Se guardó la nota en el bolsillo y se fue a Marinella.
Se quitaba el sombrero ante Arturo, porque sentado en la roca, nada más terminar de leer la carta, él había tenido la misma sensación de desasosiego. Pero había preferido no detenerse a analizarla, pues lo habría distraído del asunto de Ninetta. Sin embargo, ahora que Arturo lo había señalado, la sensación había vuelto a asaltarlo. Sí, había algo vagamente amenazador en aquellas palabras.
Pero lo único que podía hacer era constatarlo; por el momento no le era posible emprender ninguna iniciativa.
Sentado en la galería después de haber cenado, estaba pensando en cómo y cuándo daría señales de vida el secuestrador de Ninetta —desgraciadamente, la única posibilidad que se le ocurría era que en los siguientes días alguien llamara para decir que había encontrado el cadáver de una chica en un vertedero o bajo un puente—, cuando, sin ninguna explicación posible, otro pensamiento se abrió paso con fuerza en su mente, apartó la imagen del cadáver de Ninetta y ocupó absolutamente todo el espacio de su cerebro.
Se levantó, entró en casa, sacó del bolsillo de la americana la carta, cogió también todas las que habían llegado antes e incluso la nota de Arturo, regresó a la galería, las puso todas sobre la mesa, una detrás de otra, se sentó y las leyó. Y volvió a empezar desde el principio.
Y a medida que las leía una y otra vez, reproduciendo mentalmente cómo y cuándo las había recibido, y recordando los trayectos, los caminos que aquellas cartas le habían hecho recorrer y los lugares a los que lo habían llevado, la cabaña de madera y la casucha derruida, la arruga que le había aparecido en medio de la frente se hacía cada vez más profunda.
Pero era una idea tan aventurada, tan fantasiosa, tan carente de apoyo firme y seguro, que lo asustaba formularla completa, darle una forma definitiva y, en consecuencia, tener que considerarla en su conjunto.
Por eso la dejaba vagar libremente por el cerebro a retazos, en pequeños trozos, detalles, particularidades, como las piezas de un rompecabezas, y pasaba y volvía a pasar sobre esos fragmentos, pero siempre de manera que permaneciesen aislados unos de otros, porque, en cuanto tomaran el aspecto de un dibujo acabado, se vería obligado a actuar, a moverse, a riesgo de que al final todo resultara un simple juego, un pasatiempo, y él viera comprometida no sólo su reputación o su carrera, que esas dos cosas se la traían floja, sino la propia estima, la opinión que tenía de sí mismo. No, cuanto más lo pensaba, más se convencía de que la búsqueda del tesoro no era un juego inocente, sino muy peligroso. No sólo apestaba a sangre (y la cabeza de cordero, eso sí, constituía una prueba de ello), sino que en torno a aquel asunto flotaba un hedor de podredumbre, carne descompuesta, enfermedad.
Si las cosas estaban realmente como las veía ahora, ya desde la primera carta el jugador tenía en mente poner sobre la mesa una apuesta, un premio para erizar el vello, y él no había sido capaz de verlo como habría debido.
Peor aún, lo había tomado por una chorrada, un pasatiempo, una broma, y por eso había infravalorado todo lo que su adversario quería transmitirle entre líneas.
Pero ¿en qué se basaba esa suposición? En palabras, y punto. Mejor dicho, en la interpretación personal de un puñado de palabras. ¿Era suficiente o era poco para formular una hipótesis tan fantástica?
«Basémonos en los hechos».
Cuando era subcomisario, su jefe, el que le había enseñado el oficio, siempre decía eso cuando empezaba una investigación: «Salvo, lo que cuenta son los hechos, no las palabras».
Ahora bien, si las palabras te llevaban a comprender los hechos, ¿no sería mejor considerar antes de nada las palabras?
¿Y cuántas veces, en infinidad de investigaciones, una palabra dicha de más o de menos lo había puesto en el camino correcto? ¿Cómo decía aquella frase latina? Ex ore tuo te judico. Pero, suponiendo que se pudiera juzgar por las palabras, el verdadero problema consistía en la pregunta que subyacía a todas sus dudas: ¿no podía ser totalmente errónea la interpretación que estaba haciendo?
Tal vez hablando con Arturo… Ése se embalaría, se pondría a hilar más que fino, finísimo… No, llegados a este punto lo mejor era no arriesgarse, no decirle nada de esta idea, demasiado descabellada, demasiado falta de fundamento; seguro que el joven pensaría que estaba empezando a chochear.
Pero, si al final la idea resultara correcta, ¿no tendría que llevar sobre la conciencia, él, Montalbano, el peso de no haber actuado a tiempo? ¿A tiempo? ¿Actuar? ¿Cómo?
Sólo tenía una suposición, la idea de una posible conexión entre algunas palabras, nada más. Y por consiguiente, aun cuando se dejara convencer de hacer algo, ¿qué era ese algo que debería hacer?
Claro que, bien pensado, tampoco eso era verdad.
Porque sabía perfectamente lo que debería hacer para tener al menos la prueba de que su suposición no era errónea. Lo que ocurría era que le faltaba valor.
¿Quizá esa falta de valor no era sino un efecto de la edad? La gente se vuelve así con los años, excesivamente prudente. ¿Cómo era esa frase hecha? Se nace incendiario y se muere bombero.
Pero ¿qué gilipollez era ésa? ¡La edad no tenía nada que ver con aquello! Se trataba simplemente de no cometer un error dictado por un entusiasmo que podría llamarse juvenil, por una idea sin fundamento.
«¿Ah, sí? Entonces, ¿las palabras no pueden constituir un fundamento? ¿La civilización humana no ha sido construida por las palabras? ¿Y qué significa que en un principio era el verbo?».
«Alto, Montalbà, baja a tierra firme. ¿Adónde estás yendo a parar con tus razonamientos? ¿Ves como el cansancio te está empujando a hablar más de la cuenta?
»¡No me hagas reír! ¡En un principio era el verbo! ¡Anda, vete a la cama, que será mejor!».
Cogió los papeles, los llevó dentro, cerró la cristalera y fue a acostarse.
Pero no consiguió pegar ojo; le daba miedo que contra su voluntad, mientras dormía, las piezas del rompecabezas encajaran, ocupando cada una el sitio correcto, a traición.
El teléfono empezó a sonar cuando no eran ni las siete de la mañana.
Completamente aturdido por la mala noche pasada, Montalbano se dirigió al comedor tropezando con todas las cosas con que era posible tropezar: sillas, cantos, puertas… Se movía exactamente igual que un sonámbulo.
—Diga… —farfulló.
Pero la voz le salió tan pastosa que Catarella dijo:
—Perdón, me he equivocado.
Y colgó. Montalbano se volvió de espaldas y dio dos pasos hacia el dormitorio. Pero al primer timbrazo, como si alguien le hubiera ordenado dar media vuelta, giró sobre sus talones y cogió el auricular. Estaba embotado. Carraspeó para aclararse la voz.
—Diga.
—¡Ah, dottori! ¡Ah, dottori, dottori!
Mala señal. En general, Catarella utilizaba esa introducción cuando se trataba de una llamada del siñor jefe supirior, o bien para hacer el solemne anuncio de un asesinato.
—¿Qué pasa?
—Acaba de telefonear una chica amiricana.
—Pero ¿tú hablas su lengua?
—No, siñor dottori, pero conozco algunas palabras porque mi cuñada, que es amiricana, de vez en cuando…
—¿Qué quería?
—¡Estaba alteradísima y asustadísima, dottori! ¡Y hablaba a gritos! Así que por culpa de su espanto de ella poco se le entendía.
—¿Qué has entendido?
—Primero se ha puesto a repetir sin parar did, did.
—¿Y eso qué significa?
—Dottori, en el habla amiricana, did significa «cadáver muerto».
—¿Sólo eso?
—No, siñor dottori; después se ha puesto a decir leik, leik.
—O sea…
—Dottori, en el habla amiricana, leik significa «lago lagunar».
La sacudida eléctrica que lo recorrió desde el cerebro hasta las puntas de los pies fue casi dolorosa.
—¿Y qué más?
—Y ya está. Después ha colgado.
—¿Está Fazio?
—Todavía no ha llegado.
—¿Y Gallo?
—Sí, siñor.
—Dile que venga a buscarme inmediatamente.
La niebla que le ofuscaba el cerebro había desaparecido de golpe, como arrastrada por una ráfaga de viento. Estaba lúcido del todo.
Porque, desgraciadamente, sabía que dentro de poco su suposición se convertiría en certeza. Todas las piezas del rompecabezas, que a lo largo de la noche había intentado mantener distantes, ahora, después de esa llamada, habían ido a ocupar el sitio que les estaba asignado.
No tuvo tiempo de ducharse ni de afeitarse; sólo consiguió lavarse por encima a toda prisa y tomarse cuatro tazas de café seguidas antes de que llegara Gallo.
—¿Qué tenemos que hacer, dottore?
—La última etapa de una búsqueda del tesoro.
El tono del comisario le dejó claro a Gallo que no era cuestión de hacer más preguntas sobre el asunto.
—¿Adónde tengo que ir?
—Toma la carretera para Gallotta; poco antes de llegar, hay un camino a la izquierda con un cartel que anuncia una taberna. Ve en esa dirección y para delante de la taberna. Ah, corre todo lo que puedas y pon la sirena.
Gallo lo miró, asombrado, y salió disparado como un cohete.
Montalbano cerró los ojos y se encomendó a Dios.
—Ahora apaga la sirena e intenta hacer el menor ruido posible —indicó Montalbano en cuanto tomaron el estrecho camino entre árboles que llevaba a la taberna.
La casucha tenía las puertas y ventanas todavía cerradas. Mejor. El comisario no quería despertar la curiosidad y que alguien se pusiera a seguirlos.
—¿Y ahora? —preguntó Gallo, deteniéndose.
—Ahora, cuidado. Continúa, pero te encontrarás en una maldita trocha por donde sólo pueden circular todoterrenos. ¿Crees que conseguirás pasar?
Por toda respuesta, Gallo sonrió y se puso en marcha sin hacer el menor ruido. Y estuvo realmente a la altura.
Hubo momentos en que el comisario temió que el coche diera una vuelta de campana o volcara y se quedase con las ruedas al aire, pero Gallo mantuvo el control durante todo el recorrido. Eso sí, cuando llegaron a orillas del lago, estaba completamente empapado en sudor.
—¿Y ahora?
—Yo bajo a fumar un cigarrillo, tú haz lo que quieras.
No tenía ningunas ganas de fumar; era sólo una excusa para retrasar el momento de la verdad. O quizá para prepararse para lo que tendría que ver, o más bien soportar ver, si lo que había imaginado resultaba cierto.
Porque había imaginado el horror. El horror puro.
Un horror que sin duda le parecería más insoportable en aquella mañana perfecta, tan límpida que los colores eran cortantes como cuchillas, y el agua del lago, verdaderamente un pedazo de cielo en la tierra. Todo estaba inmóvil, no se movía una brizna de hierba, el silencio era total, no se oían pájaros, ni perros ladrar a lo lejos. En un día de tormenta habría sentido menos desazón.
Solía fumarse tres cuartos de cigarrillo, pero esta vez lo tiró al suelo cuando ya le había quemado los dedos. Y perdió algún tiempo más en apagarlo concienzudamente con el pie. Subió al coche. Gallo se había quedado dentro, un poco impresionado por el comportamiento del comisario.
—¿Ves aquella casucha?
—Sí.
—¿Podrás llegar?
—¿Lo duda?
El comisario no se sentía con ánimo de recorrer a pie ese trocito de camino empinado, pues las piernas ya le flojeaban.
—¿Y ahora? —preguntó Gallo, parando justo delante de la puerta inexistente.
¡Joder, qué pesado con el «¿y ahora?»!
—Ahora, entramos. Yo voy delante y tú me sigues.
—¿No es mejor que vaya yo delante?
—¿Por qué?
—Si hay alguien que…
—No hay nadie. ¡Ojalá hubiera alguien disparándonos!
—¿Qué significa eso, dottore? —preguntó Gallo, perplejo.
—Que lo preferiría.
Abrió la puerta para salir, pero Gallo lo retuvo poniéndole una mano en el brazo.
—¿Qué hay ahí dentro, dottore?
—Si es lo que yo pienso, algo tan atroz que soñarás con ello noches y noches. Si quieres, puedes quedarte aquí.
—No, señor —contestó Gallo saliendo.
Aunque se había preparado lo mejor que podía apretando los dientes mientras subía la tambaleante escalera de madera, lo que vio lo paralizó, lo dejó sin respiración de golpe.
Gallo llegó detrás y, en cuanto distinguió la cosa tendida en el centro de la habitación, se quedó unos segundos inmóvil; quizá veía, pero se negaba a creer lo que estaba viendo. Después profirió un grito de espanto tan agudo que parecía de mujer, se volvió, tropezó en el tercer peldaño, cayó al suelo, se levantó, salió de la casa y empezó a vomitar hasta las entrañas emitiendo un lamento continuo de animal herido.
Montalbano bajó al cabo de un momento. Había logrado recobrar el control, obligar a sus ojos a mirar la cosa.
La empresa a la que me apresto hace temblar:
la verdad en simulacro de verdad transformar.
Porque el cuerpo desnudo era el de Ninetta, sí, no cabía duda, sólo que ese cuerpo había sido convertido en el de una muñeca hinchable exactamente igual que las otras dos.
El asesino le había sacado un ojo, arrancado mechones de pelo, agujereado el cuerpo y cubierto los agujeros con esparadrapo…
Pero lo más terrible es que le había pintado los labios, le había perfilado las cejas con un lápiz delineador, le había puesto un poco de colorete rosa en los pómulos… Y para dar color a la piel de todo el cuerpo, lo había embadurnado con maquillaje. La muerte había estampado en la cara de Ninetta una especie de mueca que le dejaba los dientes a la vista. Una máscara horrenda, precisamente porque era falsa y verdadera al mismo tiempo.
Sí, debía de haber trabajado bastante para hacer «más hermoso y rico» el tesoro, el premio de la búsqueda. Pero él no estaba en absoluto contento de haber ganado la partida; es más, preferiría haberla perdido mil millones de veces.
Salió de la casa, consideró un momento si el paso siguiente era ir al bosquecillo donde estaba el campamento de jóvenes forasteros, como le había dicho Fazio. Debía de ser una de esas chicas la que había descubierto el cadáver y telefoneado. Pero inmediatamente después pensó que no encontraría a nadie; seguro que se habían ido todos.
Fue a sentarse encima de una piedra al lado de Gallo, que estaba sentado en el suelo, con la cara escondida entre las manos.
—¿Por qué? —le preguntó casi sin voz al comisario.
—¿Hay un porqué para la locura?
—Le advierto que yo ahí dentro no vuelvo.
—No tienes que volver. Ahora vamos al coche y llamamos a Fazio. Él conoce este sitio. Solamente tiene que informar al dottor Seminara de que hemos encontrado el cuerpo de Ninetta.
Cuando hubieron acabado, llegó la indefectible pregunta de Gallo:
—¿Y ahora?
—Aléjate de aquí. Volvamos al lago.
Esta vez, Gallo condujo tan mal que el coche estuvo a punto de despeñarse.
—¿Y ahora?
—¿Te sientes capaz de quedarte aquí de guardia?
—Sí, señor. ¿Y usía?
—Yo prefiero quitarme de en medio. Dile a Seminara que me llame cuando quiera.
Bajó y se dirigió hacia el sendero. Mejor hacer ese trayecto por lo que parecía un paisaje infernal dibujado por Doré que quedarse allí, en un sitio bonito, sí, pero cargado de violencia, de crueldad, de locura.
Llegó a la taberna media hora después, muerto de cansancio. Por suerte estaba abierta. Encontró a la anciana sentada en la silla de siempre, pelando patatas.
—¿Qué desea?
—Medio litro.
En la barra, la mujer se lo puso en una botella milimetrada junto a un vaso.
—¿Sabe si en Gallotta hay taxis?
—No, señor, pero mi hijo tiene coche.
—¿Está aquí?
—No, señor, en Gallotta.
—¿Puede llamarlo y preguntarle si podría llevarme a Vigàta?
—Sí, señor.
Montalbano cogió una silla, fue a sentarse fuera, llenó el vaso y dejó la botella en el suelo.
Era realmente una mañana espléndida, el aire era limpio y suave, todo centelleaba como si acabaran de sacarle brillo. Parecía el primer día de la creación. Pero quizá por eso le resultaba insoportable y necesitaba ahogarlo en vino. El perfil de la belleza a menudo resalta más el horror.
—Dentro de unos veinte minutos está aquí —dijo la anciana.
Lo que había sucedido sólo tenía un lado bueno, si era posible calificarlo de bueno: que esta vez no le tocaría a él ir a casa de los pobres Bonmarito para anunciarles que habían matado a su hija.
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Mimì se presentó hacia mediodía, pero estaba al tanto del descubrimiento del cadáver porque lo había llamado Fazio.
—¿Has encontrado a la que regentaba el local?
—Sí. Está bajo arresto domiciliario en su casa, en Campobello.
—¿Qué te ha dicho?
—Me ha dado sólo indicaciones genéricas. No sé si porque es poco fisonomista o porque la complicidad es algo connatural en ella. Dice que era un chico joven, moreno, bastante alto y bien vestido. Nada más.
—Si se lo mostráramos, ¿lo reconocería?
—Ha dicho que quizá sí, pero yo no me fiaría. Igual lo ve y lo reconoce, pero nos dice que no es él.
—Entonces, ¿tú crees que es mejor olvidarse de ella?
—Yo diría que sí.
Gallo llegó pasada la una.
—¡Virgen santa, qué mañana, dottore! Primero el dottor Tommaseo, que se ha empeñado en venir con su coche; al principio de la trocha que lleva al lago se ha metido en un hoyo y hemos tenido que sacarlo con cadenas. Luego, la ambulancia tampoco ha conseguido pasar, así que han transportado el cadáver a pie hasta la taberna…
—¿Ha ido Pasquano?
—Sí.
—¿Qué ha dicho?
—Que a la chica no la han matado allí. Nada más. Para darse cuenta de eso no hacía falta la ciencia del doctor Pasquano.