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Decidió no irse a dormir. Seguramente dos o tres horas de sueño no lo beneficiarían, sino todo lo contrario: lo dejarían más aturdido.

«El episodio que he vivido esta noche ha sido igual que una pesadilla —pensó mientras iba a la cocina a preparar otra cafetera de cuatro tazas—. Las pesadillas afloran a la superficie de golpe en cuanto despiertas, y luego la memoria las prolonga, aunque cada vez más borrosas, a lo largo del día, hasta que tras otra noche de sueño desaparecen; entonces cuesta recordarlas, sus contornos y detalles se difuminan poco a poco, se convierten en una especie de mosaico deteriorado por el tiempo, con manchas de pared grisácea en el lugar de los azulejos caídos. Así que veinticuatro horas más de paciencia y olvidarás lo que has visto y te ha sucedido en casa de los Palmisano».

Porque lo cierto es que no conseguía quitarse de la cabeza la fuerte impresión que le había causado aquel piso.

El bosque de crucifijos, la muñeca hinchable que había envejecido con su propietario, el cuarto de los pianos con las telarañas, el ratón concertista, la luz trémula de las lámparas de petróleo… y Gregorio desnudo, más seco que un esqueleto, y Caterina con un solo diente… Como película de terror no estaba mal.

El problema es que no se trataba de una historia de ficción, sino verdadera, de una realidad, aunque a esa realidad tan absurda le faltara muy poco para ser ficción.

De todos modos, el verdadero problema, que él había intentado soslayar hablando de pesadillas, verdad y ficción, consistía en algo que no quería afrontar, es decir: la diferencia de comportamiento entre sus hombres y él.

Y que tampoco ahora afrontó, aprovechando que el café ya estaba hecho.

Se lo llevó a la galería, se sentó y tomó la primera taza de la segunda cafetera.

Contempló largamente el cielo, el mar, la playa. El día que estaba naciendo quería ser saboreado poco a poco, como una confitura demasiado dulce.

—Buenos días, comisario —lo saludó el habitual y solitario pescador matutino, que estaba trajinando en su barca.

Él respondió levantando un brazo.

—¡Buena pesca! —le deseó.

«¿Puedo hablar? —inquirió Montalbano segundo, apareciendo de improviso, y atacó sin esperar respuesta—: El problema que estás tratando de evitar puede reducirse a dos preguntas. La primera: ¿por qué Gallo y Galluzzo no estaban nada asustados por el bosque de crucifijos e incluso los apartaban con cierta indiferencia? La segunda: ¿por qué Mimì Augello, al ver la muñeca hinchable, no pareció impresionado e incluso sonrió pensando que Gregorio era un viejo gorrino?».

«Bueno, cada uno está hecho de una manera y se comporta en consecuencia», dijo Montalbano primero, desarmado.

«Eso es una perogrullada. El problema es que hubo un tiempo en que nuestro comisario habría reaccionado como Gallo y Galluzzo ante los crucifijos y como Mimì ante la muñeca. Un tiempo pasado».

«¿Vamos al grano?», sugirió, comprendiendo adonde quería ir a parar el otro.

«Ya concluyo. A mi entender, de entonces a ahora, el señor comisario ha cambiado por culpa de la edad, pero le cuesta bastante admitirlo, mejor dicho, más que costarle, se niega a aceptarlo. Por así decirlo, está como si le hubieran hecho un trasplante de ojos».

«Pero ¿qué bobada es ésa?».

«Ya sé que todavía no hemos llegado al trasplante de ojos. Pero a él la edad le ha hecho esa operación. Ahora tiene unos ojos diferentes, implantados en una cabeza que envejece».

«¿Diferentes en qué sentido?».

«Bastante más sensibles. No sólo ven las cosas, sino que también perciben el halo que las rodea, una especie de ligero vapor acuoso que desprenden y que…».

«Y, según tú, ¿qué halo había alrededor de la muñeca hinchable?», preguntó desafiante Montalbano primero.

«El halo de la desesperación, de la soledad. La soledad de un hombre que pasa la noche abrazado a una muñeca inerte con la ilusión de que es una criatura viva, e incluso la llama “amor mío”».

«Vamos, acaba».

«En conclusión: al comisario empieza a fallarle la frialdad, el distanciamiento ante los hechos. Se deja involucrar, turbar. También antes se dejaba atrapar, pero ahora, con la edad, se ha vuelto demasiado… ¿cómo decirlo…? demasiado vulnerable».

—¡Ya está bien! —exclamó Montalbano, levantándose de golpe—. Estoy hasta las pelotas de vosotros dos.

Contrariamente a lo que había decidido, se acostó para dormir un par de horas, y cuando sonó el despertador se levantó, tal como había previsto, totalmente aturdido.

Ducha, afeitado y muda limpia no mejoraron mucho las cosas, aunque al menos consiguieron ponerlo en condiciones de presentarse en la comisaría.

Cuando lo vio entrar, Catarella se puso en pie de un salto y empezó a aplaudir.

—¡Bravo, dottori! ¡Bravo!

—¿Qué te pasa? ¿Acaso estamos en el teatro?

—¡Ah, dottori, dottori! ¡Qué valiente, madre mía! ¡Qué ágil! ¡Qué rápido! ¡Un equilibrista de circo, eso paricia!

—¿Quién?

—¡Usía, dottori! ¡Era mejor que en el cine! ¡Esta mañana lo hemos visto en la tilivisión!

—¡¿A mí?!

—¡Sí, siñor dottori, a usía! Cuando subía por la escalera de los bomberos, revólver en mano, ¿sabe de quién era la viva estampa?

—No.

—Era clavado a Brus Uillis. ¿Conoce a ese actor amiricano que siempre se encuentra en medio de tiroteos, edificios que estallan y barcos que se hunden…?

—Bueno, bueno, cálmate y mándame a Fazio.

¡Joder, lo que le faltaba! ¡Ahora, la media ciudad que no lo había visto por la noche en vivo y en directo podía descojonarse a sus espaldas viéndolo en la televisión! ¡Bruce Willis, nada menos! Pero ¡si lo que parecía era una película de los hermanos Marx!

—Buenos días, dottore.

—¿Cómo acabó la cosa con los Palmisano?

—¿Cómo quiere que acabara? El fiscal Tallarita les ha imputado un montón de cargos: resistencia a la autoridad, intento de homicidio múltiple, tentativa de masacre…

—¿Adónde los han llevado?

—A una clínica para enfermos mentales, sometidos a vigilancia policial.

—Me parece excesivo. Si no tienen armas, ¿qué quieres que…?

Dottore, ¿sabe qué le ha hecho Caterina a un enfermero?

—¿Qué le ha hecho?

—¡Le ha partido una silla en la cabeza!

—¿Por qué?

—Porque se veía claramente que era árabe y, por tanto, según ella, un enemigo de Dios.

—Oye, manda a alguien a buscar una pistola que debe de estar escondida en casa de los Palmisano.

—Ahora mismo me ocupo de eso. Mandaré a Galluzzo y otros dos.

Alrededor de media hora más tarde, Fazio llamó y entró.

Dottore, disculpe, pero ayer, cuando salió de casa de los Palmisano, ¿cerró la puerta? Yo había dejado las llaves puestas después de abrirle al dottor Augello.

Montalbano se quedó pensando.

—¿Puedes creer que no sé decirte si la cerré o no? ¿Por qué lo preguntas?

—Porque acaba de telefonearme Galluzzo y me ha dicho que se ha encontrado la puerta del piso abierta de par en par.

—¿Falta algo?

—Según Galluzzo, no parece que falte nada; todo está lleno hasta los topes tal como lo recuerda de anoche. Pero ¿cómo estar seguros con semejante maremágnum?

«Lo felicito, querido comisario, por el supremo valor, por el gran desprecio del peligro que demostró cuando se quedó solo en la famosa casa de los horrores. La larga lucha sostenida contra el ratón músico lo dejó tan extenuado que salió por piernas y encima olvidó cerrar la puerta. Pero, en fin, eso es lo de menos. Lo felicito de nuevo».

—Fazio, ¿puedo hacerte una pregunta?

—Usted dirá, dottore.

—¿A ti no te impresionó esa casa?

—¡Dottore, no me la recuerde! ¡Cuando vi aquel cuarto lleno de crucifijos, con todos los respetos, por poco me cago encima!

Habría abrazado a Fazio. Todos estaban impresionados y asustados, pero lo disimularon, así que sus razonamientos matutinos no tenían ningún fundamento.

A la una fue a comer a la trattoria de Enzo. Tenía mucha hambre atrasada, pues la noche anterior, con todo el follón, no había tenido tiempo de cenar. Se sentó a la mesa de costumbre.

La televisión estaba encendida y sintonizada en Televigàta. El volumen estaba tan bajo que casi no se oía, pero las imágenes eran del piso de los Palmisano.

Uno de esos periodistas capullos debía de haber aprovechado que él había dejado la puerta abierta para entrar y filmar la vivienda de los dos viejos locos. Había utilizado un foco con batería, y la luz, al iluminar al sesgo crucifijos y pianos, hacía que éstos emergieran de la oscuridad circundante con un aspecto siniestro, amenazador, peligroso, tal como le habían parecido a él la noche anterior.

—Buenas tardes, dottore. ¿Qué le sirvo?

—Vuelve dentro de cinco minutos.

El cámara había entrado en el dormitorio de Gregorio. Y se había entretenido con la muñeca hinchable por lo menos cinco minutos, mostrándola primero entera y luego en detalle: el pelo caído, el ojo faltante, el pecho fofo y, por último, uno a uno, todos los parches que Gregorio le había puesto para que no se desinflara y que parecían pequeñas heridas cubiertas con esparadrapo.

—Entonces, ¿qué le traigo?

¿Cómo es que se le había pasado el apetito de golpe?

Comió tan poco que no tuvo necesidad de dar el habitual paseo meditativo. Volvió al despacho y se puso a firmar papeles. Hacía un mes largo que no sucedía nada relevante. Es cierto que el episodio de los Palmisano había sido llamativo, en algunos momentos tragicómico, pero sin consecuencias: no había habido ni muertos ni heridos. De hecho, a lo largo de ese mes había pensado varias veces tomarse unos días libres para ir a Boccadasse, a casa de Livia. Pero siempre acababa descartando la idea, por miedo a que un imprevisto lo obligara a interrumpir las vacaciones. Si se diera el caso, ¡no quería ni pensar cómo se pondría Livia!

—Galluzzo ha encontrado por fin la pistola —dijo Fazio entrando en el despacho.

—¿Dónde estaba?

—En la habitación de Caterina. Dentro de una estatuilla hueca de la Virgen.

—¿Alguna novedad más?

—Calma chicha. ¿Sabe que Catarella tiene una teoría al respecto?

—¿Al respecto de qué?

—De que, por ejemplo, haya menos robos.

—¿Y cómo se lo explica?

—Dice que los ladrones, los nuestros, los que roban en las casas de la pobre gente o los bolsos de las mujeres, están avergonzados.

—¿De qué?

—De sus colegas más importantes. De los industriales que llevan a la quiebra a la empresa después de haber hecho que desaparezca el dinero de los ahorradores, de los bancos que encuentran la manera de joder a los clientes, de las grandes empresas que roban el dinero público. Mientras que ellos, los pobrecillos, tienen que conformarse con diez euros, un televisor roto, un ordenador que no funciona… Se sienten avergonzados y se les pasan las ganas.

• • •

Como era de esperar, a medianoche Televigàta ofreció un programa especial relatando todo el caso de los Palmisano.

Por supuesto, mostraron las imágenes de Montalbano subiendo la escalera mientras Gregorio le disparaba desde la terraza, y la verdad es que, viendo la cosa desde fuera, había que darle la razón a Catarella: parecía que nadie podía pararlo. No había más que ver con cuánta determinación saltaba por encima de la barandilla empuñando el revólver, con qué tono de voz ordenaba apagar el foco.

En resumen, era algo digno de la serie Capitanes intrépidos.

No se traslucía en absoluto el miedo, los temblores, el vértigo que lo había invadido en mitad del ascenso. Por suerte, no había aparato en el mundo, ni siquiera los rayos X, ni siquiera el TAC, capaz de mostrar una pena secreta, un miedo bien disimulado. Pero cuando llegaron los planos de la muñeca hinchable, el comisario apagó el televisor.

No podía evitarlo; le causaba más impresión que si fuera una chica de carne y hueso.

Antes de irse a la cama, telefoneó a Livia.

—Te he visto —dijo ella de inmediato.

—¿Dónde?

—En la televisión, en la cadena nacional.

¡Cabrones de mierda!, ¡los de Televigàta habían vendido la filmación!

—He pasado mucho miedo por ti —continuó Livia.

—¿Cuándo?

—Al ver que tenías ese momento de vértigo subiendo la escalera.

—Es verdad. Pero nadie se ha dado cuenta.

—Yo sí. ¿No podías haber mandado a Augello, que es bastante más joven que tú? ¡A tu edad ya no puedes hacer esas cosas!

Montalbano empezó a preocuparse. ¿También ella se ponía a darle la lata con el asunto de la edad?

—¡Hablas como si fuera Matusalén, hostia!

—¡No digas palabrotas, que no lo soporto! ¿Quién ha nombrado a Matusalén? ¿Ves como te has vuelto un neurótico?

Con un comienzo así, la conversación sólo podía acabar mal.

—¡Ah, dottori, dottori! ¡El siñor jefe supirior está llamándolo desde las ocho de la mañana! ¡Virgen santa, lo enfadado que está! ¡Dice que quiere que lo llame urgentísimamente!

—Está bien, pásamelo —dijo, y se dirigió a su despacho.

Tenía la conciencia tranquila. En los últimos tiempos, dado que no había sucedido nada, no había tenido la posibilidad de hacer nada que a los ojos del señor jefe superior pudiera parecer un error o incumplimiento.

—¿Montalbano?

—Dígame, señor jefe superior.

—¿Puede explicarme por qué ha permitido que unos cámaras de televisión actúen a sus malditas anchas en casa de esos dos viejos locos?

—Pero si yo no…

—Sepa que no paro de recibir llamadas de protesta, del obispado, de la Unión de Padres de Familia Católicos, del Círculo Fufú…

—Perdone, pero no he entendido el nombre del Círculo.

—Fufú. ¿O le gusta más efe efe? Son las iniciales del Círculo Fe y Familia.

—Pero ¿por qué protestan?

—¡Por las imágenes de una obscena muñeca hinchable!

—Comprendo. Pero yo no he permitido nada.

—¿Ah, no? Entonces, ¿cómo han entrado?

—Probablemente por la puerta.

—¿Rompiendo los precintos?

No habían puesto precintos. Pero ¿deberían haberlos puesto? En cualquier caso, con precintos o sin ellos, al menos tendría que haber cerrado la puerta.

La única salida era empezar a hablar en lenguaje burocrático-legal, ese con el que, después de dos frases, ya no se entiende ni papa.

—Señor jefe superior, permita que se lo explique. En la situación en cuestión no identificamos los extremos que hubieran requerido recurrir a la colocación de los susodichos precintos, dado que en la vivienda objeto del registro, que había sido escenario de comportamientos como mínimo violentos, no se evidenciaban daños físicos a personas, razón por la cual…

—Está bien, está bien, pero, de todos modos, al entrar sin autorización han cometido una grave infracción.

—Gravísima. Y podría haber algo más —dijo el comisario, decidido a echar leña al fuego.

—¿Qué más?

—¿Quién nos dice que el cámara y el periodista no se han llevado alguno de los objetos almacenados en el lugar de los hechos? Más que una vivienda urbana, lo que se entiende por un piso de amplia cabida, parece tratarse en realidad de una especie de negocio de anticuario, que contiene, sin inventariar, acá cruces de oro artísticamente cinceladas, allá biblias preciosamente historiadas, acullá rosarios de madreperla, plata y oro, además de…

—Está bien, está bien, tomaré medidas —lo interrumpió el jefe superior, molesto por el tono de Montalbano.

Iban a enterarse los de Televigàta; se les venía encima una buena.

En el telediario que emitían a la hora de comer, el locutor principal de Televigàta, Pippo Ragonese, el de la cara de culo de gallina, dijo cabreado que la emisora, «conocida por su total independencia de juicio», había «sido objeto, por parte de diversas instancias, de fuertes presiones» para que no volviera a emitir la filmación de la casa de los Palmisano, en especial el fragmento en que aparecía la muñeca. Insinuó que el periodista y el cámara que habían entrado en el piso corrían el riesgo de ser acusados de «efracción y hurto de objetos artísticos».

Ante semejante intimidación, Ragonese proclamó solemnemente que a partir de aquel momento y durante toda la tarde, hasta el telediario de las ocho, Televigàta no transmitiría otra cosa que las imágenes de la muñeca.

Y así lo hicieron, en efecto. Pero hasta las seis, porque a esa hora se presentó una pareja de carabineros y secuestró la cinta por orden del prefecto.

Ni que decir tiene que, a la mañana siguiente, todos los periódicos y cadenas de televisión nacionales hablaron del asunto. Algunos eran contrarios al secuestro, entre ellos uno de los dos diarios más importantes, el que se imprimía en Roma, que sacó el siguiente titular: «No hay límites para el ridículo».

Otros, en cambio, estaban a favor, como el otro diario, el que se imprimía en Milán, que tituló: «La muerte del buen gusto».

Y no hubo cómico italiano que aquella misma noche no saliera en televisión abrazado a una muñeca hinchable.

Esa noche Montalbano tuvo un sueño en el que, como era obvio y previsible, si no salía una verdadera muñeca hinchable, había algo que se le parecía mucho.

Estaba haciendo el amor con una atractiva rubia que trabajaba como vendedora en una fábrica de maniquíes, en esos momentos desierta, pues había pasado la hora de cierre. Estaban tumbados en un sofá de la oficina de ventas, rodeados por una decena de maniquíes de ambos sexos que los miraban fijamente con una sonrisa amable.

—No pares, no pares —le decía la chica con los ojos clavados en un gran reloj colgado en la pared, porque los dos sabían cuál era el problema: ella había recibido un permiso gracias al cual se había convertido en mujer, pero si no lograban rematar la faena en los siguientes cinco minutos, volvería a ser para siempre un maniquí—. No pares, no pares…

Al final lo conseguían cuando faltaban sólo tres segundos para que finalizara el tiempo establecido, y los maniquíes se ponían a aplaudir.

Montalbano se despertó y fue corriendo a ducharse. Pero ¿cómo es que a los cincuenta y siete años tenía un sueño de veinteañero? ¿Sería que la vejez no estaba tan cerca como parecía? El sueño lo consoló.

Camino de la oficina, el motor del coche hizo un ruido extraño y se paró de golpe, lo que provocó una gran cadena de frenazos, bocinazos, blasfemias e insultos. Al cabo de un momento se puso de nuevo en marcha, pero el comisario decidió que había llegado el momento de llevar el coche al mecánico: había un buen puñado de cosas que, o bien habían dejado de funcionar, o bien funcionaban a su aire.