18

—¿Cómo has dicho que se llama el abuelo?

—Girolamo Cavazzone.

—¿Dónde he oído yo ese nombre?

De repente se le hizo la luz. ¡Girolamo Cavazzone! ¡El octogenario albino y mal vestido, el sobrino de Gregorio Palmisano, el que había ido a preguntarle si a los Palmisano se los podía considerar muertos a todos los efectos declarándolos locos, y así él se quedaba con la herencia!

Ése era el eslabón que faltaba, el inesperado punto de contacto que despejaba todas las dudas. El círculo se había cerrado perfectamente.

Sin duda, Arturo había encontrado la muñeca hinchable en el desván de la casa de su abuelo; seguramente Girolamo y Gregorio habían comprado dos iguales cuando todavía se trataban.

Por eso Arturo había podido practicar con la muñeca que después tiró al contenedor. De otro modo resultaba imposible explicarse dónde podría haberla encontrado.

Se levantó sonriendo, rodeó la mesa y se colocó delante de Fazio, que lo miraba perplejo.

—Levántate.

Fazio obedeció y Montalbano lo abrazó.

—Gracias por todo. Ya puedes irte.

El inspector no se movió; lo miraba como si quisiera traspasarlo con los ojos.

Dottore, ¿qué está tramando?

—Nada, ¿qué quieres que trame?

—Entonces, ¿por qué quería informarse sobre ese chico?

—Verás, es algo que está en el aire, una fantasía. Esta noche haré una pequeña comprobación. Si tiene un mínimo de consistencia, te lo digo, ¿de acuerdo?

Fazio salió del despacho dubitativo.

¿Comer o no comer? Ésa era la cuestión.

No comer antes podía significar no comer hasta el mediodía del día siguiente; comer enseguida significaba tener que hacerlo con bastante antelación y prisa.

Renunció. Se quedó sentado en la galería, fumando un cigarrillo tras otro y tratando de no pensar en lo que tendría que hacer. Al final llegó a la conclusión de que era mejor no trazar ningún plan de acción, sino decidir la forma de proceder en el lugar mismo y según cómo se presentaran las cosas.

A las ocho y veintiocho sonó el teléfono.

—Ha llamado al interfono —dijo Ingrid—. Está aquí abajo.

—Vale.

—Acuérdate, tienes dos horas, ni un minuto más.

Antes de ponerse en marcha, Montalbano comprobó que en el coche llevara una linterna suficientemente potente. Después sacó el revólver de la guantera y se lo metió en el bolsillo. El manojo de ganzúas y llaves falsas que le había regalado un amigo suyo ladrón, retirado en la cárcel, estaba sobre el asiento de al lado. Arrancó.

El juego de la verdad había empezado.

• • •

Le resultó fácil encontrar via Nino Bixio. Cuando llegó ante un chaletito de dos plantas con el número 21, eran las nueve menos cinco. El chaletito, que tenía un pequeño jardín delante, estaba protegido por una verja de hierro, pero sólo por la parte delantera. El comisario lo rodeó con el coche. En la parte posterior había dos entradas: una puertecita de madera, quizá una entrada de servicio, y una persiana metálica que se abría con mando a distancia. Eso era seguramente el garaje, que debía de comunicar de algún modo con la vivienda.

Arturo no había tenido ninguna necesidad de bajar a Ninetta del coche para llevarla a casa; había entrado directamente en el garaje con el todoterreno y después había hecho lo que quería sin ser visto.

Por seguridad, dio otra vuelta. Esta vez se fijó en que en la fachada, a ras del suelo, había cuatro ventanas con rejas. Por lo tanto, debía de haber también un sótano del mismo tamaño que la propia construcción.

No le convenía entrar en la casa por la puerta principal; por via Bixio pasaban demasiados coches. Era mejor utilizar la puertecita posterior, porque la calle a la que daba, via Tukory, era bastante más tranquila.

Aparcó, bajó del coche, encendió un cigarrillo y echó a andar sin prisa, como quien no tiene nada que hacer. Se detuvo un momento delante de la puertecita y echó un vistazo a la cerradura. Era de esas sencillas que se abren con una llave larga. Con una ganzúa lo solucionaría en un abrir y cerrar de ojos.

Esperó a que no pasaran coches, comprobó que no había nadie asomado a las ventanas de la casa de enfrente, sacó el manojo de llaves, encontró la adecuada al tercer intento, abrió, entró, cerró a su espalda y encendió la linterna.

Le bastaron tres minutos para darse cuenta de que se había equivocado de medio a medio. Había entrado en una estancia que años atrás debía de ser un almacén y ahora era el cementerio de las cosas que ya no se utilizaban, sillas a las que les faltaba una pata, muebles roídos por la carcoma, baúles… Y lo peor de todo era que aquel almacén no estaba comunicado con la vivienda.

Montalbano se consoló soltando un par de tacos, apagó la linterna, salió y cerró de nuevo la puerta. No había otra; tenía que entrar forzosamente por la verja y la puerta principal. Así que rodeó otra vez la casa hasta llegar a via Bixio.

Miró el reloj: las nueve y veinte. La equivocación le había hecho perder tiempo y no podía malgastar tanto.

Pero ¡todavía pasaban demasiados coches! Ése era el único problema, porque la calle era tan ancha que las casas de enfrente no constituían un peligro.

Llegó a la conclusión de que era más prudente aguardar otros diez minutos; hacia las nueve y media se espaciaría el paso de vehículos.

Diez minutos después abrió la verja en un santiamén. Pero la puerta principal le causó problemas y, para colmo de males, un coche se detuvo delante de la casa de al lado y lo alumbró de lleno con los faros.

El coche acabó yéndose, y al cabo de un minuto la puerta se dejó convencer.

Iluminando el interior con la linterna, comenzó la exploración.

En la planta baja había un comedor, una cocina con una puerta que daba acceso al sótano, un cuarto de aseo y un salón. Todo en perfecto orden.

Justo enfrente de la puerta había una amplia escalera que llevaba al piso de arriba. Montalbano subió. Un dormitorio muy espacioso, un gran cuarto de baño, un pequeño estudio y otra habitación cerrada con llave. Pero no con la cerradura normal que uno pone en cualquier puerta interior; ésta era una Yale, y resultaba evidente que la habían instalado recientemente. Señal de que dentro de aquella habitación había algo importante.

Tardó unos diez minutos en abrirla, pero enseguida comprendió que no habían sido unos minutos perdidos. Era otro dormitorio, con una cama de matrimonio sobre la que había extendida una gran lámina de papel de celofán, toda arrugada y manchada. De sangre.

Había una mesilla de noche con un vaso vacío. La ventana estaba tapiada por la parte de dentro, y toda la superficie de la pared se hallaba cubierta por una plancha de unos veinte centímetros de poliestireno, el mismo material que cubría también el lado interior de la puerta, para insonorizar la habitación. El cuarto cerrado despedía un hedor insoportable a sudor, esperma, orines y sangre. En un rincón, una escoba. La parte superior del mango estaba oscura. Montalbano se acercó para inspeccionarla. Sangre seca. Pasquano había dado en el clavo.

Sintió un repentino escalofrío y le entraron ganas de vomitar, pero logró contenerse.

En el suelo, trozos de cinta adhesiva, de esa marrón que se utiliza para cerrar paquetes, y un rollo todavía intacto.

Estaba claro que Arturo, nada más secuestrar a Ninetta, la había llevado allí dentro y la había matado haciéndole beber veneno.

Pero no la había destrozado allí; las manchas de sangre sobre el celofán eran demasiado pequeñas. No; sobre aquella cama la había puesto ya muerta, para utilizarla como si fuese una muñeca hinchable. El mango ensangrentado de la escoba lo demostraba.

Salió de la habitación, cerró, fue al baño y se lavó la cara, pero no quiso utilizar la toalla. Le repugnaba. Sentía una especie de temblor dentro del cuerpo. Entró en el estudio, que estaba abarrotado de libros. Encima de la mesa, un ordenador, una cámara de fotos Polaroid y una caja de cartón. La abrió; contenía decenas de fotos.

Las primeras que vio mostraban a Ninetta vestida, tumbada en la cama, con cinta adhesiva tapándole la boca y sujetándole las muñecas y los tobillos. En las siguientes aparecía la muñeca de goma en que Arturo la había convertido, con las piernas abiertas; otras la mostraban boca abajo. Pero las restantes documentaban la progresiva transformación que había sufrido el cadáver.

Montalbano se las guardó en el bolsillo. Aquellas fotos bastaban y sobraban para crucificar a Arturo. Ya podía marcharse.

Miró el reloj. Las diez y veinticinco. Calculó que, suponiendo que la cena con Ingrid acabara a las diez y media en punto, Arturo invertiría como mínimo un cuarto de hora en volver a casa.

Bajó la escalera, entró en la cocina y abrió la puerta del sótano. Cinco peldaños llevaban hasta él.

Allí abajo sólo había cuatro viejas barricas y numerosos estantes polvorientos en la pared, que debieron de servir para poner botellas de vino. Había una puerta, y la abrió.

Y ahí las cosas cambiaban. En el centro de la estancia había una auténtica mesa de operaciones toda manchada de sangre; al lado, una mesita con ruedas con una cuchara, un punzón, varios rollos de esparadrapo, dos rollos grandes de la consabida cinta adhesiva marrón, una cuchilla de afeitar y un vaso de agua con algo sanguinolento dentro que debía de ser el ojo de Ninetta. En un rincón había prendas de mujer y un par de zapatos. La ropa de la chica. En otro rincón, un cubo de basura de plástico. Pero estaba lleno de sangre. La que Arturo le había sacado a Ninetta antes de pintarla.

Junto a la mesa de operaciones, una mesita con un televisor y una grabadora de vídeo.

Milagrosamente, el comisario consiguió ponerla en marcha. En la pantalla aparecieron las imágenes de la muñeca hinchable de Gregorio Palmisano, las transmitidas por Televigàta. La grabación le había servido a Arturo para tenerla en todo momento a la vista, primero mientras practicaba con la muñeca de su abuelo, y después mientras trabajaba con el cuerpo de Ninetta. Había otra puerta, y Montalbano la abrió. Esa tercera habitación era más pequeña que las otras dos. Y también tenía la ventana tapiada, como las otras. Encima de dos mesas, había al menos cuatro ordenadores y otros aparatos electrónicos que el comisario no sabía para qué servían exactamente. Pero a buen seguro eran los que Arturo había utilizado para obtener e imprimir las fotos con que había empapelado la cabaña de madera. No quedaba nada por ver.

Se volvió para salir, y la luz de la linterna iluminó a Arturo, que estaba en el umbral con una pistola en la mano.

Montalbano se quedó paralizado. Comprendió que se encontraba atrapado, sin posibilidad de hacer nada, porque Arturo podría vaciarle el cargador entero sin que nadie oyera el menor ruido desde fuera.

Pero lo que impresionó al comisario, mucho más que el arma que lo apuntaba, fue la actitud de Arturo. No parecía asustado, afectado o preocupado en lo más mínimo. Como máximo, se podía decir que estaba un tanto contrariado, molesto.

El joven encendió la luz y dijo:

—Siéntese.

Montalbano se sentó en la primera silla que encontró a mano. Arturo cogió otra.

—¿Cómo está? —preguntó el chico.

—Bastante bien —respondió el comisario.

Era realmente un loco peligroso. ¿Iría a preguntarle ahora si le apetecía una taza de té?

—Es usted quien le ha dicho a Ingrid que me invitara a cenar, ¿verdad?

—Sí.

No había ninguna razón para mentirle.

—Yo soy muy inteligente, ¿sabe? Me he dado cuenta al cabo de un rato y me he librado de ella.

Montalbano se alarmó.

—¿Librado? ¿En qué sentido?

Harry Potter esbozó una sonrisita de niño listo que dejó a Montalbano helado. ¿A que consideraba el asesinato y los estragos infligidos al cadáver de Ninetta realmente como un juego, una travesura, una diablura? ¿A que su forma de locura homicida era una especie de inconsciente crueldad infantil? Como cuando se les corta el extremo del abdomen a las luciérnagas.

—No te preocupes —dijo Arturo, tuteándolo—. Ingrid está en su casa sana y salva. Mientras íbamos en el coche, ha intentado telefonear dos veces, pero no ha obtenido respuesta. Quizá quería avisarte.

—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó Montalbano.

—Lo estoy pensando. Mientras, charlemos un poco, ¿te parece?

—¿Por qué no?

—¿Cómo has descubierto que yo era tu contrincante en la búsqueda del tesoro?

—Pensando en todo lo que me habías dicho y escrito. Tuviste un lapsus y dos omisiones. Tres errores. Demasiados.

Ante esa respuesta, el semblante de Arturo se transformó. Se le torció la boca, los ojos se le oscurecieron y le apareció una arruga en la frente. Se levantó y empezó a golpear el suelo con los pies.

—¡No! ¡No! ¡Yo no cometo errores! ¡Tú eres mucho menos inteligente que yo! ¡Como máximo, quizá seas un poco más astuto! ¡Entérate!

Con un movimiento rapidísimo, le dio un violento golpe con la pistola en medio de la cara. La nariz de Montalbano empezó a sangrar.

—¿Puedo sacar el pañuelo?

—¡No!

Montalbano inclinó la cabeza lo más hacia atrás que pudo, con la esperanza de que la sangre dejara pronto de manar. Ahora estaba completamente convencido de que el asesinato de Ninetta había terminado de destrozar el cerebro ya enfermo del joven.

Hasta entonces, Arturo había conseguido ocultar su locura; ahora resultaba evidente incluso en sus gestos. Al cabo de un momento, Montalbano estuvo en condiciones de hablar otra vez.

—¿Puedo hacerte una pregunta?

—No quiero oírte.

Se había enfurruñado, exactamente igual que un niño.

—Venga, sólo una.

—Vale.

—¿Secuestraste a Ninetta porque la conocías de antes o porque se parecía a esa chica de la casa de citas?

—Yo quería a la de la casa de citas, pero no volví a verla. Así que robé el todoterreno y me puse a buscar una que se le pareciera. Cuando, al adelantar un autobús, vi a aquella chica, creí que era ella. Pero en cuanto bajó en la parada y se acercó a mí porque la había llamado con la excusa de preguntarle algo, advertí que no era la que buscaba, aunque se le parecía de un modo asombroso. Por eso la cogí.

—¿Puedo hacerte dos preguntas más?

—Y se acabó.

—Y se acabó.

—Júralo.

—Lo juro. ¿Dónde encontraste la muñeca hinchable?

—Aquí. En el trastero. Era de mi abuelo.

Había acertado de lleno.

—¿Y cómo te las arreglaste para hacer lo del cordero?

—Fui valiente, ¿sabes?

—No lo pongo en duda.

—Fui en coche hacia Gallotta y vi un rebaño sin vigilancia. Cogí un cordero, lo degollé, lo metí en el maletero, lo traje aquí, le corté la cabeza y la metí dentro de una caja de galletas que había en el trastero. Bueno, ya está bien de preguntas.

—¿Qué quieres hacer?

El joven se puso a mirarlo, pensativo, dándose ligeros golpecitos en los labios con el cañón de la pistola. Al final se decidió:

—Vayamos allí. Muévete.

Montalbano pensó que no conseguiría amartillar el revólver; Arturo tendría tiempo de dispararle antes. Se levantó y entró en la otra habitación.

—Párate delante de la camilla.

Fue lo penúltimo que oyó. Lo último fue el fuerte golpe con la culata de la pistola contra su cabeza, que le hizo perder el conocimiento.

Abrió los ojos. Le dolía terriblemente la parte posterior de la cabeza. Estaba tumbado sobre la mesa de operaciones y tenía la boca tapada con cinta adhesiva y las muñecas y los tobillos inmovilizados con cinta. Iba en calzoncillos; su ropa se hallaba encima de la de Ninetta. La puerta de la habitación estaba cerrada. Comprendió que la única posibilidad que le quedaba de salir con vida de ese trance era lograr que Arturo siguiera hablando. Pero ¿cómo iba a hacerlo con la boca tapada? Estaba condenado sin remedio. Y en ese momento, como proyectándose fuera de sí mismo, se vio tal como estaba, en calzoncillos, con calcetines y zapatos, sobre una mesa de operaciones, y se encontró tan ridículo que le entró risa.

Reía porque su cerebro se negaba a creer lo que estaba sucediendo. Era una escena de película de terror, algo perteneciente al mundo de la fantasía, no al real.

Oyó girar una llave y la puerta se abrió.

Arturo apareció con una sierra eléctrica, un martillo y un escalpelo. ¿Qué coño estaba tramando? Igual quería jugar a los cirujanos. Sacó del bolsillo una de esas cajitas metálicas para las jeringuillas y la dejó sobre la mesita, al lado de la pistola.

—Ahora te cuento. Quiero examinar bien tu cerebro, pero quiero hacerlo en vivo, ¿comprendes? Así que debo abrirte la caja craneana. Pero antes te dormiré.

Montalbano, empapado en sudor, intentó controlar el pánico que estaba invadiéndolo. Masculló algo.

—¿Quieres decirme alguna cosa?

El comisario asintió desesperado con la cabeza. El chico le quitó entonces la cinta adhesiva sin miramientos, dolorosamente.

—Dime.

—Quería proponerte otro juego. Una maravilla. Tendrás que recurrir a toda tu inteligencia.

Por un instante, los ojos de Arturo brillaron de alegría.

—¿De verdad?

—Ya lo verás.

De repente, los ojos del joven cambiaron. Se oscurecieron.

—No te creo. Además, no necesito otro juego para demostrarte que soy capaz de derrotarte siempre —replicó, y le tapó de nuevo la boca.

El único deseo de Montalbano en aquel momento fue que el somnífero actuara rápido.

Arturo abrió la cajita y sacó la jeringuilla. Con la otra mano, sacó del bolsillo una ampolla; clavó en ésta la jeringuilla y la miró a contraluz para ver si había alguna burbuja de aire.

Montalbano cerró los ojos.

Y le pareció haberse dormido en una milésima de segundo y estar soñando, porque era imposible que la voz que estaba oyendo fuera la de Fazio, que decía, imperturbable:

—Quédate quieto donde estás, cabrón. Si haces el menor movimiento, te mato.

Abrió los ojos. ¡Era verdad!

Fazio apuntaba a Arturo, que parecía haberse convertido en una estatua. Detrás de Fazio estaban Gallo y Galluzzo, que en un visto y no visto saltaron encima del joven, lo derribaron y lo maniataron.

—Pero ¿por qué? ¿Por qué? —se lamentó Arturo con una voz que rozaba el llanto—. Sólo estábamos jugando…

Sin explicarse la razón, Montalbano sintió una pena infinita que le encogió el corazón.

Mientras tanto, Fazio le había retirado con delicadeza la cinta adhesiva de la boca. Y lo primero que preguntó el comisario fue:

—¿Quién te ha avisado?

—La señora Ingrid. Me ha contado que usted le había pedido que mantuviera al joven alejado de su casa, pero temía que quizá hubiera vuelto demasiado pronto. Así que he llamado a Gallo y Galluzzo y he venido directamente aquí. Usía mismo me había dicho que iba a hacer una pequeña comprobación.

—Llama inmediatamente a Seminara. Luego me pasas el móvil, que quiero tranquilizar a Ingrid.

Llegó a Marinella casi a las tres de la madrugada. Tenía tanta hambre que se habría comido un elefante vivo. Dentro del horno había una gran fuente de pasta ‘ncasciata. Y ocho arancini, cada una del tamaño de una naranja. Mientras iba al cuarto de baño a ducharse, se puso a cantar a voz en grito, desafinando más que un grillo. Y cuando terminó de comer, casi tuvo que arrastrarse hasta el teléfono para llamar a Livia, a pesar de la hora, para decirle que ese mismo día llegaría a Boccadasse.