3

El mecánico echó un vistazo al motor, los frenos y el circuito eléctrico, y a continuación negó con la cabeza, desolado. Exactamente igual que un médico ante el lecho de un enfermo terminal.

Dottore, me parece que el coche ya está para el desguace.

Ese sustantivo lo puso de mala leche al instante. En cuanto lo oía pronunciar o lo leía, empezaban a hinchársele las pelotas. Y ésa no era la única palabra que le producía semejante efecto; también «interinidad», «contingencia», «baquetear», «pretérito» y decenas más.

Lenguas ya muertas habían inventado palabras maravillosas y nos las habían dejado en herencia para la eternidad. La nuestra, en cambio, cuando muriese, como era inevitable que ocurriese dado que era una colonia de la lengua inglesa, ¿qué dejaría para la posteridad? ¿Desguace? ¿Chanchullo? ¿Dación?

—No pienso llevarlo ni por lo más remoto —replicó, desabrido.

Transcurrió otra jornada de calma chicha, como decía Fazio. Por la noche le pidió a Gallo que lo llevara a Marinella. No tendría el coche hasta pasados tres días.

Después de comerse los salmonetes en salsa y la caponatina preparados por Adelina, se quedó sentado en la galería.

Estaba indeciso. De buena gana se iría al día siguiente a Boccadasse, pero quizá debería haberlo hecho antes, pues estaba pasando demasiado tiempo sin que sucediera nada y, por lo tanto, la probabilidad de que continuara sin suceder nada se había reducido bastante.

Tras fumar dos cigarrillos, le entraron ganas de acostarse y empezar a leer una novela de Simenon, El presidente, que había comprado al salir del taller.

Cerró la galería. Había dejado el libro encima de la mesa, y al ir a buscarlo se dio cuenta de que la luz del recibidor estaba encendida.

Se acercó para apagarla y entonces divisó en el suelo un sobre blanco que, evidentemente, alguien había deslizado por debajo de la puerta. Un sobre de carta normal y corriente.

¿Estaba ya al entrar y no lo había visto? ¿O lo habían dejado mientras él estaba en la galería?

En el sobre habían escrito con letras de molde: PARA SALVO MONTALBANO. Y arriba, a la izquierda: «La búsqueda del tesoro». Lo abrió. Contenía una cuartilla con una especie de poema:

Tres por tres

no son treinta y tres

y seis por seis

no son sesenta y seis.

El resultado que la suma dará

otro número será.

Tus años después añadirás

y así el enigma resolverás.

Pero ¿qué chorrada era ésa? ¿Se trataba de una broma? ¿Y por qué no se la habían mandado por correo?

No tenía ningunas ganas de resolver acertijos ni de ponerse a buscar tesoros a la una de la madrugada.

Metió el sobre en el bolsillo de la americana, que acostumbraba dejar en la entrada, y se fue a la cama llevándose el libro consigo.

Eran casi las nueve de la mañana cuando llegó a la oficina. La noche anterior había apagado tarde la luz, pues no se resignaba a cerrar el libro. Al cabo de unos diez minutos lo llamó Catarella.

—¡Dottori! ¡Ah, dottori! Al teléfono hay una voz femenina de fémina que da voces que no entiendo qué voces da cuando da voces.

—Pero ¿ha preguntado por mí?

—No se entiende, dottori.

No tenía ganas de dejarse atronar por la voz de una fémina que daba voces cuando daba voces.

—Pásasela al dottor Augello.

Al cabo de menos de tres minutos se presentó Mimì, muy serio y bastante agitado.

—Una mujer completamente histérica dice que, al ir a tirar la basura, ha visto un cadáver dentro de un contenedor.

—¿Te ha dicho la calle?

—Via Brancati, dieciocho.

—Está bien. Ve para allá con alguien.

Augello repuso apurado:

—Es que le había dicho a Beba que hoy por la mañana la acompañaría con Salvuccio a…

Otra tocada de cojones. Cuando Mimì y su mujer, Beba, decidieron ponerle a su hijo el nombre del comisario, a éste le había hecho ilusión, desde luego, pero no soportaba que lo llamaran Salvuccio.

—De acuerdo. Iré yo a via Brancati. Pero tú avisa enseguida a los de la Científica, al ministerio público y a Pasquano.

• • •

Gallo no conseguía encontrar la maldita via Brancati. Llevaban media hora dando vueltas, y ninguna de las personas a las que preguntaban parecía haberla oído nombrar en su vida.

—Preguntemos en el ayuntamiento —propuso Fazio.

Pero Gallo quería encontrarla solo, se había encabezonado. Y no había nada peor que Gallo cuando conducía nervioso. Prueba de ello es que tomó una calle en dirección prohibida y a toda velocidad.

—¡Ten cuidado!

—Pero ¡si no viene nadie!

Y en ese preciso instante se encontraron delante de otro coche que acababa de doblar la esquina y apareció de improviso.

Montalbano cerró los ojos. La calle era estrecha, y Gallo viró en el último momento y fue a estrellarse contra el tenderete exterior de una verdulería.

Tomates, naranjas, limones, uva, achicoria, patatas, escarolas, berenjenas, en fin, todo quedó hecho papilla.

El tendero salió furioso y armó camorra. La cosa podría haberles hecho perder varias horas, pero Montalbano mostró su identificación y dijo que mandaran la factura a la comisaría. El hombre aceptó sin rechistar; así podría triplicar el importe de los daños.

Empezaron a dar vueltas de nuevo.

De repente, el comisario recordó el criterio que todos los registros toponímicos, todos sin excepción, tanto de pueblos como de grandes ciudades, emplean para dar nombre a las calles. A las más centrales les asignan nombres de cosas abstractas, como libertad, república o independencia; a las que son un poco menos centrales, de políticos del pasado, como Cavour, Zanardelli o Crispi; a las inmediatamente contiguas, de políticos más recientes, como De Gasperi, Einaudi o Togliatti. A continuación, conforme quedan más distantes del centro, vienen los héroes, los militares, los matemáticos, los científicos, los industriales, y así sucesivamente hasta llegar a algún dentista. Por último, en las calles situadas más en la periferia, las más miserables, las que lindan con el campo abierto, aparecen nombres de artistas, escritores, escultores, poetas, pintores y músicos.

De hecho, via Vitaliano Brancati consistía en cuatro casuchas donde las gallinas vivían en libertad. Y aquello fue, en cierto sentido, una suerte.

Porque alrededor de una mujer de unos cuarenta años, vestida de negro, sentada en una silla y sujetándose un pañuelo mojado sobre la frente, había otra mujer, ésta de unos sesenta, y dos hombres. En otras calles, en cambio, habría habido un gentío que tendrían que haber dispersado a cachiporrazos.

Frente a una de las casuchas había un contenedor solitario. El cadáver sólo podía estar allí.

—¿Alguno de ustedes lo ha abierto, además de la señora?

La sexagenaria y los dos hombres dijeron que no. Fazio abrió el contenedor y Montalbano se puso de puntillas para mirar dentro.

Al fondo estaba el cuerpo.

—¡Hostia! —exclamó el comisario. Se volvió hacia Fazio y añadió—: Sujétalo bien.

La visión lo había impresionado tanto que quería cerciorarse. Fazio agarró con las dos manos el lado del contenedor donde estaba la tapa e hizo de contrapeso. Montalbano tomó impulso, se izó apoyando las manos en el borde opuesto, metió cabeza y tronco con la cintura doblada sobre dicho borde, alargó un brazo, tocó el cuerpo, se echó atrás y apoyó de nuevo los pies en el suelo.

Fazio lo miraba con expresión inquisitiva. La mujer que estaba sentada se había levantado también y había dado un paso adelante junto a los otros. Pero Montalbano permanecía mudo, perplejo, pasmado.

—Es una muñeca hinchable —dijo por fin. Pero ¿cuántas había en Vigàta?

—Mejor —repuso Fazio—. Podemos dejarla ahí.

—No; sacadla.

Fazio le pidió ayuda a Gallo. La dejaron en el suelo y la miraron en silencio.

De repente, los tres, muy serios, se habían quedado sin habla.

Porque la muñeca era exactamente igual que la que Gregorio Palmisano tenía en su cama. Le faltaba parte del pelo y un ojo, tenía un pecho fofo y el cuerpo cubierto de parches grises.

Justo en ese momento llegó el doctor Pasquano y, con él, el furgón para transportar los cadáveres. En cuanto lo vio aparecer, Montalbano pensó que en ese momento preferiría encontrarse en un bosque rodeado de animales feroces. Pasquano, como el capullo que era, empezó a hacer teatro.

Se acuclilló junto a la muñeca y comenzó a examinarla.

—El cadáver no presenta signos de violencia.

—Dutturi, mire que es una muñeca —le advirtió la mujer que la había descubierto y que seguía allí, más confusa que convencida.

—Apártenla —pidió Pasquano—. Tengo que trabajar. Es posible —continuó— que haya fallecido por causas naturales.

—Doctor, ya vale —dijo Montalbano.

Pasquano saltó como un grillo para ponerse en pie, con la cara colorada.

—¿Y no me pregunta la hora de la muerte? —le espetó—. Pero ¿se da cuenta de que ya no es usted capaz de distinguir un cadáver de un muñeco? ¡La próxima vez, antes de molestarme, asegúrese de que el muerto es un verdadero muerto y no un maniquí! ¡Esto es síntoma de chochez total!

Subió al coche maldiciendo y se fue.

Los dos camilleros se acercaron despacio, dubitativos. Miraron la muñeca. Uno de ellos se rascó la cabeza, mientras que el otro preguntó:

—¿Tenemos que llevárnosla?

—No, no; podéis iros vosotros también, gracias. —El comisario se sentía patético.

Por supuesto, nada más marcharse Pasquano, llegó la Científica al completo en una furgoneta y dos coches. De la primera salió el jefe, Vanni Arquà, que al comisario le caía fatal. Y era generosamente correspondido.

—No descarguen, no hace falta —les dijo Montalbano a los de la Científica, que empezaban a sacar cajas, maletas y cámaras de fotos de la furgoneta.

—¿Por qué? —preguntó Arquà.

—Ha sido una equivocación.

Arquà fue a mirar el cadáver y volvió sobre sus pasos hecho un basilisco.

—¿Es una estúpida broma?

—¡Arquà, no es una broma! Ha sido…

—¡Informaré al jefe superior!

—¡Haga lo que le venga en gana!

Ellos también se marcharon.

E inmediatamente después llegó —el último, como de costumbre— el fiscal Tommaseo, que conducía como un perro borracho. Bajó atropelladamente.

—Disculpen, disculpen, he tenido un pequeño accidente que… —Vio la muñeca tendida en el suelo y empezaron a brillarle los ojos—. Pero ¡si es una mujer! —exclamó, precipitándose hacia ella.

Parecía un vampiro con síndrome de abstinencia. En cuanto había mujeres por medio, Tommaseo perdía la razón. Le chiflaban los delitos pasionales, las chicas guapas muertas de forma violenta, cualquier matanza que tuviera algo que ver con el sexo.

—¿Qué significa esto? —preguntó decepcionado al descubrir la triste realidad.

—La señora aquí presente la vio en el contenedor y creyó que era el cuerpo de una mujer. Por desgracia, dottore, no he tenido tiempo de informarle de que se trataba de un error.

—Disculpen —dijo Tommaseo a los demás.

Pero no parecía enfadado como los otros. Agarró a Montalbano de un brazo e hizo con él un aparte.

—Dígame, por pura información, ¿usted sabe dónde venden esas muñecas? —le preguntó en voz baja.

Finalmente, cuando se hubieron marchado todos, cargaron la muñeca en el maletero y volvieron a comisaría sin cruzar palabra.

Montalbano retiró de la mesa la media tonelada de papeles que había encima e indicó que tendieran allí la muñeca.

—Necesito la otra —le dijo a Fazio, que lo miraba en silencio sin hacerse una idea de lo que tenía en mente el comisario.

—¿A qué otra se refiere?

—A la de Palmisano.

Fazio lo miró boquiabierto.

—Ah, pero ¿no es ésta?

—No.

—¡Anda! ¿Seguro que no es la misma?

—Seguro. Si acaso, una gemela.

—¡No me diga! Yo creía que los de Televigàta se la habían llevado para filmarla mejor y que después, al no poder devolverla, la habían tirado al contenedor.

—¿Qué te apuestas a que son dos?

—Pero ¿cuántas muñecas hinchables circulan por Vigàta?

—Yo me he preguntado lo mismo. Anda, ve a buscarla.

Pero Fazio no se movió. Parecía dubitativo.

—¿Y cómo la traigo hasta aquí?

—¿Qué quieres decir?

Dottore, ¿cómo voy a bajar la escalera con la muñeca en brazos? ¿Y si sale algún vecino y me ve?

—¿Qué quieres que te diga? Eres un policía en el ejercicio de sus…

—Pero ¡a mí me da vergüenza!

—¡No me hagas reír!

—Por favor, mande a otro.

—Fazio, dime la verdad: ¿todo esto no será una excusa y lo que ocurre es que te da miedo regresar a aquella casa?

—Bueno, un poco sí.

Montalbano lo comprendía perfectamente.

—Entonces manda a Gallo y Galluzzo. Ah, oye, en la comisaría debe de haber un baúl. Me parece haberlo visto en el garaje. Que se lo lleven y metan dentro la muñeca.

Había sido un error pedir que pusieran la muñeca sobre la mesa, porque ahora no podía escribir. Además, para responder a las llamadas tendría que apoyarse en su barriga y le daba un poco de asco; entre otras cosas, la habían sacado de un contenedor de basura. Lo mejor era dejarla en el suelo.

La cogió por las axilas, la levantó, y entonces apareció Mimì Augello.

—Perdón, veo que estás ocupado; volveré más tarde. Pero, cuando quieras hacer ciertas cosas, te aconsejo que cierres la puerta con llave.

—Venga, Mimì, no seas idiota y pasa.

—¿Por qué te interesa la muñeca de Palmisano?

—¡Y dale! ¡Que no es la muñeca de Palmisano!

Montalbano le contó todo el episodio al subcomisario.

—He mandado a buscar la otra —dijo para acabar.

—¿Por qué?

—Para compararlas. Quiero ver si son exactamente iguales.

—¿Y qué más te da que lo sean o no?

—Mimì, si no lo ves tú solo, no puedo hacer nada. Después te lo explico.

Gallo y Galluzzo le llevaron la muñeca de Palmisano, y él ordenó que la pusieran en el suelo, al lado de la otra.

—¡Virgen santa, son clavadas! —exclamó Gallo, mirándolas asombrado.

—¿Cómo es posible? —se preguntó Galluzzo.

Montalbano se había formado una idea, pero, como era la hora de ir a comer, no contestó. Quería volver a colocar los papeles encima de la mesa, pero eran tantos que se desanimó enseguida. Así que salió y le dijo a Catarella que ordenara el despacho y le consiguiera una lupa para cuando regresara.

Comió con tal desgana que Enzo lo regañó.

—Hoy no me ha hecho los honores, dottore.

No había ninguna necesidad de dar el paseo por el muelle, de modo que regresó enseguida a la comisaría. Al entrar en su despacho, por poco le da un síncope.

Catarella había puesto las dos muñecas sentadas en los dos sillones, y parecía que estuvieran charlando tranquilamente.

Soltando tacos, las tendió en el suelo dejando un metro de distancia entre una y otra. Sobre la mesa, ahora cubierta de papeles, estaba la lupa. La cogió, se arrodilló entre los cuerpos y se puso a examinar la órbita vacía de la muñeca de Gregorio. Luego observó la órbita de la otra. A continuación, arrancó un parche circular que estaba un poco por encima del ombligo de esta última y repitió la operación con la otra.

Al cabo de un rato oyó la voz de Mimì desde la puerta:

—¿Ha averiguado algo, Holmes?

—Sí.

—¿Qué?

—Elemental, querido Watson. He averiguado que es usted un capullo —dijo el comisario mientras iba a sentarse detrás de la mesa.

—En serio, ¿qué estabas mirando con la lupa? —preguntó Mimì.

—Comprobaba si podía haber una respuesta plausible a un problema que me había planteado.

—¿Y cuál es ese problema?

—Te respondo con una pregunta. En tu opinión, dos cosas fabricadas a la vez, pero que, ojo, han estado a bastante distancia una de otra y han sido usadas de forma diferente a lo largo del tiempo, pongamos por caso, no sé, dos bicicletas, ¿pueden envejecer, perder piezas, deteriorarse exactamente igual y en los mismos sitios?

—No comprendo.

—Voy a ponerte un ejemplo. Supón que dos mujeres van al mercado y compran dos cazuelas iguales. Treinta años después, nosotros encontramos una. Está rota, le falta el asa izquierda, tiene una abolladura en la base y dos agujeros en el fondo, uno de tres milímetros y otro de dos y medio, a cuatro centímetros de distancia uno de otro. ¿Está claro?

—Está claro.

—Luego, tirada dentro de un contenedor, encontramos otra de idénticas características, sin el asa izquierda, con la abolladura, los dos agujeros, etcétera. ¿Te parece posible que, aun habiendo sido utilizadas por dos mujeres distintas y probablemente con frecuencias diversas, ambas cazuelas se hayan deteriorado del mismo modo?

—No; es imposible.

—En cambio, parece que estas muñecas lo han conseguido. Ésa es la cuestión. Míralas bien.

—Lo he hecho y no logro entenderlo.

—¿Sabes cuál es la única manera posible?

—Dímelo tú.

—En la primera muñeca, la de Palmisano, el envejecimiento, la pérdida de algunas partes, los agujeros, todo eso se ha producido, digámoslos así, por causas naturales, debido al desgaste del tiempo y el uso. En la del contenedor, en cambio, los daños han sido provocados de forma artificial.

—¿Estás de broma?

—En absoluto. Alguien que poseía una muñeca igual que la de Palmisano, pero bastante mejor conservada, ha visto las imágenes ofrecidas por Televigàta, las ha grabado y las ha utilizado como guía para reproducir los mismos daños en su muñeca.

—¿Y cómo lo sabes?

—Se ve con toda claridad que el ojo de la del contenedor ha sido extirpado practicando un corte limpio, circular, con una cuchilla, mientras que en la de Palmisano la goma de alrededor del ojo faltante se ha deshecho sola y ha provocado la caída del globo. Y no sólo eso: los agujeros de la muñeca del contenedor se han hecho con un punzón, porque si los miras con la lupa ves que son todos iguales. Los agujeros de la otra, por el contrario, son distintos entre sí, unos más grandes, otros algo más pequeños…

—Pero ¿a santo de qué iba alguien a perder el tiempo haciendo una cosa semejante, carente de todo sentido?

—Quizá sí tenga sentido. Es más, seguro que lo tiene, pero nosotros no logramos encontrarlo.