18

Se levantó para irse a Marinella y en ese momento sonó el móvil.

—Oye, ¿estás aún en la comisaría? —preguntó Angela.

—Sí. ¿Por qué?

—Quiero verte aunque solo sean cinco minutos. Tengo que decirte una cosa importantísima.

Estaba asustada, hablaba con voz queda. Pero Montalbano no quería perder tiempo con ella; necesitaba estar tranquilo en Marinella para pensar.

—Ya te he dicho que no puede ser. ¿Qué te ha pasado?

—Esa persona que sabes ha dado señales de vida.

Carmona. Como todos los prófugos, iba de acá para allá cuando se le antojaba sin que nadie, policía y carabineros incluidos, lo reconociera nunca.

—¿Qué quería?

—Saber si esta noche íbamos a vernos. Le dije que estabas ocupado y que nos veríamos mañana. Y entonces me dijo que tenía que hacer una cosa.

—¿Qué?

—Por teléfono no te lo digo.

Estaba asustada, le temblaba la voz.

—Procura mantener la calma. Me lo dirás mañana por la noche.

—No. Tengo que decírtelo esta noche para que puedas…

—Está bien, podemos vernos cinco minutos, pero hagamos la mitad del camino cada uno, así puedo volver enseguida a la comisaría. ¿Has acabado tu turno?

—Hace un cuarto de hora.

—¿Conoces el motel Torrisi? ¿Sí? Si salimos ya, podemos encontrarnos allí dentro de tres cuartos de hora. Ah, no bajes del coche cuando llegues; espérame en el aparcamiento. Y estate atenta, no vaya a ser que te sigan.

Mientras conducía, no pensaba en lo que Angela tenía que decirle, sino en cómo pillar a Sinagra y, de rebote, a Di Santo. Porque lo que le había recordado Mimì era cierto, pero también lo era que hay un límite para todo. Por ejemplo: una cosa es comer con alguien que genéricamente es un mafioso, y otra estar en compañía de un mafioso reconocido públicamente como ordenante de dos asesinatos y un intento de homicidio. Cuanto mayor fuera la publicidad dada al arresto de Sinagra, mayor sería el descrédito del honorable subsecretario. Por tanto, el problema era uno y nada más que uno: ¿cómo joder a Sinagra?

Cuando llegó al aparcamiento, prácticamente a oscuras, todavía no había encontrado una respuesta. Bajó del coche. Había otros tres vehículos aparcados. Uno hizo señas con las luces.

—Sube —dijo Angela, abriéndole la puerta.

Y apenas hubo subido, le rodeó el cuello con los brazos y le dio un largo beso.

—No estoy segura de que no me hayan seguido —susurró mientras el comisario, todavía aturdido por el ataque imprevisto, se recuperaba—, así que finjamos que estamos aquí para…

—Entonces mejor pasamos al asiento de atrás —sugirió Montalbano—. Como los amantes que aunque solo dispongan de cinco minutos…

Bajaron y pasaron atrás.

—Túmbate —le ordenó Angela.

Él obedeció, y ella, después de subírsele encima, con la pierna derecha en el asiento, al lado de la de él, y el pie izquierdo en el suelo del coche, lo abrazó con fuerza. Montalbano no podía moverse.

—Carmona me ha dicho que mañana por la noche tengo que hacerte beber mucho y dejarte agotado. Y que cuando vea que estás profundamente dormido…

El problema era que Angela hablaba con tanta agitación que ahora movía las caderas, ahora el pecho, y el efecto en el comisario resultaba demoledor.

—… cuando vea que estás profundamente dormido, vaya a abrir la puerta para dejarlos entrar. Pero ¿me escuchas?

—¿Eh? —dijo Montalbano.

En ese preciso momento estaba repasando el primer canto de la Ilíada: «Canta, oh, diosa, la cólera del pelida Aquiles», aunque antes había pensado en el 2 de noviembre, día de los difuntos, en dos o tres matanzas, y en una vieja a la que habían descuartizado, sin conseguir dejar de notar el peso de la chica, el calor de su cuerpo, su aliento. Hacía esfuerzos sobrehumanos para que lo que sentía no resultara… cómo decirlo… palpable.

—Quieren que abra…

—Sí, sí, te he oído. Pero ¿por qué?

—Dice Carmona que quieren fotografiarte desnudo, conmigo al lado también desnuda, para chantajearte.

—¿Y por qué has pensado que era urgente decírmelo?

—Porque no estoy convencida de que solo quieran fotografiarte. Y además porque, sabiéndolo con antelación, quizá puedas pillar a Carmona con las manos en la masa.

—Tienes razón, tomaré las medidas oportunas, gracias.

¡Imperturbable, sí, pero siempre cortés, el comisario Montalbano! Siempre compos sui (pero ¿por qué coño le daba ahora por hablar en latín?), hasta con una chica guapa tumbada encima de él.

—Ahora, lo siento, pero no tengo más remedio que irme.

Angela desmontó, él se incorporó, bajaron del coche y se besaron. Exactamente igual que dos amantes que acabaran de apagar el deseo solo un poquito.

—Mañana te llamo —dijo el comisario.

Esperó a que la chica se fuera y entró en el motel.

—Perdone, ¿puedo utilizar el baño? —le preguntó al portero, que lo conocía.

—Claro que sí, comisario.

Se encerró dentro, se quitó la chaqueta y la camisa, abrió el grifo y metió debajo la cabeza, que le ardía.

¡Fotografías comprometedoras! ¡Ya! Eso lo harían después, porque el plan era que Carmona y su compinche entraran en su casa con una cámara de fotos e indicaran a Angela que se acostara desnuda a su lado; entonces Carmona sacaría el revólver y los mataría a los dos. Prácticamente la repetición de lo que le habían hecho a Manzella. Después colocarían los cuerpos en poses más o menos obscenas y los fotografiarían. Titulares de los periódicos y la televisión: «El comisario Montalbano y su joven amante asesinados mientras dormían. ¿Un crimen pasional?». Y seguro que dirían que les había disparado un examante de Angela celoso. Una película ya vista, pero que la gente nunca se cansaba de volver a ver.

Pero ¿por qué le estaban apuntando a él? Quizá Mimì tenía razón y la casa de via Bixio estaba vigilada. Les habría hecho sospechar que él no hubiera llamado enseguida a la Policía Científica, que se hubiera guardado el descubrimiento para sí. Ese silencio les preocupa, los pone nerviosos: si Montalbano actúa así, seguro que es porque ahí dentro ha encontrado algo peligroso para nosotros. Más vale cargárselo antes de que pase a la acción.

Y eso significaba que ya no tenía mucho tiempo para neutralizar a Sinagra. Ahora se enfrentaban en un duelo abierto.

Necesitaba estar lúcido al menos un par de horas. Preparó la cafetera grande y se la llevó a la galería. La noche era un poco fría y él ya tenía frío de por sí, pues empezaba a notar el cansancio del día. Pero no se puso la chaqueta que se había quitado al entrar; el frío ayudaba a que funcionara la cabeza. La carta de Manzella ya se la sabía de memoria, podía repetirla palabra por palabra. Y eso empezó a hacer, cada vez de una manera distinta: primero como una letanía, luego pronunciando las palabras casi sílaba a sílaba, luego deteniéndose en cada renglón… La quinta vez que la repasaba, una frase le llamó especialmente la atención: «Un hombre tacaño, aquejado de una especie de tic: se apoderaba de todo lo que se ponía al alcance de su mano… Giovanna lo llamaba “la urraca ladrona”».

La urraca ladrona. ¿Qué significaba? ¿Por qué le parecía tan importante? La frase empezó a repetirse en su cabeza junto con ciertos pasajes de música de Rossini, como un disco rayado. Hasta que finalmente le llegó la iluminación.

Una idea de locos, realmente de manicomio, una apuesta en la ruleta de todo lo que poseía; no: más bien una especie de ruleta rusa, un juego de azar cuyo resultado, si se equivocaba, sería como mínimo estar al día siguiente fuera de la policía. Pero no se le ocurría otra y, después de todo, esa le gustaba.

La consideró desde todos los puntos de vista posibles e imaginables. Con un poco de suerte, podía funcionar. Miró el reloj: las dos de la madrugada.

Se levantó, entró en casa y marcó el número de Angela. Después de tranquilizarla, le preguntó:

—¿Tienes a mano una pariente lejana y nonagenaria, a ser posible viuda, que chochee, que no viva en Fiacca y que figure en la guía telefónica?

—Pero ¿te has vuelto loco?

—Casi. ¿La tienes o no?

—Podría ser tía ’Ntunietta…

—Perfecto. Ahora escúchame atentamente.

Después se dio una ducha y fue a acostarse. Durmió hasta las siete de un tirón, plácidamente, como un niño.

El teléfono sonó a las siete y media, como estaba previsto. Apenas había tenido tiempo de ducharse, afeitarse y tomar una taza de café.

—¿Diga?

—Montalbano­soy­Tommaseo­¿qué­historia­es­esa­de­la­carta­de­una­joven­a­la­que­no­ha­contestado?

Hablaba pegando las palabras una a otra; debía de estar alteradísimo.

—¿De qué carta me habla, dottore? —repuso el comisario, fingiendo estar enormemente sorprendido.

—Una joven que, entre otras cosas, tiene una voz de lo más sensual…

Se interrumpió. La voz de la chica debía de haber vuelto a sonar en sus oídos. En cuanto había mujeres de por medio, Tommaseo perdía la cabeza.

—Disculpe, voy a beber un poco de agua.

Al cabo de un momento continuó, hablando ya normalmente:

—Se llama Antonietta Vullo, es de Rivera, dice que le mandó una carta en que sostiene que en la residencia en Vigàta de un tal Franco Sinagra, en via Roma veintiocho, tienen prisionero… perdón, prisionera a un… perdón, a una transexual llamada Giovanna Lonero, que es sistemáticamente torturado… perdón, torturada. Pero usted no ha dado curso a la carta. ¿Por qué?

—Sinceramente, me pareció una historia sin ningún fundamento.

—¡Pues mire por dónde Antonietta Vullo figura en la guía telefónica de Rivera! ¡Existe! ¿Usted la llamó para comprobarlo? No, ¿verdad? ¡En cambio yo sí lo he hecho!

Montalbano se quedó helado.

—¿Y qué le ha dicho?

—Me ha contestado una vieja, una demente; no he entendido nada. Debe de ser la abuela de la chica. Me ha dicho que no estaba. Montalbano, ya le he mandado una orden de registro.

Dottore, mire que el asunto no es tan sencillo. Ese Franco Sinagra es un boss mafioso que tiene amistades poderosas.

—Montalbano, ¿sabe qué me ha dicho la chica? Que si no procedemos a liberar inmediatamente a esa… perdón, a ese transexual, irá a los periódicos y la televisión. Lo que significa que, si el hecho resulta cierto, estaremos con la mierda hasta el cuello por no haber tomado en consideración una carta con firma y dirección. Por cierto, ¿la tiene todavía?

—No; la tiré.

—No importa. Montalbano, sería una gran omisión no verificar los hechos, ¿entendido?

Dottore, y si resulta que todo el asunto es la fantasía de una loca, ¿cómo reaccionará Sinagra?

—Si no encuentra a la… perdón, al transexual, seguro que encuentra alguna otra cosa. Figúrese si en casa de un mafioso no va a…

—De acuerdo, dottore, si lo plantea así… Yo no puedo sino obedecer sus órdenes.

—No está mal que lo haga de vez en cuando.

—¿Zito? Soy Montalbano.

—¿Qué pasa?

—Quiero devolverte el favor que me hiciste con lo de Fazio. Ve dentro de media hora con un cámara a via Roma, veintiocho, aquí, en Vigàta, pero no os dejéis ver hasta que yo llegue.

—Pero ¡en via Roma veintiocho es donde vive Franco Sinagra!

—Exacto.

—¡Coño!

Nada más colgar, llamó a la comisaría y pidió que lo pusieran con Galluzzo. Una vez que hubo acabado de darle las instrucciones, telefoneó a Mimì.

—¿Estás en via Bixio?

—Sí. He encontrado una carnicería. He llamado a los de la Científica y ahora estoy fuera esperándolos. No me gusta estar dentro.

—¡No me digas que tú también has sentido un trastorno metafísico!

—No, metafísico no. Pero ¿tú has visto los preservativos? ¿Has comprendido lo que le hicieron a Manzella? Pero ¿qué son? ¿Animales? Ah, oye, se me olvidaba: vendrá Arquá en persona. Me entiendes, ¿no? ¿Y tú qué haces?

—Voy camino de la comisaría porque está allí Tommaseo y pregunta por mí.

—¿Qué quiere?

—No sé.

Los dos coches oficiales llegaron veinte minutos más tarde. Galluzzo, que conducía el primero, le entregó la orden y le abrió la puerta del copiloto. El otro coche lo conducía Lamarca, que iba con un compañero también joven como él, Di Grado.

—Haz exactamente lo que haga yo —le dijo Galluzzo a Lamarca.

En la entrada de Vigàta, Galluzzo puso la sirena y pisó el acelerador como si persiguiera a unos ladrones. Lo mismo hizo Lamarca. La gente subía de un salto a las aceras y soltaba maldiciones contra ellos. En resumen, un jaleo de cuidado. Delante de la verja de la casa de via Roma 28, Galluzzo frenó en seco y bajó metralleta en mano mientras el comisario salía por el otro lado. Con el rabillo del ojo, Montalbano vio que se abrían las puertas de un coche que estaba parado y salían Zito y el cámara. En el primer piso de la casa, una ventana se abrió un poco y volvió a cerrarse inmediatamente.

Antes de tocar el timbre, Montalbano dio tiempo a Lamarca y Di Grado, empuñando también una metralleta, para que se colocaran en una posición que ofreciese una buena toma al cámara de televisión. Entretanto, empezó a congregarse una multitud de curiosos.

«¡Vengan, señores, vengan al gran espectáculo de fuegos artificiales de la premiada firma Salvo Montalbano! ¡Es posible que el pirotécnico muera chamuscado por sus propios fuegos, pero igualmente el espectáculo será maravilloso! ¡Vengan, señores!».

Mientras pulsaba el timbre, el comisario pensó que aquel sonido podía ser un gloria o un réquiem.

—¿Quién es? —preguntó una voz femenina asustada.

—¡Policía! ¡Abra!

La puerta se abrió y apareció una mujer de unos treinta y cinco años, cabello negro y grandes ojos, una mujer de sangre caliente pero asustadísima.

—¿Es usted la señora Sinagra?

—Sí. Mi marido… Mi marido no está.

—No importa. Tenemos una orden de registro. Déjenos pasar y cierre la puerta.

La mujer se apartó. En la planta baja, que constaba de un gran salón, un comedor, un cuarto de baño y una cocina, no encontraron nada.

Montalbano se dirigió al piso de arriba y lo primero que vio, en una especie de despacho, fue el telescopio de Manzella delante de la ventana. Sobre la mesa, el estuche con los prismáticos. Por un instante le fallaron las rodillas; para no caer, se agarró al brazo de Galluzzo.

—¿Se encuentra mal, dottore?

—¡No, Gallu; me encuentro de maravilla!

Dentro de su cabeza estaba sonando la marcha triunfal de Aida. ¡La urraca ladrona, tal como había supuesto, no había sido capaz de resistirse al centelleo del telescopio cromado! Y la había jodido.

En un dormitorio pequeño, la cama de una plaza estaba deshecha y todavía caliente. Y en la cama de la habitación de matrimonio era evidente que habían dormido dos personas.

Montalbano bajó, se sentó en un sillón y encendió un cigarrillo. Frente a él, la señora Sinagra, pálida al principio, estaba poniéndose cada vez más roja. Empezaba a cabrearse y, cada vez que los policías hacían un ruido en el piso de arriba, se revolvía.

Al final estalló:

—¿Puedo saber qué buscan?

Mentalmente, Montalbano lanzó al aire una moneda. Había ganado, porque Sinagra tendría muchas dificultades para explicar por qué el telescopio y los prismáticos de Manzella estaban en su casa, pero aún no tenía suficiente. Quería tenerlo entre las manos a él, a Franco Sinagra. La moneda cayó al suelo con la cara hacia arriba y Montalbano se puso una vez más en manos del azar.

—No tengo ningún problema en responderle, señora. Buscamos a una mujer.

—¿A una mujer? ¿Qué mujer? —preguntó atónita la señora.

—Se trata de un transexual que responde al nombre de Giovanna Lonero, con quien su marido Franco mantiene desde hace tiempo una relación y que…

—¡Aaaaaahhhhh!

Fue una especie de rugido, pero tan fuerte e imprevisto que Montalbano se puso en pie de un salto y se oyeron los pasos de los tres policías que, desde el piso superior, se precipitaban escaleras abajo para ver qué sucedía.

—¡Me lo habían dicho! ¡Aaaaaahhhh! ¡Me lo habían dicho! ¡Aaaaaahhhh! ¡Y yo, idiota de mí, no había querido creerlo! ¡Aaaaaahhhh!

—¡Cálmese, señora, tranquila!

—¡Ese grandísimo hijo de puta! ¡Virgen santa, qué asco! ¡Qué vergüenza! ¡Aaaaahhhh! ¡Con alguien que no se sabe si es hombre o mujer! Pero ¡yo a ese grandísimo cabrón lo mato con mis propias manos!

No consiguieron detenerla; la mujer se abalanzó hacia la cocina y apartó un enorme frigorífico con ruedas. Montalbano comprendió enseguida.

—Lamarca, llévala a la otra habitación.

A pesar de que el joven era fornido, le costó bastante sacar de allí a la señora, que ya no rugía pero se había puesto a llorar.

El comisario se agachó para mirar atentamente y observó que algunas baldosas del suelo formaban un bloque único.

—Eso es una trampilla. Galluzzo y Di Grado, intentad abrirla.

Un cuarto de hora más tarde, aún no lo habían conseguido. Hasta que Montalbano vio que al lado del enchufe del frigorífico había un botoncito. Lo pulsó y la trampilla se abrió sin hacer el menor ruido. El clásico sótano sin salida de los mafiosos. Mientras Galluzzo y Di Grado apuntaban con las metralletas, el comisario se inclinó hacia la entrada y, haciéndose bocina con las manos, exclamó:

—¡Si no salís ahora mismo, echo una granada!

Galluzzo y Di Grado lo miraron estupefactos. ¿Dónde estaba la granada? En ese momento aparecieron los brazos levantados y a continuación la cara cortada de Vittorio Carmona, sicario y guardaespaldas.

—Esposadlo —ordenó el comisario—. Es un asesino prófugo.

Después asomó Franco Sinagra. Iba en calzoncillos, y llevaba la ropa en la mano.

—Queda detenido como autor intelectual de los homicidios de Filippo Manzella y Matilde Verruso, y del intento de homicidio del inspector jefe Fazio.

—¿Puedo vestirme?

—No.

* * *

Fue un día caótico. Periodistas, televisiones, entrevistas telefónicas, el jefe superior cabreado porque el capullo de Arquá le había entregado una carta explosiva que debería haberle dado a Montalbano y, al hacerlo, lo había puesto en apuros, Tommaseo que no había entendido un carajo e iba por ahí diciendo que era mérito suyo, la escena de Sinagra en calzoncillos y esposado en todos los telediarios nacionales…

A las nueve de la noche, cuando iba en el coche muerto de cansancio camino de Marinella, sonó el móvil. Era Angela.

—Un momento.

Se paró al borde de la carretera y entonces habló:

—Angela, gracias por todo. ¡Has estado genial! Lo has hecho de maravilla con Tommaseo. De no ser por ti… ¿Te has enterado?

—¿Cómo no iba a enterarme? ¡Las televisiones no han hablado de otra cosa en todo el día! ¿Por qué no me has llamado?

Simplemente, se había olvidado.

—Perdona, Angela, pero con todo lo que estaba pasando…

—Comprendo.

—Ya no tienes nada que temer; nadie podrá chantajearte ni obligarte a hacer lo que no quieres.

—¿Sabes, Salvo? He pensado que…

—Dime.

—No te lo tomes a mal, pero, verás, puesto que ya no tenemos ninguna razón para vernos…

Un puñetazo en la boca del estómago. Pero la chica tenía razón. ¿Qué razón tenían para verse?

—… esta noche no vienes a casa —concluyo él.

—No te ofendas, Salvo. Intenta comprenderme.

—No me ofendo y te comprendo perfectamente.

—Perdóname, ¿eh? Y llámame cuando quieras. Adiós.

—Adiós.

Sentado en la galería, en compañía de una pizca de melancolía, intentó consolarse con un plato enorme de caponatina.