¡Hala, vuelta a empezar! Montalbano pasó la rotonda, empezó a subir por via dei Mille, dejó atrás el cementerio, los caserones y chaletitos y llegó arriba del todo, al final de la calle. Paró un momento. A la izquierda, la cabaña de madera con sus fotos; frente a él, Gallotta, a unos seis kilómetros. Primero había una bajada al valle y luego una subida hacia la cima de la colina, a cuyo alrededor estaba enroscado el pueblo. Esos seis kilómetros de camino no estaban asfaltados. Era una vereda que se abría entre la vegetación pero que permitía el paso de coches, y él la había recorrido, lo recordaba perfectamente, con motivo de una investigación.
Se puso de nuevo en marcha y empezó a bajar hacia el valle. Cuando llevaba recorridos unos tres kilómetros, comenzó la subida. Hasta ese momento se había cruzado con otro coche que iba en sentido contrario y con tres hombres a caballo.
Durante todo el camino fue mirando a derecha e izquierda en busca de alguna indicación, pero no vio ninguna. Por fin, cuando estaba perdiendo las esperanzas, a medio kilómetro de Gallotta y a la izquierda, vio un caminito en cuyo inicio había un árbol con un pedazo de tabla clavado donde ponía: «VINO Se acen comidas».
El camino era estrecho, pero se podía pasar. A derecha e izquierda había árboles altos y tupidos. Una treintena de metros más adelante había un claro con una casucha de una planta. Sobre la puerta había un cartel igual al del árbol, con el mismo error, pero escrito con caracteres más grandes. Al lado de la puerta, en una silla de anea, estaba sentada una mujer de unos setenta años, despeinada, en zapatillas y con delantal.
Al ver llegar el coche, la mujer se levantó y entró. El comisario se detuvo, bajó y la siguió. Era una sala con una decena de mesas cubiertas con hule y una barra tras la cual se había metido la anciana. A espaldas de ella, dos toneles de vino, un frigorífico bastante grande y estantes con botellas y vasos.
—¿Qué le sirvo?
—Un vaso de vino.
La vieja lo vertió directamente del tonel. Era excelente.
—Aquí sirven comidas, ¿no?
—Sólo por la noche. Hacemos cosas para acompañar el vino.
Así que cocinaban sólo por la noche, cuando acudían hombres del pueblo a jugar a las cartas y beber.
—¿Es verdad que preparan cabeza de cordero?
—Sí, señor, los sábados por la noche, cuando hay más gente.
—¿Cómo la hacen?
—Unas veces estofada, otras frita, o asada, o al horno…
Coincidía todo.
—¿Y los otros días qué hay?
—Salchichas, costilla de cerdo, queso frito… cosas así.
—¿Me pone otro?
La mujer le sirvió. Montalbano pagó, se despidió y salió. ¿Y ahora qué? Sacó el poema del bolsillo.
… y da un paseo relajado
hasta un lugar parecido
a un trocito de cielo.
Ahí empezaba lo difícil. La indicación era demasiado vaga. «Da un paseo». De acuerdo. Pero ¿hacia dónde? ¿Cogía el coche y…? No, un momento. El instinto le dijo que no debía coger el coche.
Indirectamente lo sugería el propio poema. Cómete la cabeza de cordero, bébete un cuarto de vino y después da un paseo, haz un recorrido a pie, digestivo, como el que él solía hacer por el muelle después de comer. Así que el lugar parecido a un trocito de cielo debía estar forzosamente en los contornos. Miró alrededor. Y advirtió que el camino por el que había llegado hasta el claro continuaba. Sólo que ya no era un camino: se transformaba en una especie de trocha en medio de la espesura arbolada, llena de socavones y hoyos. Se acercó. Se veían rodadas de automóvil, claramente todoterrenos. Imposible que su coche pasara por allí. Es más, seguramente ningún coche de ciudad podría pasar.
La anciana se había sentado de nuevo en la silla de anea.
Podía preguntarle adonde llevaba la trocha, pero no tenía ganas de llamar la atención, de suscitar preguntas y curiosidad. La única solución era ir personalmente.
Nada más dar los primeros pasos, advirtió que tampoco sería fácil ir a pie por allí. A ambos lados había viejos y enormes algarrobos que daban una sombra opaca, y muchas de cuyas raíces atravesaban el camino como serpientes bajo la arena. El terreno era una continua sucesión de prominencias y huecos que obligaban a permanecer en un equilibrio precario. Si te torcías un pie, estabas listo. Pasarían días y días antes de que alguien te encontrara. Una liebre cruzó el camino delante de él. Y al cabo de un momento le tocó el turno a una culebra de dos metros y a un verderón que ni se dignó mirarlo. ¿Desde cuándo no veía animales en libertad? ¿Y desde cuándo no oía cantar a un montón de pájaros todos a la vez?
Al cabo de diez minutos se sintió cansado. No estaba acostumbrado a andar con un pie medio metro abajo y el otro medio metro arriba, con el cuerpo más torcido que la torre de Pisa. Se sentó bajo un algarrobo y encendió un cigarrillo.
Cuando era pequeño, las algarrobas, de las que decían que eran comida de cuadrúpedos, a él, pese a no ser un cuadrúpedo, le gustaban mucho. Las comía tanto al natural, que estaban muy dulces, como al horno, que tomaban un saborcillo amargo. Una vez se dio tal atracón que tuvo dolor de barriga dos días seguidos.
Cuando se hubo recuperado, echó a andar de nuevo. Unos diez minutos después descubrió que había llegado. La trocha conducía a un gran claro con un lago minúsculo en el centro del que no se sabía ni cómo se había formado ni por qué se encontraba allí. Tenía el tamaño de la cuarta parte de un campo de fútbol y era perfectamente circular; parecía un lago artificial, pero no lo era. Y el retador había acertado al escribir que era un pedacito de cielo. Porque el agua inmóvil tenía exactamente el mismo color que el cielo. Una bandada de pájaros estaban bebiendo y algunos se daban un baño. No lejos de ellos, en la orilla, un perro dormía enroscado sobre sí mismo.
Montalbano se sentó en el suelo.
La trocha continuaba alrededor del lago y luego subía la ladera hasta una casucha de dos plantas, detrás de la cual había una especie de bosquecillo. El comisario pensó que, si había llegado hasta allí, tenía que seguir hasta el final.
Descansó otro poco, se levantó y se dirigió a la casucha.
A medida que se acercaba y podía verla mejor, advirtió que estaba medio derruida. La puerta había desaparecido, así como los postigos de la ventana contigua. De la ventana del piso superior también quedaba sólo el hueco rectangular. Entró.
La planta baja era una sola habitación. A la derecha había restos de una cocina de obra con dos fogones de leña. Al lado, una especie de lavabo de piedra empotrado en la pared, y junto a él, los restos de una jarra. En el suelo, unos cuantos preservativos, dos jeringuillas y un saco de dormir todo agujereado… Ningún mueble.
A la izquierda arrancaba una escalera de madera que llevaba al piso de arriba. Antes de subir, Montalbano la sacudió con las dos manos para comprobar si aguantaba. La madera no estaba ni mojada ni carcomida. Subió.
La habitación superior estaba igual de vacía que la de abajo. Y había también preservativos y jeringuillas.
Salió deprisa de la casa, temiendo encontrarse con pulgas corriéndole por el cuerpo si se entretenía allí.
Se quedó un rato contemplando el lago. Sugestivo, sin duda, pero no le decía absolutamente nada en relación con la búsqueda del tesoro. Por lo demás, el retador había tenido la honradez de anunciárselo:
No caerá ningún velo
y respuesta no tendrás.
No podía decir que hubiera sido una pérdida de tiempo, porque el paseo le había parecido bonito y saludable. Bueno, quizá no tan saludable, dado que una pulga acababa de picarle en una mano.
En el camino de vuelta, inclinado como la torre de Pisa y con el collarín que le picaba en el cuello por el abundante sudor, se cansó bastante. Tanto que, al llegar al claro donde había dejado el coche, montó en el vehículo y estuvo descansando mientras se fumaba un cigarrillo. La silla de anea, junto a la puerta, estaba vacía; quizá la mujer había empezado a preparar los platos para la noche.
Al cabo de un rato, arrancó y se fue.
Mientras regresaba a la comisaría, pensó que el único resultado que había obtenido no era gran cosa, pero en la oscuridad en que se movía representaba un pequeñísimo orificio, del tamaño de una cabeza de alfiler, a través del cual pasaba una pizca de luz.
En pocas palabras, que via dei Mille, la carretera de Gallotta y los alrededores de la propia Gallotta eran terreno conocido y frecuentado por el retador. Estaba seguro de que ni siquiera Fazio sabía de la existencia de ese pequeño lago que tenía el agua color cielo.
—Catarè, ¿ha llamado alguien preguntando por mí?
—No, siñor, ni por usía ni por nadie.
Continuaba la bonanza. Se dispuso a seguir hacia su despacho, pero Catarella lo detuvo.
—Dottori, ¿me echa una manita?
—¿Para qué?
—Para hacer un crucigrama.
—¿Qué quieres saber?
—Aquí pone: «Combatieron contra los ratones». Palabra de cinco letras. Y a mí me ha salido «mapas». Pero yo nunca he visto a los mapas combatiendo contra los ratones, si acaso a los ratones royéndolos.
—Es la Batracomiomaquia —dijo el comisario.
Catarella se quedó lívido.
—¡Virgen santa, dottori, qué palabras salen!
—No te dejes impresionar; la palabra que buscas es ranas.
—Perdone, dottori, pero entonces, ¿qué es lo que ve de noche? ¿No es el murciélago?
—No, Catarè; es el radar.
—¡Madre de Dios, es verdad! ¡Gracias, dottori!
—Catarè, ¿tú conoces por casualidad un pequeño lago que hay junto a Gallotta?
—No, siñor dottori; a mí los piqueniquis me gusta hacerlos a orillas del mar.
—Mándame a Fazio.
¿Cómo es que su mesa estaba otra vez repleta de papeles para firmar? No le extrañaría que si de repente, en cuestión de segundos, todos los hombres desaparecieran de la faz de la tierra, durante días y días los papeles para firmar siguieran acumulándose misteriosamente en las mesas de las oficinas del mundo entero.
—Dígame, dottore.
—Fazio, ¿tú conoces un lago muy pequeño en los alrededores de Gallotta?
—Sí, señor.
La respuesta lo pilló por sorpresa. Estaba más que convencido de que también Fazio diría lo contrario.
—¿Vas de piqueniqui, como dice Catarella?
—No, señor dottore, no me gusta ir de picnic; pero, unos dos años antes de que usía viniera, se produjo allí un suceso.
—¿Qué pasó?
—Junto al lago había una casucha donde vivía un campesino viudo, me parece que se llamaba Parisi… sí, Tano Parisi, con una hija de dieciséis años muy guapa. Un día Tano vino a denunciar la desaparición de su hija, que no recuerdo cómo se llamaba, y desde entonces no se ha sabido nada de ella.
—¿Hubo una investigación?
—¡Claro! Yo participé en ella. El comisario de entonces, Bonvicino, mandó detener al padre.
—¿Por qué?
—Porque corrían rumores de que Tano abusaba de su hija. El médico del pueblo no lo dijo claramente, pero insinuó al dottor Bonvicino que la chica estaba embarazada.
—Pero ¿no podía haber tenido relaciones con otro?
—Por supuesto. De hecho, otra parte del pueblo afirmaba que era verdad que el padre abusaba de la hija, pero que ella se lo montaba también con un hombre de Gallotta, que era ese hombre el que la había dejado embarazada, y que la joven, por miedo a decírselo a su padre, se había suicidado tirándose al lago.
—Pero ¿tan hondo es?
—Tiene muchísima profundidad, dottore. De vez en cuando viene algún geólogo a estudiarlo. No se lo explican.
—¿No tiene nombre?
—¿El qué?
—El lago.
—Sí, dottore. Lo llaman el lago del Señor, el lago de Dios. Dicen que, cuando Dios extendió el manto del cielo sobre el mundo creado, le sobró un trozo. Entonces lo rasgó, lo retorció, hizo con el índice un agujero profundísimo en la tierra, justo allí, cerca de Gallotta, metió el manto del cielo que le había sobrado, lo empujó hasta el fondo y lo transformó en agua. Por eso es tan profundo y tiene ese color.
Por lo tanto, el retador también conocía la leyenda.
—¿Y cómo acabó el padre de la chica?
—Lo absolvieron por falta de pruebas. Pero los que seguían considerándolo el asesino de su hija no se daban por vencidos y algunas noches iban a disparar contra la casa. A Tano le entró miedo de que acabaran matándolo y se marchó a otro pueblo. Pero ¿por qué le interesa el lago? ¿Ha pasado algo en el campamento?
—¿Qué campamento?
—Desde hace algún tiempo hay un campamento en el bosque detrás de la casa. Jóvenes extranjeros que viven en plena naturaleza con el culo al aire. De vez en cuando, las cosas acaban mal y se escapa una puñalada.
—¿Dottori? Está al tilífono la asistenta suya de usted. ¿Se la paso?
—Adelì, ¿cómo estás?
—Bien, dottori. Quería decirle que mañana por la mañana vuelvo a trabajar.
—¿Estás recuperada?
—Sí, siñor. Pero usía tiene que hacerme un favor. No vaya a creer que quiero intrometerme en sus cosas, pero…
—Vamos, habla.
—Tiene que quitar de en medio esas muñecas. Me impresionan. ¡Virgen santa, qué susto me di!
—No te preocupes; ya las he quitado.
Comió poco, pues no le gustaba ir solo a la trattoria de noche. Ya se había acostumbrado a cenar en Marinella. Menos mal que ésa era la última vez y que al día siguiente, cuando abriera el frigorífico o el horno, encontraría las maravillosas sorpresas de Adelina.
Vio todos los telediarios, nacionales y locales. En Salemi habían matado a un hombre que volvía de una casa de campo que tenía en los alrededores, y nadie, por supuesto, había visto ni oído nada. El móvil parecía un asunto de herencia que se arrastraba desde hacía años, pero de todos modos el caso se presentaba bastante complicado. Tuvo un súbito acceso de envidia hacia el colega encargado de la investigación.
¿Sería posible que estuviera empezando a padecer un síndrome de abstinencia de homicidios? Antes de irse a la cama, decidió intentar hacer las paces con Livia y la llamó.
—Oye, a pesar de que esta mañana hayas interrumpido mi llamada…
—Yo no he interrumpido nada.
—¿No?
—No. Se ha cortado la comunicación. He estado un rato diciendo «hola… hola…» antes de colgar.
—¿Por qué no me has llamado?
—Porque había oído lo esencial, o sea, que ya no venías, y no me apetecía telefonearte a la oficina. De todas formas, por si te interesa saberlo, estaba convencida de que no ibas a venir.
—Livia, te juro que…
—Déjalo.
Hubo una pausa con una temperatura estimada de cuarenta bajo cero. Luego ella retomó la palabra, y habría sido mejor que no lo hubiera hecho.
—¿Cuál es la excusa esta vez?
—Perdona, ¿qué excusa?
—La que te has inventado para no venir.
—Pero ¡qué excusa ni qué niño muerto! ¡Yo no necesito inventarme excusas! Lo que pasa es que me he visto involucrado, a mi pesar, en una búsqueda del tesoro, y como estoy participando…
—¿Cóóómo?
¡Madre de Dios, ya había metido la pata! ¿Cómo aclaraba ahora la situación? ¡No lo conseguiría ni loco! En cualquier caso, peor no podían ponerse las cosas, así que lo mejor era intentarlo.
—Escúchame, por favor, ahora te lo explico.
—Pero ¿qué quieres explicarme? ¿La búsqueda del tesoro? Ya sé cómo funciona, yo también he jugado algunas veces.
—No; verás, ésta es una búsqueda un poco especial que…
—¿Quién es tu pareja? ¿Ingrid o alguna a la que todavía no tengo el gusto de conocer?
—Vamos, Livia, ¿qué tiene que ver In…?
—¡Para! ¡Ya está bien! ¡El señorito no viene a verme porque tiene que participar en una búsqueda del tesoro con sus amigas! ¿Sabes qué te digo? ¡Que estoy harta! ¡Más que harta!
—¿Y qué crees, que yo no?
Livia colgó. Y a Dios gracias, porque al oírse llamar «señorito», Montalbano había perdido por completo el juicio.
En conclusión, en vez de hacer las paces, al daño causado había añadido otro. Aunque, bien pensado, la culpa no era toda suya. Livia nunca le permitía terminar un razonamiento, siempre lo interrumpía, y él se ponía nervioso.
En cualquier caso, esa noche era mejor no volver a llamarla.
Por la mañana fue directamente al hospital de Montelusa.
Lo examinaron y le dijeron que ya no necesitaba llevar el collarín.
Se sintió como debía de sentirse un esclavo liberado de las cadenas.
—¿Llamadas? ¿Novedades?
—Ninguna, dottori. ¿Me echa una manita?
—¿Qué estás haciendo?
—Un jeroglífico.
—No, ésos no sé hacerlos.
No era verdad, sino un embuste, pero ¿podía un comisario con un pasado brillante, y pese a un presente gris, rebajarse a resolver enigmas con un telefonista que encima era Catarella?
Pasadas las once, cuando llevaba dos horas estampando firmas, recibió una llamada de Arturo.
—¿Ninguna novedad, dottor Montalbano?
—Sí, hay algo.
—¿Puede contármelo?
—¿Por teléfono? Sería demasiado largo.
—Entonces, ¿puedo pasar por ahí?
Esa mañana no tenía ganas de ponerse a hablar. Por lo visto, estampar firmas inútiles en papeles todavía más inútiles le paralizaba el cerebro.
—¿Podría venir hacia las cinco?
—Claro. A las cinco, seré puntualísimo.
El chaval ardía en deseos de enterarse de la novedad, se le notaba en la voz.
Después de atiborrarse de pasta con sepia en su tinta y engullir medio kilo de camarones, dio el consabido paseo hasta el faro, se sentó en la roca plana y se pasó media hora larga tocándole las narices a un cangrejo.
Después volvió a la oficina, y a las cinco en punto se presentó Arturo.
En aquel momento el comisario estaba hablando por teléfono con el jefe de gabinete del jefe superior, el dottor Lattes, que quería saber con pelos y señales por qué desde la comisaría no habían respondido aún al cuestionario número 3289/PA/045, cuestionario que él, Montalbano, no tenía ni la menor idea de qué trataba ni dónde estaba.
—Ahora mismo me ocupo, dottore.
Colgó y llamó a Fazio.
—¿Puedes venir un momento?
Mientras esperaba, escribió el número del cuestionario en una hoja. Fazio entró.
—Oye, quieren una respuesta urgente al cuestionario con esta referencia. Así que… —dijo tendiéndole la hoja— coge todos los papeles que tengo encima de la mesa, llévatelos a tu despacho y búscalo.
Fazio tuvo que hacer dos viajes para despejar la mesa.