13

—¿Tienes algún problema para cenar?

—¿En qué sentido?

—¿Comes de todo o estás a dieta?

—Como de todo y tengo siempre mucho apetito.

—¿Te gusta el pescado?

—Muchísimo.

—¿Te molesta si fumo?

—No. Dame uno; voy a fumar yo también.

—¿A qué hora entras mañana a trabajar?

—Tengo el turno de tarde-noche.

—Entonces puedes retirarte tarde.

—Desde luego. —Y esbozó una ligerísima sonrisa.

—Me parece haber entendido que no tienes novio.

—Lo tenía hasta hace unos días.

Lo dijo en un tono que despertó el interés de Montalbano.

—¿Te ha dejado él o lo has dejado tú?

—Ha sido él.

—¿Cómo ha tenido el valor?

—No entiendo lo que quieres decir.

—Hace falta tener mucho valor para dejar a una chica como tú. ¿Estabas enamorada?

—Sí.

—Pero él no de ti.

—¡Sí, él también lo estaba!

—Entonces, ¿por qué lo habéis dejado?

Estaba claro que el tema no le resultaba agradable. Montalbano se dio cuenta de que había tocado un punto débil.

—No siempre… —empezó ella.

—Continúa.

—No siempre las cosas dependen de nuestra voluntad.

Había que insistir.

—¿Quieres decir que se ha visto obligado a dejarte, en cierto modo?

—Sí.

—¿Y no puedes hacer que cambie de idea?

—Ya no puede cambiar de idea.

—¡Tú insiste!

—Pero ¿no entiendes que…? —dijo Angela en tono desesperado.

Montalbano había dado en el blanco, pero hizo como si no lo hubiera advertido.

—¿Se ha casado con otra?

—¡Ojalá! Por favor, cambiemos de tema.

—Pero ¡si estás llorando! Perdóname; no pensaba que…

Era un auténtico canalla. La había llevado al borde de las lágrimas y ahora fingía no haber pensado en las consecuencias de sus preguntas.

—¿Adónde me llevas?

—A un restaurante a orillas del mar donde sirven tal cantidad de entrantes de pescado que te aconsejo que te saltes el primer plato.

—¡Qué maravilla! ¿Cuánto falta todavía?

—Una media hora.

—¿Está cerca de tu casa?

—A diez minutos.

—¿Es bonita tu casa?

—Lo bonito es la situación. Tiene una galería que da a la playa donde paso horas.

—¿Me llevarás a verla luego?

—Si quieres…

—Puedes invitarme a tomar un whisky en la galería.

—Lo siento por tu amigo —dijo Angela—, pero me alegro de que nos haya dado la oportunidad de conocernos. ¿Cómo está?

—Mejora a ojos vista.

Sacas tú, Angela.

—Me han dicho que ha perdido la memoria, ¿es cierto?

Como inicio de partida estaba bien.

—Desgraciadamente, sí.

Te toca otra vez a ti, Angela.

—¿La está recuperando?

Bola directa, precisa.

—Ese es el problema.

—¿En qué sentido?

—Empieza a recordar, pero confusamente y con mucha lentitud. Mira si es así, que sigue sin comprender por qué se encontraba en el puerto cuando le dispararon.

—¡Pobrecillo! Entonces, ¿de qué habláis cuando vas a verlo?

—De lo poquísimo que recuerda. La memoria le funciona de un modo extraño. Recuerda gestos, situaciones, pero no las caras de las personas, y tampoco sus nombres.

—¿Qué dice el professore Bartolomeo?

—Que hará falta mucho tiempo.

—¿Por qué ha ordenado que lo trasladen al ático?

Error. Una pregunta que no deberías haber hecho, Angela.

—El Jefe superior de policía le ha pedido que dé la máxima protección a mi amigo. Teme que alguien pueda atentar contra su vida.

—Pero ¡si no recuerda nada!

Óptima la entonación de estupor.

—Ya, pero el problema es que los que quieren matarlo no lo saben.

—¡Es un sitio precioso! Sentémonos lo más cerca posible del mar.

—Oye, ¿no te estoy causando mala impresión?

—¿Por qué?

—Porque estoy comiendo como una… Pero es que no puedo resistirme a estos entrantes.

—A mí me gustan las mujeres que comen. ¿Pido otra botella?

—Sí.

—¡Y no te digo en el hospital! Había un médico en Urgencias (por suerte ya no está) que no me dejaba un momento en paz. Una vez me pilló por sorpresa y pretendía hacer el amor delante de un moribundo… Decía que la situación lo excitaba… Y un día un paciente, el presidente de un tribunal, mientras estaba agachada…

—No, no quería ser enfermera; quería licenciarme en Medicina, pero mi padre murió, la pensión apenas llegaba para mi madre y para mí, así que… Como te decía antes, a menudo nos vemos obligados a hacer lo que no queremos…

—¿Y tú lo has hecho a menudo?

Empieza el juego duro, Angeli.

—¿El qué?

Lo sabes perfectamente, solo quieres ganar tiempo.

—Cosas que no querías hacer.

—Algunas veces.

—¿Y te ha ocurrido alguna vez que has hecho una cosa contra tu voluntad pero al final te ha resultado agradable?

Ella no contestó enseguida. Había comprendido que la respuesta era importante.

—Dos o tres veces.

Pasemos al ataque directo.

—¿Y esta noche?

—No te entiendo.

¿Quieres ganar más tiempo, Angela?

—¿Crees que acabará de un modo agradable?

—Podré decírtelo cuando haya acabado.

Hacía ya un rato que no reía.

—Pero, de momento —continuó—, todo es muy agradable.

Montalbano no abrió la boca. Siguió hablando ella.

—Por otra parte, nadie me ha obligado a salir contigo.

Precisión hecha un poco fuera de tiempo.

—¿Quieres que nos vayamos?

—Sí.

—¿Te acompaño a Fiacca?

—No.

—¿Quieres venir a mi casa?

—Sí.

Montalbano encendió el motor, pero no se puso en marcha enseguida. Se agachó para mirar el interior del coche como si hubiera perdido algo.

—¿Qué buscas?

—Me parecía que…

Y salió disparado, tanto que Angela dio una sacudida contra el respaldo. Por el retrovisor, el comisario vio que el coche azul metalizado que los había seguido desde Fiacca salía del aparcamiento y se apresuraba a ir tras ellos. Todo encajaba. Empezó a disminuir la velocidad.

A la altura de la Scala dei Turchi aminoró más la marcha. Ahora iba a unos veinte por hora y recibía insultos de todos los automóviles que lo adelantaban. El pobre coche metalizado, que tenía un motor potente, padecía manteniéndose detrás de él a aquel paso. Angela tenía la cabeza vuelta hacia el mar y no decía ni pío. De pronto, Montalbano apartó la mano derecha del volante y la puso sobre el muslo izquierdo de la chica, la cual no se movió. Al cabo de un momento, la mano avanzó y se metió entre las piernas, que Angela mantenía apretadas. Tampoco esta vez rechistó.

En cuanto entraron en casa, sin hablar, Montalbano la cogió por la cintura con las dos manos y la estrechó contra sí. Angela no respondió al abrazo, pero dejó que su cuerpo se pegase al de él.

Sin embargo, cuando Montalbano buscó sus labios, ella apartó la cabeza hacia un lado.

—¿No quieres que te bese?

—Sí, pero en la boca no, por favor.

—Como quieras —dijo Montalbano, empezando a acariciarle los pechos.

Al cabo de un momento ella preguntó:

—¿Me invitas a ese whisky en la galería?

* * *

—Me pasaría toda la noche sentada aquí.

Iba por el segundo whisky. Estaba sentada en el banco al lado de Montalbano y tenía la cabeza apoyada en su hombro. El cielo, estrellado como raras veces había visto el comisario, estaba terso, brillante. Un hombre con sombrero había pasado poco antes caminando despacio por la orilla del mar. Ellos dos, en la galería, estaban iluminados como actores en un escenario, pero en ningún momento el hombre había vuelto la cabeza en su dirección.

«Eres un imbécil —pensó Montalbano—. Cualquier paseante normal habría mirado».

Era el que conducía el coche metalizado o su acompañante.

—¿Entramos?

—¿Puedo tomarme antes otro whisky?

—¿El tercero? No. Después del vino que has bebido cenando, te emborracharías.

—¿Y a ti qué más te da?

—No me gusta hacer el amor con una mujer bebida.

Angela soltó un largo suspiro.

—Está bien, entremos.

Mientras se levantaban, otro hombre, este sin sombrero, pasó despacio por la orilla del mar. ¡Qué tráfico había esa noche en la playa! Pero este segundo, a diferencia del primero, se paró y los miró.

—Este es el dormitorio y ahí está el baño.

Oyó el móvil, que había dejado encima de la mesa del comedor.

—Voy a contestar. Mientras tanto, tú desnúdate.

Le pasó una mano acariciadora por las nalgas y salió.

* * *

Para contestar, fue a la galería.

—Diga…

Dottore, soy Fazio.

—¿A estas horas?

Dottore, usted me dijo que podía llamarlo a cualquier hora.

—No; si lo decía por ti. ¿Cómo es que no estás durmiendo?

—Me ha entrado insomnio.

—Vale. ¿Qué querías decirme?

—Me he acordado de la dirección de Manzella. Via Bixio, veintidós.

—Gracias. Intenta dormir.

El hombre de la playa seguía allí mirando. Montalbano apagó la luz exterior y cerró la cristalera.

Angela no se había desnudado. Estaba sentada en el borde de la cama y se miraba los zapatos.

—¿Prefieres que te desnude yo?

—¿No te enfadarás si te digo una cosa?

—Dila.

—Se me han pasado las ganas.

—Está bien. ¿Te pido un taxi?

Ella se quedó desconcertada. No se esperaba que Montalbano soltara el hueso tan deprisa. Pero enseguida se repuso y dijo:

—¿Puedo quedarme un poquito más aquí?

No podía salir de la casa demasiado pronto. A los ojos de quien la esperaba, eso significaría que había fracasado.

—Aquí no. Volvamos a la galería.

—No. Fuera tengo frío.

Sentarse en la galería, a la vista del tipo que estaba vigilando, querría decir que no había conseguido su propósito.

—Mira, si nos quedamos en el dormitorio, para mí la situación se vuelve cada vez más difícil. ¿Comprendes?

—Sí, pero…

—Podemos hacer un trato.

—¿Cuál?

Ánimo, Montalbá, dilo. Cuanto más vulgar seas, antes se derrumbará la chica.

—Me haces un trabajito con la boca y dejo que te vayas.

—¡No!

—Explícame entonces por qué te has mostrado en todo momento tan disponible. Entre otras cosas, eres tú quien ha propuesto venir a mi casa, y ahora…

Todavía más vulgar, Montalbá.

—… y ahora no quieres bajarte las bragas y abrirte de piernas.

Ella se sobresaltó y se puso una mano sobre la mejilla izquierda, como si la hubieran abofeteado.

—Se me han pasado las ganas, ya te lo he dicho.

La excusa es débil, Angeli. Pero finjamos que funciona.

—Mira, vamos a hacer una cosa. Te acompañaré a Fiacca.

—¿Ahora?

—Sí, ahora.

—¿No podría ser… dentro de una hora?

—¿El tiempo necesario para hacer creer que hemos echado un polvo?

Ella se puso en pie de un salto.

—Pero ¿qué dices? ¿A quién tendría que hacérselo creer?

—Siéntate.

—No.

La agarró de un brazo y la tumbó en la cama. Ella se levantó a medias y permaneció apoyada con los brazos estirados y los puños cerrados.

—Se acabaron las tonterías. Si no quieres por las buenas, será por las malas.

—Por favor…

—Has comido y bebido a mi costa, ¿y ahora me sales con que se te han pasado las ganas? ¿Pensabas que podrías tomarme el pelo? ¡Al vejestorio este lo manejo yo a mi antojo! Pensabas eso, ¿verdad, puta? ¡Pues te equivocabas, y ahora te vas a enterar!

Más por el tono, Angela debió de asustarse por el repentino paso al dialecto. Lo miró como si lo viera por primera vez.

—Cre… creía que eras distinto.

—¡Mal hecho!

Furioso, en un visto y no visto se quitó chaqueta y camisa y se quedó con el torso desnudo. Se sentía ridículo, y probablemente lo era; se avergonzaba de lo que estaba haciendo, pero la comedia debía continuar hasta que ella perdiera el control.

—Quítate la blusa y el sujetador.

Angela obedeció sin bajar de la cama. Por un momento, Montalbano se quedó extasiado viendo sus espléndidos pechos.

—Ahora lo demás. ¡Venga!

Ella se levantó y, dándole la espalda, se quitó los pantalones.

Por un instante, Montalbano se sintió un doble de san Antonio.

—Las bragas también.

En cuanto se las bajó, Montalbano se puso detrás de ella, se desabrochó la bragueta haciendo el máximo ruido posible con la cremallera y agarró a Angela por las caderas.

—Inclínate.

Ella se apoyó en el respaldo de la silla. Montalbano la sentía temblar bajo sus manos. De pronto, la chica hizo un ruido extraño con la boca, como si hubiera contenido una arcada.

—Vístete —dijo el comisario, sentándose en el borde de la cama.

Mientras ella se ponía los pantalones, él observó su espalda, sacudida por los sollozos.

—¿Acabamos de una vez con esto y hablamos en serio?

—Vale —contestó Angela, sorbiendo por la nariz como una niña.

—Me di cuenta de que había algo raro ya en nuestro primer encuentro. Cometiste un gran error.

—¿Cuál?

—Me preguntaste a quién buscaba, y yo te contesté que a un amigo al que habían operado de la cabeza y que se llamaba Fazio. Entonces tú me llevaste sin vacilar a la cuarta planta.

—¿Y adónde iba a llevarte? ¿Sabes cómo están organizados los hospitales? Por áreas. Si tú me dices que a tu amigo lo han operado de la cabeza, yo ya sé que está ingresado en la cuarta planta, en el área del professore Bartolomeo.

—Hasta ahí, perfecto. Pero ¿cómo sabías que estaba en la habitación seis? No le preguntaste a nadie; me llevaste directamente a la puerta exacta. ¿O pretendes que crea que te sabes de memoria dónde están los trescientos pacientes del hospital?

La joven se mordió el labio y no replicó.

Estaban sentados en el comedor, con la cristalera cerrada.

Angela había ido al baño a refrescarse un poco. Y el comisario se había puesto la camisa y también se había lavado la cara, sudada después de la escena que había interpretado.

—Aquel mismo día, después de comer, fui con mi coche en vez de con el oficial, como había hecho por la mañana. Pero tú sabías que había ido con el mío. Lo mencionaste cuando hablamos de cómo venir a Vigàta. ¿Cómo lo sabías? El aparcamiento queda lejos del hospital, desde las ventanas no se ve, así que alguien tuvo que informarte. ¿Es así?

Angela asintió con la cabeza.

—Otro error: la mujer del mostrador de información no tenía ni idea de adonde habían trasladado a Fazio. Tú, ante mis ojos, te dirigiste a ella para informarte, y luego me acompañaste hasta el ascensor que lleva al ático. Por tanto, ya sabías adonde habían llevado a Fazio, pero hiciste un poco de teatro para convencerme de que la información te la daba la empleada. ¿Es así?

—Sí.

—Último error, mayor que los otros. Cuando te entregué las llaves de mi coche, que había dejado en un sitio difícil de encontrar, te di un número de matrícula distinto del mío. Cuando llegué, te encontré dentro. Señal de que conocías tan bien mi coche por la descripción que te habían hecho que ni siquiera miraste la matrícula.

Montalbano se sirvió un poco de whisky.

—Ponme un poco a mí también. Te aseguro que ya no estoy en condiciones de emborracharme —dijo Angela.

Él se lo puso.

—¿Cómo han conseguido involucrarte en este asunto?

Ella apoyo la cabeza en las manos y no respondió.