Gallo volvió media hora después.
—Todo arreglado.
—¿Y los mapas? ¿Dónde están?
—Tienen que fotocopiarlos.
—¿Y para eso hace falta tanto tiempo?
—Dottore, pero ¿es que no sabe cómo son los funcionarios? Querían dármelos mañana por la mañana, pero he conseguido convencerlos de que los tengan para después de comer, a las cuatro. Aunque me han pedido diez euros, seis por las fotocopias y cuatro por el procedimiento de urgencia.
—Aquí los tienes.
¡En busca del tesoro! ¡Y un jamón!
De momento, él ya había tenido que desembolsar diez euros. El jugador misterioso debería armarse de paciencia, porque igual lo hacía esperar hasta el día siguiente.
Mató el rato en la oficina hasta que fue la hora de comer y salió de allí más aburrido que una ostra.
¿Sería posible que no se produjera un robo serio, un tiroteo o un intento de homicidio? ¿Cómo es que se habían vuelto todos unos santos?
• • •
En la trattoria se pegó una comilona, en parte porque tenía hambre, pese a las berenjenas a la parmesana de la cena, y en parte para compensar a Enzo por la decepción del día anterior. Aperitivo completo, en el sentido de que probó todo lo que había, espaguetis con almejas finas (auténticamente finas) y cinco salmonetes de roca (auténticamente de roca).
Pensó que Enzo no tenía ninguna imaginación culinaria, que preparaba siempre los mismos platos. Pero utilizaba productos fresquísimos y los cocinaba como los mismísimos dioses. A Montalbano le gustaba la fantasía en la cocina, pero sólo si estaba garantizada por un artista de los fogones; si no, mejor mantenerse dentro de la normalidad.
Esta vez tuvo que dar el paseo por el muelle hasta el faro. Se sentó sobre la roca plana, se quedó unos veinte minutos disfrutando del olor a algas y liquen, una especie de musgo verde, perfumadísimo, que cubría la roca hasta donde llegaba el agua y que bullía de minúsculos animalitos marinos, y luego volvió a la oficina.
Pasaba un poco de las cuatro cuando Gallo le llevó las fotocopias del plan regulador. Seis hojas enormes, enrolladas y numeradas.
No, no podía llevárselas a Marinella. Sólo faltaban los mapas; con las dos muñecas ya tenía bastante.
A ojo de buen cubero calculó que, apartando los dos sillones y el pequeño sofá, conseguiría el espacio necesario para poner las seis hojas en el suelo, extendidas una junto a otra siguiendo la numeración.
Apartó los muebles, desenrolló el primer mapa y lo puso sobre el suelo.
Y ahí empezó el problema, porque la hoja no quería quedarse extendida; se enrollaba sola. Cogió de la mesa la lupa, tres manuales de instrucciones variados, el código penal, dos cajas de clips y una caja de bolígrafos, en resumen, todo lo que pesaba pero no era un armatoste, y tras un cuarto de hora de reniegos consiguió poner las seis hojas en el orden correcto y mantenerlas inmóviles con los diversos objetos estratégicamente colocados.
Resultó que el conjunto era demasiado grande para examinarlo. Así que cogió una silla y se subió encima.
Sacó el poema del bolsillo.
Pero ¿cómo se las arreglaba Mimì Augello para entrar siempre en su despacho en ocasiones como aquélla?
—¿Qué película emiten esta noche? ¿Superman? ¿El hombre araña? ¿Desde Vigàta con amor? ¿O se trata de un discurso a la nación? —preguntó.
Montalbano no contestó y Augello se marchó negando con la cabeza.
«Seguramente —pensó el comisario— ha llegado a la conclusión de que cada día que pasa chocheo más». ¿Por qué, en cambio, no le daba que pensar el hecho de que él, pese a ser más joven, necesitara gafas?
La primera cuarteta del poema no servía de nada. Las indicaciones empezaban en la segunda, para ser precisos, en las palabras «en qué punto el camino se estrecha».
Bajó de la silla, cogió un bolígrafo y una hoja de papel y volvió a subir.
Pero se veía poco. El sol se había desplazado y ya no entraba mucha luz por la ventana.
Bajó de nuevo, encendió la lámpara de techo y también la de mesa, y orientó esta última hacia los mapas. Subió otra vez a la silla. La lámpara de mesa no estaba bien enfocada.
Bajó, la colocó mejor, volvió a subir y entonces sonó el teléfono.
Bajó maldiciendo y riendo; le parecía estar interpretando una comedia de Beckett.
—¡Ah, dottori, dottori! ¡Ah, dottori!
Catarella solía reservar ese exordio de tragedia griega para las llamadas del jefe superior, la divinidad suprema, Zeus, que se manifestaba desde el Olimpo.
—¿Qué pasa?
Y en efecto:
—¡Es el siñor jefe supirior, que quiere hablar urgentísimamente con usía!
—Pásamelo.
—¿Montalbano? ¿Qué es esta historia?
—¿Qué historia, señor jefe superior?
—El dottor Arquà me ha enviado un informe detallado.
¡Lo había dicho y lo había hecho, el muy cabronazo! Más valía actuar como si no supiera de qué hablaba.
—¿A qué informe se refiere, señor jefe superior?
—Al de la intervención de la Científica solicitada por usted.
—¡Ah, eso!
—Según el dottor Arquà, o usted quiso gastarles una broma estúpida a él, su brigada, el dottor Tommaseo y el dottor Pasquano…
¡La madre del cordero, cuántos doctores! ¡Ni en un hospital había tantos!
—… o ya no está en condiciones de distinguir una muñeca hinchable de un cadáver.
Llegados a este punto, Montalbano decidió que necesitaba pedir ayuda urgentísimamente, como decía Catarella, al lenguaje burocrático-legal.
—Considerando que, en lo que concierne a la segunda parte del informe formulado y transmitido a usía poco ha por el dottor Arquà, donde entiendo se formula contra mí, no una detallada protesta, sino una infame y gratuita insinuación que, no obstante, se infiere lesiva, me acogeré de inmediato a la facultad de defensa concedida en alta instancia contra el susodicho…
—Oiga, la cuestión que nos ocupa es…
—Déjeme terminar, por favor. —Seco, brusco, como persona ofendida en su dignidad y su honor—. En lo que se refiere, en cambio, a la primera parte, aquella en la que el citado dottore atribuye a una voluntad carnavalesca mía el hecho en cuestión, me encuentro, a mi pesar, teniendo que poner al corriente a la autoridad competente y a tal objeto precisamente antepuesta de la fácilmente constatable, así como personal e incontrovertible, responsabilidad suya.
—Perdone, ¿suya de quién?
—Suya de usted, señor jefe superior.
—¡¿Mía?!
—Sí, señor, suya. Con el debido e inconmovible respeto, debo manifestarle que, en verdad, usted, visionando el informe de Arquà y pidiéndome explicaciones, me baquetea en la práctica por una convicción suya pretérita, y al tiempo no hace sino avalar la hipótesis de que yo sea una persona capaz de bromas estúpidas, condenando así al desguace de un solo golpe una honrosa y ejemplar carrera de más de dos décadas, hecha de sacrificios, de absoluta dedicación al trabajo…
—¡Vamos, Montalbano!
—… de renuncias, de honestidad; jamás un chanchullo, jamás una dación aceptada, en ninguna contingencia, ni siquiera en la interinidad de…
—¡Montalbano, no diga eso! ¡Yo no pretendía ofenderlo en absoluto!
Ahora había que recurrir a la voz quebrada, al borde de las lágrimas.
—Pero ¡lo ha hecho! ¡Tal vez sin quererlo, pero lo ha hecho! Y yo me siento tan dolido, estoy tan destrozado que…
—Oiga, Montalbano, escúcheme. No creía que el asunto pudiera afectarle tanto. Dejémoslo ahora. En la primera ocasión que se nos presente, volvemos a hablar de ello, ¿de acuerdo? Pero con calma, sin alterarse, ¿le parece bien?
—Gracias, señor jefe superior.
Se felicitó a sí mismo por su buena actuación; había salido del apuro sin perder demasiado tiempo. Llamó a Catarella.
—No estoy para nadie.
Subió de nuevo a la silla y empezó a mirar los mapas sector por sector y a tomar notas.
Al cabo de media hora había averiguado que el sesenta por ciento de las calles de Vigàta se estrechaban en determinado punto. Pero las que lo hacían de una forma casi exagerada eran tres. Apuntó los nombres y pasó a la segunda indicación, la que decía que el camino «se convierte en una rueda».
¿Cómo podía una calle convertirse en una rueda?
A no ser que allí estuviera la parada de inicio y final de trayecto de un autobús que debía tomar… Observó de nuevo las tres calles, y de pronto advirtió que una de ellas, en concreto via Garibaldi, tras estrecharse hacia el final como los pantalones que se llevaban en otros tiempos, desembocaba en una rotonda.
¡Ésa era la rueda de la que hablaba el poema!
Y en el punto opuesto de la rotonda había una calle, via dei Mille, que subía hacia la colina en cuya ladera, más o menos hacia la mitad, estaba el cementerio, y que después atravesaba los barrios nuevos situados al norte de la localidad. La había encontrado, estaba seguro.
Miró el reloj: las cinco y media, así que tenía tiempo de sobra. Pero se puso a maldecir al recordar que no dispondría del coche hasta el día siguiente. Aunque ¿qué perdía por intentarlo?
—Soy Montalbano. Quisiera saber si mi coche…
—Dentro de una media hora puede venir a buscarlo.
¿Quién era el santo protector de los mecánicos? No lo sabía. De modo que, para no meter la pata, les dio las gracias a todos los santos sin excepción.
Salió del despacho y le dijo a Catarella que ya no volvería en toda la tarde.
—Pero ¿mañana por la mañana vendrá, dottori?
—Tranquilo, Catarè, nos vemos mañana.
Si él se muriera, Catarella sería capaz de morirse también de melancolía, como les pasa a algunos perros. ¿Y Livia? ¿Sería ella capaz de morir de melancolía si él abandonara este mundo?
«¿Y si hacemos la pregunta al revés? Si Livia desapareciera, ¿morirías tú de melancolía?», preguntó, antipático, Montalbano segundo.
Prefirió no responder.
Tres cuartos de hora después, llegaba a la rotonda y tomaba via dei Mille.
Dejó atrás el cementerio y siguió subiendo entre dos moles de cemento, grises falansterios que parecían una mezcla de cárcel mexicana de alta seguridad y manicomio-bunker para locos furiosos y asesinos visto como la pesadilla de un psicópata asesino. A aquello lo llamaban, a saber por qué, arquitectura popular.
Según esos genios de la arquitectura, el pueblo debía vivir en casas donde, en cuanto metías la llave en la cerradura y entrabas por primera vez, las paredes empezaban a desmenuzarse ante tus ojos como los frescos subterráneos cuando llega hasta ellos el aire y la luz.
Habitaciones diminutas, tan oscuras que había que tener siempre la luz encendida y te parecía estar en el norte de Suecia. Los arquitectos habían logrado la titánica empresa de acabar incluso con el sol siciliano.
Cuando era pequeño, su tío lo llevaba algunas veces a la casa de campo que un amigo suyo tenía en aquella zona, y Montalbano recordaba que a la derecha de aquella calle, entonces vereda, había un gran bosque de majestuosos olivos sarracenos y, a la izquierda, viñas que se extendían hasta perderse de vista.
Ahora, en cambio, sólo había cemento. Empezó a insultarlos a todos, arquitectos, ingenieros, aparejadores, maestros de obras y albañiles, con una rabia irracional pero tan fuerte que la sangre le palpitaba en las sienes.
«Pero ¿por qué me sulfuro tanto?», se preguntó.
Desde luego, el deterioro de la naturaleza, la muerte del buen gusto, el predominio de lo feo, no sólo herían sino que ofendían. Pero estaba claro que buena parte de su enfado se debía al hecho de que, a cierta edad, uno se vuelve malsufrido y a todo le encuentra pegas. Otra confirmación de que estaba haciéndose mayor.
La calle continuaba subiendo, pero ahora había chaletitos a derecha e izquierda, afortunadamente sin pretensiones, con un poco de huerto en la parte de atrás, donde se veían gallinas y perros en libertad. Más adelante dejaba de haber chaletitos y la calle seguía entre dos muros levantados en seco; terminaba un centenar de metros más allá. Montalbano paró y bajó.
En realidad, la calle no terminaba. Dejaba de haber asfalto, porque a partir de allí volvía la antigua vereda, toda cuesta abajo hasta el valle. Había llegado al punto más alto y estuvo un rato disfrutando del paisaje.
A su espalda, el mar; frente a él, la lejana localidad de Gallotta, encaramada en otra colina; y a la derecha, la dorsal de Monserrato, que dividía el territorio de Vigàta del de Montelusa. Eran raras las manchas de verde, pues ya nadie cultivaba la tierra; hacerlo era esfuerzo y dinero perdidos.
¿Y ahora qué? ¿Adónde tenía que ir? En el lugar donde se encontraba, justo en la cima, no sólo no había ninguna casa, sino que no pasaba ni un alma.
recórrelo todo, y al final verás
un sitio que familiar te será
Eso decía el poema, y él había seguido sus indicaciones; había recorrido toda la calle, pero allí no había nada familiar. ¿Qué clase de broma era aquélla?
A una decena de metros había una cabaña de madera de unos tres metros por tres; parecía abandonada y desde luego no le resultaba familiar. En cualquier caso, era el único sitio donde podría obtener alguna información.
Lo que conducía a la cabaña no era un verdadero camino, sino un sendero apenas marcado por el paso del hombre. Para descubrirlo había que observar el terreno con atención, señal de que nadie caminaba a menudo por allí.
Siguiéndolo, el comisario se encontró ante la puerta cerrada. Llamó, pero nadie respondió. Apoyó una oreja en la madera, entre una tabla y otra, y no oyó el menor ruido. La cabaña se hallaba deshabitada.
¿Y ahora qué hacía? ¿Derribaba la puerta o daba media vuelta, resignándose a haber hecho el viaje en vano?
«Ya que hemos llegado hasta aquí, vayamos hasta el final», se dijo.
Fue al coche, cogió una llave inglesa y volvió. Como la hoja ya no encajaba en el marco, metió entre ambos la llave e hizo palanca. La madera estaba podrida y al tercer intento se rajó. Bastaron dos patadas para que saltara el cerrojo. Montalbano abrió la puerta y entró.
No había ni un mueble, ni una silla, ni un taburete, nada.
Pero el comisario se quedó paralizado, boquiabierto, con la garganta seca de repente, mientras lo perlaba un sudor frío.
Porque no había un centímetro de pared que no estuviera cubierto de fotos suyas. ¡Por eso el poema aseguraba que el lugar le resultaría familiar!
Al final consiguió moverse y acercarse a la pared de enfrente para mirar más de cerca. No eran exactamente fotos, sino reproducciones hechas con ordenador de las imágenes que había transmitido Televigàta.
Él hablando con Fazio, él empezando a subir la escalera de los bomberos, él bajando porque Gregorio había disparado, él volviendo a subir, detenido en medio, empezando a subir de nuevo, saltando la balaustrada… En todas las paredes de la cabaña se repetían las mismas imágenes. Un sobre blanco destacaba en medio de la pared central, sujeto con cinta adhesiva. Lo arrancó de tan mala manera que cinco o seis fotos cayeron al suelo. Cogió una al azar, se la guardó en el bolsillo junto con el sobre y salió.
—¿Qué pasa, dottori, ha vuelto? Me había dicho que no iba a volver —dijo Catarella entre contento y asombrado.
—¿Te molesta? —Montalbano había cambiado de idea por el camino.
A Catarella por poco le dio un síncope al oírlo.
—Dottori, pero ¿qué dice? ¡Si cuando usía aparece personalmente en persona, yo estoy en un tris de caer de rodillas!
Por un instante, Montalbano tuvo la horrenda visión de sí mismo con un manto azul, como la Virgen de Fátima.
—Necesito que me expliques una cosa.
Catarella se tambaleó como si acabara de recibir un mazazo en la cabeza. Demasiadas emociones en pocos segundos.
—¿Yo…? ¿Yo a usía? ¿Explicarle? ¿Está de broma?
El comisario sacó la foto que había cogido en la cabaña y se la enseñó. Aparecía él poniendo un pie en el primer peldaño de la escalera de los bomberos, con aire no precisamente desenvuelto.
—¿Qué es?
Catarella lo miró atónito.
—¡Cielo santo, es usía! ¿No se reconoce?
—¡No te he preguntado quién es, sino qué es! —replicó Montalbano, estrujando la foto entre el índice y el pulgar.
—Papel.
Montalbano soltó una maldición, pero sólo mentalmente, pues no quería poner nervioso a Catarella; quería que le explicara una cosa de informática.
—¿Es una fotografía o no? —insistió.
Catarella se la quitó de las manos.
—¿Me permite? —La estudió unos instantes y a continuación dictó sentencia—: Esto es una fotografía que no es una verdadera fotografía.
—¡Bravo! Continúa.
—No la han hecho con una cámara fotográfica, sino que la han pasado de un uveacheese a un ordenador y después la han imprimido.
—¡Muy bien! ¿Y cómo han obtenido el VHS?
—Sin ninguna duda, grabando lo que Televigàta transmitió por televisión.
—¿Y cómo se obtienen las fotos?
—Conectando la grabadora a un periférico del ordenador, un periférico que se llama de captura de vídeo.
De la última parte no entendió un carajo, pero se había enterado de lo que quería enterarse.
—¡Catarè, eres un genio!
De repente, Catarella se sonrojó, abrió los brazos, estiró los dedos y dio media vuelta sobre sí mismo. Cuando Montalbano le hacía un elogio, se sentía tan orgulloso que parecía un pavo real desplegando la cola.
Nada más llegar a Marinella, recordó que no tenía nada que comer. Sentía un poco de apetito y sería un error saltarse la cena, porque entrada la noche ese apetito seguro que se convertía en auténtica hambre. Así que sacó la carta todavía sin abrir y la foto, las dejó encima de la mesa, fue a lavarse la cara y luego se quedó indeciso, porque no le apetecía volver a la trattoria de Enzo después de haber estado allí a mediodía.
Sonó el teléfono.
—¿Sí?
—¿Desde cuándo no nos vemos? —preguntó una bonita voz femenina que reconoció de inmediato.
—Desde lo de Rachele —respondió Montalbano—. ¿Tienes noticias suyas?
—Sí, está bien. El otro día admiré en televisión tus proezas y me entraron ganas de verte.
—Ningún problema.
—¿Estás libre esta noche?
—Sí.
—Entonces, dentro de media hora estoy ahí. Piensa mientras tanto en un buen sitio adonde llevarme a cenar.
Se alegraba de ver a Ingrid, la sueca que era su amiga, confidente y, en ocasiones, hasta cómplice.
Para pasar aquella media hora, se le ocurrió leer las nuevas instrucciones de la búsqueda del tesoro. Cogió el sobre, pero lo dejó casi de inmediato; tal vez decía algo que lo ponía nervioso. No era cuestión de leerlo antes de ir a cenar, pues se exponía a perder el apetito.
De pronto recordó lo que le había sucedido a Adelina y fue al trastero para comprobar el estado de las muñecas. Ya no estaban allí.
Seguramente Pasquale las había cambiado de sitio. Pero ¿dónde las habría metido? En la cocina no estaban. Abrió el armario y tampoco estaban allí. Ése era capaz de habérselas llevado a su casa. Lo mejor sería llamarlo, y así podría preguntarle cómo se encontraba Adelina.