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Volvieron a mirarlas.

—¿Tú sabes algo de esta clase de muñecas? —preguntó Montalbano.

—Nunca las he necesitado —dijo Mimì, un tanto dolido y ofendido.

—No lo pongo en duda. Tus aptitudes como gallo de corral han sido, y siguen siendo, indiscutibles. Yo sólo quería saber si podías darme alguna información sencilla.

Augello se quedó pensativo.

—Una vez vi un documental en una cadena por satélite. Estos modelos son antiguos, incluso primitivos. Ahora las hacen de otros materiales, tipo gomaespuma, y ya no son hinchables; parecen mujeres de verdad. Hay que reconocer que impresionan.

—Entonces, ¿estas dos de cuándo serían?

—Pues yo diría que tienen unos treinta años.

—Esta mañana Tommaseo me ha preguntado dónde las venden y no he sabido decírselo. ¿Tú lo sabes?

—Bueno… por internet…

—Déjate de internet. Yo estoy hablando de éstas. Lo de internet ve a decírselo a Tommaseo, que está claro que quiere una. ¿Dónde se podían comprar hace treinta años?

—En Italia seguro que no las fabricaban. Pero piensa que deshinchadas no debían de ocupar mucho sitio. Seguro que te las mandaban desde el extranjero por paquete postal, de modo que no se supiese el contenido, quizá poniendo que era ropa o algo similar. Bastaría con saber dónde había que hacer el pedido.

—O sea, en conclusión, que dos personas de Vigàta, Gregorio Palmisano y un desconocido, encargaron al mismo tiempo, o casi, hace unos treinta años, dos muñecas iguales.

—Eso parece.

—Treinta años después, resulta que el desconocido ve en la televisión la muñeca de Palmisano y hace lo necesario para que la suya quede exactamente igual.

—Sí, Salvo, de acuerdo, pero estamos dando vueltas y llegamos siempre al mismo punto: ¿por qué?

—¿Y por qué se ha deshecho de ella tirándola al contenedor? —añadió el comisario.

Se quedaron en silencio.

—Oye —dijo de pronto Mimì, mirándolo a los ojos—, ¿no estarás obsesionándote?

—¿Con qué?

—Con las muñecas. ¿No estarás empezando una investigación como aquella sobre el caballo que habían matado?

—Pero ¿qué dices? ¡Vaya ocurrencia! Es sólo para pasar el rato.

Sin embargo, era mentira. En aquel asunto había algo que lo inquietaba.

Cuando se disponía a llamar a Gallo para que lo llevase a Marinella, pensó que no podía dejar las muñecas en su despacho. ¡Igual Catarella hacía pasar a alguien mientras él no estaba, y menudo papelón! Podía mandar que las guardaran en el almacén o incluso tirarlas.

No obstante, algo en su interior le decía que podrían serle útiles. Así que decidió meterlas en el maletero y llevárselas a casa.

Las colocó en el trastero, donde Adelina guardaba las escobas y demás utensilios de limpieza. Las miró una vez más la una al lado de la otra, en posición vertical.

No, la del contenedor no era exactamente igual que su gemela. Ahora que estaban de pie, la diferencia se apreciaba mejor. El seno fofo de la segunda muñeca tenía tres arrugas menos. Ésa era la parte más difícil de copiar. No había quedado bien.

¿Sería ése el motivo de que el desconocido la hubiera tirado a la basura? ¿Y significaba eso que intentaría hacerlo mejor? Sin embargo, ¿dónde iba a encontrar una tercera muñeca?

Al coger el paquete de tabaco y el encendedor del bolsillo de la americana, tocó un sobre. Lo sacó. Era el que había encontrado la noche anterior metido por debajo de la puerta y que había olvidado por completo.

La búsqueda del tesoro.

Fue a la cocina, abrió el frigorífico y se le cayó el alma a los pies.

Un trocito de queso caciocavallo, cuatro higos secos, cinco sardinas en aceite y un manojo de apio: un contenido bastante escaso. Menos mal que Adelina había comprado pan.

Abrió el horno y profirió un grito de alegría. ¡Una fuente con cuatro raciones de berenjenas a la parmesana, hechas como mandan los cánones!

Encendió el horno para calentarlas, fue a la galería y puso la mesa. Escogió una botella de vino especial para la ocasión. Esperó a que las berenjenas estuvieran en su punto y las llevó a la mesa en la fuente, sin pasarlas a un plato.

Cuando terminó, una hora y media después, no habría habido ninguna necesidad de lavar la fuente. La había limpiado cuidadosamente con pan; la salsa era una auténtica maravilla.

Se levantó, recogió la mesa, fue a buscar la carta y una cerveza y volvió a sentarse en el banco.

Tres por tres

no son treinta y tres

Montalbano escribió el número 9

y seis por seis

no son sesenta y seis.

Escribió 36.

El resultado que la suma dará

otro número será.

9 más 36 son 45.

Tus años después añadirás

y así el enigma resolverás.

Tenía cincuenta y siete años, así que, añadiendo ese número a los anteriores, el resultado era 9364557. Un número de teléfono, estaba claro. Sin prefijo, por lo que se sobrentendía que era de la provincia de Montelusa.

¿Y ahora qué?

¿Olvidaba esa chorrada o seguía con el juego?

La curiosidad se impuso fácilmente. Total, en esos momentos tenía tiempo para dar y vender. Y hacía años que no podía permitirse perder días enteros.

Fue al comedor y marcó el número.

—¿Diga? —respondió una voz masculina.

—Soy Montalbano.

—Ah, comisario, ¿es usted?

—Perdone, ¿con quién estoy hablando?

—¿No me reconoce? Soy Tano, el camarero del bar Marinella.

—Perdona, Tano, pero ¿cómo…?

—¿Qué hace? ¿Viene?

—¿Para qué?

—Para recoger la carta que dejaron ayer para usted. ¿No lo han avisado?

—No.

—Si quiere se la llevo a casa, pero hacia la una, después de cerrar.

—No, gracias; dentro de una media hora estoy ahí.

Antes de salir, miró cuánto whisky tenía en casa. Media botella. Ya puestos, mejor comprar otra.

Había calculado mal la distancia; tardó cuarenta minutos en ir andando hasta el bar Marinella. Cuando entró, Tano estaba colgando el teléfono.

—Si hubiera llegado un minuto antes, podría haber hablado usted mismo.

—¿Con quién?

—Con quien dejó la carta para usía.

Dudaba mucho que esa persona tuviera ganas de hablar con él.

—¿Ha llamado?

—Ahora mismo.

—¿Qué quería?

—Saber si usted había pasado a recogerla, y yo le he dicho que estaba a punto de llegar.

—¿Qué voz tenía?

—¿Por qué lo pregunta? ¿Es que no lo conoce?

—No.

—A mí me ha parecido una voz de anciano, pero quizá era fingida. Ni siquiera ha saludado; ha preguntado directamente si usted había venido. Aquí tiene la carta.

La sacó de debajo de la barra y se la tendió.

Un sobre igual que el anterior, con el nombre escrito del mismo modo y el mismo encabezado: «La búsqueda del tesoro». Se la metió en el bolsillo, pidió la botella, pagó y salió. Tardó casi una hora en regresar. Caminaba despacio, pues quería disfrutar del paseo.

Una vez en casa, se sentó de nuevo en el banco y abrió el sobre. Dentro había una cuartilla con un poema:

En el juego has entrado al final

y ahora tienes que continuar.

Siguiendo esta tenue claridad

esfuérzate en adivinar.

Veamos, mi buen Montalbano,

¿en qué punto el camino se estrecha,

se convierte en rueda y, desde el llano,

hasta la cima se eleva?

Si lo adivinas, empieza a andar,

recórrelo todo, y al final verás

un sitio que familiar te será

y donde de otra noticia te enterarás.

Aparte de que los versos eran una auténtica birria desde el punto de vista de la métrica, no entendió nada. Mejor dicho, una cosa sí había entendido: que el autor era un capullo presuntuoso. Lo dejaba claro ese «mi buen Montalbano», que parecía dicho por alguien que se creyese como mínimo el Padre Eterno.

En cualquier caso, no podría resolver el acertijo esa misma noche. Necesitaba un mapa topográfico, así que lo mejor era acostarse.

No durmió bien; tuvo sueños extraños en los que muñecas hinchables le planteaban algunos acertijos que no sabía resolver.

Gallo pasó a buscarlo a las ocho y media.

—Hazme un favor. Después de dejarme, ve al ayuntamiento y pide un mapa topográfico de Vigàta. O mejor un callejero. Si no tienen, que te den una copia del nuevo plan regulador. O panorámicas del pueblo, pero tomadas desde arriba.

—¡Ah, dottori, dottori! —exclamó Catarella en cuanto puso el pie en la comisaría—. Hay un señor que lo espera y que quiere hablar con usía personalmente en persona.

—¿Quién es?

—Él dice que su nombre de él es Girolamono Cacazzone.

—¿Estamos seguros de que se llama así?

—¿Quién tiene que estar seguro, dottori? ¿Usía, Cacazzone o yo?

—Tú.

—¡Yo por mi parte estoy segurísimo! ¡Quizá sea él quien no está tan seguro de llamarse Cacazzone como lo estoy yo!

—Está bien, hazlo pasar.

Al cabo de dos minutos se presentó un octogenario con el pelo y el vello completamente blancos, en parte por la edad, claro, pero sobre todo porque era albino. De estatura media, descuidado en el vestir, con los zapatos polvorientos y aire de quien parece siempre fuera de lugar, hasta en el retrete de su casa. Se conservaba bastante bien para su edad, aunque le temblaban un poco las manos.

—Soy Girolamo Cavazzone.

¡Era de esperar!

—¿Quería hablar conmigo?

—Sí.

—Siéntese. Usted dirá.

El hombre miró alrededor con la cara de pasmo de quien acaba de despertar de un sueño plúmbeo y no tiene ni idea de dónde se encuentra.

—¿Y bien…? —lo animó el comisario.

—Ah, sí, sí… Perdone, me he permitido, por así decir, molestarlo para pedirle consejo. Quizá no sea usted la persona más adecuada, pero como no sabía a quién…

—Lo escucho —lo cortó Montalbano.

—Usted, claro, no lo sabe, pero yo soy sobrino de Gregorio y Caterina Palmisano.

—¿Ah, sí? No sabía que tuvieran parientes.

—No nos vemos desde hace veinte años o más. Cuestiones familiares, de herencia… no sé si… Resumiendo, mi madre no heredó nada; todo fue a parar a manos de sus hermanos Gregorio y Caterina, así que…

—Oiga, si no le importa, proceda con orden.

—Perdone… me siento mortificado… Al año de casarse, mis abuelos maternos, Angelo y Matilde Palmisano, tuvieron una hija, Antonia. La abuela Matilde tuvo a Antonia cuando aún no había cumplido diecinueve años. Antonia se casó a los dieciocho con Mario Cavazzone y nací yo. Pero resulta que dieciocho años después de haber tenido a Antonia, la abuela Matilde, que contaba entonces treinta y siete años, se quedó embarazada inesperadamente y dio a luz a Gregorio. Y después llegó también Caterina. No sé si me he explicado bien.

—Perfectamente —dijo Montalbano, que se había perdido a la mitad del discurso, pero no tenía ganas de que le repitiera toda la genealogía.

—Bien, pues siendo el pariente más próximo, querría saber si… puesto que las cosas están así… dado que manifiestamente las cosas… aunque siempre, por supuesto, dentro de la más estricta legalidad…

—Perdone, pero ¿de qué cosas habla?

—No quisiera parecer un aprovechado… la desgracia es siempre desgracia, ni que decir tiene, y hay que respetarla, desde luego… pero, puesto que… siempre legalmente, eso se sobrentiende… —Se detuvo, tomó aire y disparó—: ¿No se les puede considerar muertos?

—¿A quiénes?

—A mis tíos Gregorio y Caterina Palmisano.

—Están locos, no muertos.

—Pero son incapaces de razonar y decidir, y por lo tanto…

—Mire, señor Cacazzone… —dijo Montalbano exasperado, equivocándose de apellido a propósito.

—Cavazzone.

—Hablemos claro. Usted ha venido a preguntarme si hay alguna posibilidad de que herede de sus tíos, aun estando vivos, declarándolos incapaces de razonar y decidir. ¿Es así?

—Bueno, en cierto sentido…

—No, señor Cavazzone; ése es el único sentido posible. Y yo le respondo que no entiendo nada de esos asuntos. Diríjase a un abogado. Buenos días.

Ni siquiera le tendió la mano. Aquel viejo octogenario con un pie en la tumba, que quería hacer su agosto aprovechándose de dos pobres locos infelices, lo había irritado profundamente. El hombre se levantó más desorientado que al llegar.

—Buenos días —dijo.

Y se fue.

—En el ayuntamiento no tienen ningún mapa de Vigàta —dijo Gallo, entrando—. Y tampoco callejero ni fotografías aéreas.

—¿Y qué tienen? ¿Nada?

—Tienen los planos del nuevo plan regulador, seis hojas grandes que abarcan todo el pueblo, pero, como el plan todavía no es definitivo, no permiten visionarlos.

—Querrás decir «verlos».

—No, visionarlos; eso es lo que me han dicho.

—¿Y qué significa en este caso «visionar»?

—Ver.

Otra horrible palabra que había que poner junto a «desguace» y compañía.

—Y el visionado, según el funcionario, debe ser expresamente solicitado, por escrito y en papel timbrado, por una autoridad competente.

—¿Y quién podría ser esa autoridad?

—Usía, por ejemplo.

—Sí, pero ¿competente en qué?

—Quizá competente en ser una autoridad.

—Está bien, ahora te escribo la solicitud y se la llevas.

Dottori, está al tilífono el hijo de la señora Cirribbicciò.

Debía de ser Pasquale, el hijo de Adelina, conocido delincuente y ladrón que entraba y salía sin parar de la cárcel. Le tenía tanto apego al comisario, pese a que éste lo había arrestado varias veces, que quiso que fuera el padrino de su hijo. El hecho había provocado una discusión con Livia, cuya mentalidad norteña no concebía que un comisario de policía fuera padrino del hijo de alguien con antecedentes penales.

—Está bien, pásamelo.

Dottori, soy Pasquale Cirrinciò.

—Dime, Pasquà.

—Quería decirle que he llevado a mi madre al hospital.

—¡Dios mío! ¿Qué le ha pasado?

—Se ha llevado un susto de muerte en su casa, en Marinella.

—¿Por qué?

—Al abrir el trastero para coger una escoba, le han caído encima dos cadáveres de mujer. Por lo menos eso ha creído ella, y le ha dado un síncope.

¡Virgen santa, las muñecas! ¡Se le había olvidado dejarle una nota a Adelina para que estuviera sobre aviso!

—No… no son cadáveres; son…

—Lo sé, dottori. Mi madre ha salido de casa gritando como una loca antes de desmayarse. Al recobrar el conocimiento, me ha llamado. Yo he ido a buscarla corriendo, pero antes de llevarla al hospital he entrado en casa para ver de qué se trataba. ¿Me sigue? Porque si de verdad eran cadáveres, que usía había querido esconder, en fin, yo podía echarle una mano…

—¿Para qué?

—¿Cómo que para qué? Para sacarlo del apuro. Para deshacerme de los cuerpos. Hoy en día, con ácido es fácil.

Pero ¿qué coño se imaginaba ése? ¿Que tenía dos cadáveres en casa esperando la ocasión propicia para desembarazarse de ellos? Más valía cambiar de tema; si no, todavía tendría que darle las gracias por su generoso ofrecimiento de complicidad en ocultamiento de cadáveres.

—¿Y cómo está Adelina ahora?

—Tiene cuarenta de fiebre. Está preocupada por usía. Dice que le diga que no ha podido prepararle nada de comer para esta noche.

—No pasa nada, gracias. Dale un abrazo de mi parte y dile que le deseo que se mejore.

Pasquale no contestó, pero seguía al aparato.

—Pasquà, ¿hay algo más?

—Sí, señor. Dottori, si usía me lo permite, querría decirle una cosa.

—Dime.

—Quería decirle que usía, teniendo en cuenta que es un hombre solo y que su novia no viene a verlo a menudo, pues…

—¿Qué?

—Pues que por eso es lógico que usía necesite de vez en cuando…

—Pero tengo a tu madre para ayudarme.

Dottori, ese tipo de ayuda no puede ofrecérsela mi madre.

—¿A qué te refieres, entonces?

—Bueno, sin ánimo de ofender, si usía quiere una chica guapa, no tiene más que llamarme y yo se la consigo, en vez de desahogarse con una muñeca. Una chica rusa, rumana, moldava, como usía prefiera. Rubia, morena… a su gusto. Sana y limpia, garantizado. Y gratis, tratándose de usía. ¿Me he explicado? ¿Quiere que me ocupe?

Atónito al comprender por fin la propuesta, Montalbano se quedó sin habla. Era incapaz de abrir la boca.

Dottori, ¿me oye?

Colgó. ¡Sólo le faltaba eso! ¿Y ahora quién les quitaba de la cabeza a Adelina y su hijo que se acostaba con esas muñecas hinchables? Se pasó sus buenos cinco minutos sin conseguir hacer nada; sólo era capaz de soltar un juramento tras otro.