8

Esa noche, después de librar una dura batalla con cuatro unidades de cuddriruni que había comprado (había decidido comer sólo dos de esas deliciosas empanadas, pero perdió y tuvo que engullirlas todas), telefoneó a Livia. Prefirió no decirle nada del collarín.

—He engordado —le contó, desolado.

—Era lo único que te faltaba.

¡Hay que ver lo antipática que podía ser Livia a veces! ¿Qué significaba aquello? ¿Que ya tenía todos los peores defectos físicos que un hombre puede tener? Más valía actuar como si no lo hubiera oído.

—No consigo controlar lo que como; debe de ser porque no hago nada desde hace un mes. Créeme, un empleado del catastro tiene una vida más agitada que la mía.

—¿Me estás diciendo que llevas un mes tumbado a la bartola?

¡Tumbado a la bartola! ¡Qué expresión tan fea! Y, además, ¿qué puñetas era esa «bartola»?

—Bueno, casi.

—¿Y no has sido capaz de encontrar ni siquiera dos días para pasarlos conmigo?

—No; verás, lo pensé, pero luego, quizá porque esperaba que ocurriera algo…

—¿Qué significa «esperaba»? ¿Esperabas que se produjera un contratiempo que te impidiese venir? No estás obligado, ¿sabes? ¡Puedes quedarte ahí sin hacer nada todo lo que quieras! Pero ¡no esperes que sea yo quien vaya a verte!

—¡Virgen santa, qué quisquillosa estás! Me he equivocado de verbo, ¿vale? Quería decir «temía».

—Ah, sí, es verdad, la lengua no es tu fuerte.

—¡En cambio, a ti se te da de miedo! ¡Tienes un dominio absoluto de la lengua! ¡Sacas a relucir hasta la «bartola»! ¡Ja, ja, ja!

La riña duró menos de cinco minutos; después empezó a bajar de tono y más tarde llegaron las disculpas recíprocas. La conclusión fue que Montalbano prometió que, a las seis de la tarde del día siguiente, tomaría el avión para Génova.

A la mañana siguiente, Montalbano llevaba una media hora en la oficina cuando la puerta se abrió con tal golpetazo que lo hizo saltar en la silla mientras estaba siguiendo con extrema concentración el recorrido de una mosca por el borde de la mesa.

—Pido pirdón, se me ha escapado el pie —se justificó Catarella, mortificado. Había llamado con el pie porque tenía las manos ocupadas con un paquete bastante grande—. Acaban de traer ahora mismito este paquete que dice que debe ser entregado a usía personalmente en persona.

—¿Quién lo dice?

—Está escrito en el paquete. —Bajó la cabeza para leer—: «Para el comisario Salvo Montalbano, personal».

—¿Quién lo ha traído?

—Un niño.

—¿Pone qué contiene?

—Sí, siñor, libros.

No había encargado libros ni en la librería de Vigàta ni a ninguna editorial. Y, aunque los hubiera encargado, habrían llegado por correo, no en mano.

—Dámelo —dijo acercándose a Catarella.

Lo cogió y lo sopesó. A juzgar por el tamaño, debería contener como mínimo treinta libros. Y treinta libros pesarían más de lo que pesaba ese paquete.

Algo no cuadraba.

—Toma, ponlo sobre la mesita.

La mesita formaba parte del saloncito que había en un rincón del despacho.

—¿Lo abro?

—Todavía no.

Catarella salió, y Montalbano continuó mirando la mosca, que ahora estaba explorando una hoja con membrete de la Jefatura Superior. Pero de vez en cuando su mirada se desviaba hacia el paquete, que le despertaba demasiada curiosidad.

Al cabo de un rato no pudo más; se levantó y fue a sentarse en una butaca para poder mirarlo más de cerca.

Era ligeramente rectangular, de unos cincuenta centímetros de alto, envuelto en papel de embalaje normal y atado en dos sentidos con cordel de cáñamo.

¿Por qué ese paquete normal y corriente lo inquietaba tanto?

Bueno, la ausencia de remitente, el que lo hubiera llevado en mano un niño inidentificable, que dijera que contenía libros no encargados y, por último, ese «personal» que por regla general se escribe en las cartas, no en los paquetes, no eran cosas muy normales.

Y además había otra cuestión que… ¡Ah, ni hecho aposta! Justo la noche anterior había oído en la televisión que un grupo anarquista había enviado un paquete explosivo a un cuartel de carabineros.

En Vigàta no había anarquistas, pero cabrones sí, todos los que se quisiera.

Más valía actuar con cautela y sin llamar a nadie.

Cogió el paquete con las dos manos y lo apretó fuerte.

Oyó un curioso ruido apagado, como un chasquido, que lo hizo levantarse de un salto e ir a parapetarse reculando detrás del escritorio, en espera de una explosión que no llegó.

Sí llegó Mimì Augello. ¿Sería posible que siempre apareciera cuando no debía?

—¿Qué película es la de hoy? —preguntó—. ¿La casa del terror? ¿Nightmare? ¿Montalbano contra los fantasmas?

—Mimì, no me toques las narices y esfúmate —replicó el comisario, poniéndose en pie y mirándolo de un modo que dejaba claro que era mejor obedecer de inmediato y sin discutir.

—Muy bien, pero deberías ir a que te viese algún médico —dijo el subcomisario mientras se iba.

Montalbano fue a cerrar la puerta con llave y volvió a lo suyo.

De nuevo sentado, se inclinó hacia delante hasta que su cabeza se encontró a unos milímetros del paquete, apoyó las manos en los lados, apretó fuerte y oyó el mismo chasquido. Pero esa vez no salió huyendo, no se movió, porque había comprendido de qué se trataba.

Seguro que el papel de embalar envolvía una caja metálica. Retiró todo el envoltorio procurando mover lo menos posible el paquete.

Había acertado. Era una vieja caja de galletas Fratelli Lazzaroni.

Recordó que, cuando era pequeño, su tía tenía una idéntica en la cual guardaba cartas y fotos. La que tenía delante era todavía más antigua; debía de ser de la primera mitad del siglo XX, porque en la tapa, donde aparecían las medallas y los premios ganados en los concursos, también figuraba la orgullosa inscripción: «Proveedores de la Casa Real».

La tapa estaba fijada con varias vueltas de cinta adhesiva. El comisario cogió la caja, se la acercó al oído y la sacudió ligeramente. No oyó ningún crujido.

Entonces se levantó, fue a buscar unas tijeras y quitó toda la cinta adhesiva.

Ahora venía la parte más difícil: levantar la tapa. Si se trataba de una bomba, sin duda ese gesto provocaría la explosión.

Pero ¿qué potencia tendría la posible explosión? Igual, además de matarlo a él, se llevaba por delante a alguien más y derrumbaba media comisaría.

¿No sería mejor llamar a los artificieros? Y si después resultaba que dentro había realmente galletas u otra clase de dulces, ¿no haría el ridículo?

No; la única posibilidad era arriesgarse a hacerlo solo.

Estaba sudando. Se quitó la americana, se quedó en mangas de camisa, se arrodilló delante de la mesita y, haciendo fuerza con los pulgares, levantó medio milímetro la tapa intentando mirar el interior.

A pesar de la tensión, le entró risa, y por un momento interrumpió la tarea. Había recordado un juego de la televisión donde el presentador abría paquetes con la misma técnica que estaba empleando él.

Se enjugó el sudor de la frente con un brazo y empezó de nuevo. Tardó cinco minutos largos en retirar la tapa y dejarla en el suelo. Dentro había un bulto envuelto en hule y metido en una bolsa de plástico transparente.

Cogió las tijeras y cortó toda la parte superior del plástico sin sacar el bulto de la caja. Hecho esto, podría haberlo agarrado y retirar el hule, pero prefirió cortar éste por arriba. No fue tarea fácil, pero al cabo de diez minutos el bulto estaba prácticamente abierto, atravesado por varios cortes: no había más que apartar el hule. Dejó las tijeras, asió dos puntas del hule y tiró de ellas hacia fuera.

Vio dos grandes ojos muertos que lo miraban. Notó en las fosas nasales el olor dulzón de la sangre. Se puso en pie de un salto, profirió un grito, se pegó una hostia contra la puerta, la abrió y se encontró delante a Mimì Augello.

—¿Qué pasa?

—Hay… me ha parecido ver una cabeza dentro del paquete.

Mientras tanto había llegado Fazio.

—He oído un grito… ¿Qué pasa?

—Ven conmigo —le dijo Augello.

Entraron en el despacho. Montalbano soltó una larga exhalación y los siguió. Pero Augello ya había apartado el hule por completo.

—Es una cabeza de cordero —anunció.

Metió una mano dentro del envoltorio, sacó por una punta un sobre envuelto en plástico manchado de sangre, y ladeó la cabeza para leer a través.

—Está dirigido a ti, Salvo —dijo—. Pone: «La búsqueda del tesoro».

Mientras Augello dejaba la carta encima del escritorio, Montalbano, que estaba un poco pálido, fue a cerrar de nuevo la puerta con llave.

—Nadie, aparte de vosotros dos, debe saber nada de este asunto, ¿está claro? —les dijo a Mimì y Fazio.

—Esto es una típica intimidación mafiosa que no se puede silenciar —replicó Augello—. Y no pienso…

—Mimì, no te pongas exquisito. Y puedes seguir hablando en siciliano porque la mafia no tiene nada que ver con esto.

—Entonces, ¿de qué se trata?

—De una búsqueda del tesoro. ¿Acaso no lo pone en el sobre?

—Oye —repuso Augello con frialdad—, o me dices ahora mismo de qué va esto de verdad, o salgo de aquí y no quiero saber nada más de esta historia.

—Mimì, no puedo decírtelo porque es una cosa demasiado absurda…

—Como quieras —dijo Augello, resentido.

Giró la llave para abrir la puerta y salió.

—Consigue dos pares de guantes de látex y unas cuantas bolsas transparentes y vuelve —le ordenó Montalbano a Fazio.

Se sentó en su silla y miró la carta. Por lo que se veía a través del plástico manchado, ni el sobre ni la escritura eran distintos de los anteriores.

Fazio volvió.

—Cierra con llave.

Fazio le tendió un par de guantes y se puso el otro.

—¿Qué tengo que hacer?

—Saca la cabeza. Pero mete en las bolsas todo lo que pueda servir para obtener huellas, el hule, la propia caja…

Dottore, ¿puedo hacerle una pregunta?

—Claro, dime.

—¿Por qué le interesan las huellas? Cortarle la cabeza a un cordero no se considera un asunto de código penal.

Fazio también había pasado del siciliano al italiano, como para distanciar la pregunta y no convertirla en algo personal. Fazio se mostraba ahora tan cauteloso como imprudente había estado antes Mimì.

—No sabría decírtelo. Tengo el presentimiento de que podrán servirnos en el futuro.

Se puso los guantes y cogió la carta. La lámina de plástico que la envolvía estaba sujeta con cinta adhesiva. La quitó, retiró la lámina y liberó el sobre. En una de las bolsitas que había llevado Fazio metió la lámina de plástico y los trocitos de cinta adhesiva.

Luego abrió el sobre con un abrecartas y, tras extraer la consabida cuartilla, la metió en una bolsita. La cuartilla estaba doblada por la mitad, por lo que no se veía lo que había escrito.

—Ya está —dijo Fazio.

Montalbano se levantó y se acercó.

Fazio había puesto la cabeza de cordero en el suelo, encima de una hoja de periódico. El hule y la caja metálica estaban metidos en dos bolsas distintas.

—¿Qué debo hacer con la cabeza?

—Ve a tirarla a un contenedor sin que te vea nadie.

—De acuerdo.

—¿La has examinado? ¿Qué te ha parecido?

Dottore, primero han matado al cordero, puede que lo hayan estrangulado con una cuerda, y después han intentado cortarle la cabeza. Pero como quien lo ha hecho no era un matarife, no tenía experiencia, primero debe de haber utilizado un cuchillo y luego una sierra eléctrica; se ve por el corte limpio del hueso.

—¿Y cuándo lo ha hecho, en tu opinión?

—Anoche. La carne todavía está fresca. Antes de envolver la cabeza en el hule, la ha dejado gotear para que no hubiera demasiada sangre dentro de la caja.

—En ese armario que hay en tu despacho, ¿queda todavía sitio libre?

—Sí, señor.

—¿Tienes la llave?

—Sí, señor.

—Entonces ve ahora mismo a tirar la cabeza, y cuando vuelvas coges las pruebas, la bolsita que está encima de mi mesa también, lo metes todo en el armario y lo cierras con llave. Y la llave la guardas tú.

Una vez solo, desdobló la cuartilla y la leyó. Era otro poema. Cogió una hoja, lo copió, metió la cuartilla en la bolsita de plástico y la cerró. Dobló la hoja con la copia y se la guardó en el bolsillo.

La búsqueda del tesoro había dado un giro.

Por lo que decía Fazio, y no tenía ningún motivo para dudar de sus palabras, el retador no había acudido a ningún carnicero a comprar una cabeza de cordero, sino que lo había hecho todo con sus propias manos. Y eso indicaba unas cuantas cosas interesantes.

La primera era que había tenido la suficiente frialdad y determinación para coger un cordero vivo, estrangularlo con una cuerda y después serrarle la cabeza, y todo con la única finalidad de continuar una especie de juego.

¿Cuántos en la comisaría, empezando por él, Montalbano, serían capaces de hacer algo así? Ninguno; podía poner la mano en el fuego. Y alguien de esa naturaleza, que razonaba y actuaba así, ¿no era un asesino en potencia?

La segunda era que ese hombre debía tener forzosamente una casa de campo con algunos animales, aun cuando habitualmente viviera en la ciudad. Seguro que no había robado el cordero. Demasiado arriesgado. Una casa de campo en los alrededores, donde quizá tuviera también una sierra eléctrica para cortar las ramas de los árboles.

En cualquier caso, era evidente que el juego estaba dejando de ser inofensivo.

Lo que llevaba a la conclusión de que debía descartar la idea de abandonar Vigàta para pasar unos días en Boccadasse.

¡Virgen santa! ¡Había quedado con Livia en que iría a buscarlo al aeropuerto! Más valía avisarla enseguida, mientras ella estaba en la oficina; así, como tendría a los compañeros al lado, se vería obligada a no darle la lata, a no iniciar una discusión. Marcó el número directo y, efectivamente, fue su voz la que respondió. Montalbano lo dijo todo seguido, de un tirón, sin darle la oportunidad de interrumpirlo.

—Oye, Livia, justo ahora se ha producido ese contratiempo que esp… que temía. No creo que me sea posible ir. Créeme, lo siento muchísimo, sobre todo porque tenía muchas ganas de… ¿Hola…? ¿Livia…?

Pero Livia ya había colgado. En fin, paciencia, en la llamada de la noche tendría que soportar todo lo que quisiera decirle, no podía reprochárselo.

Esta vez no se atiborró en la trattoria de Enzo. Comió con moderación, pero de todos modos dio el paseo por el muelle.

Se sentó sobre la roca plana, encendió un cigarrillo, y hasta que no lo terminó no sacó la hoja donde había copiado el poema.

La cabeza de cordero

es un auténtico manjar,

la lengua y los sesos

no hay que desechar.

De varios modos se puede degustar;

estofada o asada son dos de ellos,

y otro es ponerla a hornear:

¡para chuparse los dedos!

Tras haberla saboreado,

bebe un cuarto de vino

y da un paseo relajado

hasta un lugar parecido

a un trocito de cielo.

Aquí un alto harás.

No caerá ningún velo

y respuesta no tendrás.

En un primer momento no entendió adonde quería ir a parar el retador. Lo leyó todo de nuevo. Y al final llegó al convencimiento de que el poema le indicaba otro recorrido, pero también le advertía amablemente que, una vez hecho, no encontraría nada. Ahora bien, si al término no se le ofrecería la menor indicación para llegar a otra etapa, ¿qué sentido tenía buscar ese camino? Ninguno. ¿Entonces? ¿Quizá esa etapa de la búsqueda del tesoro quería ser un momento de descanso? No, no funcionaba. Decidió dejarlo estar o al menos tomárselo con calma. No se pondría a indagar enseguida. Pero después cambió de parecer. Aunque el retador no le diera una indicación directa, igual él podía encontrar algo útil en el sitio. Se le ocurrió una idea. Volvió al coche deprisa y se puso en marcha, repitiendo mentalmente la segunda cuarteta, la que empezaba así: «De varios modos se puede degustar…».

• • •

La persiana de la trattoria de Enzo estaba bajada tres cuartos, señal de que dentro aún había alguien. Montalbano aparcó, se apeó del coche y se agachó delante de la persiana.

—¿Hay alguien?

—¿Quién es?

—Soy Montalbano.

—Espere, que ahora mismo le abro.

Cuando Enzo tuvo delante al comisario, lo miró desconcertado.

Dottori, ¿qué pasa?

—Necesito una información. ¿Cuántos restaurantes y trattorie hay en Vigàta?

—Un momento, déjeme que piense. —Cerró los ojos y se puso a contar con los dedos—. Once, creo —dijo por fin.

—¿En alguno preparan cabeza de cordero?

Enzo puso los ojos como platos, atónito.

—¿Tiene ganas de comer cabeza de cordero?

—Sería lo último que haría en este momento. Sólo quiero saberlo.

—Dottori, en ningún restaurante o trattoria de aquí la preparan. Quizá por encargo. Pero como plato habitual seguro que no. —Hizo una pausa—. Aunque creo recordar que me dijeron, hace algún tiempo, que hay un sitio donde…

Estaba dubitativo, y Montalbano no lo forzó.

—Vayamos dentro, dottori. ¿Le apetece un café?

—¿Por qué no?

Había un camarero fregando el suelo. Enzo fue a trajinar a la cocina y al poco volvió. El café estaba bueno, pero Enzo continuaba pensativo. De pronto se dio una palmada en la frente.

—¡Michele Lauria!

Corrió hasta el teléfono de pared, cogió el listín que estaba al lado, sobre una repisa de madera, pasó las páginas y marcó un número.

—Michè, ¿te molesto? ¿Podemos hablar? Quería preguntarte una cosa. ¿Fuiste tú quien me habló de una bodega donde también hacen asados, uno de ellos de cabeza de cordero? ¿Sí? ¿Y puedes decirme dónde está y cómo se va? —Escuchó lo que el otro le decía, le dio las gracias, colgó y se volvió hacia el comisario con una amplia sonrisa—. ¿Usía conoce la carretera de Gallotta?