12

Mimì se había perdido siguiendo el hilo de un pensamiento.

—¿Qué te pasa? —preguntó Montalbano.

—He recordado una película que vi hace muchos años, un western. Los bandidos le disparaban a uno en un pie para… No, Salvo, no querían humillar a Manzella. Querían divertirse a su costa. El levantaba la pierna con el pie herido y los otros disparaban alrededor del pie sano diciéndole que bailara. Y él saltaba… giraba sobre sí mismo… saltaba… —Mimì se interrumpió—. Salvo, ¿qué te ocurre?

Montalbano se había quedado blanco como el papel. De repente había aparecido ante sus ojos la danza de la muerte de aquella gaviota.

—Nada, nada. Me da vueltas la cabeza un poco, pero no es nada.

—Pero ¿tú te tomas la tensión?

—Mimì, estábamos hablando de otra cosa. Continúa.

—Se ve que así lo convencieron de que hablara, quizá diciéndole que le perdonarían la vida. Manzella confesó que le había mencionado el asunto a Fazio y lo mataron.

—Y después decidieron liquidar a Fazio.

—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó Augello.

—Dos cosas urgentes. La primera es trasladar a Fazio a un lugar seguro, un lugar que nadie debe saber.

—¿En qué sitio estás pensando?

—Haz una cosa. Ve enseguida a ver al jefe superior, ahora mismo, cuéntale el asunto de Manzella, y dile también que ya han intentado llegar hasta Fazio en el hospital de Fiacca.

—¿Le propongo montar un servicio de vigilancia?

—No. Quiero que lo trasladen a una de nuestras enfermerías.

—Sí, pero mientras tanto, ¿qué?

—Hoy voy a ir a verlo y me quedaré todo el tiempo posible. Además, hablé con dos agentes que están de guardia a pocos metros de la puerta de su habitación. Por esta noche podemos estar tranquilos.

—¿Y la segunda?

—¿Te acuerdas de Rizzica, el que vino a decirnos que sospechaba de la tripulación de uno de sus pesqueros?

—Me acuerdo perfectamente.

—Cítalo para mañana a las doce. Ya hemos perdido bastante tiempo. Quizá deberíamos haberle hecho caso antes. Ah, ahora que lo pienso, habría que avisar a la señora Ernestina.

—¿Quién es esa?

—La exmujer de Manzella.

—¡Uf, vaya latazo! Se pondrá a llorar y lamentarse, y a mí esas escenas…

—Tranquilo, Mimì. Ya estaban tramitando el divorcio y ella tiene otra pareja con quien va a casarse. No podrías darle una noticia mejor. Llévala a que reconozca el cuerpo.

—Pero ¡si está irreconocible!

—Mimì, en primer lugar, una mujer reconoce al hombre con el que ha estado casada dieciocho años. Y en segundo lugar, a esta en concreto le conviene reconocerlo, créeme.

—Voy inmediatamente a hablar con el jefe superior.

En la trattoria de Enzo tomó una comida ligera. Renuncio a la pasta y comió solo unos entrantes y tres salmonetes fritos. Volvió a la comisaría apenas pasadas las dos.

—Cataré, me voy a Fiacca. Me llevo el móvil porque no volveré por la tarde. Si necesitáis algo, llamadme. Nos vemos mañana por la mañana.

Se dirigió hacia el aparcamiento y se cruzó con Gallo.

—Estoy listo, dottore.

—Voy a Fiacca solo, gracias.

—Pero ¿por qué? ¡Ya se me ha pasado el sueño! ¡Esta noche he dormido bien!

—Me acompañas mañana por la mañana, ¿vale?

Montalbano tardó un poco en dejar el coche como él quería en el aparcamiento del hospital; necesitaba que quedara escondido detrás de todos, casi ilocalizable. Sacó la pistola de la guantera y se la guardó en el bolsillo. Después recorrió los diez minutos de camino que lo separaban de la entrada principal. Llegó a las cuatro y veinte. Angela no estaba en las inmediaciones del mostrador, así que tenía que buscar solo la habitación de Fazio. Esa vez, sin embargo, le resultó bastante fácil, pues delante del ascensor de la sexta planta aún había dos agentes de guardia, a los que tuvo que mostrar su identificación. Había otros dos delante de las habitaciones de los de la comisión antimafia, pero no eran los mismos del día anterior. Llamó con suavidad a la puerta 14 y no obtuvo respuesta. Llamó más fuerte. Nada. Entonces accionó el pomo y entró.

La habitación estaba vacía; la cama, hecha; de las cosas de Fazio no había ni rastro. Salió, cerró y se acercó a los dos agentes con la identificación en la mano.

—Soy el comisario Montalbano. ¿Saben si han llevado a otro sitio al paciente que estaba en la habitación catorce?

—Sí, hace casi una hora, en camilla. Llevaba la cara completamente vendada. A su lado iba una mujer que le sujetaba la mano.

Se le encogió el corazón. ¡A ver si es que Fazio había tenido alguna complicación!

—¿Adónde lo han llevado?

—No lo sabemos.

No le quedaba otra que ir a preguntar a información. Montó en el ascensor y fue a la planta baja.

—Oiga, un amigo mío que estaba en la sexta planta… —empezó a decirle a la enfermera de más edad.

Ella lo interrumpió.

—¿Es usted el comisario Montalbano?

—Sí.

—El professore Bartolomeo lo espera.

—¿Está grave? —preguntó Montalbano, empezando a sentir sudores.

—¿Quién?

—Mi amigo.

—No sé nada.

—¿Sabe adónde lo han llevado?

—Le repito que no sé nada. Hable con el professore.

—¿Y dónde puedo encontrarlo?

—Espere un momento. —Descolgó el teléfono, habló bisbiseando y colgó—. Cuarta planta, puerta dos.

Obviamente, se equivocó de ascensor, se equivocó de pasillo y se equivocó de despacho. Por fin, gracias a Dios, llamó a la puerta correcta. Bartolomeo era un sexagenario alto y elegante, de aire cordial, que se levantó al verlo entrar.

—¿Cómo está Fazio? —le preguntó Montalbano a bocajarro.

—Perfectamente.

—Entonces, ¿por qué…?

—Siéntese, comisario. Se lo explicaré todo. Hace más de una hora me telefoneó Bonetti-Alderighi, que es amigo mío. Me informó del gran peligro al que está expuesto el paciente Fazio y me rogó que lo instalara en un lugar seguro en espera de trasladarlo a una de sus enfermerías, así como que mantuviera el cambio en el mayor secreto. Así que fui a sacarlo yo mismo, le vendé la cara para que resultara irreconocible y, con la ayuda de su mujer y la enfermera que ya se ocupaba de él…

—¿La arisca?

—Sí. ¡Ojalá hubiera muchas como ella! Como decía, con la ayuda de su mujer y la enfermera, lo llevé a una de las tres habitaciones del ático, que servirán, cuando estén terminadas, de hospedería. La puerta de acceso al ático está cerrada con llave y la llave la tiene la enfermera. ¡Mejor imposible! Naturalmente, el jefe superior me dijo que lo pusiera al corriente en cuanto usted llegara.

—Ha sido muy amable, professore. Si me indica cómo llegar al ático…

—Voy a avisar a la enfermera de que va a ir, para que le abra la puerta cuando llame. Es muy fácil llegar, ahora se lo explico.

Se lo explicó y Montalbano no entendió ni jota. Pero le daba vergüenza pedir más aclaraciones, de modo que le dio las gracias, se despidió y se fue.

«Pensemos con calma —se dijo—. Ateniéndonos a la lógica, ático significa construcción que se encuentra en el último piso. Así pues, para llegar al ático, lo primero es acceder al sexto piso. O sea, volver al sitio de antes».

Al sexto piso llegó con facilidad. Los dos agentes lo reconocieron y lo dejaron pasar. Pero ahí empezó el problema. Tras media hora recorriendo todos los pasillos y abriendo y cerrando todas las puertas de la planta ante los ojos cada vez más recelosos de los agentes, que empezaban a preguntarse si aquel comisario era un verdadero comisario, tuvo que rendirse a la evidencia y aceptar la amarga verdad: no existía ninguna escalera o ascensor que llevara al ático desde allí. Se dirigió a la planta baja para pedir información, y entonces vio a Angela hablando con un hombre. Angela también lo vio a él y le indicó con una seña que esperara. Luego, tras despedirse del hombre, se acercó a Montalbano sonriendo.

—¿Estamos en las mismas?

—Pues sí.

—¿No sabe llegar al sexto?

—El caso es que…

Se interrumpió. Angela no sabía que habían trasladado a Fazio de habitación. Y él no podía decírselo; cuantas menos personas lo supieran, más seguro estaría Fazio. ¿Y ahora cómo salía de esa? Pero fue Angela quien acudió en su ayuda.

—Espere, me parece haber oído que el professore Bartolomeo ha mandado trasladarlo.

—¿Ah, sí?

—Sí.

—¿Y usted sabe adónde lo han llevado?

—Puedo informarme. Quédese aquí.

Vio a Angela acercarse al mostrador, hablar con la mujer mayor y volver hacia él sonriente.

—Venga conmigo. ¿Cómo quedamos para después?

—Dígame usted.

—Preferiría que no saliéramos juntos del hospital.

—¿A qué hora dijo que acaba su turno?

—A las seis y media. A las siete menos cuarto como mucho estaré preparada.

—Se me ha ocurrido una idea. Le doy ahora las llaves de mi coche y el número de matrícula. Es BC342ZX. Usted sale por su cuenta y se mete en mi coche, y yo me reúno con usted unos minutos más tarde. ¿De acuerdo?

—De acuerdo. Hemos llegado.

Se había detenido delante de un ascensor al final de un pasillo interminable. Sobre la puerta ponía: «¡Averiado! ¡Peligro!».

—Pero ¡si no funciona! —exclamó Montalbano.

—Sí, sí que funciona.

La enfermera pulsó el botón y la puerta se abrió.

—Este es el ascensor que lleva directamente al ático. Hay una sola puerta en el rellano. Toque el timbre. Hasta luego.

* * *

Tocó el timbre, e inmediatamente oyó la voz de la guardiana de Alcatraz.

—¿Quién es?

—Montalbano.

El comisario se sintió observado a través de una mirilla. A continuación la puerta se abrió y vio un pasillo.

—La primera a la derecha —dijo la carcelera—. Diez minutos.

Fazio ya no estaba acostado. Llevaba una especie de pijama y pantuflas, y estaba sentado en un balcón desde el que se veía el mar. Le habían reducido el vendaje a la mitad.

—¿Y tu mujer?

—Acaba de marcharse —respondió Fazio—. ¿Me explica qué está pasando?

—Hemos tenido que adoptar medidas de seguridad.

—¿Por qué?

—¿Sabes que en los pozos encontramos dos cuerpos?

—¿Dos? Yo solo sabía lo del que arrojé yo mismo.

—Ya me imaginaba que habías sido tú.

—Los dos tipos me agarraron para tirarme, y el que iba armado dejó la pistola en el borde. Pero yo, todavía no sé cómo, le di un empujón con todas mis fuerzas y, como él tenía medio cuerpo asomado al pozo, perdió el equilibrio y cayó. Entonces me apoderé de la pistola. El de la cicatriz en la cara echó a correr; yo le disparé, pero estaba muy mal y no le di. Fue espantoso, créame. No recordaba quién era, por qué me encontraba en aquellos parajes…

—De eso hablaremos otro día. Te estaba diciendo que, buscándote, encontramos un primer cadáver. Esta mañana he descubierto que era el de tu amigo Manzella. Estaba allí desde hacía por lo menos cinco días. Fazio se quedó pálido.

—¿Por eso usía cree que volverán a intentar matarme a mí también?

—¿Acaso lo dudas? ¿No ha venido ya a buscarte el de la cicatriz aquí, al hospital? ¿Creías que venía a interesarse por tu salud? Mañana o pasado el jefe superior hará que te trasladen a una de nuestras enfermerías, así estaremos todos más tranquilos. Mientras tanto, toma esto.

Le tendió la pistola. Fazio la metió bajo la almohada.

—Procura que no la vea la guardiana, que esa igual te la quita.

—Después la esconderé mejor.

—Tengo que hacerte una pregunta importante, así que piensa bien antes de responder.

—Vale.

—¿Por casualidad te dio Manzella su dirección en Vigàta?

—Sí. Me la dio una vez que quería que fuese a verlo pero después cambió de idea. Lo que pasa es que ahora mismo no la recuerdo.

—¿No sería quizá via della Forcella?

Fazio no vaciló:

—No, no era esa. Era… era…

—No te esfuerces; ya te volverá a la mente. ¿Te acuerdas del número de mi móvil?

—Sí, señor.

—Si recuerdas dónde vivía Manzella, llámame en cualquier momento, aunque sea de noche. Y ahora cuéntamelo todo con calma desde el momento en que te dispararon.

Y Fazio se lo contó.

Como había salido de casa mucho antes de la hora en que había quedado con Manzella, y como cuando recibió la llamada aún no había cenado, entró en una trattoria y cenó tranquilamente. Hasta jugó una partidita con unos amigos con los que se encontró en el local. Pasada la medianoche, fue al puerto y se puso a pasear arriba y abajo por el muelle central, en la parte de los almacenes frigoríficos. Era el momento de más actividad. Los pesqueros llegaban, desembarcaban la pesca y volvían a irse, y se iban también los camiones frigoríficos cargados de pescado. Paseó hasta que empezaron a dolerle las piernas, pero no vio a Manzella. Hacía las tres de la madrugada, cuando ya quedaba poca gente por allí, decidió volver a casa. Al llegar a la altura del varadero oyó un disparo de revólver y notó que la bala pasaba rozándolo. No podía seguir hacia delante; se habría acercado más al que lo había escogido como blanco. Así que dio media vuelta y echó a correr hacia los almacenes, perseguido por el tirador.

—¿Había gente?

—Me pareció ver a alguien.

—¿Y no te ayudaron?

—¿Está de broma?

—Continúa.

Su intención era llegar hasta el final del muelle y refugiarse en la caseta de los prácticos. Pero no le dio tiempo, porque un segundo disparo lo alcanzó de refilón en la nuca. Cayó y se golpeó la cabeza con una piedra. Volvió en sí un instante: se hallaba dentro de un almacén frigorífico que no estaba en funcionamiento.

—El de Rizzica.

—No lo conozco.

—Yo sí. Continúa.

Después recobró nuevamente el sentido en el fondo de una barca; seguramente estaban llevándolo desde el muelle central hasta el de poniente.

—No entiendo por qué me subieron a una barca.

—Yo te lo explico. En el maletero de un coche habría sido peligroso. Algunas veces el agente de servicio de la Policía Fiscal ordena abrirlo.

Luego se dio cuenta de que iba en un coche. A continuación lo despertaron a tortas y lo obligaron a andar. Eran dos.

Llegaron a un abrevadero, y uno de los hombres la emprendió a hostias con él porque quería saber qué le había dicho Manzella. Pero él no se acordaba ni de quién era el tal Manzella. A decir verdad, no recordaba ni quién era él, Fazio. Finalmente lo llevaron junto a un pozo con la intención de echarlo dentro. Cuando escapó el tipo al que él había disparado, sonó el coche poniéndose en marcha. Él se puso a andar sin saber adónde ir y encontró un túnel. Entró, pero al cabo de un momento oyó que se acercaba un coche. Seguro que era el tipo que lo perseguía. Y él le disparó. Después despertó en el hospital.

—Nadie te perseguía en un coche por el túnel.

—Le juro que…

—El coche que entró en el túnel era el nuestro con Gallo al volante y yo a su lado.

—Entonces, ¿disparé contra ustedes?

—Exacto. Pero, por suerte, estabas mal y no nos diste.

—¡Virgen santa! —exclamó Fazio—. ¡Podía haberlos matado!

La puerta se abrió y asomó la cómitre, la kapo.

—Se acabó el tiempo.

—En cuanto recuerdes esa dirección, llámame, por favor.

Una vez en el ascensor, Montalbano miró el reloj. Entre una cosa y otra, faltaba poco para las seis. En la planta baja estaba el bar. Se sentó a una mesa; la hora de las visitas había pasado y ya no había nadie.

—¿Desea tomar algo? —le preguntó el barman. Y añadió—: Dentro de media hora cerramos.

Por lo visto, el camarero también se había ido.

—Sí, un J&B sin hielo.

Fue a buscarlo a la barra, se lo llevó a la mesa y se lo bebió a pequeños sorbos para pasar el rato. Al tercer sorbo sintió que lo invadía una especie de melancolía.

«Si no te sientes con ánimos, hago que llames a Angela, y tú te inventas una excusa cualquiera y te vuelves a Vigàta», dijo Montalbano segundo.

«Angela no tiene nada que ver con esto, o tiene que ver mínimamente», contestó Montalbano primero.

«¡De eso nada! ¡Angela es la causa principal de esa melancolía, y tú lo sabes perfectamente!», repuso Montalbano segundo.

A las seis y veintinueve pagó y salió. Se puso a caminar arriba y abajo mientras se fumaba tres cigarrillos uno detrás de otro. Luego se encaminó despacio hacia el aparcamiento ya medio vacío, tanto que su coche quedaba a la vista. No le pareció ver a nadie dentro, pero cuando estuvo a poca distancia advirtió el brillo del pelo rubio de Angela. La joven ocupaba el asiento del pasajero totalmente echada hacia delante para que no se le viera la cara.

—Tutéeme —pidió ella.

—Entonces tutéame tú también a mí.

—Disculpe, pero no me sale.

—¿Por qué?

—Hay demasiada diferencia de…

—¿Edad? —preguntó Montalbano.

—¡No! ¡Qué dice! Quería decir que hay demasiada diferencia de… posición, eso.

—¿De posición social? ¿Es eso lo que quieres decir?

—Exacto.

—¿Y qué importancia tiene eso?

—¡Ya lo creo que la tiene!

—Oye, Angela, imagina que soy un paciente tuyo muy enfermo, ¿me hablarías de tú o de usted?

—Pues… posiblemente de tú.

—¿Lo ves? Haz como si fuera un paciente al final de su vida.

Angela se echó a reír.

—Me has convencido. Pero no vayas a pensar que deseo ponerme a jugar a médicos contigo.

Lo dijo medio en serio y medio en broma. Esa vez fue Montalbano quien se echó a reír.