Cuentan las teorías actuales acerca de la Creación que, si el Universo fue creado y no sólo apareció allí, que es lo que ocurrió extraoficialmente, nació hace entre diez mil y veinte mil millones de años.
Estas fechas están equivocadas.
Los eruditos judíos de la Edad Media establecieron la fecha de la Creación en el año 3760 a. C. Los teólogos griegos estimaron que se remontaba al 5508 a. C.
Sugerencia que también está equivocada.
El Arzobispo James Usher (1580-1656) publicó Annales Veteris et Novi Testamenti en 1654; en dicho documento se sugiere que el Cielo y la Tierra fueron creados en el 4004 a. C. Uno de sus consejeros profundizó en los cálculos y logró anunciar triunfalmente que la Tierra fue creada el Domingo 21 de octubre del año 4004 a. C., a las 9 en punto de la mañana, porque a Dios le gustaba ponerse a trabajar bien pronto, aprovechando que estaba más despejado.
También se equivocó. Por algo menos de un cuarto de hora.
Todo el asunto de los esqueletos de dinosaurios fosilizados fue un chiste que los paleontólogos no acaban de coger.
Lo que demuestra dos cosas:
La primera, que Dios se rige por patrones extremadamente misteriosos, por no decir tortuosos. Dios no juega a los dados con el universo; juega a un juego inefable de invención Propia, que se podría comparar, desde la perspectiva de cualquiera de los jugadores[1], a verse envuelto en una versión oscura y compleja del póquer en una sala a media luz, con cartas en blanco, apuestas infinitas y un Tío que reparte sin explicar las reglas y que no para de sonreír.
La segunda, que la Tierra es Libra.
La predicción astrológica de Libra en el horóscopo del diario de Tadfield hoy, día en que empieza esta historia, dice:
LIBRA, 24 de septiembre-23 de octubre:
Es posible que se sienta agotado y harto de la rutina cotidiana. De gran importancia serán los asuntos domésticos y familiares, que dejó a un lado en su momento. Evite los riesgos innecesarios. Tiene un amigo al que se siente muy unido. Aparque las decisiones importantes hasta que el camino le quede despejado. Posible indisposición a raíz de la vulnerabilidad del estómago, evite las ensaladas. Podría presentarse una ayuda inesperada.
Absolutamente correcto en todos los aspectos salvo el fragmento de las ensaladas.
* * *
No era una noche oscura ni tormentosa.
Debería haberlo sido, pero el tiempo está como una cabra. Por cada científico loco que da con una tormenta eléctrica la noche en que termina la Obra Maestra que yace en la mesa de autopsias, cientos pasan el rato, ociosos, bajo el pacífico cielo estrellado mientras Igor se va apuntando horas extra.
Pero que la niebla (y más tarde la lluvia, y la temperatura bajando a unos siete grados) no dé a nadie una falsa sensación de seguridad. Sólo porque la noche esté tranquila no hay que dar por sentado que las fuerzas del mal no andan sueltas. Siempre salen al exterior. Están en todas partes.
Siempre. Ahí está el meollo de la cuestión.
Dos de ellas acechaban en el cementerio en ruinas. Dos siluetas oscuras, una jorobada y achaparrada y la otra delgada y amenazadora, ambas acechadoras de alto rango. Si Bruce Springsteen hubiera grabado «Nacido para Acechar», en la portada saldrían aquellos dos. Llevaban una hora acechando entre la niebla, pero sabían cuál era su límite y podían seguir acechando toda la noche si hacía falta, lo bastante amenazadores y hoscos como para aguantar hasta un arranque final de acecho al amanecer.
Por fin, al cabo de otros veinte minutos, uno de ellos dijo:
—Ya estoy hasta las narices. Tendría que haber llegado hace horas.
El que acababa de hablar se llamaba Hastur. Era Duque del Infierno.
* * *
Existen diversos fenómenos —guerras, plagas, inspecciones sorpresa— que demuestran que la mano de Satán se esconde tras los asuntos del Hombre. Pero todo el mundo está de acuerdo en una cosa: el momento en que los estudiantes de demonología toman la circunvalación de la M25 hacia Londres es la prueba que se lleva la palma.
Naturalmente, es erróneo dar por sentado que la carretera es diabólica por la inaudita mortandad y la frustración que engendra a diario.
Y es que no hay muchos sobre la faz de la Tierra que sepan que la forma de la M25 corresponde a la del sello odegra en la lengua del Sacerdocio Negro del Antiguo Mu, que significa «Salve a la Bestia, Devoradora de Mundos». Los miles de motoristas que recorren esa serpenteante distancia cada día surten el mismo efecto que el agua en el báculo de un monje tibetano, en contacto constante con una niebla de mal de menor grado que va contaminando la atmósfera metafísica en kilómetros y kilómetros a la redonda.
Aquel era uno de los mayores logros de Crowley. Le había costado años conseguirlo, tres pirateos informáticos, robos en dos casas, un soborno de menor cuantía y, una noche húmeda en que todo le había fallado, pasarse dos horas en un campo embarrado moviendo los hitos unos pocos metros insospechadamente significativos desde el punto de vista ocultista. Al contemplar la primera caravana de cincuenta kilómetros le invadió esa encantadora sensación tan agradable que le da a uno un juego sucio bien jugado.
Con ello se había ganado un ascenso.
Crowley iba a 170 por alguna parte del este de Slough. Su aspecto no tenía nada especialmente demoníaco, al menos desde el punto de vista clásico. No tenía cuernos ni alas. Cierto era que estaba escuchando una cinta de éxitos de Queen, pero no se debería sacar ninguna conclusión de ello, porque todas las cintas que se pasan dos semanas o más en un coche se transforman automáticamente en los éxitos de Queen. No le rondaban la cabeza pensamientos especialmente demoníacos. De hecho se estaba preguntando quiénes serían Moey y Chandon.
Crowley tenía el pelo oscuro y unos buenos pómulos, llevaba zapatos de piel de serpiente y sabía hacer cosas increíbles con la lengua. Y cuando se descuidaba, tenía tendencia a sisear.
Tampoco es que parpadeara mucho.
El coche que conducía era un Bentley negro de 1926 que sólo había pasado por unas manos: las de Crowley, que cuidó de él.
Llegaba tarde porque estaba disfrutando a lo grande del siglo XX. Era mucho mejor que el XVII, y muchísimo más que el XIV. Lo que le gustaba del tiempo, solía decir Crowley, era que le iba alejando más y más del siglo XIV, los cien santos años más aburridos y cargantes del mundo, excepto en Francia. El siglo XX era cualquier cosa menos aburrido. Es más, una luz azul intermitente en el retrovisor le decía, desde hacía medio minuto, que le venían siguiendo dos hombres que estarían encantados de hacerle el siglo aún más interesante.
Le echó un vistazo al reloj, que estaba diseñado para el típico submarinista al que le gusta saber qué hora es en veintiuna capitales del mundo cuando se encuentra allá abajo[2].
El Bentley cogió la salida con gran estruendo, dobló la esquina sobre dos ruedas y se lanzó precipitadamente por una calle arbolada. Le seguía la luz azul.
Crowley suspiró, quitó una mano del volante y, girándose a medias, hizo un complicado gesto por encima del hombro.
La luz intermitente se desvaneció a lo lejos al detenerse el coche de la policía, para el asombro de los ocupantes, que no sería nada comparado con lo que sentirían al abrir el capó y ver en qué se había convertido el motor.
* * *
En el cementerio, Hastur, el demonio alto, le pasó una colilla a Ligur, el más bajo de los dos, y también el más consumado acechador.
—Veo una luz —anunció—. Ya viene ese perro fanfarrón.
—¿Qué está conduciendo? —preguntó Ligur.
—Un coche. Pero no de caballos —explicó Hastur—. Supongo que la última vez que estuviste aquí no había. O no eran corrientes, vamos.
—Llevaban delante un hombre con una bandera roja —dijo Ligur.
—Me parece que han cambiado bastante desde entonces.
—¿Qué opinión te merece ese Crowley? —preguntó Ligur.
Hastur escupió.
—Ha pasado aquí demasiado tiempo —contestó—. Desde el Principio. Se ha convertido en uno de ellos, me da la impresión. Lleva un coche con teléfono.
Ligur reflexionó sobre aquello. Como la mayoría de los demonios, tenía conocimientos muy limitados de tecnología, así que se disponía a decir algo así como «Menudo cable tiene que llevar», cuando el Bentley se detuvo en las puertas del cementerio.
—Y lleva gafas de sol —añadió Hastur con sorna—, incluso cuando no le hacen falta —impostó la voz—. Salve a Satán —saludó.
—Salve —coreó Ligur.
—Buenas —dijo Crowley saludando brevemente con la mano—. Siento llegar tarde, pero no sabéis cómo está la A40 en Denham. He intentado atajar yendo por Chorley Wood y luego…
—Ahora que estamos todos aquí —dijo Hastur vehemente—, pasemos al recuento de las Acciones del Día.
—Ah, sí. Las Acciones —repitió Crowley con la expresión de culpabilidad de alguien que va a la iglesia por primera vez desde hace años y ha olvidado cuándo ponerse de pie.
Hastur carraspeó.
—He tentado a un sacerdote —confesó—. Iba caminando por la calle y vio unas lindas muchachas al sol, y entonces introduje la Duda en su mente. Podría haber sido un santo, pero en una década será nuestro.
—Muy buena —apuntó Crowley amablemente.
—Yo he corrompido a un político —dijo Ligur—. Le hice pensar que un soborno de nada no hacía daño a nadie. En un año será nuestro.
Ambos se quedaron mirando con expectación a Crowley, que les dedicó una amplia sonrisa.
—Os va a gustar —su sonrisa aún se ensanchó más y adquirió aún más aire de complicidad.
—He tenido desconectado todo el sistema de telefonía móvil de Londres durante cuarenta y cinco minutos a la hora de comer —explicó.
Reinaba el silencio, salvo por el lejano ruido de los coches al pasar.
—¿Y? —inquirió Hastur—. ¿Qué más?
—Oye, que no fue nada fácil —protestó Crowley.
—¿Eso es todo? —le preguntó Ligur.
—Mira, la gente…
—¿Y en qué ha contribuido eso a asegurarle almas a nuestro amo, exactamente? —continuó Hastur.
Crowley trató de guardar la compostura.
¿Qué podía decirles? ¿Que miles de personas se habían cabreado de lo lindo? ¿O que se oía cómo las carreteras de la ciudad entera se bloqueaban todas a la vez? ¿Y que cuando cada cual volvía y se desahogaba con la secretaria, con el guardia urbano o quien fuese, ellos a su vez se desahogaban con otras personas, eso también? ¿Y que lo hacían de todas las formas vengativas que, ojo al dato, se inventaban ellos mismos? Y así todo el resto del día. Los efectos que conllevaba aquello eran incalculables. Miles y miles de almas tomaban un tono mate y pátina sólo con mover un dedo.
Pero eso no se le podía decir a demonios como Hastur y Ligur. La mayoría de ellos tenía una mente del siglo XIV Se pasaban años detrás de almas individuales. Estaba claro que era un trabajo artesanal. Pero hoy en día había que pensar de otra forma. Más que la cuantía, importaba el alcance. Con cinco mil millones de personas en el mundo ya no se podía ir uno por uno; había que extender el esfuerzo. Pero los demonios como Ligur y Hastur no lo entendían. Jamás se les hubiera ocurrido la televisión en galés, por ejemplo. O el IVA. O Manchester.
Precisamente con Manchester se quedó muy satisfecho.
—Los Poderes están complacidos, ¿no? —protestó—. Los tiempos están cambiando. Así que, ¿qué pasa?
Hastur cogió algo de detrás de una lápida.
—Esto es lo que pasa —contestó.
Crowley contempló el cesto.
—Ay —gimió—, no.
—Sí.
—¿Ya?
—Sí.
—Y yo tengo que decidir si…
—Sí —Hastur estaba disfrutando con aquello.
—¿Y por qué yo? —se quejó Crowley desesperado—. Ya me conoces, Hastur, éste no es mi… ya me entiendes, mi ambiente…
—Claro que sí —replicó Hastur—. Es tu ambiente y tu papel estrella. Cógelo. Los tiempos están cambiando.
—Eso —dijo Ligur con una sonrisa—. Están acabando, para empezar.
—¿Por qué yo?
—Porque es obvio que eres de los más favorecidos —le contestó Hastur maliciosamente—. Me imagino que Ligur daría el brazo derecho por una oportunidad como ésta.
—Cierto —asintió Ligur. El brazo derecho de alguien, en todo caso, pensó. Todo aquello estaba lleno de brazos derechos; no había por qué malgastar uno bueno.
Hastur sacó una carpeta de algún roñoso recoveco de su impermeable.
—Firma. Esto —dijo, separando las palabras con una espantosa pausa.
Crowley hurgó distraídamente en un bolsillo interior y sacó una pluma. Era elegante y negra mate. Parecía poder saltarse el límite de velocidad.
—Muy bonita —dijo Ligur.
—Escribe bajo el agua —farfulló Crowley.
—Ya no saben qué inventar —reflexionó Ligur.
—Sea lo que sea, se darán prisa en inventarlo —dijo Hastur—. No, A.J. Crowley no. Tu verdadero nombre.
Crowley asintió con la cabeza, descorazonado, y trazó un rúbrica compleja y sinuosa en la hoja de papel. Tomó un brillo rojo en la penumbra, un instante, y se apagó.
—¿Qué se supone que he de hacer con eso? —preguntó.
—Se te darán instrucciones —le espetó Hastur malhumorado—. ¿Por qué estás tan preocupado? ¡Llevamos siglos preparando este momento!
—Sí, ya —contestó Crowley. Ya no era la silueta ágil que tan ágilmente había saltado del Bentley unos minutos antes. Parecía atormentado.
—¡Nos aguarda el momento del eterno triunfo!
—Sí, ya, eterno —dijo Crowley.
—Y tú serás una herramienta para conseguir tan glorioso destino.
—Herramienta, ya —masculló Crowley. Cogió el cesto como si fuera a explotar. Lo que, en cierto modo, estaba a punto de ocurrir.
—Ehm… vale —continuó—. Pues nada, ehm… me voy. ¿Vale? Cuanto antes me lo quite de encima… No es que quiera quitármelo de encima —añadió apresuradamente, cayendo en lo que le podía pasar si Hastur redactara un informe desfavorable—. Pero ya me conocéis. Genial.
Sus superiores no dijeron una palabra.
—Bueno, pues me voy para allá —balbuceó Crowley—. Ya nos veremos… bueno, eso. Hasta otra. Ehm… vale. Muy bien. Ciao.
Mientras el Bentley se precipitaba en la oscuridad derrapando, Ligur susurró:
—¿Qué ha dicho?
—Algo en italiano —contestó Hastur—. «Comida», creo.
—Pues qué raro que diga eso —Ligur observó las luces traseras, que se veían cada vez más pequeñas—. ¿Confías en él?
—No.
—Bien —dijo Ligur. Cómo estaría el mundo, pensó, si los demonios fueran por ahí confiando los unos en los otros.
* * *
Crowley, en algún lugar al oeste de Amersham, cruzaba la noche a toda velocidad. Alcanzó una cinta al azar y forcejeó para sacarla de la funda sin salirse de la carretera. Con el resplandor de un faro descubrió que eran Las cuatro estaciones de Vivaldi. Música relajante, justo lo que necesitaba.
La embutió en el radiocassette.
—Mierda, mierda, mierda. Joder. ¿Por qué ahora? ¿Por qué a mí? —masculló al venírsele encima los primeros acordes conocidos de Queen.
Y de pronto Freddie Mercury empezó a hablarle.
PORQUE TE LO MERECES, CROWLEY
Crowley maldijo entre dientes. Lo de emplear la electrónica como medio de comunicación había sido idea suya y Allá Abajo, por una vez, la habían puesto en práctica y, como de costumbre, habían metido la pata. Lo que él quería era persuadirlos de que contrataran un servidor de Internet, pero en su lugar, se conectaban a lo que estuviera oyendo, fuera lo que fuera, y lo distorsionaban.
Crowley tragó saliva.
—Te lo agradezco, señor —dijo.
CONFIAMOS EN TI PLENAMENTE, CROWLEY
—Gracias, señor.
ES MUY IMPORTANTE, CROWLEY.
—Ya, ya lo sé.
ES EL GRAN GOLPE, CROWLEY
—Déjalo en mis manos, señor.
ESO ES LO QUE ESTAMOS HACIENDO, CROWLEY Y SI SALE MAL, LOS RESPONSABLES SUFRIRÁN GRANDES TORMENTOS. INCLUSO TÚ, CROWLEY. SOBRE TODO TÚ.
—Entendido, señor.
SIGUE ESTAS INSTRUCCIONES, CROWLEY
Y de repente ya lo sabía todo. Cuánto odiaba aquello. Eso mismo se lo podían haber dicho perfectamente, en vez de meterle de golpe fríos conocimientos en el cerebro. Tenía que ir a un hospital.
—Estaré allí dentro de cinco minutos, señor, no hay problema.
BIEN. I see a little silhouetto of a man scaramouche scaramouche will you do the fandango…
Crowley golpeó el volante. Le había ido todo tan bien… de verdad, tenía aquellos últimos siglos bajo control. Y así funciona la cosa, se cree uno que es el amo del mundo y de pronto le cae encima el Apocalipsis. La Gran Guerra, la última Batalla. El Cielo contra el Infierno; tercer asalto, al suelo y sin rendición. Y ya está. Se acabó el mundo. Aquello era lo que significaba el fin del mundo. Cielo eterno y nada más, o dependiendo del que ganase, Infierno eterno. Crowley no sabía cuál era peor.
Bueno, el Infierno era peor, por definición, claro está. Pero Crowley se acordó de cómo era el Cielo, y tenía bastante en común con el Infierno. De entrada, no había manera de tomarse una copa decente en ninguno de los dos sitios. Y el aburrimiento que pasaba uno en el Cielo era tan malo como la agitación del Infierno.
Pero no había alternativa. No se podía ser un demonio y ejercer el libre albedrío.
… I will not let you go (let him go)…
Bueno, al menos no sería este año. Tendría tiempo para hacer cosas. La primera, vender sus acciones a largo plazo.
Se preguntó qué pasaría si parase el coche allí mismo, en aquella carretera húmeda y vacía, cogiera el cesto, le diera un buen montón de vueltas y lo soltara…
Algo espantoso, seguro.
Había sido un ángel. Él no pretendía Caer. Lo que pasó fue que se juntó con la gente equivocada.
El Bentley se precipitó en la oscuridad, con el indicador de combustible a cero. Llevaba más de sesenta años con ese indicador a cero. No estaba tan mal ser un demonio. No había que poner gasolina, por ejemplo. Crowley sólo lo había hecho una vez, en 1967, para que le dieran gratis la pegatina de agujero de bala de James Bond para el parabrisas, que entonces le gustaba bastante.
Lo que había en el cesto, en el asiento de atrás, se puso a llorar; el llanto de alarma antiaérea de los recién nacidos. Agudo. Sin palabras. Y antiguo.
* * *
Era un hospital bastante agradable, pensó el Sr. Young. De no ser por las monjas, habría sido tranquilo también.
Le gustaban las monjas. No es que fuera un meapilas ni nada de eso. No; si tenía que evitar ir a la iglesia, la que evitaba imperturbablemente era la de Santa Cecilia de Todos los Ángeles, tan seria y anglicana, y jamás se le habría ocurrido, ni en sueños, evitar alguna otra. Todas olían mal, a cera de suelos por lo Bajo, y a un incienso sospechoso por lo Alto. En el fondo de su alma apoltronada, el Sr. Young sabía que a Dios le avergonzaban aquellas cosas.
Pero le gustaba tener monjas cerca, del mismo modo que le gustaba tener cerca al Ejército de Salvación. Daba la impresión de que todo iba bien, de que en algún lugar se estaban ocupando de mantener el mundo en su eje.
No obstante, era la primera vez que trataba con la Orden de Parlanchinas de Santa Berilia[3]. Deirdre dio con ellas cuando estaba colaborando en uno de los movimientos en los que participaba, seguramente el de esos sudamericanos tan antipáticos en guerra con otros sudamericanos antipáticos a los que los curas incitaban, en vez de ocuparse de asuntos sacerdotales como organizar los turnos para limpiar la iglesia.
El caso era que las monjas deberían ser silenciosas. Para eso estaban, como esos objetos puntiagudos de las salas aquellas que servían, según tenía más o menos entendido el Sr. Young, para probar el equipo de música. Vamos, que no deberían estar parloteando todo el rato.
Se llenó la pipa de tabaco —bueno, allí lo llamaban tabaco, y no era lo que él entendía por tabaco, no era el que se solía comprar por ahí— y se puso a cavilar sobre qué pasaría si le preguntaba a una monja dónde estaba el servicio. Seguro que el Papa le enviaba una reprimenda o algo. Cambió de postura torpemente y miró el reloj.
Pero eso sí, al menos las monjas se habían negado rotundamente a que estuviera presente en el parto aunque Deirdre insistiera en ello. Había estado leyendo otra vez. Con un crío ya y va y empieza con que el parto es la experiencia más feliz que podían compartir dos seres humanos. Eso le pasaba por dejarle a ella encargar los periódicos que quería. El Sr. Young desconfiaba de los diarios en los que figuraban secciones tituladas «Estilo de vida» y «Opciones».
Bueno, no tenía nada en contra de compartir experiencias felices. Le parecía fenomenal compartir experiencias felices. Seguro que al mundo entero le hacía falta compartir más experiencias felices. Pero había dejado explícitamente claro que aquella era una experiencia feliz que Deirdre podía compartir consigo misma.
Y las monjas estuvieron de acuerdo. No veían razón alguna por la que el padre tuviese que mezclarse en el procedimiento. Aunque pensándolo bien, reflexionó el Sr. Young, no debían de ver razón alguna por la que el padre tuviera que mezclarse en nada de nada.
Cuando terminó de meter el tabaco en la pipa, reparó en el pequeño rótulo que decía que, para su comodidad, no fumase por favor. Y decidió, para su comodidad, salir a la entrada. Y si había por allí algún arbusto discreto para su comodidad, tanto mejor.
Recorrió los pasillos vacíos y encontró una puerta que daba a un patio azotado por la lluvia y sembrado de honradas papeleras.
Se estremeció y protegió la pipa del viento con las manos para encenderla.
Les pasaba aquello cuando llegaban a cierta edad, a las esposas. Veinticinco años intachables y de pronto se ponían a hacer esos ejercicios robóticos con calcetines rosas sin sitio donde meter el pie, y empezaban a regañarle a uno por no haber tenido que trabajar nunca para ganarse la vida. Las hormonas, o algo de eso.
Un enorme coche negro derrapó y frenó junto a las papeleras. Salió un muchacho con gafas oscuras que llevaba una especie de moisés, y serpenteó hacia la entrada bajo la llovizna.
El Sr. Young se quitó la pipa de la boca.
—Se ha dejado las luces encendidas —le advirtió amablemente.
El hombre le lanzó la mirada perpleja de alguien a quien las luces del coche le importan un comino y alzó una mano desganada hacia el Bentley. Las luces se apagaron.
—Qué práctico —dijo el Señor Young—. Infrarrojos, ¿no?
Le sorprendió un poco que el hombre no estuviera mojado, por lo que parecía. Y que en la cuna hubiera algo, por lo que parecía.
—¿Han empezado ya? —preguntó el hombre.
El Sr. Young se sintió orgulloso de que se dieran cuenta tan rápido de que era un padre.
—Sí —dijo—. Me han hecho salir —añadió agradecido.
—¿Ya? ¿Cuánto tiempo nos queda?
El «nos» le llamó la atención al Sr. Young. Obviamente, era un médico dispuesto a compartir las responsabilidades de la educación infantil.
—Me temo que… acabamos de empezar —dijo el Sr. Young.
—¿En qué habitación está? —preguntó el hombre con muchas prisas.
—Estamos en la tres —contestó el Sr. Young. Se tocó los bolsillos y encontró el paquete maltrecho que, de acuerdo a la tradición, llevaba consigo.
—¿Compartimos la feliz experiencia de fumarnos un puro? —le invitó. Pero el hombre se había ido.
El Sr. Young se guardó cuidadosamente el paquete y miró pensativo la pipa. Siempre con prisas, estos médicos. Trabajando todo el santo día.
* * *
Hay un truco que se hace con un guisante y tres tazas, y que cuesta mucho seguir, y algo parecido, con apuestas más importantes que un puñado de monedas, está a punto de ocurrir.
El texto se pasará a cámara lenta para que se entienda el juego de manos.
La Sra. Deirdre Young está dando a luz en la Sala de Partos Número Tres. Su bebé es un varón de cabello dorado al que llamaremos Bebé A.
La mujer del Agregado Cultural Americano, la Señora Harriet Dowling, está dando a luz en la Sala de Partos Número Cuatro. Su bebé es un varón de cabello dorado al que llamaremos Bebé B.
La Hermana Mary Locuaz es una Satánica convencida desde que nació. Fue a la Escuela del Sabbat de pequeña y era la alumna más destacada en caligrafía y en adivinación a través de las vísceras. Cuando le dijeron que se uniera a la Orden de las Parlanchinas obedeció sin rechistar, pues tenía un gran talento para aquellos menesteres y, además, sabía que estaría entre amigas. Era muy inteligente, y lo demostraba cuando le surgía alguna situación que lo requiriese, porque había descubierto hacía mucho tiempo que ser una cabeza de chorlito, tal y como ella lo expresaba, facilitaba mucho las cosas. En estos momentos se le acaba de entregar un bebé varón de pelo dorado al que llamaremos el Adversario, Destructor de Reyes, Ángel del Pozo sin Fondo, Gran Bestia a la que llaman Dragón, Príncipe de Este Mundo, Padre de las Mentiras, Vástago de Satán y Señor de las Tinieblas.
Miren atentamente. Allá van, giran y giran…
—¿Es éste? —preguntó la hermana Mary, mirando al bebé—. No sé, me esperaba unos ojos raros. Rojos o verdes. O unas diminutas pezuñitas. O un rabito —lo iba girando mientras hablaba. Tampoco tenía cuernos. El hijo del Diablo tenía un aspecto alarmantemente normal.
—Sí, éste es —dijo Crowley.
—Tengo en brazos al Anticristo, quién lo iba a decir —dijo la Hermana Mary—. Y quién hubiera dicho que yo lo bañaría, y que le contaría los deditos de los piececitos…
Ahora se estaba dirigiendo al bebé, sumida en algún mundo suyo. Crowley agitó la mano delante de su griñón.
—¡Eh! ¡Hermana! ¡Holaaa!
—Disculpe, señor. Es un encanto, sabe… ¿Se parecerá a su papá? Claro que sí. ¿Se parece a su papaíto-íto-íto…?
—No —contestó Crowley cortante—. Y yo de usted subiría a las salas de partos.
—¿Cree usted que se acordará de mí cuando sea mayor? —preguntó la Hermana Mary nostálgica, deslizándose sigilosamente por el pasillo.
—Rece por que no —dijo Crowley, y se marchó.
La Hermana Mary se encaminó al hospital nocturno con el Adversario, Destructor de Reyes, Ángel del Pozo sin Fondo, Gran Bestia a la que llaman Dragón, Príncipe de Este Mundo, Padre de las Mentiras, Vástago de Satán y Señor de las Tinieblas sano y salvo en brazos. Encontró un moisés y acostó al niño.
El niño gorjeó. Ella le hizo cosquillas.
Una cabeza de matrona apareció por una puerta. Dijo:
—Hermana Mary, ¿no debería estar trabajando en la Sala Número Cuatro?
—El Amo Crowley ha dicho…
—Váyase ahora mismo, sea una buena monja. ¿Ha visto al marido por algún sitio? No está en la sala de espera.
—Sólo he visto al Amo Crowley, y me ha dicho que…
—Estupendo —interrumpió la Hermana Gracia Voluble firmemente—. Más me valdrá ir a buscar a ese condenado señor. Entre y vigílela un poco, ¿quiere? Está atontada pero el bebé está bien —la Hermana Gracia hizo una pausa—. ¿Por qué guiña el ojo? ¿Se le ha metido algo?
—¡Ya lo sabe! —exclamó la Hermana Mary maliciosamente—. Los bebés. El cambio…
—Claro, claro, cada cosa a su tiempo. Pero no es cuestión de que el marido ande por ahí suelto, ¿verdad? —dijo la Hermana Gracia—. Quién sabe lo que podría ver. De modo que espere ahí dentro y cuide del bebé, así me gusta.
Zarpó pasillo abajo, surcando el suelo pulido. La Hermana Mary, balanceando el moisés, entró en la sala de partos.
La Sra. Young estaba más que atontada. Estaba profundamente dormida, con la expresión de satisfacción de quien sabe que por una vez serán los demás los que tengan que ir de aquí para allá. El Bebé A estaba dormido junto a ella, pesado y etiquetado. La Hermana Mary, que estaba educada para ser servicial, le quitó la etiqueta, la copió, y ató el duplicado al bebé que traía ella.
Los bebés se parecían, ambos pequeños, con manchas, y tenían un aire los dos, aunque no del todo, a Winston Churchill.
Ahora, pensó la Hermana Mary, me tomaría una taza de té.
La mayoría de los miembros del convento eran Satánicos chapados a la antigua, como sus padres y abuelos antes que ellos. Los habían educado para ser así, y no eran, en términos estrictos, especialmente diabólicos. La mayoría de los seres humanos no lo eran. Se dejaban llevar por nuevas ideas, como calzar botas de caña alta y matar gente a tiros, o vestirse con sábanas blancas y linchar a la gente, o ponerse vaqueros teñidos descoloridos y tocarle la guitarra a la gente, y ya está. Ofréceles un nuevo credo con un traje y sus corazones y mentes lo seguirán. Pero el caso es que haber sido educada para ser Satánica le quitaba a la cosa su chispa. Era lo que se hacía el sábado por la noche. Y el resto del tiempo, a aguantar la vida lo mejor posible, como todo el mundo. Además, la Hermana Mary era una enfermera y las enfermeras, independientemente de su credo, son ante todo enfermeras, lo que tenía mucho que ver con llevar el reloj vuelto, mantener la calma en las emergencias y morirse por una taza de té. Esperaba que alguien viniera pronto; había terminado la jugada más importante y ahora lo que quería era un té.
Para comprender el estado de la humanidad puede que baste con saber que la mayoría de los grandes triunfos y grandes catástrofes de la historia no se deben a que las personas son buenas en esencia o malas en esencia, sino a que las personas son en esencia personas.
Llamaron a la puerta. La monja abrió.
—¿Ya está? —preguntó el Sr. Young—. Soy el padre. El marido. Lo que sea, ambas.
La Hermana Mary esperaba que el Agregado Cultural se pareciera a Blake Carrington o a J.R. Ewing. El Sr. Young no se parecía a ningún americano que ella hubiera visto por la televisión, excepto tal vez al sheriff amistoso de las buenas películas de suspense[4]. Le había decepcionado bastante. Tampoco se fijó demasiado en su chaqueta.
Se tragó la decepción.
—Ah, sí sí sí —dijo—. Enhorabuena. Su mujer se ha dormido, pobre criatura.
El Sr. Young miró por encima del hombro de ella.
—¿Gemelos? —preguntó—. Se puso a buscar la pipa. Dejó de buscar la pipa. Se puso a buscarla de nuevo—. ¿Gemelos? No nos dijeron que iban a ser gemelos.
—¡No, no! —exclamó la Hermana Mary apresuradamente—. Éste es el suyo. El otro es… es de otro. Tengo que cuidar de él mientras la Hermana Gracia acaba con lo suyo. No —repitió, señalando al Adversario, Destructor de Reyes, Ángel del Pozo sin Fondo, Gran Bestia a la que llaman Dragón, Príncipe de Este Mundo, Padre de las Mentiras, Vástago de Satán y Señor de las Tinieblas—, el suyo es éste. De arriba a abajo, de la cabeza a las pezuñitas… que no tiene —añadió rápidamente.
El Sr. Young bajó la vista.
—Sí —afirmó inseguro—. Tiene un aire a su familia paterna. Y bien… está todo donde tiene que estar, ¿no?
—Por supuesto —contestó la Hermana Mary—. Es un niño muy normal —y añadió—: Muy, muy normal.
Se quedaron en silencio. Miraban al bebé dormido.
—No tiene usted casi acento —constató la Hermana Mary—. ¿Lleva aquí mucho tiempo?
—Unos diez años —contestó el Sr. Young, algo asombrado—. Mi trabajo se mudó, y tuve que acompañarlo.
—Siempre he pensado que tiene que ser un trabajo de lo más apasionante —dijo la Hermana Mary. El Sr. Young parecía complacido. No todo el mundo apreciaba los aspectos más estimulantes de la contabilidad.
—Supongo que sería muy distinto antes de venir aquí —continuó la Hermana.
—Tal vez —dijo el Sr. Young, que nunca se había parado a pensarlo. Luton, por lo que él recordaba, era bastante parecido a Tadfield, con la misma clase de setos entre su casa y la estación de trenes. La misma clase de gente.
—Por lo menos habría edificios más altos —estimó la Hermana a la desesperada.
El Sr. Young se la quedó mirando. El único edificio alto que se le ocurría eran las oficinas de la Alliance and Leicester.
—Me imagino que irá usted a muchas fiestas benéficas —dijo la monja.
Ah. En aquello ya estaba más puesto. A Deirdre le encantaban esas cosas.
—A montones —contestó con mucho sentimiento—. Deirdre siempre lleva mermeladas y cosas así. Y yo suelo ayudarle con los puestos de baratijas, el elefante blanco, que se suele decir.
A la Hermana Mary nunca se le había ocurrido aquel aspecto de la sociedad del Palacio de Buckingham, pero el paquidermo le iba que ni pintado.
—Digo yo que eso será el tributo —opinó—. Quiero decir, que todos esos potentados extranjeros le traerán montones de cosas curiosas.
—¿Cómo dice?
—Soy una gran admiradora de la Familia Real, ¿sabe?
—Vaya, y yo también —asintió el Sr. Young, saltando agradecido a aquel nuevo iceberg en el arroyo apabullante de la conciencia. Sí, cuando se hablaba de la Familia Real, todo el mundo sabía de qué se hablaba. Los correctos, claro, los que descargaban su peso en el departamento de despedida y apertura de puentes. No los que se pasaban la noche entera en las discotecas y que tanto follón armaban por los paparazzi[5].
—Qué bien —dijo la Hermana Mary—. Pensaba que a ustedes no les caían muy bien, por lo que hicieron de revolucionarse y tirar todas aquellas bolsitas de té al río.
Siguió parloteando, tal y como había aprendido del mandato de la Orden según el cual los miembros debían decir siempre lo que se les pasara por la cabeza. El Sr. Young no estaba en su terreno y se encontraba demasiado cansado para preocuparse por ello. La vida religiosa debía de volver un poco rara a la gente. Estaba deseando que la Sra. Young se despertara. Y entonces una esperanzadora palabra del parloteo de la Hermana Mary le tocó la fibra sensible.
—¿Habría alguna posibilidad de que me tomara una taza de té, si puede ser? —se aventuró a decir.
La Hermana Mary llevándose la mano a la boca ¿en qué estaría yo pensando?
El Sr. Young se abstuvo de hacer comentarios.
—Me ocuparé de eso inmediatamente —afirmó—. ¿Pero seguro que no quiere un café? Hay una de esas máquinas dispensadoras en el piso de arriba.
—Un té, por favor —contestó el Sr. Young.
—Fíjese, si se ha convertido en un auténtico nativo —comentó la Hermana Mary alegremente al salir a trajinar por algún sitio.
El Sr. Young, a solas con su mujer dormida y dos bebés dormidos, se dejó caer en una silla. Seguro; tenía que ser de tanto arrodillarse y de levantarse tan pronto y demás. Eran buenas personas, sin duda, pero no estaban en su sano juicio. Una vez vio una película de Ken Russell. Iba de monjas. Y no le parecía que estuviera en marcha nada de aquello, pero cuando el río suena…
Suspiró.
Fue entonces cuando el Bebé A se despertó y se puso a llorar de lo lindo.
Hacía muchos años que el Sr. Young no tenía que hacer callar a un bebé llorón. Además, nunca se le había dado bien. Siempre había respetado a Sir Winston Churchill, y darle palmaditas en el trasero a pequeñas versiones suyas siempre le pareció descortés.
—Bienvenido al mundo —saludó cansinamente—. Se acostumbra uno enseguida.
El bebé cerró la boca y le fulminó con la mirada como si fuera un general recalcitrante.
La Hermana Mary eligió aquel momento para entrar con el té. Satánica o no, había dado con una bandeja y había sacado unas pastas glaseadas. De ésas que sólo se encuentran al fondo de algunos surtidos. La que cogió el Sr. Young era del mismo rosa que un aparato ortopédico, y tenía un muñeco de nieve de cobertura blanca.
—Éstas no las tomará usted normalmente, ¿verdad? —preguntó ella—. Son el tipo de galletas, como dirían ustedes, que nosotros llamamos pas-tas.
El Sr. Young abrió la boca para explicar que sí, él también, y todos los de Luton también, cuando irrumpió en la sala otra monja, jadeando.
Miró a la Hermana Mary, comprendió que el Sr. Young jamás había visto el interior de un pentáculo y se dedicó a señalar al Bebé A y a guiñar el ojo.
La Hermana Mary asintió con un gesto y le devolvió el guiño.
La monja se llevó al bebé.
Dentro de los métodos de comunicación humanos, el guiño es muy versátil. Se puede decir mucho guiñando un ojo. Por ejemplo, el guiño de la monja recién llegada decía:
¿Dónde demonios estabas? El Bebé B ha nacido ya, ya estamos preparadas para el cambio y tú ahí en la sala que no es con el Adversario, Destructor de Reyes, Ángel del Pozo sin Fondo, Bestia a la que llaman Dragón, Príncipe de Este Mundo, Padre de las Mentiras, Vástago de Satán y Señor de las Tinieblas, tomando el té. ¿Te das cuenta de que casi me pegan un tiro?
Y por lo que a ella respectaba, el guiño con que le respondió la Hermana Mary significaba: Aquí está el Adversario, Destructor de Reyes, Ángel del Pozo sin Fondo, Bestia a la que llaman Dragón, Príncipe de Este Mundo, Padre de las Mentiras, Vástago de Satán y Señor de las Tinieblas, y no puedo hablar porque está aquí este tipo.
Pero sin embargo la Hermana Mary pensó que el guiño de la celadora iba más por estos derroteros:
Bien hecho, Hermana Mary, ha cambiado los bebés solita. Dígame cuál es el bebé superfluo, lo quitaré de en medio y la dejaré continuar con el té y con su Excelencia Real la Cultura Americana.
Y por consiguiente, el guiño con que le contestó significaba:
Te toca a ti, querida; éste es el Bebé B, llévatelo y déjame conversar con su Excelencia. Siempre he deseado preguntarle por qué tienen unos edificios tan altos y tan llenos de espejos.
Al Sr. Young se le escaparon todas aquellas sutilezas; le incomodaba terriblemente tanto afecto clandestino y estaba pensando: Ese Russell sí que sabía de qué iba el tema, ya lo creo que sí.
La monja habría reparado en la confusión de la Hermana Mary de no haber sido porque los hombres del Servicio Secreto de la habitación de la Señora Dowling la habían puesto nerviosa, porque no dejaban de mirarla con creciente desasosiego. Y todo fue porque estaban entrenados para reaccionar de un modo determinado ante las personas vestidas con largas túnicas amplias y largos tocados, y se encontraban en pleno conflicto de señales. Los humanos que padecen conflictos de señales no son los más indicados para llevar pistolas, y menos aún después de haber presenciado un parto natural, que en definitiva parecía una forma muy poco americana de traer niños al mundo. Además, habían oído que tenían misales en el edificio.
La Sra. Young se movió.
—¿Ya ha elegido un nombre? —preguntó la Hermana Mary sin ganas.
—¿Hmm? —contestó él—. Ah, no, no del todo. Si era niña, Lucinda por mi abuela, o Germaine. Eso es cosa de Deirdre.
—Amargura es bonito —sugirió la monja, acordándose de los clásicos—. O Damien. Damien está de moda.