13

—¿Me ha…? ¿Ninetta me ha denunciado? —preguntó Francesco con una voz ya fundida.

—No te ha denunciado nadie.

Pero ¿por qué tenía que seguir perdiendo el tiempo con ese gusano?

—Responde a una pregunta que voy a hacerte y me voy. ¿Sabes conducir?

—No tengo carnet.

—No te he preguntado si tienes carnet, sino si sabes conducir.

—No. Ni siquiera soy capaz de ir en vespino.

Montalbano abrió la puerta, y por poco se la estampa en la cara a la señora, que estaba agachada mirando por el agujero de la cerradura y escuchando. La mujer entró precipitadamente en la habitación de su hijo, y Montalbano fue solo hasta la puerta de la casa y salió.

Estaba cabreado consigo mismo: Michele había intentado explicarle cómo era Francesco, pero él no había querido escucharlo. De haberlo hecho, no habría ido a verlo y habría ahorrado tiempo.

—¿Ha llamado alguien preguntando por mí?

—Por usía como usía personalmente en persona, nadie.

O sea, que Bonmarito aún no había tenido noticias de su hija.

—Mándame a Fazio.

—No está in situ, dottori.

—Entonces dile al dottor Augello que venga.

—Tampoco está in situ.

—¿Y dónde está?

—Con el susodicho Fazio, dottori.

En cuanto se sentó, levantó el auricular para llamar a Bonmarito con la intención de demostrarle que estaba trabajando para encontrar a su hija. Pero enseguida cambió de parecer.

De pronto le había faltado valor. Si le hacía preguntas, como era lógico, ¿qué podía responderle? ¿Que la situación presagiaba lo peor?

Sí, porque todo lo que le habían dicho, primero Lina y luego Michele, lo había llevado, por desgracia, a hacerse una idea precisa: que el secuestrador no era un amante abandonado ni un enamorado despechado, sino alguien que quizá había visto a Ninetta por primera vez. Ninetta había tenido la mala suerte de encontrarse a tiro de alguien que iba en busca de una chica cualquiera a la que secuestrar. Cualquiera tal vez no; debía tener determinadas características, pero si, en lugar de ser Ninetta, era una que se le parecía, podía servir igualmente. Si se tratara de alguien del círculo de amigos de Ninetta, con toda seguridad habría sabido que era inútil apostarse en las proximidades del cine, porque Lina siempre acompañaba a Ninetta con la moto. Aquella noche había sido una excepción. Pero el secuestrador no podía saberlo. A no ser que se supusiera una complicidad entre Lina y el secuestrador, pero eso le parecía imposible. En conclusión, no había un punto de partida que limitara de algún modo el campo de las indagaciones.

• • •

Mimì y Fazio volvieron juntos.

—¿Dónde habéis estado?

—Díselo tú —le dijo Augello a Fazio con cierta brusquedad—. Yo tengo que hacer unas cosas. Nos vemos a última hora.

Y salió del despacho a toda prisa, sin despedirse siquiera. Parecía preocupado y nervioso. El comisario lo vio cerrar la puerta a su espalda sin salir de su asombro.

—¿Qué le pasa? —le preguntó a Fazio.

—¡Uf! Se ha puesto así cuando le he contado lo del secuestro de la chica.

—¿Y por qué se lo has contado?

—¿No debía hacerlo?

—No digo eso; solamente quiero saber cómo es que habéis acabado hablando del secuestro, qué os ha llevado a hacerlo.

La pregunta tenía una razón precisa. Pese a que llevaban muchos años trabajando juntos, no podía decirse que Augello y Fazio congeniaran.

—He tenido que hacerlo, dottore. Ahora se lo explico. Al regresar del recorrido que usted me había pedido que hiciera…

—Por cierto, ¿has descubierto algo?

—Ninguno de los comerciantes, aunque dos ya estaban cerrando, observó nada de particular.

—¡Vaya por Dios!

—Pero ¿usted sabe dónde está el Splendor?

—Exactamente, no.

—Es un cine muy nuevo, en Vigàta dos, una calle corta con cinco tiendas y los portales de cuatro edificios, de los cuales sólo uno está terminado y los otros tres están todavía por alquilar.

—¿Cómo llegó Ninetta a Vigàta dos? Ella no tiene vespino.

—Seguro que cogía el autobús que cubre la línea de circunvalación y que para en una calle paralela a la del cine.

—O sea que, cuando se despidieron a la salida, su amiga montó en el ciclomotor, mientras que Ninetta debió de dirigirse a la calle donde para el autobús.

—Eso es.

—Hay que hacer una cosa, Fazio. Y urgentemente. En cuanto acabemos de hablar, ve a la empresa del transporte urbano y averigua el nombre del conductor que estaba de servicio ayer hacia las ocho en esa línea. Localízalo; le enseñas la foto de la chica y le preguntas si la vio subir en esa parada.

—Hay un problema: no tengo la foto. Me la ha pedido el dottor Augello y se la he dado.

—¿Y para qué la quería?

—No me lo ha dicho.

Montalbano se quedó un momento pensativo.

—Ve igualmente a la empresa —decidió—, aunque sea sin la foto. Se la describes al conductor. Total, de una chica guapa como Ninetta uno se acuerda. Sigue con lo que estabas contándome de Mimì.

—Le decía que, a mi vuelta, el dottor Augello ha entrado en mi despacho para pedir una información y entonces ha visto la foto de Ninetta. La ha cogido, la ha mirado detenidamente y me ha preguntado por qué la tenía, así que le he contado de qué iba el asunto. Ha querido saberlo todo. En ese momento ha sonado el teléfono. Alguien nos informaba de que había un coche ardiendo cerca del kilómetro seis de la carretera de Montereale. Y ha añadido que le parecía un todoterreno.

¿Un todoterreno? Montalbano aguzó las orejas.

—El dottor Augello ha dicho que venía conmigo.

—¿Y de qué se trataba?

—Cuando hemos llegado, el coche, que estaba abandonado en el campo pero muy cerca de la carretera, aún ardía. No hemos conseguido apagar las llamas con los extintores. Enseguida he tenido la impresión de que era el todoterreno del ingegnere Vilardo. Después he conseguido limpiar la matrícula y leerla en parte. Era, en efecto, el coche del ingegnere.

—¿Habéis mirado en el maletero?

—Sí, señor. No había nada. Por suerte.

—¿Tú también has pensado que podía estar el cuerpo de Ninetta?

—Sí, señor. Pero aun así he llamado a la Científica.

—¿Por qué?

Dottore, ya sé que, cuanto menos ande por medio el dottor Arquà, mejor, pero he hecho un razonamiento.

—Repítemelo.

—He partido de una pregunta: si el secuestrador de la chica lleva el todoterreno al campo para prenderle fuego, ¿cómo se las arregla después para volver? Sólo hay dos posibilidades: o tiene un cómplice que lo ha seguido con otro coche y lo lleva de vuelta, o coge un medio de transporte.

—Autostop seguro que no ha hecho.

—No, señor, pero a pocos metros está la parada del autobús Montereale-Vigàta.

—Pero ¡Fazio, hombre! Según tú, ¿el tipo levanta un brazo y el autobús para tranquilamente mientras todo el mundo ve que a cinco metros hay un todoterreno ardiendo?

—No, señor dottore, la secuencia de hechos no es ésa. En ese momento el todoterreno no está ardiendo; es un vehículo normal y corriente con el que alguien ha salido al campo.

—¿Y cómo se las arregla el tipo para prenderle fuego?

—Con un temporizador, dottore. El todoterreno se incendia pongamos un cuarto de hora después de que pase el autobús. Por eso he llamado a la Científica. Y ellos, a simple vista, me han dado la razón.

—¡Fazio, qué perspicaz! —exclamó el comisario de todo corazón.

—Gracias, dottore.

—Pero todo esto complica bastante el asunto, porque demuestra que el secuestrador tenía a su disposición un temporizador y sabía usarlo. Y no es que en Vigàta se encuentren temporizadores a porrillo.

Dottore, es el nombre lo que impone, pero un despertador común, sabiendo usarlo, puede convertirse en un temporizador.

Eso era verdad.

—Pero hay otra pregunta que es preciso hacerse: ¿qué necesidad tenía de incendiar el coche? ¿No podía abandonarlo en un lugar cualquiera sin prenderle fuego?

Fazio abrió los brazos.

—Sigamos razonando —continuó el comisario—. Antes de esa pregunta, hay otra más.

—¿Cuál?

—¿Por qué, para secuestrar a una persona, necesita un coche especial como un todoterreno?

—Para ésa sí que tengo una respuesta —dijo Fazio—. Al parecer, el sitio donde ha decidido esconder a la chica es un lugar situado en el campo al que no se puede acceder con un vehículo normal.

—En eso estamos de acuerdo. Pero, cuando ya no le hace falta, ¿por qué quemarlo? Sabemos que ese todoterreno ha servido para transportar a la chica, ¿correcto? Pero no sabemos quién lo conducía. Lo que significa que, durante el viaje, dentro del coche ha quedado algo que puede permitir identificar al secuestrador. Y por eso había que incendiarlo.

—Dentro del coche no había nada.

—Nada que pudiera verse a simple vista.

—¿Está pensando en huellas dactilares?

—No sólo en eso. También en ADN. ¿Sabes cuántos rastros habrá dejado? ¡A tutiplén! El secuestrador es alguien que piensa en todo. Es una mente precisa y ordenada. Y va a hacernos sudar la gota gorda.

Dottori, ¿puedo decir una cosa? Estoy un poco asustado por este secuestro.

—Yo también. ¿Le has comunicado al ingegnere que ya puede olvidarse de su todoterreno?

—Todavía no.

—Hazlo enseguida. Y después ve corriendo a hablar con los del autobús.

Dottori, está al teléfono aquel chico que vino de parte de la siñora Sciosciostrommi.

¡Arturo! ¡Casi se había olvidado de su existencia! Pero no tenía ningunas ganas de hablar de la búsqueda del tesoro. Tenía cosas más serias en que pensar.

—Oye, Catarè, dile que estoy ocupado. Y dile también que no hay novedades sobre ese asunto que sabemos.

—¿Quién?

—¿Quién qué, Catarè?

—¿Quién sabe ese asunto que sabemos? ¿Él, yo o usía personalmente en persona? Porque yo no sé nada de ese asunto que debería saber que sabemos.

El comisario sintió un mareo.

—Mira, no le digas nada y pásamelo.

Dottor Montalbano, disculpe si lo molesto, pero estoy impaciente por saber si hay…

—Ninguna novedad, por desgracia. Nuestro amigo no se digna darnos noticias suyas.

—¿No lo encuentra extraño?

—No sé qué decirle. Perdone, pero ahora estoy un poco ocupado. Quédese tranquilo, yo lo avisaré.

Como, por lo que le había dicho Ingrid, no se relacionaba ni con mujeres ni con amigos, al parecer Arturo tenía tiempo de sobra para perderlo con tonterías.

Se disponía a irse a Marinella cuando apareció en su despacho Mimì Augello.

—¿Puedo hablar contigo en privado?

—Claro. Siéntate.

—¿Puedo cerrar con llave?

—Haz lo que quieras.

Augello cerró la puerta y se sentó. Tenía una expresión extraña, entre avergonzada y resuelta. Montalbano lo ayudó a decidirse.

—¿Qué pasa, Mimì?

—Debo decirte una cosa confidencial. Podría no decírtela, ahora que he aclarado el asunto, pero como pienso que puede ser útil, te la digo. Aunque me cuesta bastante.

—¿Útil para qué, Mimì?

—Para la investigación sobre el secuestro de la chica.

Sin embargo, no se decidía a decir qué era esa cosa útil para la investigación. Montalbano, no obstante, veía que era mejor no forzarlo. Al final, Augello se armó de valor y habló.

—Hace dos meses estuve en una casa de citas.

—No recuerdo que en Vigàta hayamos hecho nunca… —Sus ojos se encontraron con los de Mimì, y de pronto el comisario comprendió—. ¡¿Como cliente?!

—Sí —respondió Mimì, y se apresuró a seguir hablando—. Es un chalet aislado entre Vigàta y Montelusa, se llega en apenas un cuarto de hora y…

La mirada de Montalbano lo hizo interrumpirse.

—Eres un capullo —dijo el comisario.

—Me imaginaba que reaccionarías así. Por eso me costaba decírtelo. Pero las cosas no son… Bueno, yo estoy enamorado de Beba, pero a veces me entra como una urgencia por cambiar que…

—No es por Beba.

—Entonces, ¿por qué?

—Si no lo ves tú mismo, es que eres doblemente capullo. Si por casualidad desde la Jefatura Superior de Montelusa hicieran una redada y te encontraran allí, ¿sabes que tu carrera se iría a la mierda?

—No lo pensé. ¿Te parece que dejemos a un lado el hecho de que soy un capullo? ¿Puedo continuar?

—Sí.

—Entre las fotos que la madama me enseñó para que eligiera a la chica que más me gustara, había una clavada a Ninetta.

Montalbano se quedó helado. Jamás se lo habría imaginado, había llegado a unas conclusiones muy distintas sobre la chica. Muy casera y aplicada, y en cambio… Pero no hizo ningún comentario.

—La elegí a ella, pero la patrona me dijo que en ese momento no estaba disponible.

—¿Y por qué te has llevado hoy la foto?

—Ya llego a eso. Hace un mes, la Jefatura Superior hizo una redada…

—¿Lo ves? Ya te decía yo que…

—Sí, pero habíamos quedado en que dejábamos a un lado esa cuestión.

—Perdona.

—Detuvieron a la mujer que regentaba el local, identificaron a chicas y clientes, y se incautaron del álbum de fotos. La operación la dirigió Zurlo. Hoy he ido a ver a Zurlo y le he contado una historia, sin entrar en detalles, para que me dejase comparar la foto de Ninetta con la del álbum. No es Ninetta.

—¿Seguro?

—Se parecen casi como si fueran gemelas, pero no es ella. Estoy más que seguro. Y eso es todo.

Si las cosas eran así, Augello podría haberse ahorrado esa confesión. En el fondo, había sido honrado.

—¿Por qué crees que puede ser útil para la investigación?

—Me he preguntado: ¿y si el secuestrador se ha confundido de persona? ¿Y si quería secuestrar a la del álbum y en cambio ha cogido a Ninetta?

—Pero ¿la chica del álbum no fue identificada?

—Sí.

—¿Y tú cómo has llegado a establecer con absoluta certeza que no se trataba de Ninetta?

—Porque la del álbum tiene una cicatriz muy pequeñita bajo la oreja izquierda. De cerca se ve con toda claridad.

Sacó del bolsillo la foto de Ninetta y la puso sobre la mesa.

—Mira tú mismo. En la cara de Ninetta, como ves, no hay ninguna cicatriz. Y la foto no está retocada. Pero desde lejos la cicatriz no se distingue; por eso es más que posible una confusión de personas.

¡Sólo faltaba eso para complicar las cosas, una confusión!

—Oye, Mimì, ¿has conseguido que te den el nombre y la dirección de la chica del álbum?

—Sí. Vive en Vincinzella.

Un barrio antiguo entre Vigàta y Montelusa.

—Ve a verla y habla con ella.

—¿Qué quieres saber?

—Si podría ser objeto de un secuestro.

—¿Y qué hago? No voy a presentarme allí y preguntarle: perdone, señorita, ¿hay alguien que tiene intención de secuestrarla?

—Mimì, eso lo dejo de tu cuenta. A ti no te cuesta nada intimar con una mujer.

—No sé si he perdido facultades.

—No digas idioteces. Me interesa sobre todo una cosa: saber si entre sus clientes había alguno que se había enamorado de ella, que estaba con ella más a menudo que los otros, que quería que abandonara la vida que llevaba…

—Lo intentaré.

En el aparcamiento, ya había abierto la puerta para entrar en el coche cuando oyó que lo llamaban. Era Fazio, que había vuelto en ese momento y bajaba de su coche.

—¡Dottore, qué suerte encontrarlo!

—Dime.

—Después de informar al ingegnere, he llamado a la empresa de transportes y me han dicho que el conductor de la línea de circunvalación, que era el mismo de ayer, acababa de terminar su turno y estaba todavía allí. Me han pasado con él y le he pedido que me esperara. He ido a hablar con él y ahora se lo cuento todo.

Metió una mano en el bolsillo, sacó una cuartilla y se dispuso a leer.

—Si vas a decirme cómo se llama el conductor, de quién es hijo y cuándo nació, hago que te comas ese papel que tienes en la mano.

Un tanto mortificado, Fazio, que tenía lo que Montalbano llamaba «la manía del registro civil», se guardó el papel con una cara en la que se mezclaban la pesadumbre y la decepción.

—Bueno, ¿qué?

—El conductor conoce muy bien a Ninetta. Y recuerda que ayer por la tarde, hacia las ocho y diez, subió en la parada que está cerca del Splendor. Es más, fue la única mujer que subió; los otros tres pasajeros eran hombres.

—Por consiguiente, no la secuestraron allí.

—No, señor. Pero Gibilaro…

—¿Quién es ése?

—El conductor. Gibilaro me dijo que, mientras recorría corso De Gasperi, lo adelantó un todoterreno. El vehículo, nada más adelantarlo, se detuvo de golpe, de una forma tan brusca que Gibilaro tuvo que frenar en seco y los pasajeros protestaron. El todoterreno, después de dejarlo pasar, se puso detrás de él.

—Espera un momento. ¿Gibilaro vio dónde estaba sentada Ninetta?

—Sí, señor. Visto desde atrás el autobús, estaba a la izquierda, mirando la calle con la cabeza apoyada en el cristal.

—Entonces, ¿es posible que el conductor del todoterreno le viera la cara mientras adelantaba al autobús?

—Más que posible.

—¿Y luego?

—Gibilaro vio bajar a Ninetta en la parada de via delle Rose para coger el autobús número tres, que la llevaría cerca de su casa.

Montalbano decidió que lo mejor era comprobar con sus propios ojos dónde se encontraban aquellas calles; si no, sólo con los nombres, acabaría por no entender nada.

—Vayamos dentro —dijo.

Si aclaraba ahora el asunto, se comería más a gusto lo que le hubiera preparado Adelina.