17

La octava y última llamada de Augello llegó cuando faltaba poco para las ocho.

—La ambulancia acaba de entrar en el hospital. No ha sucedido nada; un viaje tranquilísimo salvo por el episodio del obispo. No creo que ni siquiera nos hayan seguido. Oye, como estaremos de vuelta en Vigàta hacia las diez, haré que me lleven a casa y nos vemos mañana.

—De acuerdo.

Ahora sí que podía mirar por fin lo que había escrito Manzella.

Abrió el cajón y sacó el sobre, que no estaba cerrado. Contenía dos hojas, escritas con letra apretada por los lados. Empezó a leer.

«Comisario Montalbano…»

Dio un respingo en la silla, como si alguien lo hubiera llamado de improviso.

¿Por qué Manzella le había escrito la carta precisamente a él? Continuó leyendo.

Al acabar, se levantó y se puso a andar despacio alrededor de la mesa. Dio una decena de vueltas, sacó del bolsillo el pañuelo y se secó la frente. Estaba sudando a mares. Aquello no era una carta, sino una cuerda encerada para colgarse, una pistola amartillada, una mecha encendida.

—¿Mimì? Soy Montalbano. Lo siento, pero cuando llegues a Vigàta tienes que venir directamente a comisaría. Te espero.

—Pero ya le he dicho a Beba que prepare…

—Me la suda.

—Gracias por la comprensión.

—¿Angela? Soy Montalbano. Oye, lo siento, pero esta noche no podemos vernos.

—¿Por qué?

—Un imprevisto. Tendré que quedarme en la comisaría toda la noche. Hay una gran operación que afecta a toda la provincia.

—Entonces, ¿cuándo nos vemos?

—Te llamo mañana hacia las cuatro y quedamos. Adiós.

De ir a comer, ni hablar. Aquella maldita historia estaba terminando como había empezado, o sea, quitándole el apetito tanto por la mañana como por la noche.

Se dirigió hacia el puerto. En el muelle de levante no había un alma, mientras que a lo lejos, en el muelle de poniente, donde atracaban los pesqueros y estaban los grandes almacenes frigoríficos, los potentes focos que iluminaban la zona de carga y descarga del pescado ya estaban encendidos.

Con la ayuda de esos focos, Manzella había podido ver a través del telescopio, el mismo telescopio con que también había visto la portera. Y los dos habían acabado muertos.

El halo de los focos aclaraba el cielo por el lado de poniente. Parecía que estuvieran rodando una película.

«¡Ojalá fuese una película!», pensó el comisario. Sin embargo, era una historia real. La luz intermitente del foco situado al final del muelle le permitió llegar a la roca plana sin desnucarse o caer al mar. Se sentó con el cigarrillo ya encendido.

Era necesario tomar una decisión antes de que llegara Mimì. Porque después debía tener argumentos sólidos para ponerlo de su lado. Pero las decisiones solo podían ser dos: o meterse hasta el cuello en aquel asunto, arriesgándose a salir derrotados y a posibles sanciones disciplinarias, polémicas, amonestaciones, o inhibirse y quedarse mirando cómo se las arreglaban los demás para salir de aquélla. Tertium non datur.

Por ejemplo, podía decirse a sí mismo:

«Tienes cincuenta y siete años, estás al final de tu carrera, ¿quién te obliga a enmerdarte en un asunto que puede hacer que acabes mal?».

O bien podía decir:

«Tienes cincuenta y siete años, estás al final de tu carrera, por lo tanto, no tienes nada que perder. Métete de cabeza».

«No, no —dijo Montalbano segundo—. Lo más acertado es lo primero; ya no tiene edad de hacerse el héroe, de ponerse a luchar contra molinos de viento».

«Pero ¡qué molinos de viento ni qué puñetas! ¡Estos son monstruos auténticos!», se rebeló Montalbano primero.

«Claro que son monstruos auténticos, y feroces. Precisamente por eso debe apartarse: ya no tiene fuerzas para combatirlos. No se trata de cobardía ni nada de eso; simplemente debe convencerse de que ya no está para esas cosas».

«Pero ¡la carta está dirigida a él! ¡Manzella le pide directamente a él que intervenga! ¡No puede echarse atrás!».

«Pensemos un poco. Manzella ni siquiera conocía a Montalbano. Le escribió a él porque pensaba que le encargarían el caso. No es una petición personal, ¿me explico?».

«Entonces, según tú, ¿qué debería hacer?».

«Ir a ver al jefe superior, contárselo todo y entregarle la carta».

«¿Y qué hará, también según tú, el jefe superior?».

«Casi con toda seguridad se la pasará a los Servicios Secretos.».

«Lo que equivale a tirarla a la papelera. Y a dejar caer en el olvido tres muertes y un intento de homicidio».

Resumiendo, un corazón de asno y uno de león. Por cierto, hablando de animales, ¿cómo era aquella historia de las cabras que había leído en Don Quijote?

Ah, sí, Sancho empieza a contarle a Don Quijote la historia de un pastor que tiene que cruzar al otro lado del río a sus trescientas cabras con una barca, de una en una, tras haberle rogado que lleve la cuenta de los viajes y advirtiéndole que, si se equivoca, el relato quedará interrumpido. Don Quijote pierde la cuenta, en efecto, y Sancho, por más que quiera, ya no es capaz de seguir contándole la historia. ¡Qué maravilla si él dejara de poder contarle la historia a Camilleri!

Después de un cuarto de hora más estrujándose el cerebro devanándose los sesos, tomó una decisión. Calculó que faltaban unos cuarenta minutos para que llegara Augello. Tenía un poco de tiempo. Invirtió diez en llegar al muelle de poniente. La actividad no estaba aún en su punto álgido; solo había cuatro pesqueros descargando. La mayoría llegarían bastante más tarde. Rizzica estaba delante del almacén número 3, hablando con un hombre. Pero en cuanto reconoció al comisario, salió a su encuentro.

—¿Viene a verme a mí?

—No. Nos veremos mañana, si no me equivoco. Creo que el dottor Augello lo ha citado.

—Sí, señor, pero, puesto que está aquí, quisiera hablar con usted.

—Hablemos.

Rizzica se dirigió hacia aquella parte llena de cagadas y meadas cuyo hedor había asfixiado en otra ocasión a Montalbano.

—No, ahí no —dijo el comisario—. Vayamos hacia la punta del muelle.

—Como quiera —accedió Rizzica.

—Usted dirá.

Dottore, quiero decírselo cuanto antes y así me quito la preocupación de encima. Me equivoqué.

—¿En qué?

—Cuando fui a hacer aquella especie de denuncia. Me equivoqué.

—¿No era verdad que el patrón y la tripulación de uno de sus pesqueros hacían tráfico de drogas?

—No, señor.

—¿Y cómo es que algunas veces tardaban más de la cuenta en volver?

—Comisario, ese pesquero tiene la negra. Hay muchas embarcaciones, y no solo pesqueros, también buques, que nacen gafes. Llevan el mal de ojo con ellas. Le he cambiado el motor y ahora no se retrasa. Así que…

—De todos modos tiene que venir a comisaría; lo siento. Levantaremos acta de lo que nos diga y después podrá irse.

Habían llegado al último almacén, casi al final del muelle. Allí los focos no estaban encendidos, no había ningún movimiento.

—¿A quién pertenece este almacén?

—A mí.

—¿Y cómo es que está cerrado?

—Comisario, este almacén lo utilizo solo cuando hay mucha pesca y los otros dos no bastan. Pero esta noche ya me han comunicado que la pesca ha sido escasa.

Por tanto, ese era el almacén al que habían llevado a Fazio inmediatamente después de dispararle.

* * *

Comisario Montalbano, puesto que, si me matan, como es muy probable, será usted el encargado de la investigación, confío en que, si es tan bueno como se oye decir por ahí, consiga encontrar fácilmente esta carta. Conocí a Giovanna Lonero, transexual, de treinta años, durante una reunión privada en Montelusa. Dado que enseguida me sentí muy atraído por ella, me contó que vivía prácticamente secuestrada en un piso de Vigàta a disposición de su amante, cuyo nombre se negó a darme. Solo salía de noche y cuando su amante estaba fuera de la ciudad por negocios. Conseguí que me diera el número de su móvil, pero ella no quiso el mío, porque si lo encontraba su hombre, que era celosísimo, podía verse en serias dificultades. Desde aquella noche, la telefoneé prácticamente todos los días, pero o bien su móvil estaba apagado o bien ella no respondía a la llamada. Una vez, por fin, me contestó, dijo que también tenía muchas ganas de verme, que había pensado mucho en mí, pero que de ninguna manera podía dejarse ver por ahí ni conmigo ni con ningún otro hombre. Aceptó venir a mi casa al día siguiente hacia medianoche. Así fue como descubrimos que vivíamos muy cerca (yo estaba entonces en via della Forcella y ella en via delle Magnolie) y que, así, no necesitaba coger el coche, cosa que habría podido llamar la atención. Llegó puntual y se quedó conmigo hasta las cinco de la mañana. A ese primer encuentro siguieron muchos más. Llegado a este punto debo manifestar que poseo un telescopio de gran tamaño con el que me gusta espiar la intimidad de la gente. Una noche, de forma casual, lo apunté hacia la parte exterior del muelle de poniente mientras realizaban las operaciones de descarga de los pesqueros, de carga en los camiones frigoríficos y de traslado a los almacenes. Desde aquel día, de cuando en cuando me apartaba de las ventanas iluminadas e iba a mirar el tráfico del muelle. Así fue como me encontré presenciando una escena que me pareció muy extraña. De uno de los camiones frigoríficos, parado en un lugar bastante menos frecuentado que los otros, es decir, delante del último almacén, al final del muelle, descargaron a toda prisa y bajo la dirección de un hombre alto y delgado, de unos cuarenta años, cuatro grandes cajas, las cuales cargaron en un pesquero que inmediatamente después se puso en marcha para ir a fondear al interior del puerto. Entretanto, habían cargado cajas de pescado en el camión frigorífico y este se había ido. Tres noches después, mientras la escena se repetía, llegó Giovanna. Ella también quiso mirar a través del telescopio, pero enseguida se apartó, asustada: «¡Dios mío, pero si es Franco!». El hombre alto y delgado era su amante, Franco Sinagra. Estaba muy alterada, como si aquel hombre tuviera el poder de verla en mi casa desde donde estaba. No quiso quedarse; se marchó al cabo de un rato. En los encuentros sucesivos, tuve que esforzarme mucho para que me dijera alguna cosa más. Mientras tanto me había movido por mi cuenta, y alguien de mi ambiente (somos muy cotillas en mi ambiente) me había contado que Franco Sinagra era un miembro destacado de la familia mafiosa homónima y que se veía obligado a mantener en el máximo secreto su relación con Giovanna, ya que entre los mafiosos todavía rige la estricta observancia de la llamada normalidad. Por si fuera poco, estaba casado con la hija de un boss de Rivera y su suegro no se lo habría perdonado. En resumen, si la historia llegara a salir a la luz, se arriesgaría a perderlo todo, poder y riqueza. Giovanna me había dicho, además, que era un hombre tacaño, aquejado de una especie de tic: se apoderaba de todo lo que se ponía al alcance de su mano. Hasta se había llevado dos pequeñas joyas de poco valor de Giovanna, quien a raíz de aquello lo llamaba «la urraca ladrona». Poco a poco, llegué por mí mismo a la lógica conclusión de que, traficaran con lo que traficasen, debía de ser algo de extrema importancia para que un jefe mafioso, y no uno de sus esbirros, dirigiera las operaciones. Comisario, a estas alturas no tengo ningún reparo en confesarle que Giovanna y yo comprendimos que estábamos enamorados. Si en este caso la palabra amor lo incomoda, sustitúyala por pasión. Por eso ideé, sin mencionarle nada a ella, un plan para eliminar a Franco Sinagra y tener a Giovanna toda para mí. Por ella, con medias palabras, llegué a saber en qué consistía el misterioso tráfico: se trataba de transportar a un país árabe armas químicas suministradas por la mafia rusa. En el tráfico estaban implicados dos motopesqueros propiedad de un tal Rizzica, que está al corriente de todo. Pero había más: a Giovanna se le escapó que en realidad el que manejaba los hilos de todo era el honorable diputado Alvaro Di Santo, actual subsecretario de comercio exterior. Una noche me comunicó que al día siguiente Franco se iba a Roma en avión. Estaba contenta ante la perspectiva de que pudiéramos pasar unas noches juntos con plena libertad. La desilusioné enseguida, le dije que yo también tenía que irme al día siguiente, en mi caso a Palermo, porque mi madre estaba enferma. Sin que sospechara nada ni por asomo, le sonsaqué a qué hora saldría Franco de Punta Raisi. Comisario, estaba tan convencido de mi plan que no calibré las posibles consecuencias de mis actos. Le diré, sin extenderme, que tomé el mismo avión y que en Roma no lo perdí de vista ni un instante. Tuve un golpe de suerte: logré fotografiarlo con un móvil en un restaurante de las afueras junto al honorable Di Santo, del que había encontrado previamente una foto en un anuario parlamentario. Luego, con una cámara provista de teleobjetivo que pedí prestada, fotografié a Franco en acción con las cajas. Pero un día aciago, un amigo mío me reveló que durante nuestra ausencia (mía y de Franco) Giovanna se había divertido a base de bien en Fiacca. Loco de celos y de ira, decidí llamar a Fazio para denunciarlos a todos, incluida Giovanna, y cortar por completo mi relación con ella, llegando incluso a cambiar de casa. Pero a Fazio he tenido que darle largas porque Giovanna ha reaparecido de pronto en mi vida. Sin embargo, la he encontrado algo distinta de antes. ¿Es sincera o me está ocultando algo? Quizá tenga que contestar ella a esta pregunta, comisario, cuando yo ya no pueda oírla.

Filippo Manzella

P. D.: Las fotos están en una caja de seguridad, registrada a mi nombre, de la sucursal de Vigàta de la Banca dell’Isola.

Mimì terminó de leer, dejó la carta sobre la mesa y, con el dedo índice, la empujó hacia el comisario. Durante la lectura no había manifestado la más mínima reacción y seguía más fresco que una lechuga.

—Antes que nada —dijo—, quiero saber cómo ha llegado esta carta a tus manos.

No utilizaba el dialecto; mala señal. Quizá no estuviera tan tranquilo como quería aparentar. Montalbano comprendió que había cometido un error dándole la carta sin la menor explicación. Improvisó sobre la marcha una versión modificada respecto a la que se había preparado; en ese momento le pareció más lógica.

—En la trattoria, recibí una llamada de Fazio para decirme que se había acordado de una dirección que le había dado Manzella. Al acabar de comer fui. Y encontré esta carta, que estaba…

—No te saltes los detalles. Yo soy policía igual que tú, ¿está claro? ¿Estaba abierta la puerta?

—No.

—¿Y cómo te las arreglaste para entrar?

—Bueno, tenía una llave que casualmente…

—¿Cuándo vas a dejar de contarme pamplinas? —lo interrumpió Augello.

El comisario decidió entonces que sería mejor contárselo todo.

—¿Ibas armado?

—No.

—Con todo el respeto debido a un superior, eres un perfecto imbécil. Sinagra podría haber dejado a alguien de guardia.

—Vale, pero el hecho es que no había nadie. Y ahora, ¿discurrimos o no discurrimos?

—¿Sobre qué? ¿Sobre la carta? Hay poco que pensar. La metes en el sobre, me das la llave que casualmente etcétera, etcétera, y yo voy a colocarla otra vez dentro del cuadro.

—¿Y luego?

—Luego me encargas oficialmente que vaya a ver qué ha pasado en esa casa, yo descubro que es allí donde mataron a Manzella, llamo a los de la Científica y me las arreglo para que Arquá o quien lo sustituya encuentre la carta. Ese no me la entregará ni borracho, sino que se la llevará directamente al jefe superior; nosotros podemos desentendernos y santas pascuas.

—En resumen, Pilato docet —dijo Montalbano con amargura.

—Cuando te pones a hablar en latín, consigues que se me hinchen las pelotas.

—Y según tú, ¿qué hará el jefe superior?

—No puede darme más igual lo que haga.

—No me gusta esa manera tuya de discurrir, Mimì.

—¿Ah, no? Pero ¡si eres tú quien me ha enseñado a ver las cosas así, concretamente!

—¿Acaso las cosas que están escritas en la carta no son concretas?

—¡Pues claro que son concretas! Pero inservibles. ¡No hay una sola prueba que merezca ese nombre!

—Pero ¿qué dices? Mañana viene Rizzica y le apretamos bien las tuercas. Él está metido hasta el cuello: el almacén donde se detiene el camión es suyo, los pesqueros son suyos…

—¿Cómo sabes que el almacén es suyo?

—Me lo ha dicho él. Me lo encontré hace unas horas en el puerto, y me dijo también que mañana vendrá a explicarnos que se equivocó, que efectivamente el motor del pesquero no funcionaba bien.

—¿Lo ves? Al enterarse de que habían disparado a uno de los nuestros, se cagó encima y vino para prepararse una coartada. Se defenderá fácilmente diciendo: «Pero ¡si fui yo el primero en denunciar que pasaba algo raro! ¿Qué razón tendría para poner a la policía sobre aviso?». Además, ten presente que él tiene más miedo de Sinagra que de nosotros.

—Podemos intentarlo por otro lado. Organizamos un dispositivo de vigilancia y, en cuanto llegue el camión frigorífico con Sinagra, intervenimos y…

—… y nos quitan inmediatamente el caso. ¡Anda, hombre! ¡Van a dejarnos a ti y a mí, a un comisario de mierda y a un subcomisario más de mierda todavía, una investigación sobre tráfico de armas químicas con un país árabe! Intervendrán los Servicios Secretos, los íntegros y los corruptos, y al cabo de dos días…

—… el subsecretario Di Santo dirá en la televisión que se trataba de medicamentos para los niños de Darfur y que hemos cometido un lamentable error.

—¿Ves como empiezas a entender?

—Sí, pero las fotografías…

—Salvo, esas fotos, suponiendo que obtengas autorización para abrir la caja de seguridad, lo que es mucho suponer, suponiendo que las fotos sigan ahí dentro, lo que es mucho suponer, y suponiendo que el magistrado las deje en tus manos más de dos segundos, lo que es mucho suponer, ¡no representan una puta mierda!

—¿Cómo que no? ¿Un subsecretario comiendo con un mafioso del calibre de Franco Sinagra?

—¡Sí, figúrate, qué escándalo, qué vergüenza! ¡Hagan lo que hagan, ahora nuestros honorables diputados se pasan por el forro a la opinión pública! Se drogan, van de putas, roban, trapichean, se venden, cometen perjurio, hacen negocios con la mafia, ¿y qué les puede pasar? Como mucho, que se hable en los periódicos durante tres días. Luego todos se olvidan de ellos. Pero ellos de ti, que has levantado el escándalo, no se olvidan, de eso puedes estar seguro, y te lo hacen pagar.

—Se le podría pedir a Tommaseo autorización para interceptar las llamadas entre Sinagra y…

—¿Y el honorable diputado Di Santo? Pero ¿se puede saber en qué mundo vives? Hoy por hoy, ningún magistrado te concedería esa autorización, y aunque estuviera dispuesto, tampoco podría hacerlo, porque esa gente sabe blindarse bien; antes tiene que dar el visto bueno el Parlamento. ¡Y ya puedes esperar sentado que lo dé!

Montalbano lo escuchaba con una especie de cansancio creciente, porque eran palabras que habría dicho él mismo. Pero comprendió que continuar hablando con Augello sería gastar saliva en balde; no lograría moverlo de su posición. Lo mejor era mandarlo a dormir. Se quedó en silencio un momento, como reflexionando en las palabras de Mimì, luego se inclinó, cogió el sobre vacío, metió dentro las hojas y se lo tendió a Augello, que se lo guardó en el bolsillo.

—Mañana por la mañana, como mucho a las ocho, vas a via Bixio. Llévate a Gallo. A Galluzzo déjamelo aquí.

—De acuerdo. Y duerme tranquilo. No se puede hacer otra cosa.

A la luz del infame sentido común, en efecto, no se podía hacer otra cosa. El razonamiento de Augello llevaba su sello, sí, pero era solo la primera parte del razonamiento completo que él, en el lugar de Mimì, habría hecho.

La segunda parte empezaría así: dicho esto, ¿qué se puede hacer para joderlos a todos, desde el honorable diputado Di Santo hasta Sinagra, sin que acaben dándote por saco? Ese era el quid de la cuestión.

Y debía encontrar la respuesta él solo, teniendo una idea de esas que uno mismo se asusta de que se le hayan ocurrido. De tirar la toalla, ni hablar.