17

Pidió que lo llevaran a Marinella. Desconectó el teléfono y fue a acostarse. Se despertó una hora más tarde, se dio una larga ducha y se sentó en la galería.

Y, como la noche anterior, extendió ante sí las cartas del asesino y la nota de Arturo.

Palabras, palabras, palabras, como decía la canción que cantaba años atrás Mina.

¿Qué podían decirle aquellas palabras que no le hubieran dicho ya? Si había comprendido de pronto dónde se encontraba el cuerpo de Ninetta, era porque había sabido interpretarlas bien. Pero tenía el oscuro presentimiento de que aquellas palabras podían revelarle todavía más cosas. Debía armarse de paciencia y leerlas y releerlas, quizá descomponiendo sus sílabas, atento a los puntos y las comas…

Aunque ¿no sería mejor pedirle ayuda a Arturo? Él estudiaba las palabras, la filosofía está hecha de palabras, él comprendía el sentido de cada una, su significado, su peso, su consistencia. Sí, era la única manera. Se levantó y entró, pero, al ir a coger el auricular, se detuvo.

Arturo.

Un violento destello de luz lo dejó un momento sin visión, pero le iluminó el cerebro. Un hilo de sudor empezó a bajarle por el cogote, se le metió dentro de la camisa, le provocó un escalofrío. Sí, tenía sudores fríos.

Arturo.

Volvió a la galería corriendo, cogió la última carta y la nota de Arturo y las puso una al lado de la otra. Enseguida le saltó a la vista una discordancia.

El loco asesino —se sentía incapaz de seguir llamándolo jugador, pues las cosas habían cambiado de forma radical— había escrito:

Noche y día a trabajar me dedico

para hacer tu tesoro más hermoso y rico.

En cambio, en su nota, Arturo había cambiado el último verso por «para hacer único e irrepetible el tesoro».

Y el horrendo, largo, minucioso trabajo realizado en el cuerpo de la pobre Ninetta, ¿no lo describían mejor las palabras de Arturo que las del propio asesino?

«Único e irrepetible» eran bastante más precisas, mucho más apropiadas que «hermoso y rico», palabras genéricas que podían referirse a cualquier objeto susceptible de constituir un premio, mientras que las empleadas por el joven se adaptaban como un guante, hasta el extremo incluso de ser insustituibles.

Pero ¿cómo es que Arturo había podido prever la unicidad e irrepetibilidad de aquel delito?

Sólo había una explicación posible, y esa explicación era que el joven ya sabía lo que el asesino haría en el cuerpo de la pobre Ninetta. Y el único que podía estar al corriente era el propio asesino.

O un cómplice suyo.

No, error, no había cómplices. ¿No era el propio Arturo quien le había dicho que la búsqueda del tesoro era, más que un juego, un duelo, un reto a muerte entre dos personas? Ésa era la razón de que hubiera tenido aquel lapsus.

Pero, sobre todo, ¿por qué en la nota, en vez de hablar del llanto y la felicidad, no había comentado los dos versos más incomprensibles, que tanto lo habían inquietado a él al leerlos en la roca?

La empresa a la que me apresto hace temblar:

la verdad en simulacro de verdad transformar.

Un lapsus y una omisión deliberada. Deliberada, para evitar que Montalbano centrara demasiado la atención en su objetivo principal: la transformación de un cuerpo humano en una muñeca de goma.

Un lapsus y una omisión más grandes que una casa.

Estaba tan empapado de sudor que tuvo que ducharse de nuevo. Y mientras el agua lo limpiaba y refrescaba, volvió a examinar todos sus encuentros con Arturo, intentando recordar palabra por palabra lo que se habían dicho.

En el primer encuentro, el joven había declarado que quería conocerlo para comprender cómo funcionaba su cerebro cuando llevaba a cabo una investigación.

¿Y no era posible que Arturo, desafiándolo con la búsqueda del tesoro, en realidad hubiera querido asignarle el objeto de la investigación? Al obligarlo a recorrer un camino trazado, al joven, que sabía cómo se desarrollarían los acontecimientos y tal vez incluso conocía todos los detalles, ¿no le habría resultado más fácil seguir el funcionamiento de su cerebro? Y, para mayor seguridad, había tenido la sangre fría de propiciar que le presentaran a Montalbano y se las había arreglado para que éste le asignara el papel de consejero.

Una verdadera mente criminal, más peligrosa que cualquiera de las que le había tocado conocer hasta entonces. Arturo planeaba hasta en los menores detalles lo que pretendía hacer y actuaba en consecuencia, sin cometer un solo fallo. ¿Que necesitaba un todoterreno para llevar el cuerpo de la chica a la casucha sin quedarse empantanado en aquella maldita trocha? Pues robaba el coche apropiado antes incluso de tener a la víctima en sus manos. ¡Y con qué habilidad, lucidez y frialdad había secuestrado a Ninetta en pleno día y ante los ojos de tanta gente!

En el segundo encuentro había al menos dos cosas que no encajaban (o encajaban a la perfección, según cómo se considerara la cuestión).

La primera era que, cuando Montalbano le preguntó cómo había localizado via dei Mille, Arturo respondió que en el ayuntamiento le habían facilitado un callejero. Y eso no era verdad en absoluto, porque el ayuntamiento no tenía callejeros.

La segunda era que, cuando le preguntó si seguían colgadas todas las fotos en las paredes de la cabaña, Arturo respondió que sí. Sin embargo, aparte de que Montalbano había cogido una, algunas más habían caído al suelo. Por lo tanto, el joven no había entrado en la cabaña, como aseguraba, porque sabía muy bien que dentro estaban esas fotos. ¡Como que las había puesto él!

Y después, al insistir en que Montalbano fuese a la casa del lago, ¿qué había dicho? Ah, sí, que dentro podía haber algo que después quizá resultara útil.

Y había una segunda omisión: no le preguntó cómo había recibido la carta que llevaba a la casucha. Era la que había llegado dentro del paquete con la cabeza de cordero. ¿Cómo es que no había sentido curiosidad por saberlo?

El agua dejó de salir de golpe. Afortunadamente, hacía ya rato que Montalbano no tenía en el cuerpo ni una pizca de jabón. Mientras se vestía de nuevo, consideró que todas las conclusiones a las que había llegado no eran más que monsergas, no valían para nada. No cabía duda de que el razonamiento funcionaba, pero tenía un defecto: se apoyaba en un hilo de telaraña.

Esta vez, la interpretación de las palabras y las no palabras de Arturo era como una goma elástica estirada al máximo que podía romperse de un momento a otro.

Pensándolo bien, de esas mismas palabras se podía hacer una interpretación de signo completamente opuesto, y se llegaría a la conclusión de que Arturo no era el autor de la búsqueda del tesoro y, en consecuencia, tampoco el asesino.

No, en esta ocasión las palabras no bastaban. Se imaginó el diálogo con el fiscal:

—Pero ¿en qué basa su idea de culpabilidad?

—En un lapsus y dos omisiones.

A buen seguro, Tommaseo llamaría a los enfermeros.

Hacían falta pruebas y él no tenía ni media. Lo invadió el desaliento. ¿No sería mejor abandonar? Total, ¿de qué iba a servir? Lo esencial era que Ninetta estaba muerta y ellos no habían conseguido salvarla. Hablaría con Seminara, le contaría sus sospechas y él decidiría.

No; eso era un error. Se estaba rindiendo. ¿No lo había convencido Arturo de que se trataba de un duelo? Pues un duelo sería. A muerte.

Además, no se podía dejar en libertad a un loco asesino como ése.

Pero ¿qué podía hacer?

De pronto recordó una frase pronunciada por Rumsfeld, el secretario de Defensa de Bush, quien, cuando el jefe de los inspectores enviados a Iraq en busca de armas de destrucción masiva dijo que no habían encontrado ni rastro, contestó lo siguiente: «La ausencia de pruebas no es una prueba de la ausencia». Genial.

Tomó, pues, la firme decisión de continuar jugando. Pero no al juego que quería Arturo, la búsqueda del tesoro, sino a uno impuesto por él que se llamaba el juego de la verdad. Y estaba seguro de que ganaría.

Miró el reloj. Las cuatro. Fue corriendo al comedor y telefoneó a Ingrid. Rogó al Señor, o a quien hiciera las veces, que estuviese en casa.

—¿Diga? ¿Quién es?

Por poco le da un síncope. ¿Cómo es que contestaban en un italiano impecable?

—Soy Montalbano. Quisiera hablar con la señora Ingrid.

—Ahora se pone.

Murmullo lejano, ruido de tacones acercándose.

—Hola, Salvo, ¿cómo estás?

—Bien. ¿Cómo es que tienes un asistente italiano?

—¿Asistente? No; es mi marido.

Se quedó de piedra.

—Pe… perdona, pero no…

—¡No te preocupes, hombre! ¿Qué querías?

—Bueno, verás… esperaba que esta noche pudieras…

—¡Pues claro! ¡Si él se vuelve a Roma dentro de media hora! Dime.

—¿Puedo hablar?

—Pero ¿qué te pasa?

—Me dijiste que Arturo estaba enamorado de ti, ¿no es así?

Risa sincera.

—Sí. Más que enamorado, está loco por mí.

«No sólo por ti; ése está loco de atar», le entraron ganas de decir. Pero, en vez de eso, le preguntó:

—¿Podrías llamarlo y proponerle que cenara contigo esta noche?

Ingrid no dijo nada durante unos instantes. Después debió de comprender la intención de Montalbano, pero no pidió explicaciones; era una mujer con agallas. Hizo una sola pregunta:

—¿Y si no puede esta noche?

—Mañana a mediodía.

—O sea, cuanto antes lo vea, mejor.

—Sí.

—¿Cuánto tiempo quieres tenerlo fuera de escena?

—Con dos horitas me bastará.

—Lo llamo ahora mismo. Insistiré en que nos veamos esta noche. ¿Dónde puedo localizarte?

—Estaré en Marinella diez minutos más.

Colgó y llamó a la comisaría. En cuanto lo oyó, Catarella empezó a soltar una elaborada letanía:

—¡Ah, dottori, dottori! Ha llamado el dottori Seminario, el colega suyo de usted de Montelusa, el cual lo busca a usía en tanto en cuanto querría…

—No me interesa. Pásame a Fazio.

—Ahora mismo, dottori.

Lo sentía por el colega Seminara, pero no era el momento.

—Dígame, dottore.

—Oye, Fazio, voy a hacerte un regalo para que chapotees dentro a placer. Quiero los datos del registro civil de un chico de veintipocos años que se llama Arturo Pennisi. Quiero saber también dónde vive aquí, en Vigàta, y todo lo que pueda serme útil.

—¿Útil para qué, dottore?

Montalbano hizo como si no lo hubiera oído.

—Estaré en comisaría hacia las seis.

El teléfono sonó en cuanto hubo colgado. Era Ingrid.

—Ya está, hemos quedado para esta noche. Pero, te lo advierto, no tengo ninguna intención de acostarme con él.

—No te estoy pidiendo que lo hagas.

—Bueno, pues ya sabes que dispones sólo de las dos horas que estaremos en el restaurante. No habrá prórrogas.

—De acuerdo, de acuerdo. ¿A qué hora habéis quedado?

—A las ocho y media en la puerta de mi casa.

—¿Puedo hacerte una pregunta?

—Dime.

—¿Por qué no quieres acostarte con él?

—No sé, es una impresión… Sí, es guapo, muy inteligente y amable, pero… cómo te diría… temo que tenga instintos… En fin, creo que es un sádico reprimido, eso es.

¡Reprimido! ¡Ja! En cualquier caso, aquello significaba que había que fiarse siempre de la intuición femenina.

—Una última cosa. Cuando Arturo llame desde el interfono para decirte que ha llegado, telefonéame a Marinella.

—De acuerdo.

—¿Está el doctor Pasquano?

—Sí, lo aviso enseguida. —Después de llamarlo por teléfono, el conserje dijo—: Está en su despacho.

Montalbano recorrió el largo pasillo de siempre y llamó a la puerta del despacho.

—Pase.

Pasquano estaba delante de la ventana, con las manos a la espalda, contemplando el paisaje. No recibió al comisario con la consabida sarta de palabrotas, como acostumbraba hacer.

—Acabo de terminar la autopsia de esa pobre desdichada —dijo sin mirarlo—. Ha venido usted por eso, ¿no?

—Sí.

No estaba del humor habitual en él, incluso parecía cansado y melancólico. Pasquano se volvió, fue a sentarse detrás de su mesa y le indicó a Montalbano que se sentara también.

—Usted no es el encargado de la investigación.

—No.

—Pero se ocupa de ella bajo cuerda, ¿no es así? A mí puede decírmelo.

—Sí.

—¿Está dando palos de ciego o tiene alguna idea?

—La tengo.

—Bien. Quiero que lo atrape. Me gustaría tenerlo vivo aquí y usar con él mi instrumental. A lo largo de tantos años de trabajo jamás había visto una cosa tan horrible… Una cosa, más que rara, única.

—E irrepetible —apostilló Montalbano.

—La ha dejado exactamente igual que esa muñeca a la que confundieron con un cadáver. Debe de haber trabajado mucho, ¿sabe?

—Sí. Y la muñeca del contenedor, la que vio usted, era una especie de prueba tomando como modelo una que encontré en la cama de un viejo loco.

El doctor Pasquano se quedó un momento pensativo, cada vez más melancólico, y por fin dijo:

—Ahora lo entiendo.

—¿El qué?

—Por qué la mató con veneno.

—¡¿La envenenó?!

—Sí. Y ahora lo entiendo. No podía matarla con un arma; un disparo o una puñalada habrían dejado grandes marcas en el cuerpo, marcas que no había en el modelo, y por eso la única posibilidad era el veneno. Una gran mente, y finísima, el hijo de perra. Y piense que la envenenó inmediatamente después de secuestrarla.

—Entonces, ¿no abusó de ella?

Pasquano hizo una mueca.

—¿Está de broma? Por todas partes y repetidamente, pero…

Era la primera vez que Montalbano veía a Pasquano tan turbado e impresionado.

—¿Pero…?

—Post mórtem, ¿me explico? No necesitaba una persona viva, sino una muñeca hinchable.

Montalbano creía que ya se le había formado un caparazón suficientemente grueso, pero esta vez necesitó al menos un par de minutos para superar el vértigo, el abatimiento.

—Yo ya he vomitado —dijo Pasquano, mirándolo—. Si usted tampoco puede aguantarse, el baño está en la puerta de al lado; no le dé vergüenza.

—¿Utilizó instrumentos quirúrgicos para…?

—¡Qué va! ¡Es una cosa de andar por casa! El ojo se lo sacó con una cuchara, las heridas se las hizo con un punzón, para el pelo usó una cuchilla de afeitar… Después la desangró cuidadosamente, le extendió el maquillaje por todo el cuerpo, la pint…

—¿Y para dejarle un pecho fofo?

—Lo hizo lo mejor que pudo con una especie de liposucción casera, aunque no lo consiguió del todo. —Miró por la ventana—. ¿Y sabe una cosa? La chica era virgen. Y ese monstruo…

Montalbano nunca había oído esa palabra en boca de Pasquano. El forense jamás expresaba ninguna opinión personal sobre los cadáveres que diseccionaba ni sobre los asesinos.

—Ese monstruo seguramente no conseguía penetrarla… debe de ser medio impotente… y se abrió paso con el mango de una escoba o algo similar. —Volvió a mirar al comisario—. Atrápelo. Si no, si esta vez se libra, me juego las pelotas a que ése tiene otra ocurrencia. Alguna peor que la que ya ha tenido y puesto en práctica.

—Lo atraparé —respondió con calma Montalbano.

Había aguantado bien en el despacho de Pasquano, pero, en cuanto vio un bar, paró, bajó y se bebió un coñac. Sentía verdadera necesidad de una copa. Después se encaminó hacia la comisaría.

—¡Ah, dottori, dottori!

—¿Qué pasa?

—¡Su colega de usted Seminario ha llamado tres veces! ¡Dice que tiene que hablar con usía urgentísimamente!

—Pues tú dile que no consigues encontrarme.

Dottori, ¿y si se lo cuenta al siñor jefe supirior?

—No lo hará, no te preocupes. ¿Está Fazio?

—Acaba de llegar.

—Dile que venga a mi despacho.

Quería irse lo antes posible de la comisaría, pues temía encontrarse ocupado en el último momento con algo que le impidiera estar libre a las ocho y media.

Fazio entró.

—¿Has hecho lo que te pedí?

—Todo.

—Siéntate y habla.

Fazio se tomó la venganza largamente esperada durante años. Se sentó en la silla, perdió un poco de tiempo colocándose bien los pantalones, metió la mano en un bolsillo, sacó una hoja doblada por la mitad, la observó como si no la hubiera visto nunca, la desdobló y la alisó. Todo con extrema lentitud. Después miró a los ojos a Montalbano y, en vista de que éste no decía nada para no darle gusto, sonrió victorioso y empezó a leer.

—Pennisi, Arturo, hijo de Carlo Pennisi y Alessandra Cavazzone, nacido en Montelusa el 12 de septiembre de 1988, soltero, residente en Montelusa, en via Gioeni ciento veintinueve, pero domiciliado en Vigàta, en via Bixio veintiuno, en un chaletito de su abuelo materno, Girolamo Cavazzone, estudiante de la Universidad de Palermo, Facultad de…

—Para un momento. ¿Via Bixio no es por casualidad paralela a via dei Mille?

—Sí, señor. Pero la parte más alta de la calle, la que está cerca del cementerio, acaba desembocando justo en via dei Mille.

La fiera se mueve siempre por el terreno que conoce.

—Ahora dobla la hoja y guárdatela en el bolsillo. Me parece que te has desahogado bastante.

Fazio obedeció. Total, ya se había tomado la venganza más que con creces.