Arturo no había parado de moverse en la silla, inquieto, durante el tiempo de espera. Pero, cuando Fazio terminó, no aguantó más.
—Bueno, ¿qué? —preguntó impaciente.
Montalbano sacó en silencio la carta con el poema y se la tendió. El joven casi se la arrebató de las manos.
—Está claro que se trata de otro recorrido —dijo, después de leerla dos veces.
De pronto, a Montalbano se le ocurrió ponerlo a prueba. Quería ver lo inteligente que era.
—De acuerdo, pero ¿usted ha descubierto cuál? Yo, francamente, no he entendido nada. Es cierto que ni siquiera he intentado ponerme a buscar como la última vez. Por ejemplo, ¿qué historia es esa de la cabeza de cordero?
—Bueno, a mi entender, aunque puedo equivocarme, se trata primero de todo de encontrar un sitio, o una localidad, donde cocinan habitualmente cabeza de cordero.
—¿Usted cree? ¿Un restaurante de Vigàta, entonces?
—No creo que en un restaurante haya ese tipo de plato. Quizá en alguna tasca.
—¿Y luego? Una vez encontrado el sitio, ¿en qué dirección hay que dar el paseo? No lo dice.
—Probablemente, una vez localizado el lugar, se vea la dirección que hay que tomar.
—Puede que tenga razón, pero en cualquier caso me parece una búsqueda inútil, esfuerzo malgastado.
—¿Por qué?
—¿No ha leído los dos últimos versos? Dicen que no habrá respuesta a mis preguntas. Entonces, ¿para qué perder el tiempo?
—No creo que las cosas sean exactamente así.
—¿Y cómo son, según usted?
—Creo que su adversario pretende decir que allí no encontrará nuevas instrucciones suyas, sino que tendrá que ser usted, con su intuición, quien descubra algo que después podrá serle útil.
—Tal vez sea eso, pero yo no pienso moverme más. Renuncio a continuar este estúpido juego.
Una expresión de desilusión se dibujó en el rostro del chico. Del niño, sería mejor decir. Porque en ese momento parecía un niño.
—¡¿Renuncia?!
¿Sería capaz de ponerse a llorar?
—Me parece que sí.
—Pero ¡no puede echarse atrás!
—Perdone, ¿por qué? No soy yo quien ha propuesto el juego, ni siquiera me han preguntado si quería jugar, y por tanto puedo retirarme cuando me venga en gana.
—¿Puedo hacerle una propuesta? —preguntó Arturo.
Ahora tenía las manos juntas, en actitud de oración. Parecía que el propósito del comisario de abandonar el juego lo había alterado.
—Dígame.
—¿Y si fuera yo en su lugar?
—No me parece oportuno.
—¿Por qué?
—Si el adversario descubre que cuento con su ayuda…
—Pero ¡yo no permitiré que me descubra! ¡Estaré muy atento!
—¿Cree que es capaz?
—Póngame a prueba.
Era lo que Montalbano esperaba que dijese. Se quedó unos instantes en silencio, como evaluando los pros y los contras, y al cabo contestó:
—De acuerdo.
Arturo se puso en pie de un salto, con los ojos chispeantes de alegría.
—Gracias por su confianza. Muy pronto tendrá noticias mías.
Se dieron la mano. El joven salió a toda prisa. Parecía un perro persiguiendo una liebre.
Al cabo de cinco minutos entró Fazio.
—¡Lo encontré!
Montalbano tardó más de una hora en rellenar el cuestionario 3289/PA/045, «propuestas y consideraciones relativas a las atribuciones y tareas del encargado del archivo», entre maldiciones, blasfemias y momentos de desánimo tales que le hicieron pensar en el suicidio.
Antes de salir de la comisaría pensó en telefonear a Ingrid. Quería pedirle un poco de información sobre Arturo, pues el chico lo intrigaba bastante.
Aun sabiendo que había poquísimas probabilidades de encontrarla en casa a aquella hora, pues seguramente habría salido con algún amigo o amiga, quiso intentarlo.
—¿Digga? ¿Digga? ¿Quién habla tú? —dijo una voz de bajo profundo, tipo cantante de blues o, si se prefiere, del Bolshói, sólo que pertenecía a una mujer.
Ingrid tenía la especialidad de cambiar de asistenta o asistente cada quince días sólo porque era bastante voluble en esa cuestión, pero siempre los elegía procedentes de lugares tan desconocidos que, para encontrarlos en el mapa, hacía falta una lupa enorme.
—Soy yo, Montalbano.
—¿Cuál tu nombre? ¿Sollo o Montabbano?
¿Sollo? ¿No era ése otro nombre del esturión? Ah, pues no estaba mal. No le habría importado llamarse así. El comisario le respondió en su misma lengua.
—Montabbano. Que quiere hablar con señora Ingrid.
—Espirrarr.
Seguro que quería decir «esperar». Y, en efecto, tuvo que espirrarr unos cinco minutos, en el transcurso de los cuales dijo varias veces «hola… hola…» por miedo a que se hubiera cortado la comunicación y a tener que hablar otra vez con aquella asistenta del Alto Turkestán.
—Hola, Salvo. ¡Qué sorpresa!
—¿De dónde es esa asistenta?
—No lo sé, pero mañana mandan una nueva.
Lástima. Justo ahora que había aprendido su lengua.
—¿Qué haces esta noche?
—Veo que no te andas con rodeos. Estoy ocupada. Tengo un compromiso con un amigo que se llama casi como tú, Montabbano. Pero no puedo llegar antes de una hora.
—No esperaba otra cosa.
Ella soltó una risita.
—Es época de vacas flacas, Salvo.
—¡A quién vas a decírselo! Entonces quedamos así. Te espero en Marinella y luego decidimos adonde ir.
A la salida lo detuvo Catarella.
—Dottori, ¿qué hace, se va? ¿Me podría echar antes una manita?
—Está bien, vamos allá.
—Gracias, dottori.
—¿Jeroglífico o crucigrama?
—Crucigrama.
—Adelante.
—Plato que se sirve frío. ¿Qué es? Pues tendrían que ser los antipasti, ¿no, dottori? Pero no me cuadra…
—No, Catarè. El plato que se sirve frío es la venganza.
—¡Virgen santa, cuánto sabe usía, dottori! ¡Es un genio! ¡Es clavadito a Lionardo!
No se atrevió a averiguar si Catarella se refería a Leonardo da Vinci.
Quizá Adelina había tenido la buena idea de celebrar solemnemente su reincorporación al servicio.
El caso es que, al abrir el frigorífico, se encontró ante una decena de involtini de pez espada preparados como a él le gustaban, y dos grandes hinojos cortados y limpios, perfectos para refrescar la boca. Y había también una botella de vino. En la parte interior de la puerta había un papel donde ponía: «Mirar también en el horno». Y él miró.
¡En el horno resplandecía una fuente de pasta ‘ncasciata!
Ni siquiera con el uso de la fuerza o la seducción dejaría que Ingrid lo convenciera para ir a cenar a un restaurante, fuera cual fuese. Por si acaso, cogió otra botella de vino blanco y la metió en el frigorífico. Y en ese preciso momento recordó que no tenía ni una gota de whisky en casa.
Salió, dejó la puerta entornada y la luz del recibidor encendida, montó en el coche y fue al bar de Marinella, donde le hacían pagar el doble por el whisky.
¿Compraba una botella o dos? Mejor una, y no para ahorrar, sino porque Ingrid y él eran muy capaces de beberse las dos, y después ella no estaría en condiciones de volver a Montelusa conduciendo, lo que representaba, para él, pasar una noche bastante incómoda.
A juzgar por el bólido aparcado delante de la puerta, Ingrid ya debía de haber llegado.
Entró. Ingrid había abierto la cristalera y estaba poniendo la mesa en la galería. Sobre la mesa del comedor había una botella de whisky que había llevado ella.
—Como la otra noche nos lo bebimos todo…
No había conseguido evitarlo; lo había intentado, pero seguro que esa noche hacían un bis.
—A lo mejor prefieres ir a un restaurante.
—Ni loca, visto lo que te ha preparado Adelina.
Una mujer inteligente y una verdadera amiga, no cabía duda.
—He mirado debajo de la cama y las muñecas no están —continuó Ingrid con una sonrisita—. ¿Dónde aparecerán esta noche?
—En ninguna parte. Las he llevado a la comisaría.
—¿Se las has dado de pasto a tus hombres como prisioneras de guerra?
—¡Qué dices! ¡Esos no necesitan sucedáneos!
—¿Has descubierto el motivo de esa… cómo se dice… duplicación?
—No. Pero tengo la curiosa sensación de que la cosa no ha acabado. Voy a la cocina a encender el horno.
Ella lo siguió.
—Ah, oye —dijo al cabo de un momento—, no sé si… —Se interrumpió, indecisa.
—¿Qué pasa?
—Me temo que he hecho una tontería.
—Dime.
—Nada más entrar, estaba sonando el teléfono y he contestado. Ha sido de forma automática, perdona.
—Pero, mujer, ¡no pasa nada! ¿Quién era?
—Livia.
¡Coño!
Al ver la cara de Montalbano, Ingrid intentó arreglarlo.
—O por lo menos me ha parecido ella.
¿Por qué Livia había telefoneado fuera del horario habitual? ¿Querría decirle quizá alguna cosa importante?
—¿Qué te ha dicho?
—Cuando he dicho «diga», ella me ha preguntado algo que no he comprendido, creo que era: «¿Cómo va la búsqueda del tesoro?». Y ha colgado enseguida. Pero no estoy segura de haberlo entendido bien.
—Has entendido perfectamente.
Por desgracia. ¿Y ahora qué hacía? ¿La llamaba? No, no. Porque Livia, sabiendo que Ingrid estaba con él, o no contestaba o, si lo hacía, armaría una bronca tal que le pondría el estómago del revés. Lo mejor era no hacer nada, no tomar la iniciativa. Igual una charla con Livia en esos momentos provocaba que la pasta ‘ncasciata y los involtini se le indigestaran.
Después de cenar, recogieron la mesa y volvieron a sentarse en la galería con una botella y dos vasos.
La noche parecía extasiada en la contemplación de sí misma: no corría un soplo de viento, las estrellas brillaban en el cielo con nitidez, ni siquiera el mar se movía.
—Las mujeres somos curiosas —atacó Ingrid—, y durante toda esta espléndida cena no he hecho más que pensar en las palabras de Livia.
—Mejor no…
Pero ella insistió.
—¿Te importa explicarme qué quería decir? No creo que a ti te gusten esos juegos. ¡Y, además, cuando te lo he contado, has puesto una cara!
—Bueno, verás, no es una verdadera búsqueda del tesoro. En realidad me he visto involucrado en una especie de reto que un adversario desconocido ha querido llamar búsqueda del tesoro.
—¿Por qué dices «reto»?
—Porque él es el organizador del juego y yo el único competidor. Quizá sería mejor decir «duelo». Al menos hasta el otro día.
—¿Por qué? ¿Qué pasó el otro día?
—Conocí a tu amigo Arturo.
—¡Ah, es verdad, ya no me acordaba! ¿Qué te pareció?
—Un chico muy inteligente. Y también una pizca complejo, creo. Quiere descubrir cómo funciona mi cerebro durante una investigación, ¡increíble! Enseguida se me antojó una propuesta ridícula.
—¿Le dijiste que no?
—Quería, pero me dejé convencer, más que por sus palabras, por su entusiasmo. Se me ocurrió ponerlo al corriente del reto y enseguida se encendió como una cerilla. Hoy lo he mandado a buscar el tesoro en mi lugar, imagínate.
—¡Nada menos! ¡Estará encantado! ¡Siente una admiración ilimitada por ti!
—¿Cómo lo conociste?
—A través de Carlo, su padre, que fue compañero de universidad y de aventuras políticas de mi marido. Y, antes de que lo preguntes, ya te digo que entre nosotros dos nunca ha habido nada. Un día mi marido invitó a Carlo a comer; yo había llegado a Montelusa hacía poco, y conocí a Arturo cuando todavía era un niño. Era clavado a Harry Potter. Y aún se le parece.
—¿Cómo es su madre?
—Su madre murió al dar a luz a Arturo. A él prácticamente lo han criado los abuelos.
—¿Y está enamorado de ti?
—Primero tuvo un encaprichamiento infantil, de esos obsesivos; luego, al crecer, eso se ha transformado en algo a medio camino entre el enamoramiento romántico y el deseo físico. Es muy peligroso, ¿sabes?
—¡Anda ya! ¿Harry Potter?
—Ahora te cuento. Hace como un mes, me encontré casualmente a solas con él. Había ido a casa de Carlo porque me había invitado a cenar, pero, cuando llegué, él aún no estaba en casa y fui a esperarlo al salón. Arturo, que no vive con su padre, llegó poco después. Se sentó a mi lado en el sofá y empezó a hablar, acariciándome de vez en cuando un hombro con mano temblorosa. Era hipnótico. Al cabo de cinco minutos…
—Te puso las manos encima.
—No; te equivocas. ¿Quieres saber qué pasó? Pues que era yo la que estaba a punto de ponerle las manos encima a él.
—¿En serio?
—Sí. No puedes imaginarte la fuerza, la energía del deseo que emanaba de todo su cuerpo. Una llamada irresistible. Cada vez que me rozaba el hombro, yo me estremecía de arriba abajo. Me controlaba pensando que le doblo la edad; me entró ese escrúpulo estúpido. Además, me daba un poco de miedo. Menos mal que llegó Carlo.
—¿Arturo tiene novia?
—No, que yo sepa. Y no creo que… Me parece que es muy tímido con las chicas. Y supongo que no tiene amigos. En todo caso, veo que a ti también te ha resultado un chico interesante.
—Sí, mucho. Me ha dicho que vive aquí, en Vigàta.
—Sí.
—¿Has estado alguna vez en su casa?
Risita.
—Nunca. Si hubiera ido, la catástrofe habría estado asegurada.
—¿Sabes por lo menos en qué parte de Vigàta vive?
—No, ni siquiera eso.
—¿Qué hace, además de estudiar Filosofía?
—Ni idea. Pero, si quieres, me informo.
—¡No, no! Ha despertado mi curiosidad, pero no hasta el extremo de llegar a su vida privada.
—¿Capítulo cerrado?
—Sí.
—Entonces, ¿puedo irme?
—¿Por qué? —preguntó Montalbano, desconcertado.
Ingrid no respondió. Le pasó un brazo por los hombros, lo atrajo y lo besó en los labios.
—Cuando me has llamado para invitarme, como sé que está excluida la posibilidad de que la invitación se debiera… ¿cómo diría…? a mis encantos femeninos, me he preguntado qué querrías de mí. Ahora sé que necesitabas información sobre Arturo.
—Pero si me has pedido tú mi opinión sobre él…
—Ya, pero usted es muy hábil, comisario Montalbano.
—Y tú, muy astuta.
—Bien, ahora que has obtenido la información, ya no te hago falta y puedo irme, ¿no es así?
—En parte sí y en parte no.
—Explícate mejor.
—Es verdad que quería información sobre Arturo, pero no te he llamado sólo por eso. Verás, cuando quiero saber algo de alguien, lo convoco en la comisaría, no lo invito a cenar.
—En cambio, invitándome a cenar, unes lo útil con lo placentero. Y lo placentero sería yo.
—Pero ¿por qué empleas frases hechas? Te llevan a conclusiones equivocadas. Tú no eres lo placentero.
—¿Ni siquiera eso?
—Déjame acabar. Eres una mujer guapa y una amiga con la que tengo mucha confianza y con la que de vez en cuando me gusta estar, charlar, reír… Lo nuestro no es una relación placentera; calificarla así sería muy, pero que muy reduccionista.
—La única pega de tu bonito discurso está en ese «de vez en cuando».
—¡Por favor, Ingrid, no me digas que querrías verme a diario!
—Si tú y yo fuéramos amantes y estuviéramos juntos día y noche, creo que uno de los dos acabaría matando al otro.
—¿Ves como coincides conmigo? Viéndonos de vez en cuando, como hacemos, nos consolamos mutuamente.
Ingrid puso cara de perplejidad.
—No me veo en absoluto como una hermanita de la caridad.
—¿Y a mí? ¿Me ves de ese modo?
—¡Ni por asomo!
—Y sin embargo es así. Nos damos consuelo mutuo.
—Pero ¿de qué?
—De la soledad, Ingrid.
Y, de pronto, ella se echó a llorar desesperadamente. Entonces fue Montalbano quien la abrazó, la estrechó fuerte contra sí. Al cabo de cinco minutos, sin embargo, el acceso de melancolía se le pasó. Ella era como los gorriones bajo la lluvia: se sacuden un poco y ya están secos.
—¿Te he contado alguna vez la historia de aquel honorable diputado que me propuso acostarme con él?
—No me parece una propuesta tan rara.
—Ya, pero quería que antes nos vistiéramos él de cura y yo de monja.
Se bebieron tres cuartos de la segunda botella, y cuando se levantaron porque eran las dos pasadas, Ingrid no se tenía en pie. Tampoco Montalbano se sentía en condiciones de acompañarla a Montelusa; seguro que acabaría estrellándose contra un árbol o chocando con otro coche. La conclusión fue que Ingrid se acostó en su cama y se durmió en menos que canta un gallo. El comisario pasó una hora infernal al lado de aquella mujer que despedía un olor a albaricoque cada vez más intenso. Logró conciliar el sueño alejándose de ella lo máximo posible, con medio cuerpo fuera de la cama, con el riesgo continuo de caer. Pero se despertaba cada cuarto de hora, así que al final se levantó y fue a acostarse al sofá del salón. Al cabo de un rato, como estaba demasiado incómodo, volvió al dormitorio a tumbarse sobre la parrilla. San Salvo mártir, quemado vivo por el fuego de la tentación.