7

Lo despertó el teléfono. Eran las nueve de la mañana.

—¿Dottori? Soy Pasquale. ¿Qué ocurrió? ¿No le gustó la chica que le mandé? Dígame cómo la quiere y esta noche le mando otra.

Recordó de golpe el papelón que había hecho con Ingrid y le entraron ganas de ponerlo a caldo. Pero consiguió controlarse. En el fondo, a su manera, Pasquale quería hacerle un favor.

—Pasquà, pero ¿qué te pasó por la cabeza?

—¿No la quería?

—Pero ¡¿quién te dijo que la quisiera?!

—¡Dottori, usted mismo!

—¿Yo? Pero ¡si no te contesté y colgué el teléfono!

Pasquale hizo una pausa antes de exclamar:

—¡Ah, pues de ahí vino el error!

—¿Qué error?

—El mío, dottori. Consideré que, como callaba, otorgaba. Y además usía, como confirmación, telefoneó.

—¿Cómo que como confirmación?

—Sí, siñor dottori. Mi mujer me contó que usted le había dicho que tenía necesidad urgente de esas cosas que yo sé dónde encontrar. Así que creí que se refería a las putas.

¿A que al final era él quien iba a tener que pedir disculpas? Lo mejor era cambiar de tema.

—¿Cómo está Adelina?

—La fiebre le ha bajado. Pero le han salido un montón de puntitos rojos. El médico dice que es una consecuencia del susto y que como han venido se irán.

—Muy bien. Hasta pronto.

—Pero dígame cómo debo proceder.

—¿Con qué?

—Con el asunto de las putas. ¿Siguen haciéndole falta o tiene bastante con las muñecas?

Montalbano perdió la paciencia.

—¡Oye, Pasquà, te lo digo por última vez! ¡Ocúpate de tus asuntos! ¿Está claro?

—Lo que usía diga —repuso Pasquale un poco ofendido.

No podía seguir teniendo en casa aquellas dos malditas muñecas; igual lo metían en otro lío.

Pero ¿dónde ponerlas? Pensó un poco en el asunto hasta llegar a la conclusión de que había dado con la solución perfecta, tan perfecta que lo sorprendió que no se le hubiera ocurrido antes: enterrarlas en una fosa excavada en la arena, al lado de la galería.

Abrió el trastero, cogió una pala, salió a la playa, escogió el sitio, miró alrededor para ver si pasaba alguien y empezó a cavar.

No era fácil, porque la arena, seca y finísima, resbalaba y volvía a llenar el agujero. Al cabo de un cuarto de hora se quitó la ropa y se quedó con el torso desnudo.

Necesitó una hora de trabajo duro, pero al final logró un agujero del tamaño apropiado. Estaba muerto de cansancio y se había bebido más de dos litros de agua.

Fue a buscar la primera muñeca de debajo de la cama, pero cuando llegó a la cristalera se detuvo maldiciendo. A una decena de metros, justo a la altura de la galería, una familia formada por padre, madre y dos críos había bajado de un coche y estaba sacando una sombrilla.

Su plan se había ido al traste; ésos tenían intención de quedarse horas.

Llevó la muñeca al recibidor, fue por la otra y la puso al lado. Se limpió a conciencia, se vistió, salió, montó en el coche y lo acercó lo máximo posible a la puerta dando marcha atrás; así nadie se percataría del traslado de las muñecas. Si alguien lo veía a distancia, igual se ponía a gritar que estaba escondiendo unos cadáveres en el maletero.

A medio camino, advirtió demasiado tarde que el coche de delante estaba frenando porque había un puesto de control de carabineros. Así que se vio obligado a parar en seco. El coche de detrás, en consecuencia, chocó contra el suyo. La mujer que lo conducía bajó hecha una furia, vio de refilón el contenido del maletero, que se había abierto a causa del golpe, profirió un largo grito clavadito a la sirena de un barco y cayó cuan larga era al suelo, sin conocimiento.

Los carabineros, que no habían entendido nada de lo ocurrido, al ver que la mujer se desplomaba, echaron a correr hacia los dos automóviles con las armas desenfundadas y gritándole a todo el mundo que no se moviera.

En un abrir y cerrar de ojos, Montalbano, que se había torcido el cuello a causa de la colisión, fue obligado a bajar del coche con las manos en alto.

—¿La señora no…? —empezó a decir.

—¡Silencio!

Un cabo, que había ido a inspeccionar el interior del maletero, se acercó al comisario y lo miró con mala cara.

Mientras tanto, dos automovilistas habían conseguido que volviera en sí la mujer desvanecida, la cual, nada más abrir los ojos, se puso en pie, apuntó con el índice a Montalbano y empezó a gritar como una histérica:

—¡Asesino! ¡Asesino!

Montalbano no sabía si reír o llorar; lo único seguro era que le había entrado un sudor frío. Entretanto se iba formando una cola interminable de coches. Y el número de curiosos que bajaban de los vehículos para acercarse corriendo a ver qué estaba pasando aumentaba —aunque era una estimación por defecto— a un ritmo de entre cinco y seis unidades por segundo.

—Oiga, déjeme que le explique… —dijo Montalbano dirigiéndose al cabo.

El carabinero levantó un brazo para que permaneciera con la boca cerrada.

—Tú vienes con nosotros.

—¿Por qué?

—Tráfico de material pornográfico.

—Quisiera explicar…

—¡Explica lo que quieras en el cuartel!

¡Era lo único que le faltaba! Que lo llevaran al cuartel de los carabineros para, una vez allí, cuando descubrieran quién era, convertirse en motivo de diversión, de gran pitorreo para todos. No; tenía que evitarlo. Más valía intentar resolver enseguida la cuestión a costa de rebajarse a pronunciar la ya cómica frase de «usted no sabe con quién está hablando».

—Soy comisario de la policía del Estado.

—¡Ya! ¡Y yo soy el Papa!

—¿Puedo sacar mis credenciales?

—Sí, pero muévete muy despacio.

Llegó a la comisaría con el pelo de punta por la rabia, el cuello torcido y las manos temblorosas.

—¡Virgen santa, dottori! ¿Qué le ha pasado? —preguntó Catarella, alarmado.

—Nada, he tenido un pequeño accidente. Mándame a Fazio.

—Dottore, ¿qué le ha pasado? —repitió Fazio nada más verlo.

—Nada, una idiota ha chocado con mi coche y los carabineros han estado a punto de arrestarme.

Le contó lo sucedido.

—¿Por qué no va a que le miren el cuello?

—Luego, luego. ¡Sólo me faltaba eso ahora! Oye, en mi maletero están las dos muñecas. La de Palmisano, que la devuelvan a la casa con el sistema del baúl. La otra, la metéis después en el baúl y la dejáis en el garaje a mi disposición.

—Ahora mismo me encargo de eso.

¡Por fin se había librado de ese par de liantas!

Pero se equivocaba.

Ese par de liantas seguirían complicándole la vida incluso a distancia. ¡Ni la momia de Tutankamón daba tan mal fario! De hecho, una media hora después era incapaz de soportar el dolor del cuello, y, encima, así de mal parado no podía conducir. Mimì Augello lo acompañó a las urgencias del hospital de Montelusa.

En resumen, al cabo de una hora se encontró con un collarín blanco en el cuello, un artilugio de esos que lo mantienen inmóvil y que, cuando tienes que moverte, hacen que seas la viva estampa del monstruo de Frankenstein.

Volvió a la comisaría y pasó un cuarto de hora encerrado en su despacho renegando para desahogarse.

No se sentía con ánimos de ir a comer a la trattoria de Enzo con esa jaula alrededor del cuello. Y, además, ¿conseguiría comer y beber normalmente, sin manchar la camisa y la servilleta como un niño pequeño o un viejo chocho y baboso? Más valía hacer una prueba a solas en Marinella.

En ese momento lo llamó Catarella.

—Hay uno al tilífono que quiere hablar con usía personalmente en persona.

—¿Llama de parte de Fulano de tal?

Catarella, naturalmente, no entendió la broma.

—No, siñor dottori, no llama de parte del siñor Fulanodetal, sino de la siñora sueca amiga suya, la siñora Sciosciostrommi.

Debía de ser el chico del que le había hablado Ingrid.

—Pásamelo.

—¿El dottor Montalbano?

—Sí.

—Soy Arturo Pennisi. Disculpe si lo molesto, Ingrid me ha dicho que lo llamase a esta hora.

—¿Quiere verme?

—Sí.

—¿Tiene coche?

—Sí.

—¿Prefiere que quedemos en mi casa o en la oficina?

—Donde a usted le vaya mejor.

—Entonces venga a la comisaría esta tarde a las siete. ¿Le va bien?

—Perfecto. Gracias por su amabilidad.

El tal Arturo hablaba como un joven educado.

Como sabía que lo que había en el frigorífico era lo que había visto en el último inventario, o sea, nada de nada, antes de salir del pueblo se detuvo frente a una charcutería que estaba cerrando y compró pan, higos secos, atún al natural, salami y jamón. Puso la mesa en la galería y empezó a comer.

El collarín le mantenía la cabeza erguida y no le permitía bajarla, por lo que no conseguía ver el plato que tenía delante. Pero, alejándolo unos cuarenta centímetros, el problema se resolvía. Lo mismo sucedía con el vaso; si quería llenarlo, debía hacerlo con los brazos estirados. Lo tercero que descubrió fue que no podía abrir mucho la boca.

No había obstáculos importantes que le impidieran comer en público. Cuando acabó de recoger, se fue a la cama para recuperar el sueño perdido la noche anterior. Pero no le resultó fácil encontrar la posición adecuada para la cabeza. Se despertó a las cuatro y llamó a la oficina. No había novedades, así que se lo tomó con calma.

• • •

Cuando Catarella le comunicó que había llegado el chico al que esperaba, hacía unas dos horas que se aburría mortalmente. Aquella calma chicha había obrado el milagro: en su mesa ya no había toneladas de papeles para firmar, sino un kilo escaso. Había dejado ese kilo a propósito: lo aterrorizaba la idea de estar en la oficina sin hacer absolutamente nada.

Arturo Pennisi era pintiparado a un Harry Potter veinteañero.

Hasta llevaba el mismo tipo de gafas. No parecía sentirse azorado en absoluto. Tanto es así que empezó a hablar y fue directo al grano.

—Le pedí a Ingrid que nos presentara porque estoy muy interesado en sus métodos de investigación.

—¿Quiere ser policía?

—No.

—¿Estudiar Criminología?

—No.

Montalbano lo miró con expresión interrogativa, y el joven se sintió obligado a explicar:

—Estudio segundo de Filosofía en la universidad. Quiero especializarme en epistemología.

Tenía las ideas claras, aunque las decía sin el entusiasmo de los jóvenes de su edad que se han trazado un camino y quieren seguirlo hasta el final.

Pero, si no recordaba mal, ¿la epistemología no era la filosofía de la ciencia? ¿Y qué tenía que ver la filosofía de la ciencia con el homicidio?

—¿Y por qué le interesan mis métodos de investigación, como usted los llama, que son cualquier cosa menos científicos?

—Perdone, debería haberme expresado mejor. Me interesa el funcionamiento de su cerebro cuando dirige una investigación.

—Dos más dos son cuatro.

—Disculpe, no lo entiendo.

—Le he resumido cómo funciona mi cerebro.

Harry Potter, por primera vez, sonrió.

—No se ofenda si le digo que no le creo.

—Oiga, no quisiera decepcionarlo, pero le aseguro que…

—Permítame que insista. ¿Puedo ponerle un ejemplo directamente relacionado con usted?

—Adelante.

—Ingrid me ha contado cómo se conocieron.

—¿Y…?

—A sus ojos, Ingrid debería haber representado el número cuatro, es decir, la suma de dos más dos.

—Explíquese mejor.

—Me contó que habían organizado un montaje en el que ella aparecía como la principal sospechosa de un delito o algo parecido, pero que usted, comisario, no creyó que esos indicios fueran válidos. No creyó, en ese caso, que dos más dos fuesen cuatro.

Inteligente, el jovencito, no cabía duda.

—Verá, en ese caso…

—En ese caso, si me permite, usted, en determinado momento de la investigación, comprendió que seguir a ciegas una regla aritmética lo induciría a error. Y escogió otro camino. Eso es lo que me interesa. Cuándo y cómo se produce en usted esa desviación. En resumidas cuentas, ¿cómo actúa su cerebro para apartarse con valentía del terreno sólido de la evidencia a fin de adentrarse en las arenas movedizas de las hipótesis?

—A veces ni yo mismo lo entiendo. Pero, en concreto, ¿qué quiere de mí?

—Que me permita seguirlo de cerca. Le aseguro que no le ocasionaré ninguna molestia, no interferiré en modo alguno; créame, sólo permaneceré en silencio observándolo.

—No lo pongo en duda, pero llega en mal momento.

—¿En qué sentido?

—En el sentido de que actualmente no hay ninguna investigación en curso. Hagamos una cosa: déjeme su número de teléfono, y si ocurre algo interesante para usted lo llamo.

La desilusión infantil que se reflejó en la cara de Arturo le dio pena. Parecía un niño al que han negado un caramelo. La verdad es que le resultaba simpático. Y, además, hacía tiempo que sentía la necesidad de hablar con una persona inteligente. Quiso darle una especie de premio de consolación.

—Mire, en estos días me está sucediendo algo un poco extraño. No es un crimen, ni siquiera un delito menor; se lo advierto de entrada.

El chico pareció un perro hambriento que ve a dos pasos un hueso con un poco de carne.

—Me sirve cualquier cosa.

Montalbano se sacó del bolsillo las tres hojas con los poemas de la búsqueda del tesoro; en cambio, las hojas con las soluciones se las guardó. Le contó cómo había empezado el asunto y concluyó:

—Estos son los originales. Le ruego que me los devuelva. Resuelva por su cuenta los acertijos y después hablamos del tema.

Un poco más y Arturo le besa la mano.

Al día siguiente, en la comisaría parecía que no fuese a suceder absolutamente nada, como desde hacía más de un mes. Desde las ocho de la mañana hasta la una, o sea, en cinco horas, Catarella recibió una sola llamada, pero era de alguien que quería informarse de los trámites para ingresar en la policía.

No hacer nada en todo el santo día, gandulear, estar sentado en la oficina leyendo los números de La Domenica del Corriere del año 1920 comprados en un puesto callejero, o mirar fijamente la pared que tenía enfrente, a medio camino entre el ejercicio de yoga y el estado catatónico, lo sumían en una especie de melancolía depresiva. Y entonces, sin duda para combatir dicha depresión, a su cuerpo le entraba instintivamente un hambre canina a la que no podía oponer ninguna resistencia.

La consecuencia era que, esa misma mañana, había tenido que abrocharse el cinturón en un agujero nuevo, señal inequívoca de que la circunferencia-cintura se había ensanchado de manera preocupante. Eso lo había empujado a desvestirse rápidamente, ponerse el bañador y pasarse una hora nadando pese a que el agua estaba tan helada que cortaba la respiración.

En la trattoria de Enzo, aun habiendo hecho el propósito de mantenerse dentro de límites razonables, perdió el control ante un plato de involtini de pez espada y pidió otra ración, a pesar de que ya había comido una extensa variedad de marisco como aperitivo y un gran plato de espaguetis con almejas.

El paseo por el muelle hasta el faro fue, por tanto, más que necesario, y también sentarse en la roca plana para fumar unos cigarrillos.

Hacia las seis recibió una llamada de Catarella.

Dottori, está ese chico que vino ayer, el que llamó de parte de la siñora Sciosciostrommi.

—Pásamelo.

Dottori, no puedo en tanto en cuanto el sujeto se encuentra in situ.

—Pues entonces dile que entre.

Perfecto, hablando con Arturo se haría la hora de volver a Marinella.

—No lo esperaba tan pronto —dijo Montalbano.

—Como pasaba por aquí, he probado por si estaba. Disculpe que no lo haya llamado antes.

—Pero ¿usted vive en Montelusa o…?

—No; en Vigàta. Mi familia está en Montelusa, pero yo vivo solo, tengo un apartamento aquí. Me gusta el mar.

Otro punto a favor del chaval.

—¿Ha tenido ocasión de echar un vistazo a…?

—Sí. He resuelto los jueguecitos. Ciertamente elementales. —Sacó del bolsillo las tres hojas, las dejó encima de la mesa y continuó—: No he ido al bar Marinella porque me ha parecido inútil, pero en cambio he encontrado la cabaña de madera en la cima, al final de via dei Mille, y he entrado.

—¿Ha visto qué empapelado tan original?

Harry Potter sonrió.

—Es evidente que su retador alimenta un auténtico culto a la personalidad en relación con usted.

—¿Siguen todas las fotos allí?

—Sí, todas. ¿Por qué?

—Por nada, simple curiosidad. ¿Se ha formado una idea?

—Sí.

—Cuéntemela.

—Bueno, está claro que el retador quiere dar a las cosas una apariencia determinada. ¿Cómo le diría…? Quiere hacer que parezcan más inocentes de lo que son. La elementalidad, casi diría la estupidez, de los versos es, en mi opinión, deliberada.

—¿Usted cree?

—No me cabe duda. Hay un contraste más que evidente entre el desarmante infantilismo de los versitos y el complejo trabajo tecnológico realizado para obtener las fotos de la cabaña.

—Quizá sean dos personas, una que escribe las cartas y otra…

—Yo descartaría esa posibilidad.

—¿Por qué?

—Porque el asunto tiene toda la pinta de ser un duelo entre dos personas, usted y el otro.

El chaval razonaba bien.

—¿Y qué tipo de persona sería?

—Hasta el momento disponemos de poco material para hacer un retrato satisfactorio. Sólo podemos decir que es alguien que se esconde detrás de las apariencias… ¿cómo definirlas…? más bien ingenuas de alguien que simplemente quiere lanzar un reto inocuo.

—Pero, según usted, las cosas no son así.

—Yo diría que no. Hay algo en todo esto que no me convence.

—En resumen, nos enfrentamos a un tipo astuto.

—Más que astuto, bastante inteligente.

—Y, por tanto, lo único que podemos hacer es esperar su próxima carta —concluyó Montalbano, levantándose y tendiéndole la mano.

—¿Me mantendrá informado?

—Por supuesto. Tengo una curiosidad: ¿cómo ha encontrado via dei Mille?

—He pedido un callejero en el ayuntamiento.