—Y, por tanto, no descartas el peligro último —continuó Montalbano—. Es decir, que quien la ha secuestrado la retenga unos días a su completa disposición y la abandone después de matarla.
—¿Por qué después de matarla? Es posible que la deje en libertad.
—¡No! ¡Cómo va a hacer eso! ¡La chica le ha visto la cara! ¡Vilardo no nos ha dicho que el conductor llevara pasamontañas! Si la deja libre, el secuestrador se expone a que ella lo denuncie y llegue a identificarlo. No; hazme caso: la mata.
—Pues eso también es verdad.
—Oye, hagamos una cosa para quedarnos con la conciencia tranquila. ¿Tú sabes dónde está el cine Splendor?
—Sí, señor.
—Ninetta salió del cine a las ocho. Infórmate de si los que viven en los alrededores o algún comerciante observaron anoche algo extraño. Llévate la foto de la chica.
—¿Y usía qué va a hacer?
—Yo me voy a comer y luego pasaré por casa de… Lina Anselmo —dijo mirando la hoja que tenía delante—, que es la amiga con la que Ninetta fue al cine.
• • •
No comió casi nada; el recuerdo de Bonmarito, ese pobre padre tan digno en su desesperación, le cerraba la boca del estómago.
Cuando terminó de comer, cogió el coche y se puso en camino.
Prefería no anunciar nunca una visita suya con una llamada. Así no tenían tiempo de preparar las respuestas a sus preguntas. La experiencia le había enseñado que todas las personas a las que interrogaba, todas sin excepción, incluso las más inocentes y honradas, ante él siempre intentaban parecer un poco distintas de como eran en realidad, más mesuradas, más como Dios manda.
Lina Anselmo, la chica que había ido al cine con Ninetta, vivía casi fuera del pueblo, en el último piso de un edificio de cuatro plantas sin ascensor.
Montalbano subió la escalera sin renegar; aquella escalada sustituía el paseo por el muelle.
Una chica feúcha, más delgada que un palillo, con el pelo recogido en un moño y gafas, abrió la puerta todo lo que le permitía la cadena del pestillo.
—¿Es usted Lina Anselmo?
—¿Quién es usted?
—Soy el comisario Montalbano.
—¿Qué quiere?
—Hablar de Ninetta.
—Está bien.
—Pero déjeme entrar.
—No.
—¿Por qué?
—Porque papá no quiere que abra a desconocidos.
—¿Su padre está en casa?
—No.
—¿Y su madre?
—Tampoco. Estoy sola.
Montalbano, maldiciendo mentalmente, sacó del bolsillo sus credenciales. Se las tendió. Lina las cogió con dos dedos.
—Examínelas atentamente y verá que soy policía.
Ella se las devolvió sin apenas mirarlo.
—Eso no significa nada.
—Pero ¡¿qué dice?!
—Pueden ser falsas.
¿Qué hacía? ¿Derribaba la puerta de una patada? La chica se pondría a chillar como un cerdo degollado. ¿Pedía que acudiera alguien de uniforme? Sería inútil; esa tocapelotas pensaría que el uniforme también podía ser falso. Lo mejor era despachar cuanto antes el asunto.
—¿Anoche fue usted al cine con Ninetta Bonmarito?
—Sí.
—¿Van juntas al cine a menudo?
—Sí.
—¿Alguna vez, mientras están viendo una película, alguien las molesta?
—Sí.
—¿Y entonces qué hacen?
—Nos cambiamos de sitio.
—¿Y si no hay otro sitio?
—Ninetta prefiere irse.
—¿Y ayer por la tarde alguien se acercó a ustedes?
—Ayer por la tarde, nadie.
—¿A qué hora salieron?
—Unos minutos después de las ocho.
—¿Las siguieron?
—No.
—Usted, Lina, ¿cómo regresó a casa?
—Tengo un vespino.
—¿Cómo es que no acompañó a Ninetta?
—Lo hacía siempre.
—¿Y por qué ayer no?
—Tenía que volver a casa antes de lo habitual para ayudar a mi madre. Venían unos amigos a cenar.
—¿Ninetta iba al cine sólo con usted?
—No; algunas veces iba con Lucia, otra amiga.
—En conclusión, ¿tiene usted alguna idea de lo que puede haberle pasado?
—Ninguna, y he pensado mucho en ello.
—¿Ninetta le hacía confidencias?
—Sí, claro.
—¿Le dijo si estaba enamorada de alguien, si algún chico le había hecho proposiciones, si…?
—No había ningún chico ni ningún hombre en la vida de Ninetta. El único por el que sentía cierta simpatía era Michele, Michele Guarnera. Nadie más. ¿Quiere sentarse? —preguntó inesperadamente, quitando la cadena y abriendo del todo la puerta.
Se había convencido.
—No —contestó Montalbano.
Dio media vuelta y empezó a bajar la escalera. La chica era fea, testaruda y desconfiada, pero sin duda sincera.
La familia Guarnera vivía en la tercera planta de un edificio moderno en un barrio nuevo de Vigàta. La mayor parte de los coches aparcados eran de gente de dinero. Había incluso jardincillos, y todos bien cuidados. Llamó al interfono. Respondió con amabilidad una bonita voz femenina.
—Soy el comisario Montalbano.
Vestíbulo limpísimo, ascensor también. Fue a abrirle una atractiva mujer en torno a los cuarenta, bien vestida, que sonreía sólo con la boca, porque en sus ojos, en cambio, había preocupación.
—Siéntese, por favor.
Un salón decorado con gusto. Muebles modernos. El comisario se fijó en un grabado de Cagli y otro de Guttuso colgados en la pared.
—¿Hay noticias de Ninetta? —fue lo primero que preguntó la mujer.
—Todavía no. ¿Es usted la madre de Michele?
—Sí. Me llamo Anna.
—Mucho gusto, señora. ¿Está su hijo en casa?
—Sí, aunque todavía duerme.
¿Aún dormía a esas horas de la tarde? ¡El chaval se tomaba la vida con calma! Pero Anna se apresuró a explicarse.
—El padre de Ninetta vino cerca de la una de la noche; estábamos durmiendo y nos asustamos. Mi marido está en Roma por asuntos de trabajo. Total, que después Michele ya no pudo conciliar el sueño. Ha caído hace unas dos horas. ¿Debo despertarlo?
—Lamentablemente, sí.
—¿Quiere un café?
—No se moleste.
Michele tardó cinco minutos en presentarse. Llevaba pantalones, una camisa mal abrochada y zapatillas; el pelo revuelto, la cara todavía mojada del rápido lavado que se había dado. Un chico alto, con espaldas de jugador de rugby y expresión inteligente.
—Los dejo solos, así hablarán mejor —dijo la señora.
El comisario apreció su discreción.
—Empieza tú —pidió cuando se quedaron solos.
Michele pareció un tanto desconcertado por la propuesta. Miró al comisario y no abrió la boca.
—Bueno, ¿qué?
—Pero ¿no es usted quien tiene que hacerme las preguntas?
—Normalmente sí, cuando estoy en la comisaría. Pero esta vez estoy en tu casa y me gustaría que hablaras tú, libremente.
—¿Por dónde empiezo?
—Por donde quieras.
El joven no se decidía. Montalbano le dio un empujoncito.
—Háblame de Ninetta.
—Ninetta… es una chica fantástica. Está muy unida a su familia, sobre todo a su madre. Le preocupa bastante su salud. La verdad es que parece de otra época.
—¿En qué sentido?
—Es la primera de la clase, pero aun así le cae bien a todo el mundo porque no es una empollona y está siempre dispuesta a ayudar a los compañeros. Es muy guapa, pero no se lo cree, no presume.
—¿Los compañeros de clase os veis fuera del instituto?
—Claro, hacemos fiestas a menudo.
—¿Y Ninetta cómo se comporta?
—Es alegre, sociable, le gustan las bromas, pero también sabe cómo parar los pies a los que se pasan de la raya.
—Durante esas fiestas…
—Sé adónde quiere ir a parar. No bebe, no fuma, ni tabaco ni porros, y no hace apartes con nadie. ¿Qué más quiere?
—¿Estás enamorado de ella?
—Sí. —Sin la menor vacilación. Incluso con cierto orgullo.
—¿Y ella de ti?
—Ella de mí no. Me tiene cariño, le gusta estar conmigo, eso sí, pero no está enamorada.
—¿Sabes si ha tenido alguna relación?
El chico soltó una risita.
—Comisario, quizá no he conseguido explicarme bien. Intentaré ser más claro. Las compañeras de Ninetta se burlan de ella porque es la única de nuestra clase que sigue siendo virgen.
—¿Había alguien, que tú sepas, que le anduviera detrás?
—Todos.
—¿Alguno más agresivo que los demás?
—Francesco. Hace dos meses, Ninetta lo abofeteó.
—¿Por qué?
—Sucedió en una fiesta. Francesco había bebido un poco y le dijo a Ninetta, delante de todos, lo que le gustaría hacerle si tuviera ocasión de pasar una noche con ella.
—¿Y cómo acabó la cosa?
—Francesco se ganó unas bofetadas y nosotros intentamos calmarlos, pero desde entonces no han vuelto a hablarse.
—¿Es compañero vuestro?
—Él está en el grupo B.
—¿Sabes dónde vive?
—Sí. Se apellida Diluigi. Pero le advierto que no es una persona que pueda…
—Deja que juzgue yo. Dame la dirección.
Michele se la dio.
—¿Dónde estabas tú ayer por la tarde? Tengo que preguntártelo.
—Comprendo. Quiere mi coartada. Pasé la tarde en Montelusa. Juego al tenis. Me vieron por lo menos siete u ocho personas.
—¿Y luego?
—Volví a Vigàta hacia las siete y media.
—Ninetta fue secuestrada poco después de las ocho.
—Espere. Durante la vuelta, el ciclomotor iba mal, así que lo llevé a reparar. Como me dijeron que podía pasar a buscarlo una hora más tarde, vine a casa, dejé la bolsa, me cambié porque llevaba una sudadera y después salí de nuevo para recogerlo. Si quiere, le doy la dirección del mecánico.
—No hace falta, gracias. ¿No tienes nada más que decirme?
El joven estuvo pensando un momento.
—Bueno, no sé si es importante…
—Da igual, tú dímelo.
—Hace un mes, Ninetta me contó que la habían agredido.
—Explícate mejor.
—Iba de camino a casa. Se le había hecho un poco tarde porque había ido a estudiar a casa de una amiga; llovía, estaba ya oscuro, no había nadie por la calle, y un tipo se le acercó, la empujó para meterla en un portal, le tapó la boca, la puso de cara a la pared e intentó subirle la falda. Ninetta estaba tan asustada que no tenía fuerzas para reaccionar. Por suerte, un señor estaba bajando por la escalera y el tipo salió corriendo. Ninetta me dijo también que, a pesar del miedo que había pasado, no quería contárselo a sus padres.
—¿Por qué?
—Porque temía que no volvieran a dejarla salir sola. Son muy protectores con ella.
—¿Te describió al agresor?
—No.
—¿Dónde ocurrió?
—No me lo dijo. ¿Cree que puede haber sido el mismo, que ha hecho otro intento?
Montalbano abrió los brazos. Después de hacer una pausa, el chico miró a los ojos al comisario, luego miró el suelo y después otra vez al comisario.
—¿Cree que hay alguna esperanza de encontrarla viva?
Estaba claro que pensaba lo mismo que él: quienquiera que fuese, después de abusar de ella, seguro que la mataría.
—Eso espero.
—Yo voy a ir a verlos luego —dijo Michele.
—¿A quiénes?
—A los padres de Ninetta. No quiero dejarlos solos.
Ya que estaba en danza, decidió ir a ver al chico al que Ninetta había sacudido. Por suerte, los Diluigi no vivían muy lejos de los Guarnera. Era un edificio elegante en un barrio elegante. Cuarto piso. Subió en el ascensor, pulsó el timbre. Salió a abrirle un mastodonte de un metro noventa, en camiseta, tan furioso que parecía que fuera a morder.
—Si quieres vender algo, no compramos una mierda, y las facturas las pagamos en el banco.
Se dispuso a cerrar, pero Montalbano metió un pie entre la hoja y el marco de la puerta.
—Quita ese pie o te lo aplasto.
—Cálmese. No vendo nada y no traigo ninguna factura para cobrar. Soy el comisario Montalbano.
—¡Y a mí qué!
—Quiero hablar con Francesco Diluigi. ¿Es su hijo?
—Desgraciadamente, sí.
—Entonces…
—Entre.
El recibidor era acogedor y estaba ordenado.
—¡Carmelina! ¡Ven aquí ahora mismo! —llamó el hombre a voz en grito.
Se presentó una mujer de una corpulencia ligeramente superior a la del hombre. Con gafas, aspecto descuidado, una sudadera que le colgaba por todas partes, y cabello rubio.
—Este señor es comisario de policía y quiere hablar con tu adorado hijito —anunció el hombre, marchándose.
—Dígame —dijo la mujer—. Usted es…
—Soy el comisario Montalbano.
—¿Comisario de qué?
—De policía.
—Mi hijo es un ángel —precisó de sopetón la señora, adoptando un aire desafiante con los brazos en jarras.
—No lo pongo en duda, señora.
—Mi hijo no puede haber hecho nada malo —insistió ella.
—Estoy convencido, señora.
—Mi hijo…
—… es una perla rara.
—¡Exacto!
—¿Puedo verlo?
—No.
—¿No está en casa?
—Sí. Pero desde esta mañana está en cama con unas décimas de fiebre. Él querría levantarse, pero yo no se lo permito.
—¿Por qué?
—El cambio brusco de temperatura podría sentarle mal.
—Bueno, iré yo a su habitación.
—No creo que sea una buena idea. ¡Usted no sabe cómo es Francesco! Podría resultar muy afectado.
—¿Afectado por qué?
—¡Es tan sensible! ¡Tan indefenso! Podría asustarlo verse ante un comisario. ¿Es imprescindible que se lo diga?
—¿El qué?
—Que es comisario. ¿No puede simular que es el médico al que he llamado y que todavía no ha venido?
—No; está totalmente descartado.
La mujer miró a Montalbano como si fuera el verdugo que estaba a punto de cortarle la cabeza. Luego comprendió que no había nada que hacer y soltó un suspiro de resignación.
—Está bien. Sígame.
Pero, cuando entraron en la habitación, no encontraron al chico acostado en la cama.
—Debe de haber ido al baño. Tiene un poco de diarrea. Voy a ayudarlo.
¿Ayudarlo a qué? ¿A limpiarse el culito?
—Siéntese mientras tanto.
En la habitación hacía un calor tremendo; había una estufa eléctrica encendida en una esquina. Además de la cama, había un armario pequeño, una estantería con libros y una mesa con un ordenador en marcha y una silla delante.
Montalbano fue a mirar los libros.
Le interesaron los del estante más alto: La Venus de las pieles, Justine, Historia de 0, un tratado de psicopatología sexual, dos anualidades de Penthouse encuadernadas… La perla rara debía de darle bastante trabajo a la mano. La madre volvió.
—Enseguida viene. Veo que está mirando sus libros. Ni mi marido ni yo hemos abierto un libro en nuestra vida, excepto los del colegio. ¡En cambio él! ¿Ve cuántos hay? Le encantan. Yo le digo que va a estropearse la vista, pero él nada. No quiere que nadie se los toque; les quita el polvo él mismo. No hace otra cosa que leer y estar delante del ordenador.
Visitando sitios porno, seguro.
—¡Y los profesores no lo entienden! ¡Están celosos de su inteligencia y le ponen malas notas aposta!
Francesco llegó por fin, en pijama y pantuflas, envuelto en una manta de lana. La primera pregunta que se le ocurrió al comisario, mientras el joven se acostaba ayudado amorosamente por su madre, fue: «Pero ¿cómo se las arregla para tenerse en pie?».
Porque Francesco, pese a su altura y gordura, no parecía hecho de carne y hueso, sino de una especie de gelatina amarillenta, gelatina de pollo para ser exactos, que temblaba de arriba abajo al menor movimiento, como si perdiera consistencia.
—No me lo canse —suplicó la madre, tendiéndose en la cama al lado de su joya.
¿Tenía intención de quedarse?
—Señora, perdone, pero quisiera hablar a solas con Francesco —dijo, amable pero duro, el comisario.
—¡Yo soy su madre!
—No lo he puesto en duda ni por un momento, señora, pero aun así le ruego que salga.
—¡De eso nada!
—Está bien —aceptó el comisario. Y, dirigiéndose a Francesco, empezó—: Aquel día en la fiesta, cuando Ninetta te abofeteó…
—Pero ¿qué dice? —lo interrumpió la señora, dando un respingo. Luego, mirando a Francesco, que parecía derretirse a ojos vistas, preguntó—: ¿Quién se ha atrevido?
—Mamá, por favor, déjanos solos —pidió Francesco.
En silencio, indignada y con mirada furibunda, la mujer se encaminó hacia la puerta. Pero, antes de salir, se volvió para decir:
—¿Así es como agradeces a tu madre, Francesco, todo lo que hace constantemente por ti?
Y desapareció dando un portazo. En el teatro habría sido, sin lugar a dudas, una buena réplica y una salida de aplauso.