11

Salió por la puerta pensando que lo de Manzella no había sido un simple cambio de domicilio, sino que se parecía mucho a una especie de fuga de alguien que quiere esfumarse sin dejar rastro.

Se alejó con el coche lo necesario para no despertar la curiosidad de la gente del vecindario, se detuvo y sacó las cartas del bolsillo.

La primera procedía de Palermo y estaba firmada «con todo el afecto de tu hermana Luciana». Era de principio a fin un rosario de lamentaciones: que si la madre nonagenaria y enferma necesitaba asistencia, que si el marido era un calavera de mucho cuidado, que si a uno de los hijos había que darlo por perdido porque andaba detrás de una chica que parecía una santa y en realidad era una auténtica zorra, tanto que hacía que él le comprara las bragas… En conclusión, pedía dinero.

La segunda era de un tal Sebastiano y procedía de Messina. Decía que estaba bien, que había sentado la cabeza y que había encontrado finalmente el amor de su vida. Amor del cual incluía una fotografía. La foto presentaba a un marino militar, un joven de unos veinticinco años con la cabeza gacha, orejas de soplillo y boca caballuna. Debía de medir un metro noventa, estaba en una postura que parecía de atleta, y tenía las piernas tan torcidas que prácticamente formaban un círculo.

Montalbano pensó que el amor, como todo el mundo sabe, es ciego.

La tercera y última, procedente de la propia Vigàta, la leyó dos veces seguidas.

Después se marchó, pasó por la comisaría, guardó las dos primeras cartas en un cajón de su mesa y dejó la tercera en el bolsillo. A continuación salió y se fue a Marinella.

Dulce y clara era la noche, y sin viento. Y la luna, en vez de hallarse sobre los huertos, flotaba sobre el mar. El invierno sentía que tenía los días contados y se abandonaba a su fin con una especie de melancólica languidez un tanto distraída, porque se dejaba invadir por días y noches primaverales sin oponer resistencia. Montalbano, sentado en la galería, se había zampado un gran plato de pasta ’ncasciata que Adelina le había dejado en el horno. Realmente ese plato era más para el mediodía, pero la asistenta nunca hacía distinciones entre cosas adecuadas para comer y cosas adecuadas para cenar. Y a veces el comisario pagaba las consecuencias. Como seguramente ocurriría aquella noche, porque digerir la pasta puede convertirse en una auténtica guerra nocturna. Se levantó suspirando, entró en casa, se sentó a la mesa sobre la que había dejado la carta dirigida a Filippo Manzella y la leyó por tercera vez.

Ippo:

¿Quieres explicarme por qué de repente ya no quieres verme? Te he llamado decenas de veces al móvil, pero nunca has querido contestarme. ¿Por qué? Creo que es posible que alguien te haya dicho cosas malas y totalmente inventadas sobre mí, y tú, tontín, te las has creído. La historia de Fiacca, si te han hablado de ella, fue una estupidez. Aparte de que te echo de menos, me parece indispensable que nos veamos y lo aclaremos todo. Esto podría tener consecuencias. Te lo digo por tu propio interés, ¿comprendes?

Así que llámame. G.

El primer problema que presentaba aquella carta, enviada a Vigàta desde Vigàta y escrita en un italiano perfecto, no en dialecto, se encontraba en las últimas líneas, donde se advertía un peligroso cambio de tono. Si Manzella no quería seguir la relación con su amiga G., ¿por qué G. le escribía que eso podía tener consecuencias? En todo caso, estaba claro que las consecuencias no serían nada favorables para Manzella. ¿Era para evitarlas por lo que Manzella se había ido del apartamento sin dejar su nueva dirección? ¿Había vendido el coche por eso? ¿Para que nadie pudiera localizar al propietario por la matrícula?

El segundo problema era que aquella carta no cuadraba. El tono general no cuadraba. Nada garantizaba que G. fuera una mujer, dado que la letra podía ser tanto masculina como femenina. Una mujer abandonada por un hombre con el que ha mantenido una relación habría empleado otras palabras, como mínimo un poco más apasionadas. Pero si era un hombre… ¿Un hombre habría escrito una expresión como «cosas malas»? ¿Y lo de «tontín»?

Él, Montalbano, ¿qué habría escrito? Se le ocurrieron palabras como chorradas, gilipolleces, maldades, calumnias… No, «cosas malas» no era una expresión masculina. Y «tontín» tampoco era una palabra varonil. Lo mejor sería llevar la carta a la Jefatura Superior. Allí estaba Gargiulo, de la Científica, que era un excelente grafólogo.

Fue a acostarse después de una larga conversación telefónica con Livia que acabó bien. Pero pasó una noche de mil demonios a causa de la pasta ’ncasciata.

* * *

—Lo veo un poquito pálido. ¿En la familia todos bien? —preguntó Lattes, el pesado del jefe de gabinete, que no se movía nunca del antedespacho del jefe superior, siempre a punto para tocarle las pelotas a cualquier infeliz que entrara.

—Todos bien, gracias a la Virgen.

—El señor jefe superior lo espera.

Había sido puntualísimo. Bonetti-Alderighi se mostró atento. Hasta se puso de pie.

—¡Querido amigo! Siéntese. ¿Cómo está? ¿Ya ha pasado todo? Está un poco pálido.

¡Pues claro que estaba pálido, como que no había pegado ojo por culpa de la pasta ’ncasciata!

—Verá, las secuelas del scrocson súper son demoledoras porque el tubo introducido en el…

—¡Por lo que más quiera, ahórreme los detalles! Además, no quiero que se fatigue. Cuénteme solo lo que ha ocurrido.

—Señor jefe superior, tengo poco que contarle y por eso todavía no he hecho el informe. En dos palabras: como había recibido un soplo sobre un probable tráfico de droga en el puerto, encargué al inspector jefe Fazio que fuera a echar un vistazo. Por lo que hemos sabido, en cuanto Fazio llegó, le dispararon y resultó herido en la cabeza, tras lo cual se lo llevaron. Nos enteramos, por una llamada anónima, de que habían visto a Fazio con dos hombres en los parajes de los tres pozos. Pretendían matarlo. Llamé a los bomberos, que sacaron de dos pozos sendos cadáveres, mientras que Fazio seguía sin aparecer.

—¿Informó al Ministerio Público de esos hallazgos? —lo interrumpió el jefe superior.

—Por supuesto. Y también a la Policía Científica y al doctor Pasquano. Todo en regla.

—¿Y qué más?

—Fazio fue visto en la carretera de Fiacca.

—¿Quién lo vio?

—Un… un compañero de aquella comisaría que lo conocía.

—Continúe.

—Fazio vagaba sin rumbo. Cuando me acerqué a él, no me reconoció. Lo llevé al hospital de Fiacca, donde todavía se encuentra ingresado. Han tenido que operarlo.

—¿Ha ido a verlo? ¿Qué ha dicho?

—No he ido porque los médicos me han dicho por teléfono que aún no ha recuperado la memoria. No recuerda nada. Necesita un poco de tiempo.

—¿Están seguros los médicos de que recuperará la memoria?

—Segurísimos.

Hablaron unos diez minutos más y después el jefe superior dijo:

—Manténgame informado.

Lo que significaba que la conversación había terminado. Le había contado verdades y mentiras entremezcladas, pero sobre todo había conseguido, con la historia de que Fazio había perdido la memoria, que nadie fuera a tocarle las narices al hospital. En términos generales, el jefe superior, temiendo tal vez agravarle los efectos del scrocson súper si lo trataba mal, se había mostrado bastante comprensivo.

Fue a ver a los de la Científica confiando en no encontrarse con el jefe Arquá, que le caía fatal. No lo vio, pero tampoco a Gargiulo.

—Comisario, ¿busca a alguien? —le preguntó un joven del equipo.

—Sí, a Gargiulo.

—Hoy no viene. Podrá encontrarlo mañana por la mañana.

—¿Puede hacerme un favor?

—Desde luego.

Montalbano sacó del bolsillo la carta de G. dirigida a Manzella.

—¿Puede darle esto de mi parte y decirle que le eche un vistazo? Dígale que lo llamaré mañana.

* * *

Salió de la Jefatura Superior. Había un bar a dos pasos de allí; entró, pidió un café y, mientras se lo preparaban, consultó el listín telefónico. Filippo Manzella vivía en el 28 de via Croce. O sea, en la otra punta de la ciudad. Ir hasta allí en coche era impensable. Montelusa era en realidad un laberinto de calles y callejas siempre patas arriba por obras en curso y direcciones prohibidas. Decidió ir a via Croce andando tranquilamente, puesto que tenía mucho tiempo por delante. La cita con la señora Manzella era a las once.

La casa, situada en el quinto piso de un edificio de ocho era pequeña pero estaba limpia y en perfecto orden. La señora Manzella le hizo sentarse en el salón y le preguntó si quería un café. Montalbano declinó el ofrecimiento y pidió solo un vaso de agua; el paseo para llegar hasta allí había sido largo y todo cuesta arriba.

La señora, que se llamaba Ernestina, era una mujer de unos cuarenta y cinco años y de buen ver, vestida con corrección, que en su juventud debió de ser una chica muy guapa. Y era una persona que pensaba las cosas. Fue ella quien entró en materia.

—Dígamelo sinceramente: esa historia de la multa se la ha inventado, ¿verdad?

Montalbano soltó un suspiro de alivio. Era preferible poner las cartas boca arriba.

—Sí, ¿cómo lo ha sabido?

—Un comisario no se molestaría en venir a mi casa por una simple multa.

Montalbano sonrió y no dijo nada.

—¿Qué le ha pasado a Filippo? —preguntó la señora Ernestina, aunque no parecía especialmente preocupada.

—No lo sabemos.

—Entonces, ¿por qué se interesan por él?

—Porque ha desaparecido.

Ernestina rió.

—Pero ¡si desaparece siempre! Es una costumbre innata en él. Una semana, quince días, un mes… Ya en el primer año de casados, me decía que al día siguiente tenía que irse y, sin darme más explicaciones, se esfumaba. Y durante todo el tiempo que estaba fuera, no me llamaba ni una sola vez.

—¿Usted le preguntó alguna vez por qué tenía que irse?

—¡Por supuesto! ¡Decenas de veces! Siempre respondía que por negocios, pero yo nunca me lo creí. ¿Quiere un consejo? Dejen de buscarlo. Ya verá como antes o después da señales de vida.

—Señora, el asunto es bastante más complejo.

—¿De qué se trata?

—Por ahora no puedo decirle nada. He venido a verla, porque debo hacerle unas preguntas.

—En ese caso, empiece.

—¿Cuándo se casaron?

—Hace dieciocho años.

—¿Fue un matrimonio por amor?

—Entonces nos parecía amor.

—Si no recuerdo mal, dijo que tienen un hijo.

—Sí, Michele, está en tercero de enseñanza secundaria superior.

—Que usted sepa, ¿Michele y su padre han seguido viéndose después de la separación? Me refiero a verse por iniciativa propia de uno u otro, al margen de los encuentros establecidos por mutuo acuerdo.

—Hasta el curso pasado se veían con bastante frecuencia. Algunas veces Filippo iba a recogerlo a la salida del instituto. Pero desde entonces Michele no ha querido volver a verlo.

—¿Por qué motivo?

—No ha querido decírmelo. Me habló de una discusión. Y yo, en definitiva, me alegré.

—¿Por qué?

—Temía que Filippo pudiera ejercer una mala influencia sobre él.

—¿En qué sentido?

—En su juventud, Filippo fue bailarín. ¿Sabe lo que significa cuando aquí se dice que alguien es bailarín?

—Sí, que es inconstante, voluble, caprichoso…

—Bien dicho: inconstante. Lo era en todo: amistades, afectos… Incluso en las pequeñas cosas. Cambiaba de gustos de un día para otro. Le gustaban con delirio, qué le diría… los helados, y de repente un día afirmaba que nunca le habían gustado. Vivir con él era muy difícil.

—Cuando se casaron, ¿a qué se dedicaba él?

—Trabajaba en el ayuntamiento. Ganaba un sueldo suficiente para nosotros. No para derrochar, pero en fin… Estuvo cinco años. Parecía que había sentado cabeza.

—¿Y luego?

—Luego murió su tío Carlo, el hermano de su padre, y le dejó a él toda la herencia, que era bastante considerable.

—¿Por qué toda a él?

—Filippo nunca me habló de su tío Carlo, y yo no lo conocí; ni siquiera vino a la boda.

—¿Cuántos hermanos tiene su marido?

—Tiene dos hermanas. Una, Luciana, mantenía el contacto con él para pedirle dinero. De la otra, Elvira, no sé nada.

—¿En qué consistía la herencia?

—Sobre todo en casas, tiendas, almacenes, y una empresa agrícola que funcionaba muy bien.

—Perdone, pero ¿no podría ser que los continuos desplazamientos de su marido se debieran a esos intereses?

Ernestina rió otra vez.

—¡Como que Filippo quería problemas! No, no… vendió todo y metió el dinero en el banco.

—¿En cuál?

—En más de uno. En el que yo conocía, la Banca Cooperativa, abrió una cuenta a nombre de nosotros dos y ponía lo necesario para vivir. Nunca supe dónde había depositado el grueso del capital.

—¿Por qué se separaron?

—Empezó a desinteresarse de mí. De la forma más absoluta, ¿me explico? Para él, yo no era nadie. Mejor dicho, era la madre de su hijo, pero como mujer no existía. Creo que entonces empezó a engañarme, a tener diversas amantes.

—¿Cómo lo descubrió?

—No lo descubrí. He dicho «creo». Pero empezó a hacer las cosas habituales, ya sabe…

—No estoy casado.

—Ah. Bueno, pues llamadas misteriosas, citas vagas, contradicciones, reuniones inexistentes… cosas así. Hasta que se me acabó la paciencia y lo eché de casa. Eso es todo.

—En el apartamento de Vigàta que usted nos indicó hemos encontrado un gran telescopio.

Ernestina no se mostró sorprendida.

—Era una de sus dos manías.

—¿Miraba las estrellas?

Esta vez, la carcajada de Ernestina fue más larga.

—¿Quiere venir conmigo?

Se levantó, y el comisario la siguió hasta el dormitorio. La ventana daba a un patio al que a su vez daban numerosos balcones y ventanas de todos los tamaños.

—¿Ha visto esa película en la que uno que se ha roto una pierna se pasa todo el día mirando lo que hacen los demás?

—La ventana indiscreta.

—Mi marido hacía lo mismo. Yo miraba la televisión y él miraba lo que hacían en las otras casas.

—¿Y qué le contaba?

—¿De qué?

—De lo que hacían en las otras casas.

—¡Ah, sí! Si por él hubiera sido, no habría hablado de otra cosa. La mujercita que recibía al amante en casa era su protagonista preferida. El otro protagonista predilecto era el jubilado que iba a la habitación de la nieta en cuanto su mujer se dormía. Pero yo no le prestaba atención; son cosas que no me gustan.

—Señora, debo hacerle una pregunta difícil. En esas ocasiones, ¿su marido permaneció siempre como observador únicamente?

Ernestina no debió de comprender el verdadero significado de la pregunta.

—¿Por qué lo pregunta? ¿Qué otra cosa podía hacer?

—En casos como este, el deseo de intervenir, de modificar el curso de la vida de otros, debe de ser muy fuerte. Una tentación irresistible.

Finalmente Ernestina comprendió.

—¿Se refiere al chantaje?

—También, pero no solo a eso. Se puede intervenir quizá por pura diversión.

—¿Cómo?

—Le pondré un ejemplo. Veo que la mujercita recibe al amante en casa, y entonces advierto al marido con un anónimo y disfruto con lo que pasa después.

—¿Y a eso lo llama diversión?

—Yo no, señora, pero los hay que sí.

Ernestina se quedó pensando en el asunto, abrió la boca para decir algo, volvió a cerrarla y finalmente se decidió a hablar.

—Chantaje… no creo que Filippo lo hiciera nunca. Por algo de diversión maliciosa, quizá sí. Pero no piense que tenía malas intenciones. Usted no lo ha conocido; era…

—Precisamente porque no lo conozco le hago estas preguntas. Estaba diciendo que era…

—Imprevisible, eso.

Volvieron al salón, pero Montalbano no se sentó.

—Perdone la pregunta, señora, ¿usted vive con lo que le pasa su exmarido o trabaja?

—Trabajo de dependienta en una tienda de ropa por las tardes. Y tengo pareja. Nos casaremos en cuanto haya obtenido el divorcio.

Lo dijo tranquilamente y Montalbano apreció su sinceridad.

—No tengo nada más que preguntarle. Ya no la molesto más. Si por casualidad su exmarido se pone en contacto con usted, llámeme a la comisaría de Vigàta. Ha sido muy amable.

—Lo acompaño.

Montalbano estaba bajando el primer escalón y Ernestina cerrando la puerta, cuando al comisario se le ocurrió una pregunta. Había quedado una cosa en el aire.

—Perdone, señora, pero me ha dicho que su marido tenía dos manías. Una era el telescopio. ¿Y la otra?

—Los pies. Se los cuidaba muchísimo.

El comisario se quedó de piedra, con el cuerpo medio girado, la cabeza vuelta hacia atrás, el pie izquierdo levantado sobre el segundo escalón y la mano derecha agarrada a la barandilla. Era incapaz de moverse.

—Comisario, ¿se encuentra bien? —preguntó Ernestina, saliendo al rellano.

—¿Po… po…?

Montalbano recobró finalmente el dominio de sí mismo y consiguió hablar.

—¿Por qué dejó su marido la danza?

—A causa de un accidente. Se rompió un ligamento.

Montalbano estuvo a punto de caer rodando escaleras abajo.

—Por tanto, si Manzella llevaba cinco días dentro de un pozo la llamada a Fazio era una trampa.

—¡Coño, cada vez eres más perspicaz, Mimì!

—Me dijiste que Fazio no se creía lo que le contaba Manzella. Y en cambio era todo verdad.

—Esa conclusión también es asombrosa, Mimì.

—Salvo, ¿sabes lo que te digo? Ya no hablo más. Estás tocándome los cojones.

—Voy a hacerte una pregunta. Así te verás obligado a decir cosas menos estúpidas. En tu opinión, ¿por qué le dispararon en un pie?

—¿A quién?

—A Manzella. ¿No te lo había dicho? ¿No? Primero le dispararon en un pie, después lo dejaron desangrarse unas horas y al final lo mataron. La pregunta es: ¿por qué?

—Para hacerle hablar.

—De acuerdo, Mimì, pero la pregunta no es esa. ¿Por qué en el pie? Para hacer hablar a alguien, en general se le quema la mano con un cigarrillo o se le dispara en una rodilla, un brazo…

—Igual se les escapó un tiro.

—Frío frío, Mimì.

—Quizá porque para Manzella los pies eran importantes, si tenía esa manía…

—Caliente, Mimì.

—¡Porque había sido bailarín!

—¡Muy bien, Mimì! ¿Ves como cuando te pones eres inteligente? Lo hirieron en la parte del cuerpo a la que más apego tenía. Para humillarlo.