15

Montalbano fue a comer.

A pesar de que el señor jefe superior lo había, como suele decirse, relevado de la función, no se sentía ni cabreado ni decepcionado. Quizá porque Seminara era una persona como Dios manda, concienzuda y tenaz. Un buen perro de caza que seguro que se tomaría en serio el secuestro de Ninetta.

Y lo más importante era liberar cuanto antes a la chica, si es que todavía estaba viva. Aunque sobre eso, que Ninetta estuviera viva, albergaba serias dudas.

En cuanto se sentó a la mesa habitual, Enzo se acercó con un sobre en la mano.

—Lo han traído para usía hace diez minutos.

¡Vaya, había reaparecido! Era un sobre como los anteriores, con su nombre y la leyenda «La búsqueda del tesoro».

—¿Quién lo ha traído?

—Un chiquillo que ha salido corriendo en cuanto me lo ha dado.

El mismo procedimiento que cuando le llevaron el paquete con la cabeza de cordero. Un niño elegido al azar en la calle, al que se le da el sobre o el paquete, se le dice adonde debe llevarlo, con la instrucción de que salga corriendo inmediatamente después de entregarlo, y se le da un euro de propina. ¡Ve a buscarlo!

Se guardó el sobre en el bolsillo. El jugador podía esperar. Puesto que se lo tomaba con calma, él haría lo mismo.

—¿Qué vas a traerme?

—Todo lo que quiera.

—Quiero de todo.

—¿Hoy tiene apetito?

—No demasiado. Pero, picando un poco de cada cosa, al final habré comido pese a no tener hambre.

Acabó atiborrándose a su pesar. Y, por primera vez en su vida, se avergonzó. Después, mientras se dirigía al muelle, se preguntó por qué se avergonzaba de haber comido más de la cuenta.

Su reacción se debía, desde luego, a una causa concreta: el secuestro de Ninetta. ¿Cómo era posible? Una pobre chica es víctima en esos momentos de a saber qué terribles agresiones, prisionera de alguien que la somete a brutales abusos, ¿y el comisario encargado de la investigación, el que debe liberarla, se va tan tranquilo a zampar, desentendiéndose por completo de ella?

«Un momento, Montalbà, no empecemos a decir tonterías. Imagina que los que deben rescatar a alguien que está sepultado bajo los escombros de una casa y lleva tres días sin comer ni beber, por solidaridad, dejan de comer y beber también durante tres días. ¿Qué sucede? Pues sucede que al cabo de tres días se han quedado sin fuerzas para ayudar al que está bajo los escombros.

»Luego, cuanto más coman, más en forma se mantendrán para llevar a cabo la tarea de salvamento».

«Luego, y una mierda —dijo Montalbano segundo—. Una cosa es comer lo necesario, y otra, atiborrarse como has hecho tú».

«Explícame mejor la diferencia».

«Comer es un deber, atiborrarse es un placer».

«Ahí es donde te equivocas. Voy a hacerte una pregunta: ¿por qué, según tú, como tanto?».

«Porque eres incapaz de controlarte».

«No, señor. Yo puedo tener un hambre canina, pero, si estoy metido en un caso, soy capaz de pasarme días enteros sin comer. Por lo tanto, cuando debo hacerlo, me controlo».

«Entonces dime tú por qué comes tanto».

«Podría responderte que tiene relación con mi metabolismo, porque lo cierto es que comiendo así debería engordar un montón y en cambio me mantengo siempre en el mismo peso, salvo cuando no hago nada, como hasta hace unos días. Y no tengo ningún tipo de molestia en el hígado. Lo que me pasa es lo que me dijo una vez un amigo, que para mí comer es una especie de acelerador de las funciones del cerebro. Eso es todo. Así que ya está bien de vergüenza y remordimientos».

Dio el paseo hasta el faro tomándose todo el tiempo del mundo, pasito a pasito. Porque, si bien estaba fuera de toda duda que comer le lubricaba el cerebro, también era cierto que le ralentizaba el paso.

Al llegar a la roca plana, se sentó y se fumó tranquilamente un cigarrillo.

Luego se puso a incordiar a un cangrejo tirándole proyectiles de grava. Y después se decidió por fin a sacar el sobre, abrirlo y leer:

Disculpas te pido, querido Montalbano,

mas tú espera, ya verás, no será en vano.

Noche y día a trabajar me dedico

para hacer tu tesoro más hermoso y rico.

La empresa a la que me apresto hace temblar:

la verdad en simulacro de verdad transformar.

Créeme, cuando se haga la luz en tu mente,

de alegría, estoy seguro, llorarás finalmente.

Mi próximo movimiento aguarda y anhela,

que el juego sin duda bien vale la pena.

¿Y ahora qué? El jugador podía haberse ahorrado esos versos más torpes que un pobre tullido.

¿Qué decían, en esencia?

Que había que seguir esperando porque estaba trabajando para hacer más hermoso el tesoro. Fantástico.

Quizá no venía a cuento dárselos a leer a Arturo; total, no llevaban a ninguna parte. Después cambió de opinión y decidió que no era justo. Si le había prometido al joven, como había hecho, que sería su compañero de juego, debería cumplir su palabra y mantenerlo al corriente de todas las novedades. Pero no quería verlo; empezaba a caerle un poco mal, con ese aire de mago al estilo Harry Potter. Volvió a leer el poema, y esa vez lo inquietó. Había algo sucio en esos versos. Además, ¿qué significaba el tercer dístico?

—¿Ha pasado por aquí el dottor Augello?

—No, siñor dottori.

Pero ¿dónde se había metido?

—¿Llamadas?

—Una, dottori. Ha telefoneado aquel chico que la siñora Sciosciostrommi…

¿A qué se dedicaba ahora el señorito Arturo? ¿A dar el coñazo? ¿Una llamada al día? En fin, esta vez había acertado.

—¿Te ha dejado su número?

—Sí, siñor dottori.

—Entonces, llámalo y dile que venga a la comisaría a recoger un sobre.

Lo sacó del bolsillo, se lo tendió a Catarella y se fue a su despacho.

Antes de que le diera tiempo a sentarse, un estruendo tipo carta bomba a su espalda le hizo dar un gran salto hacia delante, y por poco se rompe la crisma contra la pared. Se puso a soltar tacos.

—Pido perdón y comprensión —dijo desde la puerta Catarella—, pero se me ha ido la mano.

—Catarè, ándate con mucho ojo, que si un día de éstos se me va la mano a mí también, vas a acabar pasándolo bastante mal.

Catarella se quedó en silencio, mirándose las puntas de los zapatos. Se sentía humillado.

—¿Qué quieres?

—Dottori, discúlpeme, pero me parece que se ha equivocado de sobre —respondió, tendiéndole el que acababa de darle.

Montalbano lo cogió y lo miró para comprobarlo. Era el de la búsqueda del tesoro.

—¿Por qué, según tú, me he equivocado?

—En tanto en cuanto que el nombre escrito dice que esta carta va dirigida al comisario Salvo Montalbano, lo que viene a decir que va dirigida a usía personalmente en persona.

—¿Y qué?

—Pues que si fuera la carta de parte suya de usted, o sea, la que usía quería mandarle de parte suya de usted a él, entonces debería llevar escrito el nombre del chico que vino de parte de la siñora Sciosciostrommi.

¿Qué hacía? ¿Lo agarraba y le estampaba la cabeza contra la pared? ¿O se armaba de paciencia? Mejor que no corriera la sangre.

—Tienes razón, Catarè. Esta carta está dirigida a mí, pero yo quiero que la lea también él.

El semblante dubitativo de Catarella se serenó. Se encaminó hacia la puerta y Montalbano bajó la vista para mirar un papel. Pero se percató de que Catarella se había quedado parado en el umbral.

—¿Se te ha descargado la batería?

—¿Qué batería, dottori?

—Olvídalo. ¿Qué pasa?

—Es que me ha venido una cosa a la cabeza. ¿Puedo hacerle otra pregunta?

—Hazla.

—Si el chico quiere hablar con usía, ¿qué hago? ¿Lo hago pasar o no?

—No quiero hablar con él. Dile que estoy reunido.

Augello se presentó cuando ya había oscurecido.

—Te lo has tomado con calma, Mimì.

—No me lo he tomado con calma —repuso, sentándose—. Pero he perdido el día con Alba.

—¿Quién es Alba?

—Alba Giordano. De nombre artístico, Samantha. La chica de la casa de citas.

—¿Has hablado con ella?

—Sí, pero la cosa se ha alargado. Al llegar a la dirección que tenía de Vincinzella, nadie me ha abierto. Una vecina me ha dicho que los Giordano se habían trasladado a Ragona hacía quince días. Y como le habían dejado su nueva dirección, he ido a Ragona. He encontrado la casa, pero me ha entrado una duda.

—¿Sobre qué?

—Sobre qué tenía que hacer. ¿Presentarme ante sus padres?

—¿No era lo más lógico?

—No.

—¿Por qué?

—¿Y si no sabían absolutamente nada de lo que hacía su hija en las horas libres?

—Pero ¿a Alba no la habían identificado? ¿Cabía la posibilidad de que sus padres no estuvieran al corriente?

—¿Y si lo sabía sólo el padre y la madre no? Habría organizado un buen lío.

—Estos escrúpulos lo honran, dottor Augello. Su profunda humanidad, su exquisita sensibilidad…

—Vete a tomar por culo.

—¿Y qué has hecho?

—He recurrido a los carabineros.

Montalbano se quedó de piedra y puso los ojos como platos. Hasta dio un salto en la silla.

—¿A los carabineros? ¿Te has vuelto loco?

—No, ¿por qué? ¿Qué les pasa? ¿Tienen sarna?

—No digo eso, pero…

—Salvo, no me quedaba otra opción. Nosotros no tenemos representación allí. Lo he pensado mucho antes de ir.

—¿Y les has dicho quién eres?

—Claro.

—¿Y qué ha pasado?

—Pero ¿qué crees? ¿Que me han echado a patadas? El comandante ha sido amabilísimo, se ha puesto a mi completa disposición. ¿Y sabes qué? En cuestión de cabeza es clavado a Fazio: conoce la vida y milagros de todos los habitantes de Ragona.

—¿Qué le has contado?

—La verdad.

—¿Qué parte?

Mimì se quedó desconcertado.

—No comprendo.

—¿Le has contado toda la verdad, empezando por el principio, o le has contado de la misa la mitad?

—Sigo sin comprender.

—Me explicaré mejor: ¿le has dicho al coronel de los carabineros… de los carabineros, ojo, que viste a Alba por primera vez en foto en una casa de citas a la que fuiste como cliente?

Mimì se sonrojó primero y luego se quedó blanco como el papel. Hizo ademán de levantarse e irse sin decir palabra, pero consiguió controlarse.

Tragó saliva dos o tres veces, se pasó la mano abierta por los labios y por fin dijo, con voz apenas trémula:

—No, no lo he considerado importante.

—¿Por qué?

—Porque no tenía nada que ver con lo que iba a preguntarle.

—¿No?

—No.

—Dime una cosa: ¿el comandante te ha dicho cómo está comportándose Alba desde su llegada a Ragona?

—Sí. Su conducta es irreprochable.

—¿Le has dicho que aquí se prostituía ocasionalmente?

—No podía evitar decírselo.

—¿Y cómo ha reaccionado?

—Le ha sorprendido mucho.

—¿Le ha sorprendido y ya está?

—Ha dicho que de ahora en adelante la vigilaría.

—Ahí quería ir a parar. El honesto funcionario de policía no ha vacilado en informar a los carabineros de que Alba había ejercido la prostitución, aunque omitiendo que él había intentado ser cliente suyo. Y santas pascuas. Tú te has ido igual de honesto que habías llegado, mientras que ella se ha quedado allí con la marca de puta.

—Pero ¡si fuiste tú quien me encargó que fuera a verla, que la hiciera hablar…!

—Yo te encargué que la vieras a solas, sin meter por medio a nadie más. Tanto es así que te pedí que utilizaras tus bien conocidas artes de seducción. Y eso, indirectamente, significaba que no debías meter a los carabineros, la policía fiscal o la guardia forestal.

Mimì permaneció unos instantes en silencio.

—Tienes razón —acabó diciendo.

—Asunto concluido. Continúa.

—El coronel se ha mostrado de acuerdo conmigo en que igual los padres no sabían nada de la vida de la hija. Como Alba tuvo ayer un accidente con el vespino, ha encargado a un carabinero que la llamara con esa excusa. La chica ha venido y la han hecho pasar al despacho que el comandante había puesto a mi disposición.

—Un momento. ¿Por qué se ha trasladado a Ragona?

—Porque su padre quería apartarla del ambiente en que se movía; ha conseguido que lo trasladaran y se ha llevado a la familia.

—¿Qué te ha dicho Alba?

—Antes de nada debo decirte que es una chica extraordinaria.

—Eso ya me lo habías…

—Salvo, ahora no me refiero a su belleza. Lo digo por cómo me ha hablado de lo que hacía. Con una gran naturalidad, como si hubiera trabajado de dependienta en una tienda. Ni se arrepentía ni se vanagloriaba. Como era la joya de la casa… sí, ha dicho exactamente eso, la madama la utilizaba para atraer nuevos clientes con el boca a boca, y se las arreglaba para que no tuviera clientes habituales.

—En conclusión, ¿ha sido un viaje en vano?

—Sustancialmente, sí. Pero me ha contado una cosa. Ella sólo podía estar en el burdel una hora.

—¿Cómo iba hasta allí?

—En ciclomotor. Les decía a sus padres que iba a casa de una amiga, al cine, a la biblioteca…

—Continúa.

—Un día, cuando había terminado y se disponía a salir de la casa, la patrona le dijo que tuviera cuidado. Y le explicó que, en los últimos días, un cliente había pedido dos veces estar con ella, pero que le había dicho que no estaba disponible.

—¿Por qué?

—Porque le parecía un exaltado; cuando vio por primera vez la foto de Alba, se excitó tanto que hasta se echó a temblar. Ya entonces se asustó la madama. Y como ese día el tipo había vuelto por tercera vez y se había alterado mucho al recibir de nuevo una respuesta negativa, la patrona pensaba que podía estar apostado en los alrededores esperando a que saliera Alba. Ésta decidió quedarse unas horas más en la casa. Telefoneó a su madre y le dio una excusa para justificar su retraso. Cuando salió, eran más de las ocho y ya había oscurecido. Pasado el puente Sammartino, a la derecha no hay casas, sólo árboles, y allí un coche que iba detrás se puso a su lado y la echó de la carretera.

—¿Alba reconoció al conductor?

—No, ni pensó en eso. Estaba demasiado asustada. No se había hecho prácticamente nada, pero, mientras se levantaba, vio que el conductor bajaba del coche e iba hacia ella deprisa. Estaba tan paralizada por el miedo que era incapaz de moverse.

—¿Está segura de que el accidente había sido provocado?

—Segurísima. Por suerte, en ese momento llegó otro vehículo y se paró. Entonces, el que había provocado el accidente dio media vuelta, montó en su coche, arrancó y se marchó a toda velocidad.

—Lo cual indica que el conductor era el cliente insatisfecho.

—Sin duda. En mi opinión, si no hubiera llegado el otro coche, se la habría llevado entre los árboles para violarla.

—Entonces ¿Alba no pudo verle la cara?

—No.

—¿Y en los días siguientes volvió a presentarse?

—Tres días después fue la redada.

—¿Sabes lo que significa esto, Mimì?

—Sí, que debo localizar a la mujer que regentaba el local para que me describa al cliente frustrado de Alba.

—Exacto. Mañana por la mañana, a primera hora, ve a ver a Zurlo. Me dijiste que detuvieron a esa mujer, ¿no? Aunque la hayan dejado en libertad, seguro que ellos saben dónde vive. Mimì, por favor, no podemos perder ni un solo minuto.

—Comprendo —dijo, levantándose.

—Ah, oye, Mimì, casi se me olvidaba: quería advertirte que este caso ya no es nuestro.

Augello, que se había levantado, volvió a sentarse.

—No entiendo.

—¿Y qué hay que entender? Bonetti-Alderighi nos lo ha quitado para dárselo a Seminara.

—¿Por qué?

—Porque Seminara es calabrés y nosotros no estamos a la altura.

—Entonces, ¿para qué voy a ir a ver a esa mujer?

—Tú ve de todos modos, porque Seminara ha pedido nuestra colaboración. Así que estamos autorizados a llevar a cabo una investigación paralela.

—¿Tú crees que Seminara pretendía exactamente eso?

—No, pero digamos que yo lo interpreto así, ¿vale? ¿No estás de acuerdo?

—¿Yo? Pues claro que sí.

—Pues entonces, tú le sonsacas a esa mujer todo lo que queremos saber y después decidimos de común acuerdo si viene o no al caso contárselo a Seminara. ¿Me he explicado?

—Perfectamente.

Diez minutos después, cuando estaba saliendo de la oficina, Catarella lo llamó.

—Ah, dottori. Su carta —dijo, tendiéndole el sobre de la búsqueda del tesoro.

—Quédatela. Si el chico todavía no ha venido a buscarla, ya verás como…

—No, siñor dottori; el joven ha venido, la ha copiado y la ha devuelto. También ha dejado esta nota.

Era una hoja del cuaderno de Catarella.

Querido dottore, le escribo unas líneas para exponerle mi primera impresión tras una apresurada lectura de la nueva carta. No sabría explicar racionalmente por qué, pero esta vez me ha parecido muy inquietante.

Sobre todo ese verso que dice: «de alegría, estoy seguro, llorarás finalmente». Me resulta bastante extraña la elección del verbo «llorar». De alegría, por regla general, se ríe. Es cierto que también se puede llorar de felicidad, pero no me parece que en este caso se trate de eso.

Además, ese explicarnos que está trabajando día y noche para hacer único e irrepetible el tesoro… Insisto, es sólo una sensación, pero me temo que cuando descubramos el tesoro nos encontraremos con una desagradable sorpresa. Siga teniéndome informado.

Un cordial saludo,

Arturo