14

Eres una buena chica, estoy seguro. ¿Quieres que te diga yo cómo te han convencido?

—No puedes saberlo.

—Probaré, a ver si acierto. Tú solo contesta sí o no a una pregunta: ¿has perdido a tu novio porque murió al caer en un pozo?

Angela, echándose de golpe hacia atrás, abrió los ojos como platos y murmuró algo, pero el comisario no entendió lo que decía. La sorpresa la había dejado pálida y sin resuello. Intentó hablar de nuevo.

—Pe… pero… ¿cómo has…?

—No te preocupes; ya me has respondido. Ahora puedo continuar. Un amigo de tu novio fue a decírtelo, uno que trabajaba con él, uno con una cicatriz en la cara. Te contó que era Fazio quien lo había matado y que querían vengarlo. Y que tu obligación era participar en la venganza. Lo único que tenías que hacer era decirle en qué planta estaba Fazio y el número de su habitación. Y tú aceptaste.

—Pero…

—Lo sé, solo le dijiste la planta, no el número de habitación. Cambiaste de opinión, ¿verdad?

—Sí; no quería que lo… En un primer momento estaba furiosa y desesperada; luego pensé que aquel hombre solo había cumplido con su deber.

—¿Tú sabías que tu novio…? ¿Cómo se llamaba?

—Como yo: Angelo. Angelo Sorrentino.

—¿Sabías que tu novio se dedicaba a lo que se dedicaba?

—Él nunca me habló de eso. Pero hace unos meses que yo había empezado a sospechar.

—¿Cómo se llama el de la cicatriz?

—Vittorio Carmona.

—¿Está ahí fuera en el coche?

—Sí.

—¿Y el que va con él quién es?

—No lo sé.

—Después le dijiste a Carmona que no querías saber nada más de este asunto y él te chantajeó. ¿Acierto?

—Sí, me espetó que escribiría una carta diciendo que fui yo quien lo había introducido en el hospital porque era la novia de Angelo. Y que, si eso no bastaba para convencerme, me mataría.

—¿Qué te ordenaron hacer esta noche conmigo?

—Que me acostara contigo y te hiciera hablar.

—¿Qué querían saber?

—Qué recordaba Fazio y si había dado nombres.

—Pero yo ya te he contestado a eso en el restaurante, así que no hacía falta que te acostaras conmigo.

—No. Te equivocas; no ha sido por eso.

—Entonces, ¿por qué?

—De repente he pensado en Angelo. Y no he podido. Además…

—Te has dado cuenta de que no eras capaz de hacer el papel de Judas.

Angela no contestó. Le temblaba la barbilla.

—¿Solo querían eso?

—No. —Se había sonrojado, parecía avergonzada.

—Vamos, habla.

—Me da vergüenza.

—Entonces te lo digo yo. Querían que te comportaras de manera que me prendara de ti, de tu cuerpo, y que la relación continuase para estar informados, a través de ti, de los movimientos de la policía.

—Debía ser puta de la cabeza a los pies. ¿Y ahora qué les digo? Carmona me matará.

—Les dirás lo que yo voy a decirte. Escúchame bien.

Hacia las nueve se fue a la comisaría muerto de sueño. A las cuatro de la madrugada había salido de casa de la mano de Angela y, para uso y consumo de posibles espectadores-controladores, se habían dado un largo beso antes de subir al coche, estrechamente abrazados. Como dos amantes a los que la noche se les hubiera hecho corta. Pero al sentir los labios de Angela sobre los suyos, Montalbano comprendió que aquel beso no era solo teatro, sino que en él había también calor de gratitud y afecto. Notó cómo la sangre circulaba por sus venas y que la cabeza le daba vueltas.

—¿Me dejas conducir?

El comisario le cedió el volante encantado porque, después de aquel beso, había recordado los pechos desnudos de la chica y habría sido peligroso. Habría tomado todas las rectas por curvas.

La carretera estaba vacía. Angela conducía bien y rápido. El coche metalizado ya no los seguía. Debían de haberse ido a cierta hora, convencidos de que Angela y él estaban de revolcón en revolcón. Aun así, la joven tardó una hora y cuarto. En cambio, el comisario hizo el camino de regreso en una hora y cincuenta minutos. Ya en Marinella, se dio una ducha tan larga que casi acaba con el agua. Luego se bebió cinco cafés seguidos y se marchó a la comisaría.

Antes de que tuviera tiempo de aparcar, oyó la voz de Catarella, agitadísimo.

—¡Ah, dottori, dottori! ¡Ah, dottori! —exclamaba, corriendo hacia el coche.

La cosa debía de ser seria. Montalbano no se tomó la molestia de apearse.

—¡Jesús, la de tiempo que llevo llamándolo! ¡Pero usía tiene el teléfono de casa desconectado y el móvil apagado!

—Sí, vale, ¿qué ha pasado?

—¡Han matado a una mujer!

—¿El doctor Augello ha ido al lugar del suceso?

—Sí, siñor dottori. Ha sido él personalmente en persona quien me ha dicho que le diga a usía personalmente en persona que en cuanto llegue se reúna con él urgentísimamente. ¡Eso me ha dicho que le diga!

—Dame la dirección.

Catarella buscó en sus bolsillos.

—Me la escribió en un papel que no encuentro. ¡Ah, aquí está! Pero no se lee bien. Se trata de via della Forchella o della Forchetta, número trece.

Debía de ser via della Forcella.

—Voy inmedia… —Se interrumpió en seco al recordar quién vivía en aquella calle.

Cuando llegó, había un barullo tremendo. Una treintena de personas delante del portal, mantenidas a raya por las amenazas y los reniegos de dos guardias municipales, las televisiones, los periodistas… Todos los balcones del vecindario abarrotados de gente asomada y alterada. Paró, bajó y se abrió paso a base de codazos e improperios. Un periodista lo agarró de un brazo.

—¡Díganos qué piensa!

—¿Y usted?

El tipo se quedó desconcertado y Montalbano pudo seguir adelante. El cadáver estaba medio fuera y medio dentro del portal, mal tapado con una sábana ensangrentada. Galluzzo se precipitó a su encuentro.

—La muerta es la portera del edificio. Matilde Verruso. Cincuenta y cuatro años.

—¿Cómo ha sido?

—Esta mañana temprano, en cuanto abrió la puerta de la calle, le dispararon desde el interior de un coche que se dio a la fuga.

—¿Hay testigos?

—Uno que vive en el tercer piso. Estaba sentado junto al ventanal y…

—Quiero interrogarlo más tarde. ¿Dónde está Augello?

—Dentro.

El comisario dio dos pasos y volvió atrás.

—Oye, pero si le dispararon a primera hora de la mañana, ¿por qué el cadáver sigue aquí?

—Porque, casi al mismo que a esta desdichada, mataron también al alcalde de Gallotta y todos han acudido allí. Pero llegarán dentro de un cuarto de hora como mucho.

Claro, la política tenía prioridad. Entró en la portería Se oía roncar a alguien.

—¿Quién está durmiendo? —le preguntó a Mimì.

—El marido. Borracho como una cuba.

—Oye, ¿dónde podría encontrar la llave del apartamento de Manzella?

—No hace falta que vayas; ya he estado yo. He tenido la misma idea que tú.

—¿Y qué?

—Ya no está el telescopio del que me habías hablado, y los prismáticos tampoco. Se los han llevado.

—¿Cuándo?

—¿Qué quieres decir?

—Mimì, piensa un poco. Si los que dispararon se dieron enseguida a la fuga, no pueden habérselos llevado ellos. Y tampoco pueden haberlo hecho después del crimen. El telescopio y los prismáticos desaparecieron antes. ¿Está claro?

—Clarísimo.

—Quiero hablar con el testigo.

—¿El señor Catalfamo? Tercer piso, puerta doce. Pero no ha visto nada destacable.

—De todos modos hablaré con él.

* * *

Montalbano tuvo que llamar varias veces. Seguro que Catalfamo estaba en el balcón y no oía el timbre. Al final fue a abrir. Una consistente tufarada de ajo aprovechó la ocasión para salir del apartamento.

—Soy el comisario Montalbano.

—Y yo soy Eugenio Catalfamo, jubilado, viudo sin hijos, setenta y ocho años. Pase, pase.

—No hace falta, señor Catalfamo; solo tengo que hacerle una pregunta.

—Pase igualmente.

Tenía ganas de hablar con alguien, el pobrecillo. Pero ¿cuánto tiempo podría resistir Montalbano sin respirar?

—Está bien, gracias.

Entró. El apartamento era una réplica exacta del de Manzella.

Había dos sillas junto a una mesa; Catalfamo le ofreció una.

—Siéntese. ¿Le apetece tomar algo?

—Nada, gracias.

Montalbano no pudo más. Sacó el pañuelo del bolsillo y se lo puso delante de la nariz.

—Disculpe, estoy resfriado. Solo quería saber si ha visto usted bien…

—La vista la tengo buena.

—Felicidades. Si ha visto bien el coche desde el que dispararon.

—¡Claro que lo he visto! Llegó un minuto antes de que la pobre señora Matilde abriera otra vez la puerta. Antes de que tuviera tiempo de hacer nada, le dispararon. ¡Pobrecilla! Dispararon y escaparon. Pero ¿por qué la pobre señora Matilde tendría que haber hecho algo?

—¿Recuerda el número de matrícula?

—No me fijé en eso.

—¿Y el color?

—Azul metalizado. Un coche grande.

Se esperaba esa respuesta. Después de montar guardia en Marinella, a las siete de la mañana Vittorio Carmona su socio habían ido a hacer ese trabajito matutino. Pero algo de lo dicho por el jubilado no le cuadraba.

—Perdone, señor Catalfamo, usted ha dicho algo respecto a la pobre portera y la puerta abierta que no he entendido bien.

—Señor comisario, yo no duermo más de tres horas en toda la noche.

—Sí, esas cosas pasan.

—Si hace buen día, salgo al balcón a las cuatro de la madrugada.

—¿Y qué ha visto?

—Esta mañana, no eran todavía las cinco, llegó una furgoneta y se detuvo delante de la puerta. Bajó un hombre y llamó por el interfono. Yo tenía medio cuerpo fuera para ver bien. Quería saber a quién llamaba. Al cabo de un momento se abrió la puerta y salió la señora Matilde, que se puso a hablar con el hombre. Mientras hablaban salió de casa el señor Di Mattia, que, como trabaja en Ravanusa, tiene que marcharse temprano. Después el hombre entró y al poco salió con un gran telescopio y lo metió en la furgoneta. La señora Matilde le dio también un paquete. El hombre lo cogió y se fue, y la señora cerró la puerta.

—¿En qué piso vive el señor Di Mattia?

—En el cuarto. Seguro que su mujer está en casa.

—¿Señora Di Mattia?

—Sí, señor.

—Soy el comisario Montalbano.

—Pase. Pero mi marido no está; ha ido a trabajar a…

—A Ravanusa, lo sé. ¿Tiene móvil su marido?

—Sí, señor.

—¿Me da el número?

* * *

Montalbano bajó a la portería. El hombre dormido roncaba más fuerte. Mimì estaba sentado a la mesa y tenía unos papeles delante.

—He echado un vistazo y he encontrado una cosa interesante.

—¿Qué?

—Que hace cuatro días la portera depositó en el banco cinco mil euros. ¿No es extraño?

—Oye, Mimì, tenemos que hablar largo y tendido. Hay varias novedades. Tú espera aquí a que lleguen el Ministerio Público, el doctor y la Científica, y nos vemos luego en comisaría.

—¿Puedes adelantarme algo?

—Mejor hablamos con calma.

—¿Y ahora adónde vas?

—No te lo digo porque, si lo hago, te entrará envidia. ¿A qué hora has citado a Rizzica?

—Le dije que viniera hacia mediodía, pero tenía la mañana ocupada. Vendrá después de comer, a las cuatro.

Pasó maldiciendo a través de la aglomeración. Uno de la televisión intentó filmarlo, pero él lo mandó a paseo, subió al coche y se fue. Se detuvo en una travesía estrecha y desierta, sacó el móvil y marcó el número de Di Mattia.

—¿Señor Di Mattia? Soy el comisario Montalbano.

—Dígame, dottore.

—¿Sabe que han matado a la portera del edificio donde usted vive?

—Sí, me ha llamado mi mujer para contármelo. Y ahora mismo acaba de llamarme otra vez para decirme que usted le había pedido el número de mi móvil.

—Oiga, el señor Catalfamo me ha dicho que esta mañana usted salió de casa hacia las cinco.

—Sí, como siempre.

—Cuando bajó, ¿la puerta de la calle estaba abierta o cerrada?

—Cerrada, pero la pobre señora Matilde iba a abrirla porque habían llamado a su casa por el interfono.

—¿Observó algo raro?

—Hombre, raro raro, no. La señora Matilde había puesto en la entrada un gran telescopio que tenían que llevarse.

—¿Le dijo de quién era?

—Se lo pregunté yo. Me respondió que era del señor Manzella, que la había telefoneado el día anterior para decirle que mandaría una furgoneta a buscarlo. Y cuando salí porque me había entretenido un momento atándome un zapato, vi a la señora Matilde hablando con el conductor de la furgoneta. Pero…

—¿Sí…?

—¿Las cinco de la mañana no es una hora bastante intempestiva para recoger un telescopio?

Un hombre inteligente, el señor Di Mattia.

Ahora tenía que ir a la otra casa de Manzella. Pero había olvidado por completo la dirección que le había dado Fazio. La única solución era llamarlo por teléfono.

—¿Fazio? Soy Montalbano.

—Lo he reconocido, dottore.

—¿Cómo estás?

—Bien.

—¿Ha habido novedades?

—Esta mañana temprano vino un médico nuestro, de la policía, y después fue a hablar con el professore Bartolomeo.

—¿Qué han decidido?

—Que hoy, hacia las seis, vendrá una ambulancia para llevarme a Palermo.

—¿Por qué?

—Porque dice que debo estar tres o cuatro días más en observación. Después podré salir. Pero nuestro médico dice que la convalecencia será como mínimo de veinte días.

—Mejor para ti.

—Sí, dottore, pero pienso pasar la convalecencia en Vigàta.

—Muy bien. Así podrás venir a vernos de vez en cuando.

—¿De vez en cuando? Iré todos los días, como si estuviera de servicio.

Montalbano no replicó. Sin Fazio se sentía como si le faltara un brazo.

—Lástima que no tenga tiempo de ir a verte.

Dottore, como mi mujer vendrá a Palermo mañana por la mañana, esta noche le lleva su pistola a la comisaría.

—De acuerdo. Adiós. ¡Ah, casi se me olvida! ¿Me repites la dirección que te dio Manzella?

—Sí, señor. Via Bixio, veintidós.

—Gracias, Fazio. Enhorabuena y hasta pronto.

Decidió hacer inmediatamente otra llamada. Miró el reloj: las diez y media. Mala suerte si la despertaba.

—Hola, Angela, soy Montalbano.

—Hola, Salvo.

Tenía la voz somnolienta.

—¿Estabas durmiendo?

—No; acabo de levantarme, pero aún no me he tomado el café.

—Te entretendré solo un momento. ¿Te ha telefoneado ya nuestro amigo para saber cómo ha ido la cosa entre nosotros y qué te he dicho?

—Todavía no. Pero seguramente no tardará.

—Oye, quería advertirte de que van a ir a buscar a Fazio hacia las seis de la tarde para llevarlo a Palermo en ambulancia.

—¿Tengo que decirle también eso?

—Sí. Te he llamado adrede.

—¿Qué le digo exactamente?

—Le dices que te he llamado para oír tu voz, saber si habías dormido bien, en fin, cosas así, y que casualmente te he dicho eso de la ambulancia. Puede funcionar, ¿no?

—Sí. Oye, como esta noche termino a las diez, he pensado que es demasiado tarde para ir a cenar juntos a un restaurante.

—Haré que preparen algo.

—Iré con mi coche directamente a tu casa y me quedaré allí hasta las cuatro.

—De acuerdo.

Y ya que estaba…

—¿Adeli? Soy Montalbano.

—Dígame, dottori.

—Adeli, cambia las sábanas. Y por si acaso, dispón el sofá con un colchón y las tres sillas como tú sabes. Y prepara algo abundante de comer para esta noche.

Y ya que seguía estando…

—¿Catarella? Soy Montalbano.

—A sus órdenes, dottori.

—Tienes que buscarme en el fichero a dos que seguro tienen antecedentes.

—Espere que cojo papel y lápiz. ¿Cómo si llaman?

—Uno, Angelo Sorrentino. Escríbelo bien. ¿Lo has escrito ya? ¿Sí? Repítelo. ¡No, Ponentino no! ¡Joder! Sorrentino, como los nacidos en Sorrento. ¿Conoces la canción?

Dottori, si canto la canción me sale Surrientino.

Finalmente, después de que el comisario soltara varios juramentos, Catarella lo consiguió.

—¿Y el otro, dottori?

—Vittorio Carmona. ¿Has entendido bien el apellido?

Cammona, dottori.

—¡No, Cammona no: Carmona, con erre!

—¿Y yo qué he dicho? ¡He dicho Cammona con erre!

—Oye, no me dejes las fichas encima de la mesa. Dámelas en mano cuando vaya.