Paró y bajó del coche. La calle estaba todavía más solitaria que antes, si eso era posible. Nadie repararía en su presencia, y si algún transeúnte veía movimiento, no tendría ninguna razón para sospechar, pues las televisiones locales no habían dicho que el cadáver encontrado en el pozo se hubiera identificado como Manzella.
No cruzó enseguida la verja; se detuvo antes para mirar la casa por fuera, se fijó en la situación de las ventanas y calculó el recorrido que tendría que hacer por el interior de la sala para llegar hasta ellas.
Después se decidió. Fue hasta la puerta, la abrió con la llave falsa, entró, cerró a su espalda y, sin encender la luz ni respirar, avanzó entre la densa oscuridad con los brazos tendidos hacia delante hasta llegar a la primera ventana y abrirla. Sacó la cabeza y respiró largamente. El aire era húmedo, el cielo estaba encapotado. Oía su respiración fuerte y jadeante, como después de estar mucho rato nadando. Después cerró los ojos, se volvió y, conteniendo de nuevo la respiración, fue a abrir la segunda ventana. Se asomó y tomó aire otra vez.
Se había levantado un poco de viento, el día había cambiado de golpe, aunque ya desde por la mañana había estado de humor variable. Mejor; si soplaba viento, aumentaría la corriente de aire entre las dos ventanas y el olor a sangre desaparecería. Todavía asomado, encendió un cigarrillo y se lo fumó entero con calma. Al terminar, se guardó la colilla en el bolsillo. ¡Solo faltaría que los de la Científica la encontraran! ¡Igual hacían una prueba de ADN y Arquá llegaba a la conclusión, lógica e inevitable, de que él había matado a Manzella cegado por los celos a causa de un travestí!
Finalmente se encontró preparado para volverse y mirar el interior del salón. Pero como enseguida vio a la derecha una escalera que llevaba al piso superior, decidió ir primero a ver las habitaciones de arriba.
Subió hasta un rellano de dimensiones reducidas donde había tres puertas abiertas de par en par. Encendió la luz del rellano, y fue suficiente porque, sin necesidad de moverse, girando solo la cabeza, pudo ver que la primera puerta, la que tenía justo delante, daba a un dormitorio de matrimonio; la segunda, a un cuarto de baño; y la tercera, a un dormitorio individual, con una cama de una plaza, sin duda destinada a un invitado.
Empezó por esta última. Entró y encendió la luz. En la cama solo había colchón y almohada; ni sábanas ni mantas. Una mesilla de noche con una lámpara encima, dos sillas y un armario pequeño. Lo abrió. Dentro, dobladas, estaban las sábanas y la funda de la almohada; nada más. La noche que lo mataron, Manzella no debía de tener ningún invitado que fuera a dormir en esa habitación.
El cuarto de baño, en cambio, parecía un matadero. Cuatro toallas manchadas de sangre estaban tiradas de cualquier manera por el suelo, había rastros de sangre en el lavabo, e incluso se veía media huella de una mano ensangrentada en la pared de la ducha. Estaba claro: Carmona y Sorrentino se habían desnudado para torturar pinchando y cortando a Manzella con un cuchillo, y luego, como se habían manchado de sangre, se habían lavado, duchado y vuelto a vestir. Para presentarse ante la sociedad humana como humanos y no como lo que eran, animales.
Pasó al dormitorio. Y de inmediato el comisario supo que Pasquano había acertado al decirle que el desdichado había sido sorprendido por sus asesinos mientras dormía desnudo en su cama. En efecto, encima de una silla había unos pantalones doblados, una chaqueta, una camisa y hasta una corbata. Debajo de la silla, un par de zapatos con los calcetines enrollados dentro.
Pero Manzella no había pasado solo la última noche de su vida, o al menos una parte de esta. Las dos almohadas conservaban todavía el hueco de las cabezas, la sábana de arriba medio colgaba por el suelo toda retorcida, la de abajo estaba suelta y dejaba ver el colchón. El pobre Manzella era hombre de amores impetuosos, como había dicho la portera.
En la habitación no estaba la ropa de quien había dormido con él, y tampoco la manta. Debía de ser la que utilizaron para envolver el cuerpo y echarlo al pozo.
Montalbano se acercó a la silla donde estaba la ropa y sacó una cartera del bolsillo interior de la chaqueta. Quinientos euros en billetes de cincuenta, el carnet de identidad, una tarjeta de débito expedida por la Banca dell’Isola, una tarjeta de crédito de la misma entidad, que debía de ser donde Manzella tenía el dinero, y nada más. Abrió el cajón de la mesilla: vacío. En aquel dormitorio no había ni un papel. Por si las moscas, los asesinos se lo habían llevado todo.
Pero ¿cómo habían ido las cosas allí dentro? Montalbano no tuvo dificultades para imaginárselo.
Después de escribir la carta que Manzella no llega a recibir porque se ha mudado de casa, G. consigue verlo de nuevo y reanudar la relación que Manzella ha intentado romper.
Tiene que hacerlo porque, al haber confesado que ha hablado con su amante del asunto del contrabando y que este pretende informar a la policía, los contrabandistas acceden a dejarlo con vida con la condición de que sea cómplice del asesinato de Manzella. Si no consigue guiarlos hasta él, lo liquidan.
Por eso G. insiste hasta que Manzella lo lleva a su casa de via Bixio. Como suele decirse en las novelas de amor, que les encantan a los críticos de los periódicos, la llama de la pasión vuelve a encenderse. Hacen el amor y G. promete regresar la noche siguiente.
Regresa, en efecto, y cuando Manzella se duerme, exhausto, G. coge su ropa, baja la escalera de puntillas, abre la puerta, deja entrar a Carmona y Sorrentino —a los que había avisado previamente—, y se va. Ha hecho lo que debía hacer y por consiguiente lo dejan libre.
«¿Puedo abrir un paréntesis?», se preguntó el comisario. Se dio permiso y continuó: «Hay dos posibilidades: O bien G. es un panoli, se cree la promesa y se queda en Vigàta, en cuyo caso encontraremos su cadáver con heridas de bala en algún sitio, o bien es un experto y a estas horas ha volado al norte de Groenlandia, adonde, como todo el mundo sabe, la mafia siciliana todavía no ha llegado porque en esas tierras hace demasiado frío». Cierra el paréntesis.
Carmona y Sorrentino suben, despiertan a Manzella y, tal como está, desnudo, lo obligan a ir a la planta baja. No le dejan ponerse ni los zapatos, que están en el suelo al lado de la cama.
Y eso significaba que, de buena o de mala gana, también había llegado para él, Montalbano, el momento de bajar a la sala.
Se detuvo en el rellano y contó los escalones. Dieciséis. Le habría gustado tener la pistola en la mano, aunque era inútil porque no había que disparar. Notó que se le erizaba el vello de los brazos, como cuando pasas por delante de un televisor recién encendido. Por más que se armaba de valor y se repetía que en la sala no encontraría a nadie…
¡Por supuesto que no había nadie! Nadie de carne y hueso, claro. Pero ¿qué eran esas chorradas? ¿De qué tenía miedo? ¿De un fantasma, de una sombra? ¿A los cincuenta y siete años empezaba a creer en los espíritus?
Bajó dos peldaños.
Una contraventana dio unos golpetazos que lo hicieron respingar como un gato asustado y perder unos instantes el asidero que le ofrecía la barandilla.
El viento había arreciado.
Bajó deprisa, con los ojos cerrados, cuatro peldaños más. De pronto le faltó decisión y bajó otros dos agarrándose con fuerza a la barandilla, arrastrando el pie hasta que encontraba el vacío, levantando despacio la pierna y apoyando ligeramente la suela del zapato en el peldaño siguiente, exactamente igual que alguien que no ve tres en un burro.
Pero ¿qué era toda esa tensión jamás sentida hasta entonces? ¿Una broma macabra de la vejez?
Esta vez las dos contraventanas de la sala se cerraron al mismo tiempo con un fuerte golpe. La habitación de abajo volvió a quedar sumida en la oscuridad.
«¿Cómo es posible? —se preguntó el comisario—. Si el viento sopla desde un lado, ¿cómo es que se cierran las dos ventanas?».
Y en ese preciso momento comprendió que en la sala había realmente alguien esperándolo. Alguien que tenía su mismo cuerpo y su misma cara y que se llamaba como él, Salvo Montalbano. Él mismo era el enemigo invisible al que tendría que enfrentarse. El enemigo que le haría revivir a la fuerza lo que había sucedido allí dentro hasta en sus más mínimos detalles…
¿Revivir? Palabra equivocada; él no había asistido a la lenta y dolorosa agonía de Manzella, así que, ¿cómo podía revivirla? Y en cualquier caso, después de tantas muertes violentas cuyas huellas había visto, más impresionantes a veces que presenciar el propio homicidio, ¿por qué aquélla le causaba un efecto particular?
De esa situación no podía salir sino llegando hasta el fondo; de pronto estuvo seguro de eso.
Así que bajó los peldaños restantes con toda la decisión posible. Se detuvo de nuevo al llegar al pie de la escalera.
La habitación no estaba completamente a oscuras; las contraventanas estaban cerradas, pero entre las tablillas Se filtraban láminas de luz gris que introducían la sombra trémula de las hojas de los árboles movidas por el viento. Montalbano no quería ni volver a abrir las contraventanas ni encender la luz; prefirió quedarse un rato inmóvil, de manera que sus ojos se acostumbraran poco a poco a la penumbra.
Para hacer sitio al espectáculo que se disponían a dirigir Carmona y Sorrentino habían puesto los muebles contra las paredes: una librería sobre la que debía de haber un frutero de cerámica que ahora estaba en el suelo hecho añicos, tres sillas, un sofá, una mesa de comedor, un aparador con platos y vasos, y un televisor.
Había dos cosas de un blanco lechoso en el suelo, junto a la mesa, que no consiguió identificar.
No era verdad; se había dado cuenta enseguida de qué se trataba, pero se negaba a creerlo. Las miró mejor, y tuvo que convencerse de que había visto bien mientras se le revolvía el estómago y le subía hasta la garganta un grumo de líquido denso, amargo y ardiente que hizo que se le saltaran las lágrimas.
Desplazó la mirada hacia la silla que estaba en el centro de la habitación y el círculo de sangre oscura que la rodeaba.
El suelo era de cerámica, y el comisario vio, justo delante de la silla, una baldosa con una grieta reciente. De haber tenido a mano un cuchillo, sin duda podría haber sacado el proyectil que, una vez atravesado el pie de Manzella, había roto la baldosa y se había incrustado en el suelo.
Tenía razón Mimì.
Lo habían obligado a bajar del dormitorio, habían apartado los muebles y dejado solo una silla en medio, lo habían hecho sentarse… No; antes le… Sigamos adelante, será mejor.
Empezaron a preguntarle, seguramente mientras la emprendían con él a bofetones, guantazos y patadas, qué le había contado a Fazio.
Pero él no podía sino responder siempre lo mismo: a Fazio solo le había mencionado el asunto, pero sin decirle nombres… Y esos dos, que no lo creían, en un momento dado decidieron pasar a cosas más serias.
—¿Es verdad que has sido bailarín?
—Sí.
—Pues entonces, baila.
Y uno de ellos le disparó en un pie. Luego lo obligaron a levantarse y —apoyado en una sola pierna, la del pie ileso— bailar dando vueltas alrededor de la silla.
—Baila, baila sin música…
Y él dio vueltas saltando a la pata coja, desnudo, cómico espantoso al mismo tiempo, profiriendo gritos desesperados que nadie podía oír…
Y el comisario lo veía bailar como si estuviera en la habitación con los otros, y la macabra danza parecía la escena de una película en blanco y negro, con aquella luz trémula procedente de la ventana…
Fue entonces cuando sucedió lo que Montalbano temía que iba a suceder.
Mientras con la imaginación se representaba la escena, poco a poco el cuerpo desnudo y ensangrentado de Manzella empezó a transformarse, a volverse más piloso, y el suelo ya no era de cerámica sino de arena, igual que la playa de Marinella…
Con una especie de destello de luz, de flash cegador, se encontró, como aquella mañana, mirando a la gaviota que bailaba su muerte.
El ave, sin embargo, no emitía el sonido desgarrador que había oído aquel día; ahora tenía una voz humana, la de Manzella, que pedía compasión llorando…
Y oyó nítidamente las carcajadas de los dos hombres divirtiéndose, cómo se habían divertido…
La gaviota estaba ya a punto de morir.
Manzella cayó al suelo; no podía resistir más tiempo de pie, y se retorcía tratando de levantar la cabeza.
La gaviota movía el pico adelante y atrás, como si quisiera poner algo en un sitio demasiado alto para ella.
Entonces los dos hombres se acercaron a Manzella, lo levantaron del suelo, empezaron a arrastrarlo de acá para allá, torturándolo con el cuchillo mientras la sangre salpicaba las paredes, los muebles…
Pero antes se habían concedido otra diversión…
Después todo acabó, quizá porque una ráfaga de viento abrió de nuevo las ventanas.
Se encontró sentado en la escalera, con los ojos cerrados y la cara entre las manos.
Ya había pasado. Era eso lo que había temido desde había entrado por primera vez en aquella habitación, que inevitablemente una realidad se superpusiese a otra realidad. No, no era como un sueño que después se te presenta nuevamente con los ojos abiertos; no, no era lo ya visto, sino algo completamente distinto, un desvío de la razón, una espantada momentánea, un cortocircuito que te catapultaba a una tierra desconocida para ti, mientras que el tiempo confundía el pasado, mezclaba hechos ocurridos en días distintos formando un único presente…
Ahora se sentía bastante más tranquilo.
Abrió los ojos y miró hacia donde había señalado la gaviota con el pico.
Había un cuadro colgado en la pared, pero no consiguió distinguir su motivo; estaba a demasiada distancia.
Se levantó y se acercó. Cuatro rosas rojas, pintadas de manera que el cuadro parecía una foto, horrendas, dignas de una caja de bombones de las de antes.
Su brazo derecho se movió por su cuenta, sin que él se lo hubiera ordenado. La mano independiente descolgó el cuadro y le dio la vuelta. Detrás no había nada; solo el papel marrón que tapaba por detrás la pintura. La mano estiró los dedos, el cuadro cayó al suelo, el cristal se rompió, el listón inferior del marco se desprendió y por allí asomó un sobre blanco. El comisario no se extrañó; le pareció algo natural, algo que había sabido desde siempre. Se agachó, lo cogió y se lo guardó en el bolsillo.
Solo le quedaba por hacer una cosa: irse lo antes posible de aquella casa. Se encaminó hacia la puerta, pero de pronto se detuvo.
¡Las huellas! ¡Debía de haber dejado cientos en todas las habitaciones donde había entrado!
Inmediatamente después, casi tuvo ganas de reír: se la traía al fresco que las encontraran, pues no estaban registradas en ningún sitio, mientras que las de Carmona y Sorrentino sí.
Antes de salir, no pudo evitarlo y volvió a mirar los dos preservativos usados que estaban en el suelo, junto a la mesa.
En cuanto subió al coche, instintivamente miró el reloj. Y su primera impresión fue que se había estropeado.
¿Era posible que fuesen las cuatro? ¿Era posible que hubiese estado casi tres horas en aquella casa sin darse cuenta?
La altura del sol que aparecía y desaparecía entre las nubes le confirmó que el reloj funcionaba bien. Entonces, ¿qué explicación tenía aquello?
«¿Qué novedad es esta? ¿Qué coño se le está metiendo en la cabeza? ¿Ahora quiere convencerse de que en la casa de Manzella ha sucedido algún otro hecho extraordinario?», preguntó de improviso, y bastante enfadado, Montalbano segundo.
«¿Qué otro hecho?», reaccionó Montalbano primero como si le hubiera picado una avispa.
«Eso del tiempo. No ha ocurrido absolutamente nada paranormal, mágico o misterioso, nada de presencias, nada de tiempo detenido o en suspenso y chorradas parecidas. Ha estado tres horas ahí dentro y no se ha dado cuenta de que el tiempo pasaba. Así que no empecemos a pensar en un acontecimiento extraordinario, porque en esa casa no ha sucedido absolutamente nada extraordinario».
«¿Ah, no? Entonces, ¿cómo explicas que…?».
«¿Quieres que te lo explique? ¿De forma brutal y sencilla? Ha entrado en esa casa ya alterado, con el pulso acelerado, porque no soporta la violencia, al menos la representación que él mismo se hace de la violencia. En la andropausia se vuelve uno mucho más sensible a ciertas cosas». «Eso de la andropausia te lo podrías ahorrar». «¡No, no me lo ahorro porque es la causa de todo! No olvides que ahí dentro él ha visto prácticamente lo que había sucedido. Y punto. No es la primera vez que le pasa. Y en lo que veía ha insertado la muerte de la gaviota, que también le había impresionado. No hay más. Lo único nuevo es el modo en que ha reaccionado. Como un viejo, al borde de las lágrimas y con las emociones a flor de piel. Y eso no es una buena señal».
«¡Qué banal eres cuando hablas! ¿Y cómo te explicas que haya encontrado enseguida el sobre?».
«¿Qué pasa, que según tú la gaviota le ha indicado con el pico dónde estaba escondido? ¡Vamos, hombre! ¡Por favor! ¡Lo ha encontrado por su instinto de policía! Registrando la habitación, ¡hasta Catarella lo habría encontrado!, aunque hubiera tardado un poco más».
«¿Queréis dejar de tocarme los cojones? —intervino el comisario—. ¡Tengo que conducir, joder!».
Pero sintió que, en el fondo, la discusión le había sentado bien; había puesto las cosas en su sitio. No tenía ni pizca de hambre, así que paró en el primer bar que encontró y se tomó un café doble.
—¿Se han ido Augello y los demás?
—Sí, siñor dottori. Hace ya más de media hora. Mire, la señora Fazio trajo la pistola.
—Ve a dejarla en mi coche.
Entró en su despacho, sacó el sobre del bolsillo y, sin abrirlo, lo metió en un cajón que cerró con llave.
No quería que nada lo distrajera; lo más importante ahora era que Fazio llegara sano y salvo a Palermo.
La primera llamada a Mimì la hizo a las cinco y media.
—Saludos de Totó Monzillo —dijo Augello.
Era un estupendo colega de la Jefatura Superior de Montelusa.
—¿Qué significa eso?
—¿Qué va a significar, Salvo? Que Monzillo está aquí conmigo, en Fiacca. Nos hemos encontrado en el aparcamiento. Él está con cuatro hombres.
—¿Y qué hace ahí?
—Está esperando la ambulancia con Fazio para escoltarla hasta Palermo. Ha recibido la orden de Bonetti-Alderighi. Así que yo diría que nosotros podemos…
—¿Volver a Vigàta? ¡Olvídalo!
—Pero ¿qué vamos a hacer? ¿Una procesión?
—Eso.
—¿No te parece ridículo?
—En absoluto. Tú conoces la existencia del coche metalizado, de Carmona, sabes por qué quieren matar a Fazio, mientras que Monzillo no tiene ni puta idea de nada.
—Tienes razón —reconoció Augello.
Montalbano había previsto precisamente eso: que el jefe superior, como era lógico, mandaría una escolta. Y así Carmona y su amigo se percatarían enseguida de que había dos coches de la policía acompañando la ambulancia y seguramente renunciarían a la empresa. Eran asesinos, no kamikazes, y tenían apego a su vida de bestias repugnantes. Se tranquilizó un poco y empezó a firmar papeles.
—Estamos saliendo. Son las seis en punto —dijo Mimì.
—Gracias, buen viaje.
* * *
—Estamos a mitad de camino y todo va sobre ruedas. Con la salvedad de que están cayendo unas gotas.
La quinta llamada, en cambio, tardó. Pasados veinticinco minutos, Montalbano empezó a removerse en la silla, hasta que en determinado momento en lugar de la firma hizo un borrón. Se levantó, fue hasta la ventana, encendió un cigarrillo y entonces Mimì llamó.
—¿Por qué has tardado tanto?
—Es que ha habido jaleo, pero era una falsa alarma.
—¿Seguro que era falsa?
—Seguro. Un coche con dos hombres se ha atravesado en la carretera nada más adelantar a la ambulancia. Ha sido porque el firme estaba mojado, pero hemos creído que se trataba de una maniobra deliberada y lo hemos rodeado. ¡Imagínate! Los pobres han visto que los apuntaban ocho armas, entre metralletas y pistolas, los obligaban a bajar con las manos en alto y los registraban. Al de más edad, que padece del corazón, ha estado a punto de darle un ataque.
—¿Y quiénes eran?
—El obispo de Patti y su secretario.
—¡Coño!
—Creo que este asunto no va a terminar aquí.