15

No tenía ni la menor idea de dónde estaba via Bixio. No se atrevió a preguntarle a Catarella; seguro que habría entendido via Piscio. En el coche llevaba un plano de Vigàta. Lo consultó. En el listado de calles ponía que se hallaba en la casilla C4. Era como jugar a hundir la flota. Como era natural y previsible, faltaba un trozo del plano, precisamente el que contenía la casilla C4. Pero consiguió deducir que se encontraría más allá de San Giusippuzzo, una zona casi de campo abierto. Tardó media hora en llegar. El 22 de via Bixio, calle que a partir de cierto punto se convertía en un verdadero camino rural, correspondía a una casucha diminuta de una planta, rodeada de lo que en otro tiempo debió de ser un terreno a medio camino entre huerto y jardín y que ahora estaba completamente abandonado. Había una pequeña verja de hierro forjado, abierta. Montalbano la cruzó y se detuvo delante de la puerta, cerrada. Las ventanas también estaban cerradas. Había un timbre; lo pulsó insistentemente, en vano. En vista de que la casa más cercana se encontraba a unos cincuenta metros y de que no se veía ningún coche en el horizonte, sacó del bolsillo un manojo de llaves especiales que le había regalado un ladrón amigo suyo. La puerta se abrió al cuarto intento, y Montalbano dio un salto atrás. Le pasó exactamente lo mismo que cuando le abrió el señor Catalfamo. Pero esta vez no se trataba de tufo a ajo. Era el nauseabundo olor de la sangre, entre dulzón y un poco amargo, que tantas veces había percibido. Entró y cerró la puerta a su espalda. Contuvo la respiración. Tanteó la pared en busca del interruptor, lo encontró, encendió la luz. Estaba en una sala con los muebles colocados a lo largo de las paredes. En medio solo había una silla de paja completamente impregnada de sangre seca. Sangre que había salpicado también las paredes, los muebles y el suelo. Había sido una verdadera carnicería. La silla estaba en el centro de un amplio círculo de sangre seca, como si alguien hubiera dado vueltas alrededor…

Y de pronto Montalbano comprendió lo que habían hecho allí. Por un instante casi vio con sus ojos la escena; le entró un miedo irracional y respiró hondo instintivamente, y el terrible olor le provocó una violenta arcada. Retrocedió, abrió la puerta, la cerró, montó en el coche y se fue. Pero al cabo de un momento tuvo que parar. Bajó y vomitó.

—¡Ah, dottori! Aquí están las fichas que me pidió de Cammona con erre y Ponentino, que en realidad se llama Sorrentino. Y además debo decirle que ha telefoneado el señor Gargiuto. Ha dicho él que apenas usía esté aquí lo llama.

—Cataré, no he entendido nada. ¿Quién tiene que llamar, yo o Gargiuto?

—Usía, dottori.

—Pero si no conozco a ese tal Gargiuto, ¿cómo voy a llamarlo?

—¿No lo conoce? ¿Lo dice en serio? —preguntó Catarella, mirándolo asombrado.

—Pues no. Es la primera vez que oigo hablar de él.

—Pero, dottori y a mí me dijo que él, Gargiuto, tenía que darle a usía, dottori Montalbano, una respuesta porque usía había dejado una carta escrita…

¡Gargiulo, de la Científica!

—Vale, vale, ya sé. Oye, ¿está el dottor Augello?

—Acaba de telefonear diciendo que llegará dentro de media hora.

—En cuanto lo veas, dile que venga a mi despacho.

—¿Qué me dices, Gargiù?

—Comisario, puedo darle una primera respuesta ahora. Para un análisis más preciso, necesitaré tres o cuatro días.

—Dame la primera respuesta mientras tanto.

—No es una escritura natural.

—¿Está falsificada?

—Rotundamente no. Quiero decir que es una escritura escogida.

—¿Por quién?

—Por quien escribe.

—A ver si lo entiendo, Gargiù. ¿Al autor de la carta no le gustaba la letra que la madre naturaleza le había dado y se impuso escribir de un modo distinto?

—Más o menos. El autor de la carta, un hombre…

—¿Estás seguro?

—Le aseguro que ese tal G. es hombre. Un hombre que, sin embargo, se esfuerza en escribir con letra femenina. ¿Me explico?

—Perfectamente, Gargiù.

—Hace tres o cuatro días, cuando…

—No te molestes más, Gargiù. Con lo que me has dicho tengo suficiente. Gracias, y devuélveme enseguida la carta.

—Se la mando ahora mismo con un agente.

—Bueno, ¿qué novedades son esas? —preguntó Augello entrando en el despacho de Montalbano, que llevaba más de media hora firmando papeles.

—Ahora te las cuento. ¿Cómo acabó ayer la cosa con la señora Manzella?

—Reconoció el cadáver.

—¿Cómo reaccionó al enterarse de la noticia?

—Digamos que estaba un poco disgustada.

—¿No te había dicho que para ella la noticia no era tan triste? No solo va a heredar, sino que podrá casarse enseguida.

—Bueno, ¿y las novedades? —insistió Augello.

—La primera es que cambies para mañana por la mañana la cita con Rizzica.

—¿Por qué?

—Porque hoy tienes que estar como máximo a las cinco en el hospital de Fiacca, donde se encuentra Fazio. Llévate a Gallo y Galluzzo, y ve bien armado.

—¿Qué tenemos que hacer?

—Hacia las seis, una ambulancia irá a buscar a Fazio para llevarlo a Palermo.

—¿Y…?

—Tenéis que escoltarla. Discretamente, sin llamar la atención, así que id con tu coche. Si quieren liquidarlo, es la última oportunidad que tienen.

—Pero ¿tú crees en serio que…?

—Sí, Mimì, en serio. Volvieron a intentarlo en el hospital.

—¿Y esta vez qué pueden hacer?

—Puedo decirte, con una seguridad del noventa por ciento, que detrás de la ambulancia irá un coche grande azul metalizado. Si lo veis, mucho ojo. Son ellos. Es posible que provoquen un accidente y, aprovechando la confusión, intenten cargarse a Fazio. Te digo una cosa: es el mismo coche desde el que esta mañana le dispararon a la portera.

—¡Coño! Pero ¿a ti quién te ha hablado de ese coche?

Ahora venía lo difícil. Tenía que dejar a Angela al margen del asunto; ella no debía aparecer bajo ningún concepto. Si la comprometía, la chica podía considerarse muerta.

—Tuve ocasión de hablar con el enfermero que provocó la huida del hombre que se había colado en el área donde estaba Fazio. Se lo describió tan bien al comisario Caputo de Fiacca que este no tardó nada en identificarlo.

—¿Y quién es?

—Se llama Vittorio Carmona. Tres homicidios, prófugo. Pertenece a la familia de los Sinagra. Mira su ficha.

La sacó de un cajón. La otra ficha, la de Sorrentino, la había metido al fondo, bajo un montón de papeles. Nadie debía verla; antes de salir del despacho se la guardaría en el bolsillo y después la quemaría en Marinella.

—¡Con la cara paga! —comentó Augello, devolviéndosela—. Pero ¿cómo te has enterado de lo del coche?

—Hablando con el empleado del aparcamiento, ya sabes, el que está en la barrera, cosa que nuestro colega Caputo no había hecho —respondió Montalbano, confiando en que Mimì no hablase ni con el empleado del aparcamiento ni con el comisario.

—¿Hablamos de la portera? —preguntó Mimì.

—¿Te has hecho una idea de lo sucedido?

—Sí.

—Dímela.

—Cuando Manzella le dejó el telescopio, la portera debió de sentirse tentada por la curiosidad, y una noche subió y se puso a mirar. Y debió de ver algo que le permitió hacer chantaje. Los implicados, para parar el golpe, pagaron inmediatamente. Después entraron en el apartamento de Manzella, se llevaron el telescopio y los prismáticos, y en cuanto se hizo de día la mataron.

—Error.

—¿Dónde?

—En la segunda parte.

—Explícate.

—Mimì, tengo dos testigos en condiciones de declarar que fue la señora Matilde, la portera, la que entregó personalmente el telescopio y los prismáticos a un hombre que, hacia las cinco de la madrugada, fue con una furgoneta.

—Eso cambia…

—Te diré más: a uno de los testigos, la señora Matilde le dijo que iban a llevarlos a la nueva dirección de Manzella el cual la había telefoneado el día anterior.

—Pero ¡si llevaba días muerto!

—La pregunta, por tanto, es: si no se los estaba mandando a su legítimo propietario, ¿a quién, entonces?

—¡A los que chantajeaba!

—¿Ves como cuando te pones eres bueno?

—Pero, haciendo eso, se quedaba sin la única prueba que tenía en su poder.

—Mimì, ¿cuánto había depositado en el banco?

—Cinco mil euros.

—¿Has registrado la vivienda?

—No. ¿Por qué debería haberlo hecho?

—Porque seguramente habrá en alguna parte un sobre con más dinero. Han hecho un cambio: dinero por telescopio, con una parte del pago por anticipado. ¿Cómo está allí la situación?

—El marido ha ido a emborracharse otra vez y el apartamento está sellado.

—Perfecto. En su debido momento, iremos a echar un vistazo.

—Entonces, según tú, con el pago del segundo plazo por parte de ellos y la entrega de prismáticos y telescopio por parte de la portera, ¿el asunto habría quedado zanjado?

—Al menos así se lo habrían hecho creer, aunque pensaban dispararle unas horas más tarde. Y ese es el verdadero problema.

—No lo entiendo.

—Si recapitulamos, lo entenderás mejor. El asunto comienza con un tal Manzella, que quiere denunciar a su amigo Fazio un caso de contrabando. Fazio no nos dice nada, pero el mismo día que desaparece, el señor Rizzica viene a contarnos que sospecha que uno de sus motopesqueros está sirviendo, a sus espaldas, para el tráfico de drogas. ¿Observas la diferencia?

—Querrás decir la coincidencia.

—Mimì, yo domino el lenguaje porque leo libros. Tú, en cambio, eres un ignorante y confundes una palabra con otra. ¡He dicho «diferencia», no «coincidencia»!

—¿Y cuál es esa cosa?

—¿Lo ves? ¿Te parece que es manera de expresarse? Eres un catarelliano ad honórem. La diferencia consiste en que Manzella le habla a Fazio de contrabando, mientras que Rizzica viene a exponernos un asunto de tráfico de drogas.

—¿Y te parece una diferencia importante? ¿No se dice contrabando de drogas?

—Quizá podría decirse. Pero en el uso común, con la droga se emplea la palabra «tráfico». «Contrabando de drogas» no se dice nunca.

—Pero bueno, ¿estamos en el colegio?

—No. Si estuviéramos en el colegio, ya te habría cateado. Solo estoy señalándote la diferencia. Contrabando puede ser de todo: armas, cigarrillos, medicinas, sustancias para fabricar la bomba atómica…

—Pero ¿Fazio está seguro de que Manzella le dijo contrabando?

—Segurísimo. Y me cuadra.

—¿Por qué?

—Ahora lo entenderás. Manzella se pasa unos días mareando la perdiz, hasta que finalmente cita a Fazio en el puerto. Fazio no sabe que es una trampa, puesto que a Manzella ya lo han matado, y acude. Le disparan, lo hieren y deciden rematarlo lejos de la ciudad, en los tres pozos. Pero allí sucede algo imprevisto: Fazio consigue echar a uno de ellos a un pozo y escapar.

—Uno que todavía no ha sido identificado.

—Exacto.

Solemne mentira, porque no había más que sacar la ficha del cajón y Mimì habría sabido su nombre y apellidos. Pero no podía ni decir ni hacer nada, si no, Angela estaría perdida.

—Pero sabemos que uno de los dos era Vittorio Carmona —continuó—, porque Fazio lo reconoció perfectamente cuando se lo describí.

—Y luego matan a la portera.

—Exacto. Dos muertes, que en realidad son tres, aunque la causada por Fazio fue en legítima defensa, y un intento de homicidio que estoy seguro de que intentarán llevar a término. ¿No te parecen demasiados?

—¿El qué?

—Los muertos, Mimì. Esa es la cuestión. Demasiados muertos para un simple tráfico de drogas. No estamos en Bolivia.

—¿Entonces?

—Probablemente detrás haya algo más gordo.

—Si consiguiéramos averiguar cómo llegó a enterarse Manzella y por qué quería decírselo a Fazio…

—Espera un momento —dijo Montalbano, levantando el auricular—. Catarella, ¿ha llegado algo para mí de la Científica?

—Sí, siñor dottori. Ahora mismo. Una carta.

—Tráemela.

En cuanto Catarella se la llevó, abrió el sobre y le pasó la carta a Mimì.

—Pero ¿es un hombre o una mujer quien escribe? —preguntó Augello después de haberla leído.

—Yo tuve la misma duda. Se la dejé a Gargiulo, y él ha diagnosticado que es un hombre que quiere pasar por mujer.

—¿Un travesti? ¿Un transexual?

—Puede ser. Y lee también esta.

Abrió el cajón, sacó la carta del amigo de Manzella, la que iba acompañada de la fotografía del marinero, y se la tendió.

—Pues vamos bien —fue el único comentario de Mimì.

—En mi opinión, nuestro amigo Manzella, casado y padre de un hijo, en determinado momento de su vida descubre un mundo distinto. Y descubre que está hecho para ese mundo. Un asunto suyo que a nosotros no debe importarnos lo más mínimo.

—Relativamente —replicó Mimì.

—¿Por qué?

—Precisamente el otro día Beba me señalaba que, si todos fuéramos como ellos, tergiversaríamos el hecho de que estamos en el mundo para procrear.

—¿Y quién te dice que nuestro fin es ese? ¿Dios Nuestro Señor en persona? Dime la verdad: cuando antes de casarte follabas como un descosido, ¿no hacías de todo para no procrear? ¡Por ti, el mundo podría haberse ido a tomar por saco por extinción de la raza humana!

—Pero ¿qué tiene eso que ver?

—Mimì, más vale que dejemos este tema. Continúo. Como iba diciendo, un día aciago para él, Manzella conoce a G. Flechazo, y pido disculpas por la banalidad de la expresión y el dolor que le causo al gran procreador converso que tengo delante. Se ven con frecuencia hasta que Manzella descubre por casualidad, o porque el propio G. se lo dice, que su amigo está implicado en algo turbio. Pero no quiere perderlo y guarda silencio. Hasta que alguien le dice que G. lo engaña. Entonces decide vengarse y pone sobre aviso a Fazio. Pero cambia de opinión, se echa atrás. Tiene altibajos. Y acaba provocando que G. descubra sus intenciones. G. informa a quien debe informar y lo quitan de en medio. ¿Te cuadra?

—Es una hipótesis convincente.

—Es la única —dijo Montalbano levantándose—. Pero no hay ninguna prueba.

—¿Adónde vas?

—A comer. Y por favor, Mimì, cuando sigáis a la ambulancia, llámame cada cuarto de hora al móvil. Recuerda que a Carmona puedes detenerlo en cualquier momento porque es un asesino y un prófugo. Y recuerda también que es peligroso; dispara sin pensárselo dos veces, y no solo para hacer ruido.

—Pues si se da el caso, te dejaré oír el tiroteo a través del móvil, así estarás entretenido.

Pero Montalbano no tenía ninguna intención de ir a comer. En realidad, como lo que debía hacer no le gustaba nada, sentía la boca del estómago tan cerrada que por allí no habría podido pasar ni una miga de pan.

Hay cosas que no se pueden afrontar con el estómago lleno; lo sabía por experiencia.

En cierta ocasión que tuvo que presenciar cómo trabajaba Pasquano con el cuerpo de una niña de diez años, acababa de comer hacía nada, y después se tiró un cuarto de hora en el aparcamiento doblado por la cintura echando hasta la primera papilla. Pero no se encontró mal por lo que Pasquano hacía y él estaba obligado a ver, no; se trataba de que mientras el doctor describía en voz alta las heridas infligidas a la niña («corte profundo en la pantorrilla izquierda inferido por la misma hoja que… amplia laceración en la zona inguinal probablemente producida por un objeto…»), él se había imaginado… no, nada de imaginar; había visto, eso es, había visto aquel homicidio como si ocurriese en ese momento ante sus ojos, y se había sentido como asfixiado por tanta crueldad, tanta violencia, tanta bestialidad atroz.

Al pasar por delante de Catarella, se despidió y le repitió el embuste que le había dicho a Augello.

—Me voy a comer. Llevo el móvil, llamadme en cualquier momento.

Salió, dio tres pasos y volvió atrás:

—¿Ha traído la mujer de Fazio mi pistola?

Catarella se quedó boquiabierto.

—¿Su pistola? ¿La siñora Fazio? ¿Tiene permiso de armas?

—¿Quién?

—La mujer de Fazio.

—No creo.

—¿Y va por ahí con una pistola en el bolso?

—Cataré, no te enrolles, ya veo que aún no la ha traído. Como lo hará, la guardas tú y me la das cuando vuelva.

¿Por qué se había acordado del arma? Con una seguridad del noventa y nueve por ciento, en el sitio al que iba no necesitaría ninguna pistola. Sin embargo…

Montó en el coche y se dirigió a via Bixio.

Otro interrogante: ¿por qué no le había dicho a Mimì Augello que había averiguado las últimas señas de Manzella y había ido a la casa?

No era algo que tuviera que ocultar para no comprometer a Angela; la chica no tenía nada que ver con eso: la dirección se la había dado Fazio cuando la recordó. ¿Entonces?

La razón era tan sencilla que la encontró enseguida. Si le hubiera dicho a Mimì que había ido a la casa de Manzella, él sin duda le habría preguntado qué había encontrado allí, y habría tenido que contestarle que había entrado, en efecto, pero que luego había salido por piernas.

Se imaginaba la expresión atónita y desconcertada de Mimì.

—¡¿Que te has ido sin más?! Pero ¡¿por qué?!

¡Y a ver quién le explicaba que se había asustado!

—¡¿Tú?! ¡¿Te has asustado?! ¿Y de qué?

—De nada concreto, Mimì. Digamos que ha sido un trastorno metafísico.

—¿Metafísico? Pero ¿de qué coño hablas?

No; Augello creería que se había vuelto loco.

Y tampoco podía contarle otra mentira y decirle que sabía por Fazio dónde estaba la última vivienda de Manzella, pero que aún no había ido porque quería que fueran juntos. Augello lo conocía demasiado bien para saber que no habría resistido la curiosidad y habría ido inmediatamente, sin preocuparse ni por asomo de avisarle.

¿Cómo podía resolver esa situación?

Ya lo tenía: le diría a Mimì que Fazio le había dado por teléfono la dirección mientras él iba al hospital, o se encontraba en la carretera hacia Palermo, porque no la había recordado hasta entonces, y que él, Montalbano, no había podido avisarlo porque estaba ocupado con la escolta.

Y entretanto había llegado a la casa de Manzella.