14

—¡Ah, dottori! ¡Así que ha vuelto! —exclamó Catarella, alegrándose.

—Sí, Catarè, he vuelto.

Como si pudiera caber alguna duda al respecto.

—Oye, ¿te acuerdas de que hace unos días dejé unos papeles en el suelo de mi despacho?

Dottori, disculpe, pido comprensión y perdón, pero en su despacho de usted siempre hay papeles en el suelo.

—Estos eran grandes mapas topográficos.

—Si había topos o no, no lo sé —dijo Catarella con cara de pasmo—, pero los que yo vi estaban llenos de calles dibujadas.

—Pues a ésos me refiero. ¿Sabes dónde están?

—Aquella misma noche los enrollé y, por miedo a que las mujeres de la limpieza los tiraran, los metí en el armario del aquí presente Fazio.

—Muy bien. Ve a buscarlos.

Con ayuda de Fazio, Montalbano organizó el mismo desbarajuste que la otra vez.

Apartó las butacas, extendió en el suelo los mapas y los sujetó poniendo encima cajitas, grapadoras y libretas.

—¿Has pedido el trayecto de la línea de circunvalación?

—En la empresa me han dado los de todas las líneas.

Siguieron sobre el plano el camino que hacía la línea de circunvalación desde la parada cercana al cine Splendor en adelante.

Para enlazar con el autobús número tres, Ninetta había bajado en via delle Rose. Y seguramente la habían secuestrado allí, porque via del Sambuco, la calle por donde el ingegnere Vilardo había visto pasar su todoterreno, era justo la siguiente.

—Ahora coges la foto de Ninetta que está encima de la mesa…

—¿Se la ha traído el dottor Augello?

—Sí.

—¿Le ha dicho para qué la quería?

Montalbano le contestó de un modo vago:

—Le recordaba a una chica de la que le habían hablado, pero estaba equivocado.

Fazio lo miró, poco convencido por la respuesta, pero no replicó.

—Coges la fotografía —continuó el comisario—, y mañana por la mañana vas a via delle Rose y preguntas si alguien ha visto algo. Aunque sé de antemano que es una pérdida de tiempo. —Volvió a mirar los planos—. Se me ha olvidado el nombre de la calle por donde Vilardo dice que giró el todoterreno.

—Al ingegnere le pareció que había girado a la derecha, por via dei Glicini.

—Veamos adonde lleva esa via dei Glicini.

Le bastó poner los ojos sobre el plano para verlo.

La calle desembocaba en una plaza que él conocía porque unos días antes la había buscado y había ido hasta allí.

Era la misma plaza con la rotonda desde la que, a modo de radios, partían o llegaban cuatro calles: via dei Glicini, via Garibaldi, via dei Mille y via Cavour.

—Creo que está claro que el secuestrador advierte por casualidad, mientras está adelantándolo en corso De Gasperi, que en el autobús va Ninetta, o quizá alguien con quien confunde a Ninetta, o quizá el asunto es todavía más complejo: ve a una chica que sabe perfectamente que no es la persona que está buscando, pero que se parece bastante y, por tanto, puede hacer de doble.

—Un momento —dijo Fazio—. ¿Usía está diciéndome que el secuestrador no cogió a una chica al azar, simplemente a la que tuvo oportunidad de coger, sino que tenía un modelo preciso en la mente?

—Exacto. Es una hipótesis que no podemos descartar. Continúo. Entonces para y se sitúa detrás del autobús. Tres paradas después, la chica baja en via delle Rose. Y allí el hombre la agarra y la obliga a subir al todoterreno. El coche toma via del Sambuco; Vilardo lo ve pasar y lo sigue con los ojos mientras se dirige hacia la derecha, hacia via dei Glicini. Pero deja de verlo porque pasa un autobús y se lo tapa.

—El tres, el que Ninetta debería haber cogido —concluyó Fazio.

—Eso es.

—Por consiguiente —prosiguió el inspector—, si el autobús tres iba justo detrás del todoterreno, eso significa que el secuestrador fue rapidísimo, que agarró a la chica y la obligó a subir en un visto y no visto, sin que ella pudiera oponer resistencia. Y todo eso en una parada de autobús donde igual había otras personas esperando.

—¿Cómo lo hizo?

—¿Sabes qué significa esa pregunta?

—No, señor.

—Otro trabajo para ti —respondió Montalbano.

—¿Y en qué consiste?

—En que debes informarte, en la empresa de transportes, de quién era ayer el conductor del tres, y luego debes ir a hablar con él y preguntarle si observó algo mientras llegaba a la parada de via delle Rose.

—¿Y cómo conseguimos localizar a las otras personas que esperaban el autobús?

—De eso más vale que te olvides. Si presenciaron una escena violenta y todavía no han venido a presentar una denuncia, ya no lo harán.

No fue lo que se dice una noche maravillosa. En realidad, la noche como tal era de una intensa belleza; la cuestión es que el mal humor del comisario contaminaba incluso el paisaje. De hecho, cenó desganado porque no conseguía quitarse de la cabeza a la pobre chica.

Y era un enorme error que lo sacaba de sus casillas. La compasión, la piedad por un ser humano que está sufriendo abusos y agresiones, son sentimientos para experimentar después, una vez resuelto el caso; en cambio, si te asaltan durante una investigación, te nublan la mente, que debe permanecer lúcida y fría, concentrada en el verdugo y no en la víctima.

Hablando de verdugos y víctimas, ¿debía tomar la iniciativa de telefonear a Livia?

Sí, sin duda le tocaba a él, porque Livia ya había demostrado su voluntad de hacer las paces llamándolo. Pero, al contestar Ingrid, la cosa había acabado como el rosario de la aurora.

Se levantó, entró, marcó el número. Y fue agredido.

—¡Lo hiciste adrede!

—¿El qué?

—¡Que me contestara Ingrid!

—Livia, pero ¿cómo puedes pensar que yo…?

—¡Tú eres capaz de todo, con tu mente maquiavélica!

No darse por aludido y seguir intentándolo.

—Livia, por favor, si de verdad me quieres, déjame hablar cinco minutos seguidos.

—Habla.

Y al final acabaron haciendo las paces. Pero no antes de que asomaran las primeras luces del alba, de forma que no sería de extrañar que los directivos de la empresa telefónica hubieran destapado para la ocasión una botella de champán.

A las nueve y media de la mañana siguiente, Fazio estaba ya en la comisaría con las respuestas.

—¡Qué madrugador!

Dottore, usía sabe tan bien como yo que, cuanto más tiempo pase, peor para la chica.

—¿Qué has descubierto?

—Los comercios de via delle Rose cercanos a la parada ya estaban todos cerrados, así que es inútil perder tiempo con eso. La portera del número veintiocho, que está justo enfrente de la parada, se fijó antes de cerrar la puerta en que había una decena de personas esperando el autobús. Vio también a una señora a la que conocía y se saludaron con un gesto.

—¿Recuerda si había una chica rubia?

—Dice que no, que no lo recuerda.

—Sin embargo, a Ninetta bastaba verla una vez para recordarla.

—Pero, aun así, la portera sostiene que eso no significa que la chica no estuviera, porque ella no se detuvo a mirar mucho tiempo.

—¿Le has pedido los datos de esa amiga suya?

—Sí, señor, pero no he hablado con ella. Todavía no he tenido tiempo. Iré cuando acabe de hablar con usía. En compensación, esta mañana he estado con el conductor del tres.

—¿Vio algo?

Fazio metió una mano en el bolsillo y sacó una cuartilla.

—¿Qué hay escrito en ese papel? —preguntó el comisario, al que se le había puesto súbitamente cara de mala leche.

—Los datos del conductor.

—Si me los lees, te disparo.

—Como usía quiera —dijo Fazio, resignado.

Montalbano tuvo que darle un empujoncito para que volviera a hablar.

—Bueno, ¿qué?

—Al llegar a la parada, el conductor vio un todoterreno con la parte posterior en el espacio reservado para la maniobra del autobús y a una joven rubia hablando con alguien que estaba dentro del coche, pero en el asiento trasero.

—¿Seguro?

—¿Que la persona con la que hablaba la chica estaba sentada detrás? Seguro.

—Continúa.

—Después el conductor se puso a mirar por el retrovisor a los pasajeros que hacían cola para subir, porque el autobús ya estaba lleno, y cuando cerró la puerta y se disponía a hacer una maniobra para sortear al todoterreno, éste se puso en marcha. No observó nada más.

—Entonces, ¿no volvió a ver a la chica?

—No. Y no ha sabido decirme si subió con los demás pasajeros.

Montalbano permaneció en silencio.

—¿En qué piensa? —preguntó Fazio al cabo de un momento.

—Estaba haciendo un cálculo de los tiempos.

—¿Me lo explica?

—Sí. Presta mucha atención. Por lo que dice el conductor… ¿Cómo se llama?

—No me acuerdo —respondió Fazio con toda desfachatez.

—Te permito que mires el maldito papel, pero sólo para decirme el nombre.

Fazio obedeció con una sonrisita de satisfacción.

—Caruana, Antonio.

—Por lo que ha dicho Caruana, podría parecer que en el todoterreno había dos personas, una al volante y otra detrás, que sería con quien hablaba Ninetta.

—¿Y no es así?

—No lo creo. En mi opinión, se trata de un secuestro hecho en solitario. El que ha cogido a la chica quiere disfrutar de ella en exclusiva, no piensa compartirla con nadie.

—Entonces, ¿cómo se supone que lo ha hecho?

—Por eso te decía que estaba considerando los tiempos. Vamos a ver: Ninetta baja en la parada del tres, e inmediatamente después, casi en el espacio reservado al autobús, para un todoterreno. ¿Correcto?

—Correcto.

—Hasta aquí, la secuencia de los hechos está clara. Ahora, en cambio, entramos donde se oscurece, en el terreno de las suposiciones. Yo creo que las cosas sucedieron así: una vez el todoterreno ha parado, el conductor baja, pasa al asiento posterior y hace como que está buscando alguna cosa. Luego abre la puerta y le pregunta algo a Ninetta. La chica se acerca, y en ese momento llega el autobús. A partir de ese instante, todos, pasajeros y conductor, dejan de mirar hacia el todoterreno. Los pasajeros se agolpan en la puerta del autobús y Caruana los vigila a través del retrovisor. Son unos segundos, pero suficientes para el secuestrador.

—De acuerdo, pero ¿cómo lo hace?

—Sólo hay un modo posible: recurriendo a una violencia fulminante. El secuestrador agarra por un brazo a Ninetta y tira de ella hacia dentro, mientras con la otra mano le da un puñetazo que la deja sin sentido. Baja del asiento trasero, se pone al volante y arranca. Piénsalo, y verás que es muy arriesgado pero posible.

—En efecto…

—Y el modo de actuar añade otra pincelada al retrato del secuestrador. Tiene una sangre fría excepcional, sabe calcular los tiempos a la perfección, no pierde la calma, sabe aprovechar en su favor cualquier situación. Y es capaz de emplear la violencia en frío.

—No he entendido por qué pasa al asiento de atrás.

—Ése es un buen ejemplo de su organización mental. Si hubiera dejado a Ninetta fuera de combate en el asiento delantero, ¿cómo se las habría arreglado para conducir con ella desvanecida y tambaleándose de un lado a otro? En el asiento de atrás no sólo tiene más espacio para maniobrar, sino que puede poner a la chica tumbada y así evitar que lo moleste para conducir.

—Y cuando Ninetta recupera el sentido e intenta incorporarse, él la empuja hacia abajo y la deja de nuevo inconsciente dándole otro guantazo —concluye Fazio.

—Muy bien. Ésa sería la escena que vio parcialmente el ingegnere cuando estaba en el parque.

Se quedaron pensando, cada uno por su cuenta, en la reconstrucción que acababan de hacer. Al cabo de un momento, Fazio empezó a negar con la cabeza con expresión dubitativa.

—¿Qué pasa?

Dottore, me parece que algo no funciona en la reconstrucción del secuestro.

—¿El qué?

—¿Por qué, en todo su razonamiento, usía no ha tomado en consideración la posibilidad de que Ninetta y el secuestrador se conocieran?

—¿Y eso qué implicaría?

—En primer lugar, que deberíamos seguir indagando en su círculo de amistades. Y, en segundo lugar, que Ninetta subió al todoterreno por voluntad propia y no por la fuerza.

—Pues yo estoy convencido de que perderemos el tiempo.

—¿Por qué?

—Porque Ninetta y el secuestrador se vieron las caras por primera vez en via delle Rose, en la parada del tres.

—Pero ¿cómo puede estar tan seguro?

—Me baso en lo que dice el conductor del tres. Cuando él llega, el todoterreno está parado y ocupa una parte del espacio reservado para la maniobra del autobús, al que molesta tanto como a los pasajeros, pero Ninetta continúa hablando con el desconocido. ¿Cuánto tiempo calculas que pueden tardar los pasajeros en subir al autobús, que ya está lleno? ¿Medio minuto? Y el todoterreno sigue allí. Se pone en marcha casi al mismo tiempo que el autobús, precediéndolo unos segundos.

—¿Y por qué eso lo lleva a concluir que no se conocían?

—Pero, Dios santo, Fazio, ¡piensa un poco! Si se conocieran, la cosa no habría durado ni diez segundos. Llega el todoterreno, el conductor ve a Ninetta esperando el autobús, para, abre la puerta, la llama para decirle que la lleva, ella sube deprisa para no molestar al autobús, y el todoterreno se pone en marcha mientras la mitad de los pasajeros todavía está en tierra.

Fazio pensó en ello unos instantes.

—Tiene razón —acabó por aceptar. Y añadió—: Entonces, ¿qué hago? ¿Voy a hablar con la señora?

—No creo que viera nada. Es inútil. Mejor telefonea al señor Bonmarito y pregúntale si tiene noticias. Puedes llamarlo desde aquí.

Pero Montalbano no quería escuchar esa conversación, así que se levantó y fue hasta la ventana a fumarse un cigarrillo. Cuando terminó y se dio la vuelta, Fazio estaba colgando.

—Ninguna novedad. Lloraba, el pobre hombre.

Montalbano tomó una decisión.

—Oye, acércate ahora a su casa.

—¿Para qué?

—Para que formalice la denuncia de desaparición. Me parece que ha llegado el momento de poner al corriente a Bonetti-Alderighi. Él puede organizar una verdadera búsqueda, mientras que nosotros estamos teorizando.

Pero se lo tomó con calma; hablar con el jefe superior no era algo que lo llenara de felicidad.

• • •

—… Sí, señor jefe superior, ha venido el padre a denunciar la desaparición. Tengo la fundada sospecha de que se trata de un secuestro… No, no he hablado de pruebas, sino de una sospecha… De acuerdo, de acuerdo, como usted quiera… Sí, sí, la chica es mayor de edad… Sí, sé lo que establece la ley, pero, verá, han pasado casi cuarenta y ocho horas… ¿El dottor Seminara, dice…? Ah, ¿dirigirá él la investigación…? ¡Por favor, un colega extraordinario, brillante…! No, no tema, no habrá absolutamente ninguna intromisión por mi parte… ¡Faltaría más!… Mis respetos, señor jefe superior…

Montalbano llamó a Catarella:

—¿Ha vuelto Fazio?

—Acaba de llegar hace un momento.

—Dile que venga a verme.

Fazio se presentó con cara de funeral.

—¿Qué pasa?

Dottore, estar un cuarto de hora con los Bonmarito me ha dejado destrozado. Ella está metida en la cama sin poder moverse y él ha perdido la cabeza. ¡Es para echarse a llorar!

—¿Tienes la denuncia?

—Sí, señor.

—Bien. Llama a la jefatura superior, al dottor Seminara, y cuéntaselo todo.

—¿Al dottor Seminara? ¿Por qué?

—Porque es él quien va a ocuparse oficialmente del secuestro a partir de ahora. A nosotros, el señor jefe superior nos ha dejado fuera.

—¿Y por qué?

—¡Qué coñazo con tanto por qué! ¡Esto parece una guardería! Los motivos pueden ser muchísimos. En primer lugar, no me considera a la altura. En segundo lugar, Seminara es calabrés.

—¿Y qué tiene eso que ver?

—Bonetti-Alderighi está firmemente convencido de que, en cuestión de secuestros, los calabreses saben más que nadie. ¿No te acuerdas de que hizo exactamente lo mismo hace unos años, cuando secuestraron a aquella estudiante?

—Es verdad.

—¡Venga, hombre, no pongas esa cara!

—Siento que tengamos que lavarnos las manos, dottore. Y, si me permite decirlo, me asombra que usía no haya protestado ni haya insistido.

—¿Quién te ha dicho que vayamos a dejar de ocuparnos del caso?

Fazio lo miró estupefacto.

—Usía me lo ha dicho. Si va a ocuparse de él el dottor Seminara, está claro que nosotros…

—¿Y eso qué significa? Él se ocupa oficialmente y nosotros continuamos ocupándonos sin decírselo a nadie.

A Fazio le saltaron chispas de alegría de los ojos.

—Además, estoy completamente seguro de que Seminara, que no es un imbécil, acabará pidiendo nuestra colaboración.

Y, en efecto, un cuarto de hora después:

—¡Ah, dottori! Está al tilífono el dottori Seminata, que dice que es uno de Montelusa.

—Hola, Montalbano.

—Hola, Seminara.

—¡El jefe superior me ha endosado este marrón! Perdona, pero tengo que obedecer. Fazio me ha dicho que vosotros ya habíais empezado a moveros. Me sería de muchísima utilidad saber a qué punto habéis llegado. Siempre y cuando no tengas nada en contra, por supuesto.

Hablaba como si estuviera caminando sobre huevos; estaba al corriente del carácter difícil del tal Montalbano.

—Ven cuando quieras.

—¿Puedo pasar mañana por la mañana hacia las diez? —preguntó Seminara, tranquilizado.

—De acuerdo.

—Ah, oye, Fazio me ha dicho que se trata de una familia muy pobre y que, tal como vosotros lo veis, el secuestro tiene una finalidad sexual.

—Estamos bastante convencidos.

—Entonces, ¿sería completamente inútil pinchar el teléfono de la familia?

—Yo creo que sí.