altanera como pudo.

Estaba segurísima de que ninguno de los dos hombres había ido a la parte de atrás del coche, pero la bici estaba abajo y apoyada en el portal.

Estaba claro que algo raro pasaba con aquellos dos, lo había decidido.

Azirafel se inclinó otra vez.

—Ha sido un placer ayudarle —dijo.

—Gracias —contestó Anatema con frialdad.

—¿Seguimos o no? —dijo Crowley—. Buenas noches, señorita. Sube, angelito.

Claro. Aquello lo explicaba todo. Había estado completamente a salvo, después de todo.

Miró el coche alejarse hacia el centro del pueblo, y arrastró la bici por el sendero que conducía a la casa. No había cerrado con llave. Estaba convencida de que no le iban a entrar ladrones; de lo contrario, Agnes lo habría mencionado. Se le daban muy bien las cuestiones personales.

Vivía en un chalet amueblado de alquiler, lo que quería decir que los muebles eran de los que se suele uno encontrar en esas circunstancias, probablemente desechados por la tienda benéfica local, que los había bajado al contenedor. Pero le daba igual. No pensaba quedarse allí mucho tiempo.

Si Agnes estaba en lo cierto, no estaría mucho tiempo en ninguna parte. Ni ella ni nadie.

Dejó los mapas y lo demás en la mesa ancestral de debajo de la bombilla solitaria de la cocina.

¿Qué había sacado en claro? No mucho, pensó. ÉL probablemente estaría al norte del pueblo, pero eso ya lo sospechaba desde antes. Si uno se acercaba demasiado, la señal se lo tragaba; si estaba demasiado lejos, no había manera de localizarlo bien.

Era exasperante. La respuesta debía de estar en El Libro. El problema era que para entender las predicciones había que ser capaz de pensar como una bruja del siglo XVII medio loca, muy inteligente y con una mente que parecía un diccionario de definiciones de crucigrama. Otros miembros de la familia decían que Agnes hacía las cosas incomprensibles para ocultarlas a los forasteros; Anatema, que sospechaba que a veces podía pensar como Agnes, había decidido en privado que se debía a que Agnes era una vieja zorra cabezota y con un sentido del humor mezquino.

Ni siquiera…

No tenía el libro.

Anatema miró horrorizada lo que tenía en la mesa. Los mapas. El teodolito adivinatorio casero. Los termos con Bovril. La linterna.

El rectángulo de aire vacío donde deberían estar las Profecías.

Lo había perdido.

¡Pero eso era absurdo! Agnes siempre era muy precisa, entre otras cosas, en lo que le iba a ocurrir al libro.

Agarró la linterna y salió corriendo de la casa.

* * *

—Una sensación como, mira, como lo contrario a cuando dices algo así como «esto me da escalofríos» —explicó Azirafel—. Eso quería decir.

—Nunca digo algo así como «esto me da escalofríos» —contestó Crowley—. Soy un incondicional de los escalofríos.

—Una sensación de cariño —añadió Azirafel desesperado.

—Tampoco. Yo no siento nada —dijo Crowley con un buen talante bastante forzado—. Lo que pasa es que tú eres hiperreceptivo.

—Es mi trabajo —dijo Azirafel—. Los ángeles no pueden ser hiperreceptivos.

—Supongo que a la gente de por aquí le gusta vivir aquí y tú lo estás notando.

—Nunca he notado nada parecido en Londres —constató Azirafel.

—Mejor me lo pones. Eso demuestra que tengo razón —afirmó Crowley—. Y es aquí. Recuerdo los leones de piedra del portal.

Las luces del Bentley iluminaron los rododendros que bordeaban la entrada. Las ruedas hacían crujir la gravilla.

—Es demasiado tarde para molestar a las monjas —estimó Azirafel dubitativo.

—Tonterías. Las monjas están despiertas y levantadas a todas horas —dijo Crowley—. Por las Completas. A no ser que no duerman para adelgazar.

—Vaya una broma de mal gusto —dijo el ángel—. No es necesaria semejante cosa.

—No te pongas a la defensiva. Te he dicho que son de los nuestros. Monjas satánicas. Necesitábamos tener un hospital cerca de la base aérea.

—Me he perdido algo.

—No creerás que las esposas de los diplomáticos americanos suelen dar a luz en pequeños hospitales religiosos en medio de la nada. Tenía que parecer normal. Hay una base aérea en el Bajo Tadfield, ella fue a la inauguración, se desencadenó todo, el hospital de la base no estaba preparado y nuestro contacto de allí dijo: «Hay un sitio carretera abajo que tal», y allí estábamos. Una organización impecable.

—Excepto por algún que otro detalle —apuntó Azirafel con petulancia.

—Pero casi dio resultado —contestó Crowley bruscamente sintiéndose en el deber de salir en defensa de la vieja empresa.

—Fíjate, el mal siempre contiene las semillas de su propia destrucción —dijo el ángel—. Es negativo en última instancia y por ello provoca su perdición incluso en los momentos de triunfo aparente. No importa lo grandioso, estratégico o infalible que sea un plan diabólico; el castigo del pecado inherente recaerá por definición sobre sus instigadores. No importa lo aparentemente exitoso que parezca por el momento, porque al final se destruirá a sí mismo. Zozobrará en las rocas de la iniquidad y se irá a pique de cabeza para desvanecerse sin dejar rastro en los mares del olvido.

Crowley consideró aquello.

—Qué va —dijo por fin—. Fue incompetencia corriente y moliente. Te lo digo yo.

Silbó por lo bajo.

El patio de gravilla de delante de la casa estaba repleto de coches, y no eran coches de monjas. Si algo podía decirse del Bentley, era que se quedaba corto. Muchos de los coches llevaban detrás el nombre GT o Turbo, y antenas telefónicas en el techo. Y todos tenían menos de un año.

Crowley sintió un picor en las manos. Azirafel arreglaba bicicletas y huesos rotos; él tenía ganas de robar unas cuantas radios, pinchar alguna rueda y cosas así. Se aguantó.

—Vaya vaya. En mis tiempos, las monjas se metían de cuatro en cuatro en un mini.

—Algo falla —dijo Azirafel.

—¿Lo habrán privatizado? —se preguntó Crowley.

—O te has confundido de lugar.

—Que es aquí, en serio. Vamos.

Salieron del coche. Treinta segundos después alguien les pegó un tiro a los dos. Con una precisión increíble.

* * *

Si algo había que se le diera bien a Mary Hodges, anteriormente Locuaz, era tratar de acatar órdenes. Le gustaban las órdenes. Hacían del mundo un lugar menos complicado.

Lo que no se le daba tan bien eran los cambios. Le encantaba la Orden de las Parlanchinas. Allí encontró amigos por primera vez. Tuvo una habitación individual por primera vez. Naturalmente sabía que estaba metida en cosas que podían considerarse, desde cierto punto de vista, malas. Pero Mary Hodges había vivido bastante en treinta años y no se hacía ilusiones acerca de lo que casi toda la raza humana tenía que hacer para pasar de una semana a otra. Además, la comida estaba buena y se podía conocer gente interesante.

La Orden, o lo que quedó de ella, se había trasladado después del incendio. Al fin y al cabo, habían cumplido el único objetivo de su existencia. Cada cual se fue por su camino.

Ella no se marchó. Le gustaba la Casa de Campo, y como ella decía, alguien tenía que quedarse allí para que las obras se desarrollaran correctamente, porque no se podía confiar en los obreros hoy en día, había que estar encima de ellos continuamente, hablando claro. Aquello significaba romper su juramento, pero la Madre Superiora dijo que no pasaba nada, que no se preocupara, que romper votos en una hermandad satánica era muy normal y que todo daría lo mismo dentro un par de años, o más bien dentro de once. De modo que si era lo que quería, ahí tenía la escritura y una dirección donde enviar el correo, siempre que no se tratara de sobres marrones y alargados con ventanitas.

Entonces le ocurrió algo muy raro. Una vez sola en el laberíntico edificio, trabajando en una de las pocas habitaciones que habían salido ilesas, discutiendo con hombres que llevaban cigarrillos en la oreja y polvo de escayola en los pantalones, y esas calculadoras que te dan resultados distintos según si la suma en cuestión va en billetes usados o no, descubrió algo cuya existencia jamás había sospechado.

Descubrió, bajo capas de tontería y de ganas de complacer, a Mary Hodges.

Le resultaba bastante fácil interpretar los cálculos aproximados de los albañiles y sacar el IVA. Sacó algunos libros de la biblioteca y descubrió que las finanzas eran interesantes y sencillas. Dejó de leer el tipo de revistas para mujeres que habla de romances y labores, y empezó a leer el tipo de revistas para mujeres que habla de orgasmos, pero aparte de tomar nota mental para tener uno cuando se presentara la ocasión, descartó el género por ser lo mismo que los romances y las labores bajo una nueva forma. Así que empezó a leer revistas de fusiones.

Después de mucho cavilar, compró un pequeño ordenador doméstico a un joven comerciante de Norton jocoso y condescendiente. Después de un agitado fin de semana, lo devolvió. No lo traía, como pensó el comerciante, para que le pusiera un enchufe, sino porque no tenía un coprocesador 387. Aquello lo entendió —para algo era un vendedor, y entendía palabras bastante largas—, pero después de aquello, la conversación fue, en su opinión, de mal en peor. Mary Hodges le sacó aún más revistas. Casi todas tenían el término «PC» en alguna parte del título, y muchas incluían artículos y reseñas alrededor de los cuales había trazado un círculo en rojo.

Leía acerca de la Mujer Moderna. Nunca se había dado cuenta de que fue una Mujer Antigua, pero después de rumiarlo un poco, concluyó que esa clase de etiquetas eran lo mismo que el amor, las labores y los orgasmos, y que lo más importante era ser una misma con todas sus fuerzas. Siempre tuvo tendencia a vestirse de blanco y negro. Lo único que tenía que hacer era subir el borde del vestido, ponerse más tacones y quitarse el griñón.

Un día, hojeando una revista, se enteró de que en el país había una demanda insaciable de edificios espaciosos en terrenos amplios, dirigidos por gente que comprendiera las necesidades de la comunidad empresarial. Al día siguiente se fue a la papelería y encargó ciertos artículos con el membrete Centro de Conferencias y A.D.E. de Tadfield, calculando que para cuando todo estuviera impreso, ya sabría cuanto necesitara para dirigir un sitio así.

Los anuncios salieron la semana siguiente.

Resultó un éxito tremendo, porque Mary Hodges pronto se dio cuenta, en su nueva carrera de Ella Misma, de que enseñar administración de empresas no era sentar a la gente delante de un proyector poco fiable. Las empresas esperaban mucho más hoy en día.

Y ella podía ofrecerlo.

* * *

Crowley cayó de espaldas contra una estatua. Azirafel ya había tropezado con un rododendro y perdido el equilibrio, con una mancha oscura en el abrigo.

Crowley notaba que algo mojado le empapaba la camisa.

Era absurdo. Lo último que necesitaba en aquel momento era que le mataran. Tendría que dar todo tipo de explicaciones. No le proporcionaban a uno un cuerpo nuevo así como así. Siempre querían saber qué le había pasado al anterior. Era como intentar cambiar una pluma en alguna sección de papelería particularmente empecinada.

Se miró la mano incrédulo.

Los demonios veían en la oscuridad porque les hacía falta. Y él estaba viendo que tenía la mano amarilla. Le salía sangre amarilla.

Se lamió un dedo cautelosamente.

Se arrastró hasta Azirafel y le miró la camisa. Si la mancha que tenía era sangre, la biología había metido la pata en algún sitio.

—Ay, cómo escuece —gimió el ángel caído—. Me ha dado justo debajo de las costillas.

—Sí, pero ¿a ti te sale sangre azul normalmente? —le preguntó Crowley.

Azirafel abrió los ojos. Se tocó el pecho con la mano derecha. Se incorporó. Llevó a cabo el mismo autochequeo forense que Crowley.

—¿Es pintura?

Crowley asintió.

—¿A qué están jugando? —preguntó Azirafel.

—No lo sé —dijo Crowley—, pero yo lo llamaría hacer el gilipollas —el tono empleado sugería que él también sabía jugar. Y mejor.

Era un juego. Era la mar de divertido. Nigel Tompkins, el ayudante de dirección (Adquisiciones), se escurría por entre la maleza, con el ánimo encendido por alguna escena memorable de alguna de las mejores películas de Clint Eastwood. Y pensar que había creído que la administración de empresas iba a ser aburrida…

Les dieron una conferencia, pero fue acerca de las pistolas de balines de pintura y de todo aquello que no se debería hacer nunca con ellas; Tompkins miró las caras avispadas de sus rivales que, todos a una, acababan de decidir hacerlo todo en cuanto tuvieran la más mínima oportunidad de salirse con la suya. Si a uno le decían que los negocios eran una jungla y le ponían una pistola en la mano, era evidente para Tompkins que no esperaban que apuntara tan sólo a la camisa; todo consistía en que el director de la empresa acabara con la cabeza colgando de la chimenea.

Fuera como fuese, se rumoreaba que alguien de la United Consolidated había ampliado sus posibilidades de ascenso mediante la aplicación anónima de un balazo de pintura por vía auditiva a un superior inmediato, que desde entonces empezó a quejarse en las reuniones importantes de pequeños timbrazos en el oído, y acabó siendo destituido por razones médicas.

Y allí estaban sus compañeros estudiantes —espermas compañeros, por intercambiar metáforas—, todos avanzando dificultosamente, sabiendo que sólo uno podría llegar a Presidente de la Industrial Holdings (Holdings), S.A., y que seguramente lo conseguiría el capullo más grande.

Era cierto que una chica de Personal con una carpeta les había dicho que el objetivo de aquellos cursos era sólo establecer un potencial directivo, de cooperación, de iniciativa y demás. Los empleados se esquivaban los unos a los otros.

Hasta entonces todo había ido bien. El piragüismo en aguas rápidas se había encargado de Johnstone (punción de tímpano) y el montañismo en Gales, de Whittaker (esguince en la ingle).

Tompkins embutió otra carga de balines en la pistola y masculló algunos mantras empresariales para sí. Házselo a los demás antes de que te lo hagan a ti. Mata o muere. Que te jodan. Supervivencia de los mejores. Alégrame el día.

Se acercó un poco más a las siluetas de al lado de la estatua. No parecían haberle visto.

Cuando se acabó el terreno a cubierto, respiró hondo y se puso en pie de un salto.

—Vale, pareja de pánfilos, ahora vais a… noooaaaah…

Donde antes estaba una de las siluetas había algo horrible. Se desmayó.

Crowley volvió a tomar su forma preferida.

—No me gusta hacer eso —murmuró—. Me da miedo olvidarme de cómo tomar la forma original. Y te juegas un buen traje.

—Creo que los gusanos sobraban —dijo Azirafel, aunque sin demasiado rencor. Los ángeles tenían ciertos principios morales que mantener y, a diferencia de Crowley, prefería comprarse la ropa en vez de hacerla aparecer del firmamento puro. Y la camisa le había costado muy cara.

—Mira, fíjate —dijo—. Esta mancha no se irá nunca.

—Haz un milagro —sugirió Crowley, surcando la maleza con la mirada en busca de más estudiantes de administración de empresas.

—Sí, pero siempre sabré que la mancha estaba ahí. Entiendes, ¿no? En el fondo —siguió el ángel. Cogió la pistola y la miró por todos los lados—. Nunca había visto una pistola de éstas.

Se oyó un ruido metálico y la estatua que tenían al lado perdió una oreja.

—Mejor será que nos vayamos —dijo Crowley—. No estaba solo.

—Qué pistola tan singular. Es muy extraña.

—Pensaba que tu bando no aprobaba las pistolas —dijo Crowley. Le quitó la pistola de las rechonchas manos al ángel y estudió el pequeño y grueso cañón.

—El pensamiento contemporáneo sí que las aprueba —explicó Azirafel—. Le dan peso a la lucha moral. Cuando están en buenas manos, claro.

—¿Ah, sí? —Crowley pasó una mano reptante por el metal—. Entonces vale. Venga, vámonos.

Dejó caer la pistola en la yacente forma de Tompkins y se alejó a través del césped húmedo.

La puerta principal de la Casa de Campo estaba cerrada. Los dos hicieron caso omiso y la atravesaron. Algunos hombres achaparrados con trajes militares salpicados de pintura bebían chocolate en tazas que pertenecieron al refectorio de las hermanas, y un par de ellos saludaron alegremente.

Un mostrador de recepción o algo así ocupaba ahora un lado del vestíbulo. Tenía un aspecto tranquilamente competente. Azirafel le echó un vistazo al panel en un caballete de aluminio que había junto al mostrador.

En pequeñas letras de plástico clavadas en la tela negra del panel se leía: 20-21 de agosto: United Holdings (Holdings), S.A. Curso de Iniciación al Combate.

Mientras tanto, Crowley había cogido un folleto del mostrador. Mostraba fotografías encantadoras de la Casa de Campo, con mención especial de los jacuzzis y de la piscina cubierta climatizada, y detrás tenía un mapa de ésos que suelen dar en los centros de conferencias, que emplean una escala errónea que sugiere que se puede acceder a ellos desde cualquier salida de autopista de la nación dejando a un lado el laberinto de calles que los rodea en kilómetros y kilómetros a la redonda.

—¿Nos hemos equivocado de sitio? —inquirió Azirafel.

—No.

—Entonces nos hemos equivocado de momento.

—Sí —Crowley hojeó el folleto esperando encontrar alguna pista. Tal vez era demasiado esperar que la Orden de las Parlanchinas siguiera allí. Al fin y al cabo, habían cumplido. Siseó discretamente. Seguro que se habían ido a la América oscura a convertir a los cristianos, pero siguió leyendo de todas formas. A veces aquel tipo de folletos incorporaba un fragmento de historia, porque a las empresas que alquilaban locales semejantes para fines de semana de Análisis Interactivo de Personal o Dinámica Estratégica de Marketing les gustaba pensar que estaban interactuando estratégicamente en el edificio mismo —más, o menos, dos reconstrucciones, una guerra civil y dos incendios graves— que algún financiero isabelino dotara de fondos para convertirlo en hospital para pestes.

Tampoco es que esperase leer algo como «hasta hace once años la Casa de Campo sirvió de convento para una orden de monjas satánicas que no eran demasiado buenas en su campo, la verdad», pero nunca se sabía.

Un hombre achaparrado con traje de camuflaje del desierto, que llevaba una taza de poliestireno con café, se les acercó.

—¿Quién va ganando? —preguntó con aire de camaradería—. A mí Evanson, de Planificación, me ha alcanzado en el hombro.

—Vamos a perder todos —repuso Crowley distraído.

Se oyó un estallido de disparos en los jardines. No el chasquido y el silbido de los balines, sino el traqueteo profundo de piezas de plomo aerodinámicas viajando a toda velocidad.

Se oyó un tableteo a continuación.

Los demás soldados se miraron los unos a los otros. Otro estallido alcanzó una vidriera victoriana bastante fea que había junto a la puerta y trazó una hilera de agujeros en la escayola justo al lado de la cabeza de Crowley. Azirafel le cogió del brazo.

—¿Qué diablos es eso?

Crowley sonrió como una víbora.

* * *

Nigel Tompkins volvió en sí con un ligero dolor de cabeza y un espacio vagamente vacío en la memoria reciente. No debía saber que el cerebro humano, cuando se enfrenta a una visión demasiado terrorífica para contemplar, suele cubrirlo muy hábilmente con un montón de olvido forzado, así que se lo achacó a un balazo en la cabeza.

Era más o menos consciente de que su pistola pesaba un poco más, pero en su estado de leve desconcierto no supo por qué hasta que pasó algún tiempo después de que apuntara a Norman Wethered, el de prácticas de gerencia en Auditoría Interna, y disparase el gatillo.

* * *

—No veo por qué estás tan escandalizado —dijo Crowley—. Él quería una pistola de verdad. Lo que más quería en este mundo era una pistola de verdad.

—¡Pero lo has soltado en medio de toda esa gente desarmada! —protestó Azirafel.

—No, qué va —se defendió Crowley—. No exactamente. Seamos justos.

* * *

El contingente de Gestión Financiera yacía en el suelo boca abajo tras lo que había sido una guasa, aunque no se les veía muy divertidos.

—Ya dije yo que no se podía confiar en esa gente de Adquisiciones —dijo el Subdirector de Finanzas—. Qué cabrones.

Una bala se desprendió de la pared justo encima de él.

Se acercó a toda prisa al pequeño grupo que se había apiñado alrededor de Wethered, que yacía en el suelo.

—¿Cómo está?

El Ayudante de Dirección de Pagos volvió hacia él el rostro ojeroso.

—Bastante mal —dijo—. La bala las ha atravesado casi todas. La Access, la del Barclays, la Diners Club… todo el montón.

—La American Express Oro la ha frenado —constató Wethered.

Miraron horrorizados y en silencio el espectáculo del tarjetero con un agujero de bala a través.

—¿Por qué han hecho eso? —preguntó un agente de pagos.

El gerente de Auditoría Interna abrió la boca para decir algo razonable, y no lo hizo. Todo el mundo tiene un límite, y para él aquello era la gota que lo desbordaba. Veinte años en aquel trabajo. Él quería haber sido diseñador gráfico, pero el orientador laboral le hizo caso omiso. Veinte años revisando el formulario de saldo anterior BF 18. Veinte años dándole a la manivela a la maldita calculadora manual, cuando hasta los de Planificación usaban ordenador. Y ahora, por razones desconocidas, pero posiblemente relacionadas con la reorganización y el deseo de librarse de los gastos de jubilación anticipada, le estaban pegando tiros.

Los ejércitos de la paranoia desfilaban ante sus ojos.

Miró su pistola. Desde detrás de la niebla de rabia y confusión vio que era más grande y más negra de lo que era cuando se la dieron. Y pesaba más.

La apuntó a un arbusto cercano y contempló un hilo de balas mandar la planta al olvido.

Vaya. Conque a eso estaban jugando. Bueno, pues alguien tenía que ganar.

Miró a sus hombres.

—¡Vamos, chicos! —exclamó—. ¡A por esos cabrones!

* * *

—Desde mi punto de vista —se explicó Crowley—, nadie tiene que apretar el gatillo.

Le dedicó a Azirafel una sonrisa vivaracha y crispada.

—Vamos —dijo—. Echemos un vistazo ahora que todos están ocupados.

* * *

Las balas surcaban la noche.

Jonathan Parker, de Adquisiciones, serpenteaba entre las matas cuando alguien lo agarró por el cuello.

Nigel Tompkins escupió unas hojas de rododendro.

—Allá abajo mandan las normas de la empresa —silbó entre sus rasgos embarrados—, pero aquí arriba mando yo…

* * *

—Eso es caer muy bajo —dijo Azirafel, mientras recorrían los pasillos vacíos.

—¿Qué he hecho yo? ¿Qué he hecho yo? —dijo Crowley, abriendo puertas al azar.

—Ahí fuera se están pegando tiros.

—Bueno, pues eso, allá ellos, es cosa suya. Es lo que desean hacer de verdad. Yo sólo les he ayudado. Tienes que verlo como un microcosmos del universo. Libre albedrío para todos. Inefable, ¿no?

Azirafel le fulminó con la mirada.

—Bueno, bueno —gimió Crowley desconsoladamente—. Nadie saldrá muerto. Todos se librarán milagrosamente. Si no, tampoco tendría gracia.

Azirafel se tranquilizó.

—¿Sabes qué, Crowley? —dijo con una radiante sonrisa—. Siempre he pensado que en el fondo, eres todo un…

—Vale, vale —le espetó Crowley—. ¿Por qué no pones un anuncio?

* * *

Al cabo de un rato, empezaron a surgir las alianzas flexibles. La mayoría de los departamentos de finanzas descubrieron que tenían intereses comunes, zanjaron sus diferencias y se abalanzaron sobre Planificación.

Llegó el primer coche de la policía, y antes de que llegara a medio camino hacia la entrada, le habían alcanzado dieciséis balas desde direcciones distintas en el radiador. Dos más le despojaron de la antena de radio, pero habían llegado demasiado tarde, demasiado tarde.

* * *

Mary Hodges acababa de colgar cuando Crowley abrió la puerta de su despacho.

—Deben de ser terroristas —dijo inmediatamente—. O cazadores furtivos. —Miró a ambos detenidamente—. Son de la policía, ¿no? —dijo.

Crowley vio que se le abrían los ojos desmesuradamente.

Como todos los demonios, tenía buena memoria para las caras, incluso después de diez años, de dejar atrás el griñón y de haber añadido algo de maquillaje, bastante austero por cierto. Chasqueó los dedos. Ella se recostó en la silla, convirtiéndose su rostro en una máscara impasible y afable.

—No había razón para hacer eso —le regañó Azirafel.

—Buenos… —Crowley miró el reloj— días, señora —terminó con una voz cantarina—. Sólo somos un par de entidades sobrenaturales que se preguntaban si querría ayudarnos con el paradero del renombrado Hijo de Satán —sonrió al ángel—. La despierto, ¿no? Y te dejo a ti decirlo.

—Bueno, ya que me lo pones así… —repuso el ángel lentamente.

—A veces, las viejas técnicas son las mejores —aseguró Crowley. Se volvió hacia la mujer imperturbable.

—¿Era usted una monja hace once años, aquí? —le preguntó.

—Sí —contestó Mary.

—¡Lo sabía! —le dijo Crowley a Azirafel—. ¿Lo ves? Sabía que no estaba equivocado.

—Has tenido una suerte de mil demonios —masculló el ángel.

—Y usaba el nombre de Hermana Verborrea o algo así.

—Locuaz —dijo Mary Hodges con una voz apagada.

—¿Y recuerda usted un incidente relacionado con el intercambio de unos bebés?

Mary Hodges vaciló. Cuando se decidió a hablar, pareció que era la primera vez en años que hurgaban en sus recuerdos.

—Sí —contestó.

—¿Es posible que el cambio saliera mal por alguna razón?

—No lo sé.

Crowley pensó un instante.

—Debía de haber algún registro —afirmó—. Siempre los hay. Todo el mundo tiene registros hoy en día —miró orgulloso a Azirafel—. Fue una de mis mejores ideas.

—Claro que sí —dijo Mary Hodges.

—¿Y dónde están? —preguntó dulcemente Azirafel.

—Hubo un incendio justo después del parto.

Crowley gimió y alzó las manos.

—Seguro que fue Hastur —dijo—. Es su estilo. ¿Será posible? Y encima se creería que estaba haciendo lo más inteligente.

—¿Recuerda algún detalle acerca del otro niño? —preguntó Azirafel.

—Sí.

—Cuéntemelo, por favor.

—Tenía unos piececitos monísimos.

—Vaya.

—Y era muy dulce —añadió con añoranza.

Se oyó una sirena afuera, interrumpida abruptamente al darle una bala. Azirafel le dio un codazo a Crowley.

—Vámonos —dijo—. En cualquier momento estaremos con la policía al cuello y naturalmente yo estaré moralmente obligado a ayudarles con sus investigaciones. —Se quedó pensando un momento—. Tal vez recuerde si había más parturientas aquella noche, y…

Se oyeron pasos escaleras abajo.

—Deténlos —dijo Crowley—. Necesitamos más tiempo.

—Un milagro más y empezaremos a llamar la atención Allá Arriba —respondió Azirafel—. Si de verdad quieres que Gabriel o alguien empiece a preguntarse por qué cuarenta policías se han dormido…

—Bueno —dijo Crowley—. Vale, vale. Era por si colaba.

—Dentro de treinta segundos despertará —dijo Azirafel a la ex monja en trance—. Y habrá tenido un sueño encantador sobre lo que usted prefiera, y…

—Vale, genial —suspiró Crowley—. ¿Nos vamos o no?

* * *

Nadie les vio marcharse. La policía estaba demasiado atareada controlando a cuarenta estudiantes de administración de empresas con la adrenalina subida y luchando desbocados. Tres furgonetas de la policía habían dejado marcas en el césped, y Azirafel hizo que Crowley diera marcha atrás hasta la primera ambulancia, pero entonces el Bentley se precipitó en la noche. Detrás de ellos, el cenador y la glorieta parecían ya estar en llamas.

—Hemos dejado a esa pobre mujer en una situación atroz —se lamentó el ángel.

—¿Tú crees? —dijo Crowley, tratando de chafar un erizo y fallando—. Ahora le reservarán el doble de plazas, mira lo que te digo. Si se lo monta bien, si mete en cintura las renuncias y embrolla el rollo legal… ¿Cursillos con pistolas de verdad? Van a hacer cola.

—¿Por qué eres siempre tan cínico?

—Ya te lo he dicho. Es mi trabajo.

Siguieron adelante callados. Al cabo de un instante, Azirafel dijo:

—Pensabas que aparecería, ¿no? Que podríamos detectarle de algún modo.

—No aparecerá. No delante de nosotros. Camuflaje protector. Él no lo sabe, pero sus poderes lo esconderán a las fuerzas ocultas.

—¿Fuerzas ocultas?

—Tú y yo —aclaró Crowley.

—Yo no soy oculto —dijo Azirafel—. Los ángeles no somos ocultos. Somos etéreos.

—Pues eso —le espetó Crowley, demasiado preocupado para discutir.

—¿Hay alguna otra forma de localizarlo?

Crowley se encogió de hombros.

—¿Pero tú me ves a mí —dijo— cara de experto en la materia? El Apocalipsis sólo pasa una vez, ¿eh? No te sueltan otra vez hasta que lo tienes todo controlado.

El ángel miró las hileras de setos que iban quedando atrás a toda velocidad.

—Todo parece tan pacífico —dijo—. ¿Cómo crees que ocurrirá?

—Bueno, la extinción termonuclear siempre ha sido lo más socorrido. Aunque los peces gordos se están portando muy bien el uno con el otro en estos momentos.

—¿Chocando con un asteroide? —se preguntó Azirafel—. Está bastante de moda, me parece. Caería en el Océano Índico, saldría una gran nube de polvo y vapor y adiós a todas las formas de vida superiores.

—Uauh —dijo Crowley, procurando exceder el límite de velocidad. Cualquier pequeño detalle era una ayuda.

—No puedo ni pensarlo —dijo Azirafel tristemente.

—Todas las formas de vida superiores segadas, así como así.

—Es atroz.

—Sólo polvo y fundamentalistas.

—Eso es muy cruel.

—Lo siento. No he podido evitarlo.

Se quedaron mirando la carretera.

—¿Algún grupo terroris…? —empezó a decir Azirafel.

—Nuestro no —dijo Crowley.

—Ni nuestro —aseguró Azirafel—. Aunque los nuestros son guerrilleros.

—Tengo una idea —dijo Crowley con los neumáticos echando humo en la autovía de Tadfield—. Ya va siendo hora de poner las cartas sobre la mesa. Yo te digo los que están con nosotros y tú me dices los que están con vosotros.

—Vale. Tú primero.

—De eso nada, tú primero.

—Pero tú eres un demonio.

—Sí, pero un demonio de palabra; más me vale.

Azirafel nombró a cinco líderes políticos. Crowley nombró a seis. Tres nombres aparecían en las dos listas.

—¿Lo ves? —dijo Crowley—. Lo que digo siempre. Estos humanos, qué hijos de puta más listos. No se puede confiar en ellos ni por asomo.

—Pero ninguno de los nuestros tiene ningún plan —aseguró Azirafel—. Sólo actos terr… de protesta política —corrigió— de menor cuantía.

—Estupendo —repuso Crowley amargamente—, nada de asesinato barato en masa, ¿no? Sólo servicios personales, cada bala disparada individualmente por trabajadores capacitados, qué bien.

Azirafel no reaccionó.

—¿Y ahora qué vamos a hacer?

—Intentar dormir un poco.

—No te hace falta dormir. Ni a mí. El Mal no duerme nunca, y la Virtud está siempre vigilante.

—El Mal en general, tal vez. Pero esta parte específica de él se ha acostumbrado a chafar la oreja de vez en cuando —tenía la mirada fija en la luz de los faros. No tardaría en llegar el día en que dormir estuviese completamente fuera de lugar. Cuando Allá Abajo se enterasen de que él, en persona, había perdido al Anticristo, probablemente sacarían todos los informes que redactó sobre la Santa Inquisición y los llevarían a cabo con él, uno detrás de otro y luego todos a la vez.

Rebuscó en la guantera, cogió una cinta al azar y la insertó en el radiocassette. Un poco de música le vendría…

… Bee-elzebub has a devil put aside for me, for me…[16]

—Para mí —murmuró Crowley. La expresión de su rostro quedó vacía un instante. Luego profirió un grito ahogado y arrancó el botón de encendido.

—Claro que también podríamos poner a algún humano a buscarle —sugirió Azirafel, meditabundo.

—¿Qué? —le preguntó Crowley distraído.

—A los humanos se les da bien encontrar a otros humanos. Llevan miles de años haciéndolo. Y el niño es humano. Además de… bueno, ya sabes. De nosotros puede esconderse, pero tal vez otros humanos… lo presienten o algo así. O podrían pensar en cosas que no se nos ocurrirían a nosotros.

—No daría resultado. ¡Es el Anticristo! Tiene esa… especie de defensa automática suya, ¿sabes? Aunque él no lo sepa. No dejará que sospechen de él. Aún no. No hasta que esté preparado. Las sospechas resbalarán en él como de… como de… de donde resbale el agua —concluyó de manera poco convincente.

—¿Se te ocurre algo mejor? ¿Aunque sea una idea mejor? —le preguntó Azirafel.

—No.

—Pues entonces. Yo creo que podría salir bien. No me digas que no tienes organizaciones de que disponer. Yo las tengo. Podríamos intentar que le siguieran la pista.

—¿Qué pueden hacer que no podamos hacer nosotros?

—Mira, para empezar, no pondrían a la gente a darse tiros, y no hipnotizarían a mujeres respetables, ni…

—De acuerdo, de acuerdo. Pero eso tiene tantas posibilidades como un copo de nieve en el Infierno. Créeme: lo sé. Pero no se me ocurre nada mejor —Crowley entró en la autopista y puso rumbo a Londres.

—Tengo… una red de contactos, por ahí —dijo Azirafel al cabo de un rato—. Los tengo distribuidos por todo el país. Fuerzas disciplinadas. Podría ponerlos a buscar.

—Yo tengo… ehm, algo parecido —admitió Crowley—. Ya sabes cómo funciona esto, nunca se sabe cuándo pueden venirte bien…

—Sería mejor avisarlos. ¿Crees que deberían trabajar juntos?

Crowley negó con la cabeza.

—No es buena idea —dijo—. No son muy sofisticados, políticamente hablando.

—Entonces cada uno se pone en contacto con los suyos y a ver qué se puede hacer.

—Supongo que vale la pena intentarlo —dijo Crowley—. Y no es que no tenga nada que hacer, Dios lo sabe.

Se le dibujó una arruga en la frente unos instantes y luego dio una palmada triunfal al volante.

—¡De los patos! —gritó.

—¿Qué?

—¡El agua resbala de los patos!

Azirafel respiró hondo.

—Limítate a conducir, por favor —le respondió cansinamente.

Siguieron adelante durante el amanecer, con la Misa en Si Menor de J. S. Bach, cantada por Freddy Mercury, en el radiocassette.

A Crowley le gustaba la ciudad por la mañana, temprano. Entonces su población consistía casi por completo en personas que tenían trabajos dignos y verdaderas razones para estar allí, contrariamente a los millones innecesarios que llegaban a partir de las ocho de la mañana, y las calles estaban más o menos tranquilas. En la estrecha calle de la librería de Azirafel había líneas amarillas y no se podía aparcar, pero se enrollaron sobre sí mismas obedientemente al acercarse el Bentley a la acera.

—Bueno —dijo mientras Azirafel cogía su abrigo del asiento de atrás—. Ya nos llamaremos, ¿de acuerdo?

—¿Qué es esto? —preguntó Azirafel, alzando un rectángulo marrón.

Crowley lo miró atentamente.

—¿Un libro? —dijo—. No es mío.

Azirafel pasó unas páginas amarillentas. Oía campanas bibliófilas en el fondo de su cabeza.

—Será de la jovencita —concluyó despacio—. Tendríamos que haberle pedido su dirección.

—Oye, bastantes problemas tengo ya, no tengo ganas de tener que ir devolviendo objetos perdidos a sus propietarios —advirtió Crowley.

Azirafel llegó a la página del título. Y menos mal que Crowley no vio la expresión de su rostro.

—Podrías enviarlo a la oficina de correos de allí —le aconsejó Crowley—, si crees que es necesario. Ponlo a nombre de la loca de la bicicleta. Nunca confíes en mujeres que ponen nombres raros a los medios de transporte.

—Sí, sí, claro —repuso el ángel. Se sacó las llaves del bolsillo, se le cayeron al suelo, las recogió, se le cayeron otra vez y se apresuró hacia la puerta de la tienda.

—Entonces, ya hablaremos, ¿no? —gritó Crowley.

Azirafel interrumpió la acción de girar la llave.

—¿Qué? —dijo—. Ah, sí, sí, bien. De acuerdo. Estupendo —y cerró la puerta de golpe.

—Vale —farfulló Crowley, sintiéndose muy solo de repente.

* * *

Parpadeaba por las calles la luz de una linterna.

El problema de encontrar un libro de tapas marrones entre hojas marrones y agua marrón en el fondo de una cuneta de tierra marrón, a la luz marrón o más bien grisácea del amanecer, era que no se podía.

No estaba allí.

Anatema probó todos los métodos de búsqueda que se le ocurrieron. Uno, el de la división metódica del suelo. Otro, el de dar un vistazo chapucero por entre los helechos del arcén. Otro, el de acercarse sigilosamente y mirar por el rabillo del ojo. Probó incluso el que los nervios románticos de su cuerpo insistían en emplear porque funcionaría, que consistía en fingir que abandonaba, sentarse, y pasear la mirada de forma natural por un trozo de tierra en que, de haber formado parte de una narración decente, habría estado el libro.

Pero no era así.

Lo que significaba, como se temía desde hacía rato, que se había quedado en el asiento de atrás del coche de una pareja de hecho de mecánicos de bicicletas.

Sentía las generaciones de descendientes de Agnes la Chalada reírse de ella.

Incluso aunque aquellos dos fueran lo bastante honrados para devolvérselo, no lograrían dar con una casa de campo que apenas habían visto en plena noche.

Sólo esperaba que no supieran lo que había caído en sus manos.