Anatema Device —su madre, que no era una gran erudita en cuestiones religiosas, leyó esa palabra una vez y pensó que para una niña era un nombre encantador— tenía ocho años y medio y estaba leyendo El Libro debajo de las sábanas, con una linterna.
Otros niños habían aprendido a leer lo básico con dibujos coloreados de manzanas, pelotas, cucarachas y demás. Pero no la familia Device. Anatema había aprendido a leer con El Libro.
No tenía ni manzanas ni pelotas. Más bien tenía un grabado de Agnes la Chalada quemándose en la hoguera y con aspecto de estar satisfecha de ello.
La primera palabra que aprendió a reconocer fue bueno. Muy pocos niños de ocho años y medio sabían que bueno también significaba «escrupulosamente exacto», pero Anatema era una de ellos.
La segunda palabra fue ajustado.
La primera frase que leyó en voz alta fue:
«Dígovos esto, e con aquestas palabras cargaredes. Quatro cavalgarán, e cavalgarán otros Quatro; e dessos Quatro, Tres cavalgarán entre los cielos, et entre las llamas Un, e nada podrá detenerlos; non los peçes nin la llubia nin los caminos, nin el Demonio nin los Ángeles. E vos, Anatema, allí seredes.»
A Anatema le encantaba leer sobre sí misma.
(Los padres bondadosos que leían los dominicales correctos podían encargar libros en los que le ponían al protagonista el nombre de sus hijos. De este modo el libro motivaba más al niño. En el caso de Anatema, no sólo salía ella en El Libro, que hasta ahora había acertado en todo, sino también sus padres, sus abuelos y todos desde el siglo XVII. Era demasiado pequeña y egocéntrica en aquel momento para atribuirle alguna importancia al hecho de que no se mencionara a sus hijos ni a ningún acontecimiento de su vida posterior a los once años. A los ocho años y medio, once años parecen toda una vida, y claro, si uno creía en El Libro, lo eran.)
Era una niña inteligente, de pálido rostro y de ojos y cabello negros. Por lo general, tenía cierta tendencia a incomodar a la gente, un rasgo familiar que había heredado, junto con el de ser más médium de lo que le convenía, de su tatara-tatara-tatarabuela.
Era precoz y serena. Sus profesores sólo tuvieron valor para reprenderla por su ortografía, que no es que fuera atroz, sino que estaba unos cuantos siglos desfasada.
* * *
Las monjas cogieron al Bebé A y lo cambiaron por el Bebé B delante de las narices de la mujer del agregado y de los del Servicio Secreto, con el ingenioso recurso de llevarse a un recién nacido («para pesarlo, amor, hay que hacerlo, lo pide la ley») y traer a otro distinto un poco más tarde.
El Agregado Cultural, Thaddeus J. Dowling, había recibido una llamada y tuvo que regresar a Washington urgentemente unos días antes, pero siguió el parto junto a la Señora Dowling por teléfono, ayudándole con la respiración.
No fue de gran ayuda que tuviera en la otra línea al consejero de inversiones. Hubo un momento en que se vio obligado a tener a su esposa esperando veinte minutos.
Pero no importaba.
Tener un niño era la experiencia más feliz que podían compartir dos seres humanos, y él no pensaba perderse ni un solo segundo.
Encargó a uno de los del Servicio Secreto que se lo grabara todo.
* * *
El Mal, en general, no suele dormir, y por lo tanto no entiende por qué los demás sí. Pero a Crowley le gustaba dormir, era uno de los mayores placeres que había. Sobre todo después de una comida pesada. Durmió durante casi todo el siglo XIX, por ejemplo. No porque le hiciera falta, sencillamente porque le gustaba[6].
Uno de los mayores placeres que había. Y claro, tenía que empezar a disfrutarlos cuando aún estuviera a tiempo.
El Bentley rugía sumergido en la noche, rumbo al este.
Naturalmente estaba a favor del Apocalipsis, en términos generales. Si alguien le preguntara por qué se había pasado siglos metiendo mano en los asuntos humanos, contestaría: «Pues para provocar el Apocalipsis y el triunfo del Infierno». Pero una cosa era trabajar para provocarlo, y otra muy distinta el que ocurriese de verdad.
Crowley siempre supo que estaría por allí cuando se terminara el mundo, porque era inmortal y no tendría otra alternativa. Pero esperaba que aquello quedara muy, muy lejos.
Porque la gente le caía bien. Lo cual era un defecto considerable para un demonio.
Él trataba de hacer desgraciadas sus breves vidas porque era su trabajo, pero no podía imaginar nada peor, ni de lejos, que lo que ellos mismos inventaban. Era como si tuvieran un don para ello. Era una parte de ellos, en cierto modo. Nacían en un mundo que estaba contra ellos de mil pequeñas maneras, y dedicaban la mayor parte de sus energías a empeorarlo. A través de los años, a Crowley se le había hecho cada vez más difícil dar con algo demoníaco que destacara del trasfondo natural de maldad generalizada. En alguna ocasión, en el milenio anterior, había estado a punto de mandar un mensaje Allá Abajo para decir Mirad, más vale que lo dejemos estar, que nos olvidemos de tanto Desastre y de tanto Pandemónium y todo lo demás, y que nos larguemos de aquí, porque no les podemos hacer nada que ellos no se hayan hecho ya, porque además inventan cosas que a nosotros jamás se nos hubieran ocurrido siquiera, que normalmente tienen que ver con electrodos. Tienen lo que a nosotros nos falta. Tienen imaginación. Y electricidad, claro.
Si mal no recuerdo, uno de ellos lo plasmó en la frase «El Infierno está vacío, todos los demonios están aquí».
Crowley recibió un ascenso por crear la Santa Inquisición. Andaba por España en aquel tiempo, dedicándose principalmente a recorrer las tabernas de las regiones más agradables, y no se había enterado de nada hasta que le llegó la carta. Se fue a echar un vistazo, volvió y estuvo emborrachándose una semana entera.
Aquel Jerónimo Bosch. Menudo elemento.
Y cuando uno ya creía que eran más diabólicos que el mismo Infierno, de vez en cuando mostraban más gentileza de la que el Cielo jamás hubiera soñado. Siempre solía estar implicado el mismo individuo. Por aquello del libre albedrío, claro. Era una jodienda.
Azirafel intentó explicárselo una vez. La cuestión, decía él —aquello fue hacia el año 1020, cuando llegaron a su primer pequeño Acuerdo—, la cuestión era que cuando un humano era bueno o malo era porque quería. Mientras que la gente como Crowley y, naturalmente, como él, estaban encauzados desde el principio. No se podía ser verdaderamente santo si no se tenía la oportunidad de ser rotundamente malvado.
Crowley pensó en aquello durante algún tiempo y, hacia el año 1023, dijo Espera, eso sólo se puede aplicar, eh, si das cuerda a gente en igualdad de condiciones. No puedes emprenderla con alguien que está en una chabola asquerosa en una zona de guerra y esperar que reaccione igual que uno que haya nacido en un castillo.
Ah, dijo Azirafel, justamente ahí está lo bueno. Cuanto más bajo empieces, más oportunidades tienes.
Y lo que Crowley contestó fue: Eso es absurdo.
No, replicó Azirafel, es inefable.
Azirafel. El Enemigo, claro. Pero un enemigo de hacía ya seis mil años, lo cual le convertía en algo así como un amigo.
Crowley cogió el teléfono del coche.
Ser un demonio significaba, claro está, no disponer de libre albedrío. Pero no se podía pasar mucho tiempo con los humanos sin aprender alguna que otra cosa.
* * *
Al Sr. Young no le convencían demasiado Damien ni Amargura. Ni ninguna otra de las sugerencias de la Hermana Mary Locuaz, que había recorrido medio Infierno y toda la Época Dorada de Hollywood.
—Pues mire —concluyó por fin, algo dolida—, no creo que Errol tenga nada de malo. Ni Cary. Los dos son nombres americanos muy bonitos.
—Yo quería algo más… tradicional —se explicó el Sr. Young—. En la familia, siempre hemos sido partidarios de los nombres sencillos.
A la monja se le iluminó el rostro.
—Justo. Los nombres antiguos son los mejores, creo yo.
—Un decoroso nombre de los de antes, como los bíblicos. Matías, Marcos, Lucas o Juan —especuló el Sr. Young. La Hermana Mary hizo una mueca de dolor—. Aunque nunca me han parecido nombres bíblicos bonitos, la verdad —añadió él—. Suenan a vaqueros o futbolistas.
—A mí me gusta Saúl —la Hermana Mary trató de sacar el máximo partido posible de aquello.
—Tampoco quiero que sea demasiado anticuado —se quejó el Sr. Young.
—O Caín. Suena muy moderno, ¿no? Caín —probó la Hermana Mary.
—Hum —el Sr. Young parecía dudar.
—O bueno… siempre queda Adán —dijo ella. Aquel sería bastante seguro, pensó.
—¿Adán? —repitió el Sr. Young.
* * *
Sería bonito pensar que las Monjas Satánicas adoptaron disimuladamente al Bebé B, el bebé superfluo. Que creció y se convirtió en un niño normal, feliz y risueño, activo y exuberante; y que de mayor, fue un adulto normal y satisfecho.
Y tal vez fuera lo que pasó.
Deje que su mente se recree en el premio de ortografía de la escuela; en los años de carrera, agradables aunque poco interesantes; en su puesto fijo en la inmobiliaria Tadfield and Norton; en su encantadora esposa. Seguro que le gustaría imaginar niños y un hobby, como arreglar motos viejas o criar peces tropicales.
No quiere saber lo que podría haberle ocurrido al Bebé B.
El caso es que preferimos su versión.
Seguro que sus peces tropicales ganan concursos.
* * *
En una pequeña casa de Dorking, Surrey, se veía una luz de dormitorio encendida.
Newton Pulsifer tenía doce años, era delgado, llevaba gafas y hacía horas que debería haberse acostado.
Sin embargo, su madre estaba convencida de que el niño era un genio, y le dejaba quedarse por la noche para hacer «experimentos».
El experimento que entonces llevaba a cabo consistía en cambiarle la toma de corriente a una vieja radio que su madre le había dado para jugar. Estaba sentado a lo que llamaba orgulloso su «encimera», una mesa vieja Y maltrecha cubierta por alambre enrollado, pilas, pequeñas bombillas y una radio clásica casera que nunca llegó a funcionar. Tampoco había conseguido aún que la radio funcionara, pero bien mirado, no le daba la impresión de poder llegar tan lejos.
Tenía tres maquetas de aviones colgadas del techo de su cuarto con cordones de algodón, ligeramente torcidas. Incluso un turista accidental se hubiera dado cuenta de que las había montado alguien meticuloso y cuidadoso, a quien no se le daba bien montar maquetas de aviones. Estaba orgullosísimo de todos ellos, incluso del Spitfire, con cuyas alas se había hecho un buen lío.
Se ajustó las gafas al puente de la nariz, le echó un vistazo al enchufe y metió el destornillador.
Tenía grandes esperanzas esta vez; había seguido las instrucciones de cómo cambiar un enchufe de la página cinco del Manual práctico de electrónica para niños, con 101 cosas seguras y educativas para hacer con la electricidad. Había metido los alambres con su código de color en las aberturas correctas; había comprobado que el fusible tuviera el amperaje que tocaba; lo había atornillado todo. Y hasta entonces, sin problemas.
La enchufó a la red. Activó la corriente.
Todas las luces de la casa se apagaron.
Newton sonrió orgulloso. Cada vez lo hacía mejor. La última vez provocó un apagón en todo Dorking, y un señor de la compañía eléctrica había venido a hablar con su mamá.
Sentía una ardiente y no correspondida pasión por todo lo eléctrico. En el colegio había un ordenador, y unos cuantos alumnos se quedaban después de clase para hacer cosas con fichas perforadas. Cuando el profesor responsable del ordenador accedió por fin a los ruegos de Newton para que le aceptaran, al niño sólo se le encargó cargar una ficha en la máquina. Se le quedó dentro y el aparato murió ahogado.
Newton estaba seguro de que los ordenadores eran el futuro, y que cuando éste llegara, él estaría preparado, a la vanguardia de la tecnología moderna.
El futuro tenía su propia opinión acerca de ello. Estaba todo en El Libro.
* * *
Adán, pensaba el Sr. Young. Probó a decirlo, para ver cómo quedaba.
—«Adán». Hum…
Miró los rizos dorados del Adversario, Destructor de Reyes, Ángel del Pozo Sin Fondo, Gran Bestia a la que llaman Dragón, Príncipe de Este Mundo, Padre de las Mentiras, Vástago de Satán y Señor de las Tinieblas.
—¿Sabe qué? —concluyó al cabo de un instante—. Creo que tiene cara de llamarse Adán.
* * *
No había sido una noche oscura ni tormentosa.
Eso fue dos días después, unas cuatro horas después de que la Sra. Dowling, la Sra. Young y sus respectivos bebés dejaran el edificio. Fue una noche especialmente oscura y tormentosa, y justo pasada la medianoche, cuando la tormenta alcanzaba su apogeo, un estallido de rayos cayó en el Convento de la Orden de las Parlanchinas y prendió fuego al tejado de la sacristía.
Nadie salió gravemente herido del incendio, pero duró varias horas, y causó buena cantidad de daños en ese tiempo.
El instigador del incendio acechaba en lo alto de una colina cercana y observaba el fuego. Era alto y delgado, y Duque del Infierno. Era lo único que quedaba por hacer antes de regresar a los infiernos, y ya lo había hecho.
Podía dejar tranquilamente el resto en manos de Crowley.
Hastur volvió a casa.
* * *
Técnicamente Azirafel era un Principado, pero a la gente le había dado por bromear con eso aquellos días.
En general, ni él ni Crowley habrían elegido la compañía el uno del otro, pero eran hombres, o al menos criaturas antropomórficas, del mundo, y el Acuerdo les había estado beneficiando todo aquel tiempo. Además, uno se acababa acostumbrando a la cara que había estado por allí más o menos sistemáticamente durante seis milenios.
El Acuerdo era muy sencillo, tanto que ni siquiera se merecía la mayúscula, que se había ganado por existir tanto tiempo. Era la clase de trato prudente que muchos agentes independientes, que trabajan en condiciones precarias lejos de sus superiores, cierran con sus rivales al darse cuenta de que tienen más en común con sus adversarios inmediatos que con sus aliados remotos. Les comprometía a una tácita no interferencia en las actividades el uno del otro. Aseguraba que aunque ninguno de los dos saliera ganando, tampoco perdería nada, y que ambos podrían probar ante sus amos que estaban haciendo progresos frente a tan astuto y bien informado adversario.
Con arreglo a dicho Acuerdo, Crowley pudo desarrollar Manchester mientras que Azirafel hizo cuanto quiso con todo Shropshire. Crowley se encargó de Glasgow, Azirafel de Edimburgo (ninguno de los dos reclamó la responsabilidad de Milton Keynes[7], pero ambos informaron de que fue todo un éxito).
Y así, naturalmente, hasta parecía normal que quisieran echarse una mano el uno al otro, y que de hecho lo hicieran, cuando lo dictaba el sentido común. Al fin y al cabo ambos eran ángeles de origen. Si uno iba al Infierno por una tentación rápida, era justo dar algún pellizco aquí y allá en la ciudad y montar un breve instante estándar de éxtasis divino. Ocurriría de todas formas, y ser sensato al respecto ahorraba tiempo a todo el mundo y reducía gastos.
Azirafel se sentía culpable de vez en cuando, pero tantos siglos de contacto con la humanidad le estaban produciendo el mismo efecto que a Crowley, sólo que en la dirección opuesta.
Además, al parecer, a las Autoridades les daba igual quién hiciera las cosas, mientras las hiciera alguien.
En aquel momento, Azirafel estaba de pie junto a Crowley en la orilla del estanque de los patos del Parque de St. James. Les estaban dando de comer a los patos.
Los patos de aquel parque estaban tan acostumbrados a que les echaran pan los agentes secretos que se reunían clandestinamente que habían desarrollado su propia reacción de Pavlov. Si se pone un pato del parque de St. James en una jaula de laboratorio y se le enseña una foto de dos hombres —uno siempre envuelto en un abrigo con el cuello forrado y el otro algo lúgubre y con bufanda—, mirará hacia arriba expectante. El pan negro del agregado cultural ruso era el más solicitado por el pato perspicaz, mientras que el sándwich pastoso del jefe del Departamento de Contraespionaje británico era manjar de los más sibaritas.
Azirafel le tiró un mendrugo a un macho un poco desgarbado, que lo atrapó y se sumergió enseguida.
El ángel se volvió hacia Crowley.
—Pero bueno, querido —murmuró.
—Lo siento —se disculpó Crowley—, no sé en qué estaba pensando —el pato salió irritado a la superficie.
—Sabíamos que algo se estaba cociendo, claro está —dijo Azirafel—. Pero uno se imagina esta clase de acontecimientos en América. Allí tienen cabida estas cosas.
—A lo mejor ocurre allí —opinó Crowley con pesimismo. Pensativo, echó un vistazo al Bentley, al otro lado del parque; el cepo estaba inmovilizando la rueda trasera con diligencia.
—Ah, sí. El diplomático americano —dijo el ángel—. Me parece más bien un fanfarrón. No sé, como si el Apocalipsis fuera una especie de espectáculo cinematográfico que hubiera que vender en cuantos más países fuera posible.
—En todos ellos —añadió Crowley—. La Tierra y todos sus reinos.
Azirafel echó el último trozo de pan a los patos, que se abalanzaron a molestar al agregado naval búlgaro y a un hombre de aspecto furtivo con corbata de Cambridge que se había deshecho cuidadosamente de la bolsa de papel tirándola a una papelera.
Se volvió y miró a Crowley.
—Ganaremos, de eso no cabe duda —dijo.
—Tú no lo deseas —contestó el demonio.
—¿Y por qué no, si se puede saber?
—Oye —dijo Crowley desesperado—, ¿cuántos músicos crees que tenéis en vuestro bando? De primera clase, quiero decir.
Azirafel parecía desconcertado.
—Bueno, si no me equivoco… —empezó a decir.
—Dos —continuó Crowley—, Elgar y Liszt. Y eso es todo. Los demás los tenemos nosotros. Beethoven, Brahms, los Bach, Mozart, todos. ¿Tú te imaginas la eternidad con Elgar?
Azirafel cerró los ojos.
—Perfectamente —gimió.
—Pues ya está —dijo Crowley con un ademán de triunfo. Sabía muy bien cuál era el punto débil de Azirafel—. Despídete de los compact discs. Y de Albert Hall. Y de los conciertos. Y de Glyndbourne. Sonarán armonías celestiales todo el santo día.
—Es inefable —murmuró Azirafel.
—¿No te gustaban los huevos sin sal? Lo que me recuerda que nada de sal ni de huevos. Nada de salsas. Nada de restaurantes acogedores donde te conocen. Nada de crucigramas del periódico que te gusta. Ni de tiendecitas de antigüedades. Ni de librerías. Y de las ediciones antiguas interesantes ya te puedes ir olvidando. Y de… —Crowley rebuscó a la desesperada entre los intereses de Azirafel—. Y de las cajas de rapé de plata del siglo XIX…
—¡Pero cuando ganemos, la vida mejorará! —dijo el ángel con voz ronca.
—Pero no será tan interesante. Oye, sabes que tengo razón. Tú serías tan feliz con una lira como yo con un tridente.
—Sabes muy bien que no tocamos la lira.
—Ni nosotros usamos tridente. Era todo retórica.
Se quedaron mirándose el uno al otro.
Azirafel extendió las manos, elegantes y cuidadas.
—Mi gente está más que contenta de que vaya a ocurrir, ¿sabes? Es que de eso se trata, fíjate. La gran prueba final. Espadas llameantes, los Cuatro Jinetes, mares de sangre, y toda la pesca —se encogió de hombros.
—¿Y ya está, «Game Over, Insert Coin»? —dijo Crowley.
—A veces me cuesta un poco seguir tus métodos de expresión.
—Pues a mí me gustan los mares como están. No tiene por qué pasar. No hay que someterlo todo a la destrucción para ver si lo has hecho bien.
Azirafel volvió a encogerse de hombros.
—Me temo que ésa es tu inefable opinión.
El ángel se estremeció y se echó el abrigo a los hombros. Empezaban a acumularse nubes sobre la ciudad.
—Vamos a algún sitio donde no haga frío —propuso.
—¿Eso es una invitación? —dijo Crowley desanimado.
Caminaron un rato en sombrío silencio.
—No es que no esté de acuerdo contigo —se explicó el ángel mientras caminaban desganados por la hierba—, pero no me está permitido desobedecer. Ya lo sabes.
—Ni a mí —protestó Crowley.
Azirafel le miró de soslayo.
—Venga ya, hombre —dijo—, tú eres un demonio, al fin y al cabo.
—Ya. Pero los míos defienden la desobediencia en términos generales, y no la desobediencia específica; ésa la tratan con mano dura.
—¿Desobedecerles a ellos, por ejemplo?
—Eso es. Te sorprenderías. O tal vez no. ¿Cuánto tiempo crees que nos queda?
Crowley alzó una mano hacia el Bentley, desactivando el cierre centralizado.
—Depende de la profecía —aseguró Azirafel, metiéndose en asiento del pasajero—. Hasta final de siglo seguro, aunque podemos esperar que se den ciertos fenómenos previamente. A la mayoría de los profetas del pasado milenio les preocupaba más la escansión que la precisión.
Crowley señaló la llave de contacto. Giró.
—¿Qué? —dijo.
—Claro —dijo el ángel amablemente—: «Y el Mundo llegará a su fin, en el año na na ná uno». O dos, o tres, o lo que sea. No hay muchas cosas que rimen con seis, así que será el mejor año.
—¿Qué clase de fenómenos?
—Cabras de dos cabezas, señales en el cielo, gansos volando hacia atrás, lluvia de peces. Cosas así. La presencia del Anticristo afecta al funcionamiento normal de la causalidad.
—Ya veo.
Crowley puso el coche en marcha. Entonces se acordó de algo. Chasqueó los dedos.
El cepo de la rueda desapareció.
—Vamos a comer —propuso—. Te debo una comida de cuando… ¿cuándo fue?
—París, 1793 —contestó Azirafel.
—Ah, sí. El Reinado del Terror. ¿Ésa era nuestra o vuestra?
—Vuestra, ¿no?
—No me acuerdo. Pero era un restaurante estupendo.
Al pasar por delante de un guardia urbano anonadado, el cuaderno que llevaba se prendió por combustión espontánea, para el asombro de Crowley.
—Estoy seguro de que no pretendía hacer eso —dijo.
Azirafel se puso colorado.
—He sido yo —confesó—. Siempre he pensado que vosotros los inventasteis.
—¿No fuisteis vosotros? Nosotros creíamos que eran vuestros.
Crowley miró el humo por el retrovisor.
—Venga —dijo—. Vamos al Ritz.
Crowley no se había molestado en hacer ninguna reserva. En su mundo, reservar mesa lo hacían los demás.
* * *
Azirafel coleccionaba libros. Si hubiera sido sincero consigo mismo habría admitido que su librería era sencillamente un lugar donde guardarlos. No era nuevo en aquello. Para seguir con la tapadera de clásica tienda de libros de segunda mano empleaba todos los medios posibles, sin llegar a la violencia física —pero por poco—, para evitar que los clientes los comprasen. Desagradables olores a humedad, miradas fulminantes, horario imprevisible… era increíblemente bueno en aquello.
Llevaba mucho tiempo coleccionando libros y, como todos los coleccionistas, se había especializado.
Tenía más de sesenta libros de predicciones relativas al progreso de los últimos siglos del segundo milenio. Tenía debilidad por las primeras ediciones de Wilde. Y tenía un juego completo de Biblias Infames, cada una con un nombre acorde a los errores de imprenta correspondientes.
Entre aquellas Biblias se hallaba la Biblia de los Injustos, así denominada a causa de una errata mediante la cual proclamaba, en la Primera Carta a los Corintios, «¿Es que no sabéis que los injustos heredarán el reino de Dios?» y la Biblia Perversa, impresa por Barker y Lucas en 1632, en la que la palabra «no» se omitió del séptimo mandamiento, transformándolo en «Cometerás Adulterio». También estaba la Biblia del Indulto, la Biblia de la Melaza, la de los Peces en Pie, la de Charing Cross y todas las demás. Azirafel las tenía todas. Incluso la más difícil de encontrar, una Biblia publicada en 1651 por la editorial londinense Bilton & Scaggs.
Fue el primero de sus tres grandes desastres editoriales.
El libro se conocía como la Biblia del Carajo. El extenso error, por llamarlo de alguna manera, del cajista, se halla en el libro de Ezequiel, capítulo 48, versículo cinco.
2. Limitando con Dan, desde la frontera oriental hasta la occidental: Aser una parte.
3. Limitando con Aser, desde la frontera oriental hasta la occidental: Neftalí, una parte.
4. Limitando con Neftalí, desde la frontera oriental hasta la occidental: Manasés, una parte.
5. Al carajo, ya. Estoy hasta las mismísimas narices de componer. Mírese por donde se mire, el señor Bilton no es un caballero, y el señor Scaggs no es más que un zoquete usurero y agarrado. A fe mía, con el buen tiempo que hace hoy, cualquier hombre de Dios que tenga un poco de sentido común debería estar gozando del sol y no encerrado todo el santo día en este viejo taller enmohecido. @☆¡Æ @ ; !☆
6. Y limitando con Efraim, desde la frontera oriental hasta la occidental: Rubén, una parte[8].
El segundo desastre editorial de Bilton & Scaggs ocurrió en 1653. Un golpe de escasa buena suerte hizo que consiguieran uno de los célebres libros en cuartos mayores, los «Cuartos Perdidos», las tres obras de teatro de Shakespeare que no se reeditaron en folio, y quedaron reservadas para siempre a los eruditos y al público teatral. Sólo sus títulos han llegado hasta nosotros. La siguiente es la primera obra de teatro del autor, La Comedia de Robin Hood o El Bosque de Sherwood[9].
El Señor Bilton había pagado casi seis guineas por el libro, y pensó que podría sacar casi el doble con sólo la edición en folio y cartoné.
Y lo perdió.
El tercer gran desastre editorial de Bilton & Scaggs jamás llegaron a comprenderlo ninguno de los dos. Allá donde mirasen, se vendían los libros de profecías como churros. La edición inglesa del Siglos de Nostradamus iba ya por la tercera edición, y cinco Nostradamus, los cinco asegurando ser el auténtico, se encontraban en plena gira triunfal. Y la Colección de Profecías de la Madre Shipton se estaba agotando.
Cada una de las grandes editoriales de Londres —había ocho— contaba con un Libro de Profecías como mínimo en el catálogo. Todos eran desenfrenadamente erróneos, pero ese aire de omnipotencia imprecisa y generalizada los había hecho tremendamente famosos. Se vendían a millares, a decenas de millares.
—¡Es una mina de oro! —le dijo el Señor Bilton al Señor Scaggs[10]—. ¡El público está pidiendo a gritos semejante bazofia! Hemos de imprimir un libro de profecías de alguna bruja.
El manuscrito llegó a su puerta a la mañana siguiente; el sentido del tiempo del autor, como siempre, era exacto.
Aunque ni el Señor Bilton ni el Señor Scaggs se dieron cuenta, el manuscrito que acababan de recibir era la única obra profética de la historia completamente constituida por predicciones correctas acerca de los siguientes trescientos cuarenta años; era una descripción precisa y exacta de los acontecimientos que culminarían en el Apocalipsis. Se podía poner la mano en el fuego por todos y cada uno de los detalles.
Bilton & Scaggs lo publicó en septiembre de 1655, un buen momento para las ventas navideñas[11], y fue el primer libro impreso en Inglaterra cuyos restos de edición hubo que liquidar.
No se vendió.
Ni siquiera el ejemplar de aquella minúscula tienda de Lancashire con el cartón que decía «Autor local» junto al libro.
A la autora del libro, una tal Agnes la Chalada, no le sorprendió aquello, pero también era muy difícil sorprender a aquella mujer.
De todas maneras, no lo había escrito por las ventas o por los royalties, ni siquiera por la fama. Sólo lo hizo por el ejemplar gratis que le correspondía al autor por ley.
Nadie sabe qué ocurrió con las legiones de copias que no se vendieron. No queda ninguna en colecciones de museo ni privadas. Ni siquiera Azirafel posee algún ejemplar, pero sólo de pensar en poner sus cuidadas manos en uno le temblarían las piernas de emoción.
Y es que sólo quedaba un ejemplar de las profecías de Agnes la Chalada en todo el mundo.
Se encontraba en una estantería a unos sesenta kilómetros de donde Crowley y Azirafel disfrutaban de una comida bastante exquisita y, metafóricamente, acababa de poner en marcha la cuenta atrás.
* * *
Eran las tres en punto. El Anticristo llevaba quince horas en la Tierra, y un ángel y un demonio habían estado bebiendo sin parar a la salud de los tres.
Estaban sentados uno enfrente del otro en la trastienda de la vieja y lúgubre librería de Azirafel, en el Soho.
Casi todas las librerías de ese barrio tienen trastienda, y casi todas las trastiendas están abarrotadas de libros muy difíciles de encontrar o al menos muy caros. Pero los de Azirafel no estaban ilustrados. Tenían tapas marrones y sus páginas crujían. Alguna vez, si no tenía más remedio, vendía alguno.
Y alguna vez, unos hombres serios con trajes negros venían a proponerle, con mucha educación, que vendiera el establecimiento para que lo pudieran convertir en el tipo de tienda al por menor más acorde a la zona. Y otras veces, mientras hablaban, otros hombres con gafas oscuras se paseaban por la librería meneando la cabeza y comentando lo inflamable que era el papel y lo peligroso que era aquel cuchitril en caso de incendio.
Y Azirafel asentía con la cabeza y sonreía, diciendo que lo pensaría. Entonces se iban. Y no volvían nunca.
Que uno fuera un ángel no quería decir que fuera tonto.
La mesa que los separaba estaba cubierta de botellas.
—El caso es que… —dijo Crowley—. El caso es que; el caso es que —trató de fijar la mirada en Azirafel.
—El caso es… —repitió, y trató de pensar en algún caso.
—A donde quiero llegar —dijo animándose—, es a los delfines. El caso son los delfines.
—Pues unos peces —dijo Azirafel.
—Nononono —contestó Crowley agitando el dedo—. Mamíferos. Mamíferos corrientes. La diferencia es que… —Crowley se adentró en el pantano de su mente y trató de acordarse de la diferencia—. La diferencia es que…
—¿Se aparean fuera del agua? —dijo Azirafel sin que se le preguntara.
Crowley arrugó la frente.
—Lo dudo. Seguro que no. Era algo de sus crías. Bueno, lo que sea —trató de mantener la compostura—. El caso es que… el caso es que tienen cerebro.
Alcanzó una botella.
—¿Y qué que tengan cerebro? —preguntó el ángel.
—Pues que lo tienen grande. Ahí quería yo llegar. Al tamaño. Eso es. Un cerebro de tamaño gigantesco. Y luego las ballenas. Un pedazo de cerebro como una casa. Te lo digo yo. Todo el mar lleno de cerebros.
—El kraken —dijo Azirafel, mirando su vaso malhumorado.
Crowley le echó la mirada detenida de alguien a quien le acaba de caer una viga en el hilo de las ideas.
—¿Eh?
—Es una bestia descomunal —dijo Azirafel—. Duerme bajo los truenos de la profundidad superior. Bajo montañas de innumerables algas marinas enormes, como popi… poli, pólipos, ¿sabes? Se supone que saldrá a la superficie justo al final, cuando el mar hierva.
—¿Sí?
—Seguro.
—Pues ya está —dijo Crowley reclinándose—. Todo el mar hirviendo a borbotones, los pobrecitos delfines convertidos en menudillos para sopa de marisco y a nadie le importa un carajo. Y los gorilas qué. Toma ya, dirán, todo el cielo rojo, las estrellas cayéndose… ¿qué les echarán a los plátanos hoy en día? Y luego…
—Perdona, pero los gorilas hacen nidos —protestó el ángel, poniéndose otra copa y acertando en el vaso a la tercera.
—Qué va.
—Verdad de Dios. Lo vi en una peli. Hacen nidos.
—Eso son los pájaros —replicó Crowley.
—Que son nidos —insistió Azirafel.
Crowley decidió no discutir aquel aspecto.
—Bueno, pues eso —dijo—. Todas las criaturas grandes y no. No tan grandes, quiero decir. Grandes y pequeñas. Que todas tienen cerebro. Y van y se cuecen.
—Pero tú eres parte de eso —dijo Azirafel—. Tientas a la gente. Y se te da bien.
Crowley dejó el vaso en la mesa de golpe.
—Eso es distinto. No tienen que decir que sí. Es la parte inefable, ¿no? Tu bando lo inventó. Tenéis que poner a prueba a la gente. Pero no destruirla.
—Vale, vale. No me hace más gracia que a ti, pero ya te he dicho que no puedo desbo… desode… no hacer lo que me manden. Soy un ángel.
—En el Cielo no hay cines —dijo Crowley—. Y muy pocas películas.
—No te atrevas a tentarme a mí —exclamó Azirafel desconsoladamente—. Que te conozco, serpiente.
—Tú piénsalo —insistió Crowley incansable—. ¿Pero sabes qué es la eternidad? ¿Lo sabes, eh, lo que es la eternidad? O sea, ¿sabes lo que es la eternidad? Tienes la gran montaña, vale, de un kilómetro de alta, en el fin del universo, y una vez cada mil años el pájaro…
—¿Qué pájaro? —preguntó Azirafel desconfiado.
—El pájaro este que te estoy diciendo, que cada mil años…
—¿El mismo cada mil años?
Crowley vaciló.
—Mm… sí —dijo.
—Pues vaya pájaro más carcamal.
—Vale. Y cada mil años el pájaro vuela…
—Será que cojea…
—… vuela hasta la montaña y se afila el pico…
—Oye, para. No puede ser. De aquí al fin del universo hay mucha… —el ángel agitó la mano, expresivo aunque vacilante—. Muchaaaa… mucha comosellame, amigo mío.
—Bueno, pero llega igual.
—¿Cómo?
—Eso da igual.
—Podría ir en nave espacial —sugirió el ángel.
Crowley aflojó un poco.
—Sí —dijo—, vale. El caso es que ese pájaro…
—Pero es que estamos hablando del fin del universo —puntualizó Azirafel—. Tendría que ser de esas naves en que los que llegan al destino son tus descendientes. Y les tienes que decir, dices: Cuando lleguéis a la Montaña, tenéis que… —dudó—. ¿Qué tenían que hacer?
—Afilarse el pico en la montaña —dijo Crowley—, y luego volver…
—En la nave espacial…
—Y al cabo de mil años vuelta a empezar —se apresuró a terminar Crowley.
Hubo un momento de embriagado silencio.
—Demasiado esfuerzo sólo para afilarse el pico —reflexionó Azirafel.
—Escucha —dijo Crowley apresuradamente—, el caso es que el pájaro al final ha desgastado la montaña, ¿no?, y entonces…
Azirafel abrió la boca. Crowley sabía que iba a apuntar algo acerca de la dureza relativa de los picos de las aves y de las montañas de granito, y siguió rápidamente.
—… y tú aún no habrás acabado de ver Sonrisas y lágrimas.
Azirafel se quedó de piedra.
—Y te encantará —dijo Crowley sin piedad—. Te lo digo en serio.
—Querido amigo…
—Estás condenado.
—Escucha…
—El Cielo tiene el gusto en el culo.
—Oye…
—Y restaurantes de sushi, ni uno ni medio.
Una mirada de dolor surcó el rostro del ángel, de pronto muy serio.
—No puedo hacer frente a todo eso estando borracho —dijo—. Voy a serenarme.
—Yo también.
Los dos se estremecieron al retirarse el alcohol de sus venas, y se sentaron en mejor postura. Azirafel se ajustó la corbata.
—No puedo interferir en los planes divinos —afirmó con voz ronca. Crowley, especulador, miró su vaso y lo volvió a llenar.
—¿Y en los diabólicos? —preguntó.
—¿Cómo dices?
—Bueno, no puede ser más que un plan diabólico, ¿no? Lo estamos llevando a cabo nosotros. Mi bando.
—Ah, pero es parte del plan divino general —dijo Azirafel—. Tu bando no puede hacer nada que no sea parte de un inefable plan divino —añadió, con un atisbo de petulancia.
—Qué más quisieras tú.
—No, es el… —Azirafel chasqueó irritado los dedos—, bueno, eso. ¿Cómo decías tú en tu colorida jerga? El final de la balanza.
—El balance final.
—Eso.
—Bueno… si estás seguro… —dijo Crowley.
—Sin duda alguna.
Crowley levantó la vista con una mirada de picardía.
—Entonces no puedes saber seguro, corrígeme si me equivoco, si frustrarlo es o no parte del plan divino. O sea, se supone que tienes que frustrar cada una de las tretas del Maligno, ¿no?
Azirafel vaciló.
—También es verdad.
—Descubres una treta, y la frustras, ¿no es así?
—Grosso modo, pero sí. Lo que hago yo es ayudar a los humanos a que frustren ellos las tretas. Por la inefabilidad, ya sabes.
—Bien, bien. Así que lo único que tienes que hacer es frustrarlo todo. Porque si de algo estoy seguro —dijo Crowley atropelladamente— es de que el nacimiento es sólo un principio. Lo que importa es cómo se cría. Las Influencias. De lo contrario el niño jamás aprendería a usar sus poderes —vaciló un instante—. Al menos, no como se supone.
—Seguro que a mi bando no le importaría que yo frustrara tus esfuerzos —constató Azirafel pensativo—. En absoluto les importaría.
—Claro que no. Podrías ganarte la aureola de oro —Crowley le dedicó al ángel una sonrisa alentadora.
—¿Y qué le pasará al niño si no recibe una educación satánica? —preguntó Azirafel.
—Probablemente nada. No se enterará nunca.
—Pero la genética…
—Déjate de genética. ¿Qué tendrá que ver? —le espetó Crowley—. Mira a Satán. Fue creado como un ángel y cuando crece va y se convierte en el Gran Adversario. Si te vas a meter en genética, también podrías decir que el niño se convertirá en ángel. Al fin y al cabo su padre era un pez gordo en el Cielo en aquellos tiempos. Decir que se convertirá en demonio es como decir que un ratón sin rabo tendrá crías sin rabo. La educación lo es todo. Te lo digo yo.
—Y sin influencias satánicas no contestadas…
—Lo peor que podría pasar es que el Infierno tuviera que empezar otra vez de cero. Y que la Tierra dure al menos once años más. Vale la pena, ¿no?
Ahora Azirafel volvía a estar meditabundo.
—¿Estás diciendo que el niño no es maligno en esencia? —le preguntó despacio.
—Es potencialmente maligno. Y bueno también, supongo. Es malo en potencia, y esa potencialidad está esperando que le den forma —se explicó Crowley. Se encogió de hombros—. Pero claro, ¿estamos hablando de bueno como tú o como yo? Son nombres para nuestros bandos. Eso ya los sabemos.
—Supongo que vale la pena intentarlo —dijo el ángel. Crowley asintió con entusiasmo.
—¿Trato hecho? —dijo el demonio tendiéndole la mano.
El ángel se la estrechó, cautelosamente.
—Seguro que es más interesante que los santos —opinó.
—Además es por el bien del niño, a largo plazo —añadió Crowley—. Seremos una especie de padrinos. Se podría decir que vamos a ser los responsables de su educación religiosa.
A Azirafel se le iluminó el rostro.
—Eso nunca se me había ocurrido —dijo—. Padrinos. ¡Vaya, fíjate!
—No está mal —aseguró Crowley—, una vez te acostumbras.
* * *
La conocían como Scarlett. Por aquellos tiempos vendía armas, pero ya empezaba a perder interés. No solía aguantar mucho en un mismo trabajo. Trescientos o cuatrocientos años en el exterior no eran para engancharse a la rutina.
Tenía el pelo caoba natural, ni pelirrojo ni castaño, sino de un fuerte color cobre bruñido, que le caía hasta la cintura en trenzas por las que un hombre mataría, lo que de hecho ocurría a menudo. Tenía los ojos de un extraordinario tono naranja. Parecía tener veinticinco años, y siempre los tenía.
Conducía un polvoriento camión color terracota lleno de armamento variado, con una habilidad inaudita para pasarlo por cualquier frontera del mundo. Estaba de camino a un pequeño país sudafricano, donde se estaba librando una guerra civil de poca importancia, a entregar una mercancía que, con un poco de suerte, la convertiría en una guerra civil de gran importancia. Desgraciadamente el camión se averió de tal manera que ni siquiera ella podía repararlo.
Y eso que se le daba muy bien la maquinaria últimamente.
Se encontraba en medio de una ciudad[12]. Era la capital de Tierra Kumbola, una nación africana que había vivido en paz durante los últimos tres mil años. Se llamó Tierra Sir Humphrey Clarkson durante treinta años pero como el país no tenía ninguna reserva mineral y gozaba de la importancia estratégica de un plátano, se acercaba al autogobierno a pasos agigantados. Tierra Kumbola era pobre, tal vez, y aburrida sin duda alguna, pero pacífica. Sus diversas tribus, que se llevaban bastante bien entre ellas, habían empezado a cambiar sus espadas por arados tiempo atrás; estallo una lucha en la plaza de la ciudad en 1952, entre un arriero de bueyes borracho y un ladrón de bueyes también borracho. Aún se hablaba de ello.
Scarlett bostezó acalorada. Se abanicó la cabeza con su sombrero de ala ancha, dejó el camión inservible en la calle polvorienta y se metió en un bar.
Compró una lata de cerveza, la vació y sonrió al camarero.
—Tengo un camión que reparar —dijo—. ¿Hay alguien aquí con quien pueda hablar?
El camarero esbozó una amplia sonrisa blanca y expansiva. Estaba impresionado por la forma en que se había bebido la cerveza.
—Sólo Nathan, señorita. Pero ha vuelto a Kaounda a ver la granja de su suegro.
Scarlett compró otra cerveza.
—Nathan. Bien. ¿No se sabe cuándo volverá?
—Puede que la semana que viene. O la otra, querida señorita. Este Nathan… vaya picarón, ¿eh?
Se inclinó hacia delante.
—¿Viaja sola, señorita?
—Sí.
—Podría ser peligroso. Hay gente un poco rara en las carreteras desde hace algún tiempo. Malos tipos. No son chicos de por aquí —añadió muy deprisa.
Scarlett levantó una ceja perfecta.
A pesar del calor, él se estremeció.
—Gracias por avisarme —dijo Scarlett con un arrullo. Su voz sonaba como algo que acecha entre las hierbas, que sólo se distingue por el movimiento de sus orejas, hasta que algo más joven y tierno se le acerca.
Se despidió de él levantándose el sombrero y se encaminó afuera.
El ardiente sol africano le cayó encima; su camión aguardaba en la calle con un cargamento de rifles, de munición y de minas de tierra. No iba a ningún lado.
Scarlett observó el camión.
En la baca había un buitre Había viajado con Scarlett casi quinientos kilómetros. Estaba eructando discretamente.
Ella miró la calle: dos mujeres charlaban en una esquina; un tendero aburrido estaba sentado frente a un montón de vasijas de calabaza seca, espantando las moscas; unos cuantos niños jugaban perezosos en el polvo.
—Qué diablos —dijo en voz baja—. No me vendrían mal unas vacaciones.
Era un miércoles.
Para el viernes, la ciudad ya era zona prohibida.
Para el martes siguiente, la economía de Tierra Kumbola estaba arruinada, veinte mil personas habían muerto (incluido el camarero, al que los rebeldes dispararon cuando arrasaron las barricadas del mercado), casi cien mil personas resultaron heridas, todas las armas variadas de Scarlett habían cumplido la función a la que estaban destinadas, y el buitre había muerto de Degeneración Adiposa.
Scarlett ya había subido al último tren que dejaba el país. Sintió que ya era hora de largarse. Llevaba demasiado tiempo con las armas. Quería cambiar. Quería algo con posibilidades. Le gustaba la idea de ser periodista. Era una opción. Se abanicó con el sombrero, y cruzó las largas piernas.
Tren abajo, más lejos, estalló una pelea. Scarlett sonrió. La gente siempre se estaba peleando por ella y a su alrededor; muy tierno, sí señor.
* * *
Sable tenía el pelo negro, una cuidada barba negra y acababa de decidir que iba a montar un negocio.
Había salido a tomar algo con su contable.
—¿Cómo vamos, Frannie? —le preguntó a la chica.
—Hemos vendido doce millones de ejemplares hasta ahora. ¿A que es increíble?
Estaban de copas en un restaurante llamado Cima de los Seises, en la cima del 666 de la Quinta Avenida, Nueva York. Aquello siempre le había parecido sutilmente divertido a Sable. Desde las ventanas del restaurante se veía todo Nueva York; por la noche, todo Nueva York veía los enormes 666 que adornaban los cuatro lados del edificio. Naturalmente, no era más que otro número de portal. Si uno empezaba a contar, acabaría llegando. Pero tenían que hacer la gracia.
Sable y su contable acababan de salir de un pequeño y caro restaurante, especialmente exclusivo, de Greenwich Village, donde la cocina era completamente nouvelle: un haba, un guisante y una tajada de pechuga de pollo estéticamente dispuestos en un plato de porcelana cuadrado.
Sable se lo inventó la última vez que estuvo en París.
Su contable se había ventilado la carne y las dos verduras en menos de cincuenta segundos, y el resto del tiempo se había dedicado a mirar el plato, la cubertería, y de vez en cuando a los demás comensales, de un modo que sugería que debía de preguntarse cómo estarían sus platos, como era el caso.
Con aquello, Sable pasó un rato divertidísimo.
Jugaba con su botella de agua mineral.
—¿Doce millones, dices? No está nada mal.
—Está fenomenal.
—De modo que vamos a montar el negocio del siglo. Es hora de hacerlo a lo grande, ¿no crees? Estoy pensando en California. Quiero fábricas, restaurantes, y todo el tinglado. Seguiremos con la rama editorial, pero tenemos que ir diversificándonos. ¿Qué te parece?
Frannie asintió.
—Parece una buena idea, Sable. Tendremos que…
La interrumpió un esqueleto. Un esqueleto con traje de Dior, con la piel morena tan estirada que estaba a punto de rasgarse para mostrar el cráneo. El esqueleto tenía el pelo rubio y largo, y los labios impecablemente pintados: tenía el aspecto de una persona a la que las madres del mundo señalarían, murmurando: «Así te quedarás tú si no te comes la verdura» parecía un cartel de asistencia a las víctimas del hambre con estilo.
Era la top model más famosa de Nueva York, y llevaba un libro. Dijo:
—Disculpe, señor Sable, espero no molestar; es que su libro me ha cambiado la vida, y quería… que me firmara un autógrafo —le miró implorante con unos ojos hundidos en las cuencas gloriosamente sombreadas.
Sable asintió cortésmente y le cogió el libro.
No era de extrañar que le hubiera reconocido, porque sus penetrantes ojos gris oscuro no pasaban desapercibidos en la foto de la cubierta de color metálico. Hacer dieta sin comer: Ponte guapa adelgazando, se llamaba el libro; El libro del régimen del siglo.
—¿Cómo te llamas? —le preguntó.
—Sherryl. Con dos erres, «y» griega y ele.
—Me recuerdas a una antigua amiga —le dijo, mientras escribía rápida y cuidadosamente en la página del título—. Ahí tienes. Me alegro de que te gustara. Me gusta conocer fans.
Lo que había escrito era lo siguiente:
Sherryl,
Un celemín de trigo por el salario de un día; tres celemines de cebada por el salario de un día; pero el aceite y el vino no tocarlos.
Ap, 6-6.
Dr. Cuervo Sable.
—Es de la Biblia —le dijo.
La chica cerró el libro con reverencia y se alejó de la mesa dándole las gracias a Sable; no sabía lo que aquello significaba para ella, le había cambiado la vida, en serio…
En realidad no tenía el título médico que decía poseer, porque en sus tiempos no había universidades, pero Sable se daba cuenta de que estaba muriéndose de hambre. Calculó que le quedaban un par de meses al exterior. Sin comer. Acaba con tu problema de peso, definitivamente.
Frannie tecleaba en su ordenador portátil ansiosamente, planeando la próxima fase de la transformación de las costumbres alimentarias del mundo occidental a manos de Sable. Éste le había comprado el aparato como un regalo personal. Era muy, muy caro y ultra plano, casi raquítico. Le gustaban las cosas raquíticas.
—Hay un negocio europeo, el Holdings (Holdings) Incorporated, que podemos comprar como punto de apoyo inicial. Nos cubrirá la tasa base de Liechtenstein. Y si desviamos fondos por las Caimán a Luxemburgo, y de ahí a Suiza, podemos pagar las fábricas de…
Pero Sable ya no escuchaba. Estaba pensando en el pequeño restaurante exclusivo. Le había venido a la mente la idea de que no había visto jamás a gente tan rica pasando tanta hambre.
Sable sonrió con esa sonrisa sincera y honrada que va a la par con la satisfacción laboral, perfecta y pura. Sólo estaba matando el tiempo hasta el gran acontecimiento, pero lo estaba matando con increíble exquisitez. Matando el tiempo, y a veces a la gente.
* * *
A veces le llamaban Blanco, o White, o Albus, o Yeso o Weiss, o Nevada, o cualquier otro de cientos de nombres. Tenía la tez pálida, el pelo rubio apagado y los ojos gris claro. Si se le echaba una ojeada rápida, tenía unos veinte años, y ojeadas rápidas era lo que todo el mundo le echaba.
Era inmemorable casi por completo.
A diferencia de sus dos colegas, nunca se dedicaba al mismo trabajo mucho tiempo.
Tenía todo tipo de trabajos interesantes en diversos lugares.
(Había trabajado en la central nuclear de Chernobyl, en Windscale y en Three Mile Island en puestos de menor importancia.)
Había sido miembro, no destacado pero apreciado, de numerosos establecimientos de investigación científica.
(Gracias a él se diseñaron el motor de gasolina, los plásticos y latas con anilla.)
Podía dedicarse a lo que fuera.
Nadie se fijaba mucho en él. Era discreto, su presencia era acumulativa. Si uno se paraba a pensar, se acordaba de que algo estaba haciendo, de que estaba en alguna parte. De que tal vez tuviera alguna conversación con él. Pero uno se olvidaba fácilmente del Señor Blanco.
En aquel momento estaba de marinero en un petrolero rumbo a Tokio.
El capitán estaba borracho en su camarote. El primer oficial estaba en la proa, el segundo, en la galera. Y era toda la tripulación que había: barco estaba automatizado casi en su totalidad. No había mucho que una persona pudiera hacer.
Sin embargo, si por casualidad alguien pulsaba el botón de DESCARGA DE EMERGENCIA del puente, los sistemas automáticos se encargaban de soltar cantidades industriales de lodo en el mar, millones de toneladas de petróleo crudo, con un efecto devastador en las aves, peces, vegetación, en la fauna y en los humanos de la región. Naturalmente había, montones de engranajes y de medidas de seguridad infalibles pero, qué diablos, siempre los había.
Cuando todo hubo terminado, surgieron grandes discusiones acerca de quién era exactamente el culpable. No se acabó resolviendo la cuestión, y la culpa recayó sobre varios a partes iguales. Ni el capitán, ni el primer oficial volvieron a trabajar jamás.
Por alguna razón, nadie reparó demasiado en el marinero Blanco, que estaba ya a medio camino hacia Indonesia en un vapor cargado hasta los topes de toneles metálicos medio oxidados cargados con un herbicida particularmente tóxico.
* * *
Y había Otro. Estaba en la plaza de Tierra Kumbola. Y estaba en los restaurantes. Y en los peces, y en el aire, y en los toneles de herbicida Estaba en las carreteras, en las casas, en los palacios y en las chabolas.
En ninguna parte era un desconocido, y no había forma de alejarse de él. Estaba haciendo lo que mejor sabía hacer, y estaba haciendo lo que en esencia él era.
No estaba esperando. Estaba trabajando.
* * *
Harriet Dowling regresó a casa con su bebé, que, siguiendo el consejo de la Hermana Fe Prolija, que era más persuasiva que la Hermana Mary, y con el consentimiento telefónico de su marido, había bautizado como Warlock.
El Agregado Cultural volvió a casa una semana más tarde y declaró que el bebé era claramente el calco de la rama paterna de la familia. También mandó a su secretaria que pusiera un anuncio en la revista de ricachonas más conocida para buscar una niñera.
Crowley había visto Mary Poppins en la televisión unas Navidades (de hecho, entre bastidores, Crowley había metido mano en casi toda la programación; aunque de lo que más orgulloso estaba era de los concursos). Jugueteaba con la idea de un huracán como una forma efectiva y muy elegante de despachar la cola de niñeras, o más bien la estructura geométrica de señoras apiladas que seguramente se formaría a la puerta de la residencia del Agregado Cultural en Regent’s Park.
Se conformó con una salvaje huelga de metro y llegado el día, sólo apareció una candidata.
Llevaba un traje de tweed a medida y unos discretos pendientes de perlas. Algo en ella podía haber dicho niñera, pero con un tono de voz tan bajo como el que emplean los mayordomos británicos en cierto tipo de películas americanas. También tosía discretamente y farfullaba que podía ser la clase de niñera que anuncia servicios no especificados pero curiosamente explícitos en ciertas revistas.
Sus zapatos planos trituraban el paseo de gravilla; un perro gris caminaba a su lado en silencio, con la blanca saliva goteando por la mandíbula. Le brillaban los ojos rojos, y miraba hambriento de un lado a otro.
Llegó a la pesada puerta de madera, se sonrió a sí misma, un breve gesto de satisfacción, y llamó. El timbre sonaba lúgubre.
Un mayordomo de los de la vieja escuela[13], como se suele decir, les abrió la puerta.
—Soy la niñera, la Sra. Ashtoreth —le dijo—, y éste —continuó, mientras el perro miraba al mayordomo detenidamente, pensando tal vez dónde enterrar los huesos— es Rover.
Dejó al perro en el jardín, superó la entrevista airosa y la Sra. Dowling la condujo a conocer a su nuevo protegido.
Esbozó una desagradable sonrisa.
—Qué encanto de niño —dijo—. No tardará en pedir un triciclo.
Por una de esas coincidencias, otro miembro se unió al servicio aquella tarde. Era jardinero, y resultó ser sorprendentemente bueno en su trabajo. Nadie se explicaba por qué, dado que parecía que nunca cogiera una pala ni se esforzara por espantar del jardín a todas aquellas bandadas de pájaros repentinas que le rodeaban a la mínima ocasión. Siempre estaba sentado a la sombra mientras los jardines de la residencia florecían, florecían y florecían.
Warlock solía bajar a verle, cuando ya era bastante mayor para dar los primeros pasos y la niñera se dedicaba a lo que se dedicase en sus tardes libres.
—Ésta de aquí es la Amiguita Babosa —le decía el jardinero— esta diminuta criatura es el Amiguito Gorgojo de la Patata. Warlock, cuando recorras las veredas y las sendas del rico y efusivo camino de la vida, no te olvides de amar y respetar a todas las cosas vivas.
—La tata dice que laz cozaz vivaz no zon máz que zuelo pada que yo lo pize, Zeñod Fdanciz —balbuceaba el pequeño Warlock, acariciando la Amiguita Babosa y limpiándose después la mano concienzudamente en el chándal de la Rana Gustavo.
—No le hagas caso a esa mujer —le advertía Francis—. Tú hazme caso a mí.
Por la noche, la niñera le cantaba nanas a Warlock.
El Gran Duque de York,
Marchó con mil soldados,
Los hizo desfilar por toda la colina,
Y arrasó todas las naciones del mundo y les impuso
El reinado de Satán nuestro señor.
y también:
Cinco lobitos tiene la loba,
cinco lobitos detrás de la escoba,
Éste se fue al Hades.
Éste se quedó en casa.
Éste comió carne humana cruda y sudorosa.
Éste violó a vírgenes.
Y este chiquitín trepó por un montón de cadáveres para subir a la cima.
—El jaddinedo Fdanciz, que ez amigo mío, dice que tengo que zed vidtuozo dezintedezadamente y amad y dezpetad a todaz laz cozaz vivaz —decía Warlock.
—No le hagas caso a ese hombre, cariño —susurraba la niñera, arropándolo en su camita—. Hazme caso a mí.
Y así sucesivamente.
El Acuerdo iba sobre ruedas. Empate a cero. La niñera le compró un triciclo al niño, pero no logró que lo montara dentro de la casa. Y le daba miedo Rover.
En segundo plano, Crowley y Azirafel se veían en el piso de arriba de los autobuses, en las galerías de arte, en los conciertos; comparaban sus apuntes y sonreían.
Cuando Warlock cumplió seis años, la niñera se marchó, llevándose a Rover con ella; el jardinero presentó su dimisión el mismo día. Ninguno de los dos se fue con el paso tan ligero como cuando llegaron.
La educación de Warlock pasó a estar a cargo de dos tutores.
El señor Harrison le enseñaba cosas acerca de Atila el Rey de los Hunos, de Vlad Drakul y de la Oscuridad Intrínseca en el Alma Humana[14]. Trataba de enseñarle a Warlock a pronunciar discursos agitadores que marcaran los corazones y las mentes de las masas.
El señor Cortese le hablaba de Florence Nightingale[15], de Abraham Lincoln, y de apreciar el arte. Intentaba enseñarle a ejercer el libre albedrío, a abnegarse y a Tratar a los Demás como Quisiera que Ellos le Tratasen a Él.
Ambos le leían al niño muchos fragmentos del libro del Apocalipsis.
A pesar de los grandes esfuerzos de los dos, Warlock mostraba una tendencia lamentable a ser bueno en matemáticas. Ninguno de sus tutores estaba plenamente satisfecho con sus progresos.
A los diez años, a Warlock le gustaba el béisbol; le gustaban los juguetes de plástico que se transformaban en otros juguetes de plástico totalmente diferentes a los primeros excepto para un ojo experto; le gustaba el chicle con sabor a plátano; le gustaban los cómics, los dibujos y su BMX.
Crowley estaba inquieto.
Se encontraban en la cafetería del Museo Británico, un refugio más para los cansados soldados de a pie de la Guerra Fría. En la mesa de su derecha tenían a dos americanos trajeados tiesos como palos de escoba que entregaban subrepticiamente un maletín lleno de dólares deshonestos a una mujer menuda con gafas de sol; en la mesa de la derecha tenían al subdirector del departamento británico de inteligencia suprema y al dirigente de la división local de la KGB discutiendo acerca de quién debía quedarse con la cuenta del té con pastas.
Crowley dijo por fin lo que no se había atrevido ni siquiera a pensar en la última década.
—Para mí —declaró a su homólogo— es tan normal que da asco.
Azirafel se embutió en la boca otro huevo duro con salsa diábola y regó con café para que pasara. Se secó los labios dándose toquecitos con una servilleta de papel.
—Es la buena influencia de un servidor —sonrió—. O mejor dicho, hay que reconocerlo, de todo mi equipo.
Crowley negó con la cabeza.
—Eso ya lo tengo en cuenta. Mira, a estas alturas ya debería estar intentando adaptar el mundo que le rodea a sus propios deseos, haciéndolo a su imagen y semejanza y esas cosas. Y bueno, no sólo intentándolo. Lo haría sin darse cuenta. ¿Has visto algo que indicara que eso es así?
—Pues no, pero…
—A estas alturas debería ser una fuente inagotable de fuerza pura. ¿Lo es?
—Por lo que yo he visto no, pero…
—Es demasiado normal —Crowley tamborileó con los dedos en la mesa—. No me gusta, algo me huele mal. Pero no sabría decir qué.
Azirafel le cogió a Crowley un poco de cabello de ángel de su tarta.
—Está creciendo. Y además, ten en cuenta la influencia celestial que hay en su vida.
Crowley suspiró.
—Sólo espero que sepa cómo arreglárselas con el perro del infierno.
Azirafel levantó una ceja.
—¿Qué perro del infierno?
—En su undécimo cumpleaños. Recibí un mensaje del Infierno anoche —el mensaje llegó durante Las chicas de oro, una de las series preferidas de Crowley. Rose había tardado diez minutos en relatar lo que podía haber sido un comunicado bastante breve, y para cuando se reanudó el servicio no infernal, Crowley había perdido el hilo de la trama—. Le van mandar un perro para que le acompañe a todas partes y le proteja de toda agresión. El más grande que tengan.
—¿Pero no se darán cuenta de que ha aparecido de repente un perro negro enorme? Sus padres, para empezar.
Crowley se levantó de golpe y le dio un pisotón a un agregado cultural búlgaro, que conversaba animado con el Guardián de las Antigüedades de Su Majestad.
—Nadie encontrará nada fuera de lo normal. Es la realidad, ángel. Y el joven Warlock puede hacer lo que le plazca al respecto, lo sepa o no.
—¿Y cuándo aparecerá? El perro, quiero decir. ¿Tiene nombre?
—Te lo he dicho. Cuando cumpla once años. A las tres de la tarde. Supongo que se abalanzará sobre él. Él le dará un nombre, en teoría. Eso es muy importante. Definirá el propósito de la fiera. Seguro que le pone Asesino, o Terror, o Espía Nocturno.
—¿Vas a ir? —preguntó el ángel con toda tranquilidad.
—No me lo perdería por nada del mundo —le contestó Crowley—. Y de verdad espero que no pase nada malo con ese niño. De todas formas ya veremos cómo reacciona al perro. Eso nos tendría que dar alguna pista. Espero que lo devuelva, o que le asuste. Si le pone nombre, estamos perdidos. El perro adquiere todos sus poderes y el Apocalipsis está a la vuelta de la esquina.
—Creo —dijo Azirafel, dando un sorbo a su vaso de vino (que acababa de pasar de ser un Beaujolais algo avinagrado a ser un aceptable aunque bastante sorprendido Chateau Lafitte de 1875)— que nos veremos allí.