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Que Gregorio Palmisano y su hermana Caterina eran gente de iglesia desde su temprana juventud era del dominio público. No se perdían un oficio matutino o vespertino, una santa misa, una víspera, y a veces incluso iban a la iglesia sin motivo alguno, sólo porque les apetecía. El ligero perfume de incienso que flotaba en el aire después de misa y el olor a cera de las velas les parecían más deliciosos que el aroma del ragú a alguien que lleva diez días sin comer.

Arrodillados siempre en el primer banco, no agachaban la cabeza al rezar; la mantenían erguida, con los ojos bien abiertos, aunque no miraban el gran crucifijo del altar mayor ni la Virgen doliente a sus pies. No, ellos no apartaban la vista ni un instante del cura, atentos a lo que hacía, a cómo se movía, cómo pasaba las páginas del Evangelio, cómo bendecía, cómo gesticulaba al decir «Dominus vobiscum» para después acabar con «Ite, missa est».

La pura verdad es que habrían querido ser curas, ponerse sobrepellices, estolas, paramentos, abrir la puertecita del tabernáculo, tener en las manos el cáliz de plata, dar la comunión a los fieles… Los dos. También Caterina, a quien su madre Matilde se había apresurado a corregir cuando le dijo lo que quería ser de mayor:

—Querrás decir monja.

—No, mamá: cura.

—¡Anda! ¿Y por qué quieres ser cura y no monja? —preguntó riendo doña Matilde.

—Porque los curas dicen misa y las monjas no.

Sin embargo, se vieron obligados a ayudar a su padre, que era mayorista de comestibles y tenía tres grandes almacenes, uno al lado de otro, donde amontonaba la mercancía.

A la muerte de sus padres, Gregorio y Caterina cambiaron los paquetes de pasta, las latas de tomate y el pescado en salazón por las antigüedades. Gregorio se encargaba de conseguir el material recorriendo las iglesias más viejas de los pueblos de alrededor y las mansiones medio derruidas de algunos nobles, en otros tiempos ricos y convertidos ahora en muertos de hambre. Uno de los tres almacenes estaba lleno hasta los topes de crucifijos de toda clase, desde los que se cuelgan del cuello con una cadenita hasta los de tamaño natural. Incluso había tres o cuatro cruces desnudas, enormes y pesadísimas, destinadas a ser llevadas al hombro por un penitente azotado por los malvados centuriones romanos en las procesiones de Semana Santa.

Cuando él cumplió setenta años y ella sesenta, vendieron los tres almacenes, pero de noche se llevaron cierta cantidad de material a su casa, en la última planta de un edificio contiguo al ayuntamiento. Era un piso de seis habitaciones espaciosas, con una terraza a la que ninguno de los dos salía nunca, un piso demasiado grande para dos hermanos que no habían querido casarse y ni siquiera tenían familia conocida.

Su obsesión religiosa aumentó al no tener ya nada que hacer. Sólo salían para ir a la iglesia, muy juntitos, a paso rápido y con la cabeza gacha, sin responder a los saludos, y luego volvían a encerrarse en casa, con las persianas siempre bajadas, como si guardaran luto eterno.

La compra se la hacía la mujer que antes limpiaba los almacenes, pero nunca le permitían entrar en casa. Por la mañana, encontraba en la puerta la lista de cosas que quería Caterina sujeta con una chincheta, y debajo del felpudo el dinero necesario. Al regresar, dejaba en el suelo las bolsas, llamaba y decía antes de marcharse:

—¡La compra!

No tenían televisor, y cuando todavía se dedicaban a la venta de antigüedades, nadie los había visto nunca leer un libro o un periódico; sólo el breviario, como los curas.

Pasados unos diez años, algo cambió. Los Palmisano no volvieron a salir de casa, no volvieron a ir a la iglesia, no volvieron a asomarse a los balcones, ni siquiera cuando pasaba la procesión del patrón del pueblo. El único contacto que mantenían con el mundo exterior, mediante voces y notas, era con la mujer que les hacía la compra.

Una mañana, los vigateses vieron que entre el primer balcón de los Palmisano y el segundo había aparecido una gran pancarta blanca donde se leía, escrito en letras de molde: ¡PECADORES, ARREPENTÍOS!

Una semana después, entre el segundo balcón y el tercero apareció otra: ¡¡PECADORES, OS CASTIGAREMOS!!

A la semana siguiente apareció una tercera, que cubría toda la barandilla de la terraza y era la más grande: ¡¡¡OS HAREMOS PAGAR VUESTROS PECADOS CON LA VIDA!!!

La aparición de esta tercera pancarta inquietó a Montalbano.

—Pero hombre, ¡no me hagas reír! —le dijo Mimì Augello—. ¡Si son dos pobres viejos chochos, obsesionados con la religión!

—Ya, pero…

—¿Qué es lo que no te convence?

—Los signos de exclamación. Han pasado de uno a tres.

—¿Y qué?

—Indican que querían dar unos plazos a los pecadores. Y éste es el último aviso.

—Pero ¿quiénes se supone que son esos pecadores?

—Todos lo somos, Mimì, ¿lo has olvidado? ¿Sabes si Gregorio Palmisano tiene permiso de armas?

—Voy a comprobarlo.

El subcomisario volvió casi enseguida, con cara de cierta preocupación.

—Sí tiene. Lo pidió cuando llevaba el negocio de antigüedades, y se lo concedieron. Un revólver. Pero declaró también dos escopetas de caza y una pistola que habían pertenecido a su padre.

—Mira, mañana le dices a Fazio que se entere de a qué iglesia iban, y vas a hablar con el párroco.

—Pero ¡tendrá que guardar el secreto de confesión!

—Tú no tienes que preguntarle ningún secreto; sólo hasta qué punto puede haber llegado, según él, la locura de los Palmisano, y si la considera peligrosa o no. Mientras tanto, yo telefonearé al alcalde.

—¿Para qué?

—Quiero que mande a un municipal a casa de los Palmisano para que retire esas pancartas.

El guardia municipal Landolina se presentó en casa de los Palmisano a las siete de la tarde. Como después del telediario había un partido del Palermo, quería resolver el asunto cuanto antes, irse a su casa, cenar y sentarse en su sillón.

Llamó, pero nadie fue a abrirle. Además de ser un hombre testarudo y escrupuloso, Landolina no quería perder tiempo, así que no sólo continuó llamando fuertemente con los nudillos, sino que también empezó a dar patadas a la puerta, hasta que una vieja voz masculina preguntó:

—¿Quién es?

—¡Policía municipal! ¡Abra!

—No.

—¡Abra inmediatamente!

—¡Vete, guardia, será mejor para ti!

—¡No me amenace y abra ahora mismo!

Gregorio no lo amenazó más; se limitó a dispararle con el revólver a través de la puerta.

La bala rozó la cabeza de Landolina, que huyó escaleras abajo.

Al llegar abajo y salir a la calle principal, el guardia vio a la gente corriendo en desbandada entre gritos, quejas, reniegos y súplicas. Gregorio y Caterina, desde dos balcones distintos, se habían puesto a disparar contra los transeúntes con sendas escopetas.

Así empezó el asedio de las fuerzas del orden —es decir, Montalbano, Augello, Fazio, Gallo y Galluzzo— al fortín de los Palmisano. La muchedumbre de curiosos era nutrida, pero los guardias municipales la mantenían a distancia. Al cabo de una hora llegaron también los periodistas y las televisiones locales.

A las diez de la noche, en vista de que ni siquiera el párroco, provisto de un megáfono, había conseguido convencer a sus antiguos parroquianos de que se rindieran, Montalbano decidió que era hora de proceder al asalto del fortín. Mandó a Fazio a averiguar cómo se podía llegar a la terraza, si desde el tejado o desde algún piso vecino. Fazio volvió al cabo de una hora de concienzudas indagaciones diciendo que no había manera, que desde ningún piso se podía acceder al tejado ni acercarse a la terraza.

Entonces el comisario telefoneó a Catarella.

—Llama inmediatamente a los bomberos de Montelusa y…

—¿Hay un incendio, dottori?

—¡Déjame acabar! Y diles que vengan aquí ahora mismo con una escalera que llegue al quinto piso de un edificio.

—¿Hay un incendio en el quinto?

—¡No hay ningún incendio!

—¿Y entonces para qué quiere a los bomberos? —preguntó Catarella con lógica implacable.

Montalbano soltó un juramento, cortó la comunicación, marcó el número de los bomberos, se identificó y explicó lo que quería. El telefonista preguntó:

—¿Ahora mismo?

—¡Sí, claro!

—El caso es que los dos vehículos con escalera se encuentran ocupados. Podrán estar en Vigàta más o menos dentro de una hora. Con el vehículo de iluminación no hay problema: se lo mando enseguida.

El «enseguida» significó otra hora perdida.

Los Palmisano disparaban de vez en cuando, ahora con las escopetas, ahora con el revólver, para mantenerse en forma. El vehículo de iluminación llegó, tomó posiciones e iluminó. Toda la fachada del edificio quedó inundada de una intensa luz azulada.

—¡Gracias, dottor Montalbano! —exclamaron los cámaras de televisión.

Parecía que fueran a rodar una película.

La escalera, en cambio, llegó pasada la una de la madrugada. La extendieron hasta que tocó la barandilla cubierta por la pancarta.

—Voy a subir —anunció el comisario—. Tú, Fazio, sígueme. Mimì, tú colócate con Gallo y Galluzzo delante de la puerta, y mientras yo los tengo entretenidos por el lado de la terraza, intentad derribarla y entrar.

En cuanto puso un pie en el primer travesaño, Gregorio apareció súbitamente detrás de la pancarta y le disparó con la escopeta. Y al instante desapareció. Montalbano se refugió rápidamente en un portal y le dijo a Fazio:

—Más vale que suba yo solo. Tú quédate en la calle y abre fuego para cubrirme.

Fazio efectuó su primer disparo, que agujereó la pancarta, y el comisario subió el primer peldaño. Se agarraba a la escalera sólo con la mano izquierda, pues con la derecha sujetaba el revólver, y fue avanzando con cautela.

Había llegado casi a la cuarta planta cuando de repente volvió a aparecer Gregorio, pese a que Fazio no paraba de disparar, y soltó un pistoletazo que estuvo a punto de alcanzar al comisario.

Instintivamente, Montalbano metió la cabeza entre los hombros, y al hacer ese movimiento miró hacia abajo, hacia la calle. Al punto lo empapó un sudor helado y sintió un mareo que lo hizo tambalearse. Una arcada le subió a la garganta. Comprendió que se trataba de un ataque de vértigo. Nunca lo había padecido y ahora, sin duda a causa de la edad, lo asaltaba en el momento más inoportuno.

Permaneció un largo minuto sin poder moverse, con los ojos cerrados, hasta que apretó los dientes y reanudó el ascenso, aunque más despacio que antes.

En cuanto estuvo a la altura de la barandilla, se enderezó de golpe, preparado para disparar, pero enseguida vio que la terraza se hallaba desierta. Gregorio se había metido en casa y había cerrado la puerta vidriera, y sin duda ahora se encontraba detrás de la persiana apuntándolo con el revólver.

—¡Apagad el foco! —gritó Montalbano.

Acto seguido, saltó al interior de la terraza y se lanzó al suelo. El pistoletazo de Gregorio llegó puntual, pero la intensa luz lo había cegado al apagarse súbitamente, obligándolo a disparar a voleo. Montalbano respondió con otro tiro, aunque tampoco veía nada. Poco a poco, recuperó la visión. Pero no tenía ninguna intención de levantarse y correr hacia la puerta vidriera disparando; seguro que esta vez Gregorio conseguía alcanzarlo.

Mientras se preguntaba qué hacer, Fazio saltó por encima de la barandilla y se echó a su lado.

Ahora sonaban disparos de escopeta procedentes del interior.

—Ésa es Caterina, que está detrás de la puerta y dispara a los nuestros —dijo Fazio en voz baja.

En la terraza no había nada que ofreciera resguardo: una maceta con flores, ropa tendida, un objeto cualquiera, nada. Pero, apoyadas en la pared, había tres largas barras de hierro, quizá los restos de un viejo cenador.

—¿Qué hacemos? —preguntó Fazio.

—Coge una de esas barras de hierro. Si no se las ha comido la herrumbre, servirán para forzar la puerta. Dame tu revólver. ¿Preparado? Uno, dos, tres… ¡adelante!

Se pusieron en pie. Montalbano empezó a disparar con las dos armas sintiéndose un poco ridículo; parecía el sheriff de una película americana. Se acercó a Fazio, que hacía palanca con la barra, sin dejar de disparar, pero ahora a través de la persiana. La puerta cedió por fin y se encontraron en una oscuridad casi absoluta, porque la gran estancia apenas estaba iluminada por la tenue luz de una lámpara de petróleo colocada sobre una mesita. Hacía tiempo que en aquella casa no utilizaban luz eléctrica; seguro que se la habían cortado.

¿Dónde se había escondido el viejo loco? Oyeron dos disparos de escopeta en una habitación cercana. Era Caterina, que resistía a los intentos de Mimì, Gallo y Galluzzo de derribar la puerta de entrada.

—Ve a sorprenderla por la espalda —le dijo Montalbano a Fazio devolviéndole su pistola—. Yo voy a buscar a Gregorio.

Fazio desapareció por la puerta que daba al pasillo. Pero en la sala había otra puerta, cerrada, y al comisario no le cupo duda, a saber por qué, de que el viejo estaba allí. Se acercó rápidamente y giró la manija de la puerta, que se abrió un poco. El esperado disparo no llegó.

Montalbano abrió de golpe y se hizo a un lado inmediatamente. No se produjo ninguna reacción.

¿Y Fazio? ¿Qué hacía? ¿Por qué la vieja seguía disparando?

Respiró hondo y entró, doblado por la cintura y preparado para disparar. Y, nada más entrar, dejó de entender dónde estaba.

Dentro de la habitación había una especie de bosque, pero ¿un bosque de qué? De pronto lo comprendió y se sintió paralizado por un miedo irracional.

A la luz de otra lámpara de petróleo vio decenas y decenas de crucifijos de diferentes tamaños, desde los que medían un metro hasta los que tocaban el techo, plantados sobre bases de madera, formando un bosque intrincado, pues estaban colocados de modo entrecruzado; el brazo de una cruz cortaba de través el brazo de la de al lado, mientras que otra cruz, más baja, estaba de espaldas a ésta y frente a otra de la misma altura, y así sucesivamente.

El comisario supo que Gregorio no estaba allí; seguro que no se habría liado a tiros en esa habitación, arriesgándose a darle a algún crucifijo. Pero no podía moverse; estaba más espantado que un niño que se hubiera quedado solo en una iglesia vacía iluminada con cirios. Al fondo de la estancia había una puerta abierta que dejaba pasar la débil luz de otra lámpara de petróleo. El comisario se quedó mirando esa puerta, pero no conseguía dar un paso.

Lo que lo empujó a atravesar el bosque fue el grito de Fazio en medio del espeluznante escándalo que armaban los chillidos desesperados de Caterina.

—¡Dottore, ya la tengo!

Montalbano avanzó en zigzag entre los crucifijos, chocó con uno que se tambaleó pero no cayó, y se precipitó hacia la puerta. Entró en un dormitorio con una cama de matrimonio.

Gregorio lo apuntó con el revólver y disparó, al tiempo que él se lanzaba al suelo. Se oyó el clic del percutor: ya no le quedaban balas. Montalbano se levantó. El viejo, un esqueleto alto, de pelo blanco hasta los hombros y completamente desnudo, miraba sorprendido el revólver que sostenía. Montalbano lo derribó de una patada.

Gregorio rompió a llorar.

El comisario advirtió entonces, mientras el horror se iba apoderando de él, que sobre una almohada descansaba la cabeza de una mujer de largo cabello rubio, cuyo cuerpo cubría la sábana. Un cadáver.

Se acercó a la cama para ver mejor y oyó que Gregorio le ordenaba con una voz que parecía de papel de lija:

—¡No te atrevas a acercarte a la esposa que Dios me ha dado!

Montalbano apartó la sábana.

Era una decrépita muñeca hinchable a la que le quedaba sólo parte del pelo y le faltaba un ojo, con un seno fofo y el cuerpo salpicado de círculos y rectángulos grises. Al parecer, cuando la muñeca se agujereaba, Gregorio le ponía un parche.

—Salvo, ¿dónde estás?

Era la voz de Augello.

—Aquí. ¿Está todo controlado?

Montalbano oyó unos ruidos extraños y miró hacia la habitación contigua. Gallo y Galluzzo, provistos de potentes linternas, estaban moviendo los crucifijos para dejar un pasillo. Cuando terminaron, Montalbano vio cómo avanzaban desde el fondo, entre las dos hileras de crucifijos, Mimì y Fazio, sujetando a Caterina, que se debatía entre ambos profiriendo un espantoso y agudo chillido.

Caterina parecía salida de una novela de terror. Llevaba un camisón sucio y raído; el pelo, amarillento y canoso, era una maraña; los ojos se le salían de las órbitas, estaba gordísima y su único y largo diente impresionaba en medio de una boca babeante.

—¡Te maldigo! —exclamó mirando a Montalbano con los ojos extraviados—. ¡Arderás vivo en el infierno!

—Después hablaremos de eso —contestó el comisario.

—Yo pediría una ambulancia —sugirió Mimì—. Y los enviaría directamente al manicomio o algún sitio parecido.

—En la celda de seguridad no podemos tenerlos —intervino Fazio.

—Está bien, pedid una ambulancia y quitadlos de en medio. Dadles las gracias a los bomberos y mandadlos a casa. ¿Habéis derribado la puerta?

—No, no ha hecho falta; la he abierto yo desde dentro —contestó Fazio.

—¿Y tú qué vas a hacer? —inquirió Augello.

—¿Tenía ella las dos escopetas? —le preguntó Montalbano a Fazio en lugar de responder.

—Sí, señor.

—Entonces debe de haber otra arma en la casa, la pistola del padre. Quiero echar un vistazo. Vosotros marchaos, pero dejadme una linterna.

Una vez solo, Montalbano se guardó el revólver en el bolsillo y avanzó un paso.

Pero lo pensó mejor y volvió a sacar el arma. Ya no había nadie, es verdad, pero la propia casa lo inquietaba. La linterna proyectó sobre las paredes las sombras de los crucifijos, que se volvieron gigantescas. Montalbano recorrió deprisa el pasillo abierto por sus hombres y se encontró en la sala que daba a la terraza.

Salió fuera; sentía la necesidad de respirar un poco de aire fresco. Y pese a que el del pueblo apestaba por el humo de la cementera y los gases de los coches, le pareció un aire puro de montaña en comparación con el del piso de los Palmisano.

Al cabo de un rato volvió adentro y se dirigió a la puerta que llevaba al pasillo. A la izquierda había tres habitaciones contiguas; en la pared de la derecha no había puertas.

La primera era el dormitorio de Caterina. Encima de la cómoda, la mesilla de noche y el tocador había numerosas imágenes de la Virgen, cada una con una mariposa encendida delante. Colgadas de la pared, más estampas también de la Virgen; cada una tenía debajo una pequeña repisa de madera también con mariposas encendidas. Aquello parecía un cementerio de noche.

La puerta de la segunda habitación estaba cerrada, pero tenía la llave en la cerradura. El comisario abrió y entró. Allí, la oscuridad era total. A la luz de la linterna vio que era un cuarto muy grande, abarrotado de pianos; dos o tres eran de cola, y uno tenía la tapa del teclado levantada. Grandes telarañas brillaban entre un piano y otro. De repente, uno de ellos sonó. Montalbano gritó de miedo y reculó, oyendo resonar en sus oídos toda la escala musical: do, re, mi, fa, sol, la, si. ¿Había muertos vivientes en aquella maldita casa? ¿Espíritus? Estaba sudando y el revólver le temblaba un poco en la mano, pero aun así encontró fuerzas para levantar el brazo e iluminar de nuevo la estancia. Finalmente vio al músico fantasma: un gran ratón que corría como loco de un piano a otro. Al parecer, había pasado por encima del teclado.

La tercera habitación era la cocina. Apestaba tanto que el comisario no tuvo valor para entrar. Al día siguiente enviaría a uno de sus hombres para que buscara la pistola.

Cuando salió a la calle, ya no había nadie. Fue hasta su coche, aparcado en los alrededores del ayuntamiento, arrancó y se dirigió a Marinella.

Se dio una larga ducha pero luego no se metió en la cama, sino que se sentó en la galería. Y en lugar de ser despertado por las primeras luces del día, como era habitual, fue él quien vio despertar el día.