11

Lo despertó, pasadas las nueve, el ruido que hacía Adelina en la cocina. Ingrid, en cambio, no se movió. No se la oía ni respirar.

Mientras dormía se había destapado, y entre las sábanas asomaban un pecho y una pierna larguísima. Montalbano cubrió decorosamente el conjunto.

Se sentía incómodo. Era la primera vez que la asistenta veía una mujer en su cama, aparte de las pocas ocasiones en que había coincidido con Livia, porque Adelina, como le había cogido manía a Livia, cuando ésta iba a pasar unos días, no se presentaba.

Es verdad que Adelina había hecho la cama otras veces que Ingrid había dormido en su casa, pero una cosa es hacer la cama y otra encontrar a una mujer dentro.

Montalbano se levantó despacio y se reunió con Adelina en la cocina.

—Enseguida estará el café, dottori.

Estaba embotado por el whisky ingerido y la noche agitada, así que se bebió dos tazas seguidas.

—¿A la siñurita se lo llevo yo o se lo lleva usted?

Estaba claro que, al llegar, había ido al dormitorio para ver si él aún estaba en casa y había visto a Ingrid.

Montalbano la miró. Y observó en los ojos de la asistenta un pequeño destello de satisfacción. Comprendió la razón. Adelina se alegraba de que, tal como veía ella las cosas, el comisario hubiera traicionado a Livia.

A saber por qué, él se sintió en la obligación de explicarle la situación.

—Como anoche bebimos bastante y la señora no estaba en condiciones de conducir… —empezó.

Pero Adelina lo interrumpió levantando una mano.

Dottori, ¿qué va a contarme? ¿Quiere disculparse conmigo? ¡Usía debe hacer lo que le parezca y sanseacabó! Además, siempre es mejor una mujer guapa de carne y hueso que las muñecas que tenía antes.

Humillado, consciente de que nunca conseguiría aclararle la historia de las malditas muñecas, Montalbano cogió la taza de café y fue a despertar a Ingrid.

Esa mañana, al poner el pie en la comisaría, no sabía que unas horas más tarde se acabaría la bonanza.

—¡Ah, dottori! Aquel chico que vino de parte de la siñora Sciosciostrommi está esperándolo.

¡Poco había perdido el tiempo Arturo!

—Hazlo pasar.

Nada más sentarse Montalbano, entró el joven, agitadísimo, tanto que se olvidó de saludar.

—¡Lo he descubierto todo! —proclamó triunfal.

—¿Cómo lo ha hecho?

—Pensé que el sitio donde cocinan cabeza de cordero no podía ser más que una tasca o algo de ese estilo. Me informé y me enteré de que cerca de Gallotta hay una bodega donde sirven algo de comer para acompañar el vino. Fui, pero era demasiado tarde para dar el paseo, así que he vuelto esta mañana, al amanecer.

—¿Al amanecer? ¿En serio?

—No podía pegar ojo, créame. He empezado a andar al azar, y de pronto he llegado a un lago minúsculo con el agua del color del cielo y una casita en ruinas en los alrededores. Creo que los lugares coinciden perfectamente con las indicaciones del poema.

—Enhorabuena. ¿Y le han inspirado alguna idea o, no sé, alguna sugerencia?

El joven puso cara de desilusión.

—Por desgracia, ninguna.

—Entonces lo único que podemos hacer es esperar.

—Eso parece. De todos modos, no he entendido el sentido de esta etapa.

—Yo tampoco.

—Si tiene noticias, ¿me lo comunicará?

—Desde luego, ya que está usted en disposición de ahorrarme tiempo y esfuerzos.

Al cabo de una hora, Catarella lo llamó por teléfono.

Dottori, es el siñor Bigliardo, que quiere denunciar su desaparición como dueño del coche.

—¿Quiere denunciar su propia desaparición?

—No, del mismo propio Bigliardo no, siñor dottori.

—¿De quién, entonces?

—De su propio coche suyo de él.

—Comprendo. Un robo de coche, ¿eh?

—Exacto.

—¿Y me tocas los cojones por el robo de un coche? Pásaselo a Fazio.

—El problema es que Bigliardo insiste en hablar con usía personalmente en persona.

—Está bien, pásamelo.

Dottori, no se lo puedo pasar en tanto en cuanto…

—¿Se encuentra in situ? Que entre.

—Buenos días —saludó el hombre, entrando y tendiéndole una mano.

Era un quincuagenario elegante, con pañuelo en el bolsillo, gafas de montura dorada, pelo entrecano y cuidadísimo, historiados zapatos ingleses y bigote con las puntas hacia arriba. Iba tan perfumado que la habitación se impregnó de un olor dulzón que revolvía el estómago. Al comisario le resultó de lo más antipático nada más verlo, a tal punto que lo dejó con la mano tendida, sin estrechársela. Decidió manejar el asunto a su manera.

How do you do? —le preguntó.

El hombre lo miró estupefacto.

—¿No es inglés? ¿Ah, no? ¡Anda! —exclamó Montalbano mirándolo detenidamente—. Discúlpeme un momento —añadió sin hacer ninguna pausa.

Se levantó y fue a abrir la ventana. Miró un poco hacia fuera y después volvió a sentarse detrás de la mesa.

—He venido a molestarlo por… —dijo el hombre un tanto vacilante.

—Perdóneme otro momento.

Se agachó, abrió el último cajón, sacó un expediente al azar, lo consultó largamente, cogió un bolígrafo, corrigió dos palabras, lo guardó en su sitio y cerró el cajón. Tras lo cual se dirigió al tal Bigliardo con la mirada perdida.

—Me estaba diciendo…

—Quiero denunciar…

—¿Lo han atropellado?

—¿A mí? No.

—Perdone, había entendido que lo había atropellado un coche, señor Bigliardo.

—Vilardo.

Se había divertido bastante.

—Entonces, dígame.

—He venido a denunciar el robo de mi coche —dijo Vilardo, retorciéndose con dos dedos la punta izquierda del bigote.

—¿Qué coche es?

—Un todoterreno. La marca es…

—¿Circula usted por el pueblo con un todoterreno?

—A veces sí. Pero tengo dos coches.

—¿Cuándo se lo han robado?

—Anteayer.

—¿Por qué no lo denunció enseguida?

—Porque creí que lo había cogido mi hijo Pietro sin avisarme. Lo hace a menudo.

Montalbano no pudo evitar hacer un poco más de teatro.

—Perdone, a ver si lo entiendo: ¿usted tiene dos coches y su hijo Pietro no tiene ninguno?

—Pues sí.

—¿Vive con usted?

—Sí.

—¿Qué edad tiene?

—Treinta años.

—Ah, ¿es un bamboccione?

Vilardo puso los ojos como platos.

—No comprendo.

—¿No ha oído cómo llamó un ministro a esos treintañeros que siguen viviendo con la familia? Bamboccioni.

Vilardo lo miró cada vez más atónito. Empezaba a dudar seriamente de la salud mental del comisario.

—No entiendo qué tiene que ver…

—Tiene razón. Continúe.

—¿Dónde nos habíamos quedado?

—En que el bamboccione le coge el coche.

—Ah, sí. Lo que pasa es que Pietro me ha dicho que fue a Palermo con el coche de un amigo.

—Está bien. Me parece que esto es suficiente. Ahora lo mando con alguien que tomará nota de su denuncia.

—Un momento, comisario. Si deseaba hablar con usted es por una razón muy concreta. Quería decirle que anoche vi mi coche aquí, en Vigàta, aunque a cierta distancia.

—¿Seguro que era el suyo?

—Segurísimo.

—¿Vio quién lo conducía?

—Un hombre, pero no pude distinguir su cara. Ya había poca luz. Pero no estaba solo, porque de pronto vi aparecer una melena rubia en el asiento posterior, como si una mujer estuviera tumbada detrás y quisiera levantarse. Entonces el que conducía la empujó hacia abajo con violencia. Luego pasó un autobús que…

—Sería una pareja en crisis. —Levantó el auricular del teléfono—. Catarella, ven y acompaña al señor Vilardo al despacho de Fazio.

Menos de una hora después, Catarella lo avisó en voz baja de que había un hombre, cuyo nombre no había entendido porque estaba llorando, que quería que lo recibiera.

En cuanto entró, Montalbano advirtió que aquel hombre, un infeliz de unos cincuenta años, mal vestido, que se enjugaba las lágrimas con un pañuelo sucio, a duras penas se sostenía en pie y tenía los ojos rojos e hinchados de llorar. El comisario se levantó, lo asió por un brazo y lo acompañó hasta una de las sillas que había ante su mesa.

—¿Quiere un poco de agua?

El hombre asintió con la cabeza. Montalbano le llenó un vaso de la botella que había sobre el archivador y se lo tendió. El hombre se la bebió toda de un trago.

—Perdone, pero desde esta mañana… Todavía estaba oscuro cuando he empezado a dar vueltas y estoy muerto de cansancio. —Dos lagrimones escaparon de sus ojos y él se los secó, un poco avergonzado—. Mi hija… mi…

Tenía la voz quebrada y no conseguía hablar.

—¿Usted cómo se llama?

—Giuseppi Bonmarito.

—Señor Bonmarito, no se fuerce; tenemos todo el tiempo que haga falta. Intente calmarse y no hable hasta que se sienta capaz.

—¿Me… me permite? —preguntó señalando el vaso vacío.

Montalbano se levantó y volvió a llenarlo. Bonmarito se bebió la mitad, respiró hondo y empezó a hablar.

—Desde ayer por la tarde mi hija Ninetta no…

—¿No ha vuelto a casa?

—No, señor.

Por el momento, mientras tuviera la mente confusa, era mejor hacerle preguntas que exigieran respuestas breves.

—¿Ha ocurrido otras veces?

—Nunca.

—¿Cuántos años tiene?

—Dieciocho cumplidos.

—¿Trabaja?

—No, señor; estudia. Está en el último curso del instituto.

—¿Tiene hermanos?

—Es hija única.

—¿Tiene novio?

—Novio formal, no. Hay un chico que le anda detrás. Pero creo que mi hija lo considera sólo un amigo.

—¿Usted lo conoce?

—Sí, señor. Y anoche fui a verlo. Lo desperté y me dijo que no había visto a Ninetta desde la mañana. Son compañeros de clase.

—¿A qué hora salió su hija de casa?

—Mi mujer me dijo que faltaba poco para las seis. Iba a ir al cine con una amiga y volvería como mucho a las ocho y media.

—¿Ha hablado con esa amiga?

El infeliz se había tranquilizado un poco.

—Sí, señor. Esperamos a Ninetta para cenar hasta las nueve y media. Entonces, en vista de que no llegaba, llamé a esa amiga, que me dijo que mi hija y ella se habían separado nada más salir del cine, apenas pasadas las ocho.

—¿Qué cine?

—El Splendor.

—¿Tiene una foto de su hija?

—Sí, señor.

La sacó de la cartera y se la tendió. Una chica rubia, sonriente, guapísima.

—Hay un problema —dijo Montalbano.

—¿Cuál? —preguntó Bonmarito, alarmado.

—Que su hija es mayor de edad.

—¿Y eso qué significa?

—Significa que no podemos intervenir antes de que haya pasado un período de tiempo determinado.

—¿Por qué?

—Porque puede haberse marchado por voluntad propia y, teóricamente, siendo mayor de edad, no debe rendir cuentas a nadie de lo que hace.

El hombre bajó la cabeza y se quedó observando las puntas de sus zapatos. Después volvió a mirar a Montalbano.

—No —dijo con decisión.

—¿No qué?

—Está demasiado unida a su madre. Y mi mujer está gravemente enferma del corazón. Aunque se hubiera escapado con un hombre, habría llamado.

Bonmarito pronunció aquellas palabras con tanta convicción que Montalbano no las puso en duda. Y eso agravaba la situación, porque significaba que si Ninetta no había llamado era porque algo se lo impedía.

—¿Tiene móvil su hija?

—Sí, señor.

—¿Ha intentado llamarla?

—Claro. Pero está desconectado.

—¿Adónde ha ido a buscarla?

—He cogido el primer autobús, el de las cinco, y he recorrido los hospitales, las clínicas, la Jefatura Superior y el puesto de carabineros de Montelusa; después he ido también al cuartel de los carabineros de Vigàta, he venido hasta aquí preguntando por el camino si alguien la vio anoche…

No pudo seguir. Esta vez se puso a sollozar en silencio, tapándose por momentos la boca, por momentos los ojos, con el pañuelo.

Montalbano cogió de nuevo la foto de la chica. ¡Era guapísima! Tenía una melena rubia…

Y de repente, en un destello, recordó las palabras de Vilardo: «Vi aparecer una melena rubia en el asiento posterior…».

Se levantó de golpe, tanto que el propio Bonmarito también se puso en pie de forma automática.

—No; siéntese. Vuelvo enseguida.

Empujó la puerta del despacho de Fazio tan fuerte que casi parecía Catarella en una de sus entradas triunfales.

—Oye… ese… ¿cómo se llama…? Vilardo, ¿ha dejado su número de teléfono?

—Sí, el de casa y el del móvil.

—Llámalo ahora mismo. Que te diga dónde se encontraba exactamente anoche cuando vio pasar el coche que le han robado y qué dirección tomó el vehículo. Después ven inmediatamente a verme.

Regresó a su despacho. Bonmarito tenía los codos apoyados en las rodillas y la cabeza entre las manos.

—Deme su dirección y su número de teléfono. Quiero también el nombre, la dirección y el teléfono del compañero de clase de Ninetta y de la amiga con la que fue al cine.

Bonmarito se los dio.

—Si recibiera alguna petición de rescate… —empezó Montalbano.

El hombre mostró una sonrisa tan tensa que al comisario se le encogió el corazón.

—¿Rescate? Soy un muerto de hambre.

—¿Dónde trabaja?

—En la lonja de pescado. Soy vigilante.

—En fin, comuníqueme sin perder tiempo cualquier novedad. Y ahora vaya con su mujer; no la deje sola.

Bonmarito se levantó de la silla poco a poco, le costaba un tremendo esfuerzo hacer el menor movimiento. Debía de estar agotado.

—Le prometo que empezaremos a investigar de inmediato —dijo Montalbano poniéndole una mano en el hombro—, aunque no de manera oficial. ¿Tiene coche?

El hombre mostró una sonrisa más elocuente que cualquier respuesta.

—Venga conmigo.

El comisario lo llevó ante Catarella.

—Llama a Gallo y dile que acompañe al señor Bonmarito a su casa.

—He hablado con el ingegnere —dijo Fazio, entrando.

—¿Qué ingegnere?

—Vilardo. Me ha dicho que, anoche, debían de ser como máximo las ocho y veinte cuando su todoterreno pasó por delante del parque de via del Sambuco. Él había salido a pasear al perro.

—¿Vio en qué dirección iba el coche?

—Le pareció que giraba a la derecha, hacia via dei Glicini. Pero no está seguro, porque en ese momento pasó un autobús que le tapó la visión. ¿Va a explicarme lo que está ocurriendo?

El comisario le contó la visita de Bonmarito y le enseñó la foto de la chica. Fazio la miró detenidamente y se la devolvió torciendo la boca.

—Si son personas sin recursos y ella es tan guapa, el objetivo del secuestro sólo puede ser uno.

—Aja. ¿Qué propones?

—¿No quiere esperar el plazo establecido por la ley?

—No.

—Hace bien. En mi opinión, ante todo es preciso establecer si lo sucedido ha sido con el consentimiento de la chica.

—¿Piensas en un rapto pactado?

—Ahora lo llamamos fuga, pero en esencia viene a ser lo mismo.

—El padre descarta esa posibilidad. Está seguro de que, teniendo en cuenta la enfermedad de la madre, la chica habría dado noticias.

—Olvidemos a los padres y las madres.

—¿Por qué?

Dottori, la otra noche salió en la televisión un chaval que se había cargado a una pareja de ancianos para robarles veinte euros. ¿Y sabe qué decía la madre del asesino? Que su hijo era un ángel, una criatura incapaz de matar una mosca.

—Pero Vilardo vio que la mujer que iba detrás intentaba levantarse y que el hombre la empujó hacia abajo.

—¿Y qué significa eso? Igual la chica estaba siendo imprudente y el hombre la hizo tumbarse de nuevo mientras le decía que tuviera cuidado porque podían verla.

—Pero, si querían escapar de común acuerdo sin dejar rastro, ¿robar un coche no fue un error? Por la simple fuga de una chica mayor de edad nosotros no tenemos que intervenir, pero sí por el robo de un coche.

—Eso es verdad. Pero es posible que el robo del coche fuera indispensable, pese al riesgo que implicaba.

—¿Por qué insistes tanto en la posibilidad de una fuga?

—Porque aquí el secuestro es raro. Y encima de una chica cuyo padre lo único que tiene son ojos para llorar…

—Pero no descartas que pueda tratarse de un secuestro con una finalidad de tipo sexual.

—No, señor. Sinceramente, ésa es la segunda posibilidad que por desgracia hay que tener presente.