Montalbano salió, pero al cabo de un momento volvió atrás, abrió la puerta de la habitación de Fazio y asomó la cabeza.
—Me he acordado de que mañana por la mañana tengo que ver al jefe superior. Vendré por la tarde.
En el pasillo no se veía a Angela. Eran las cuatro y diez en punto.
Esperó dos minutos y luego se acercó a los agentes de guardia con su identificación bien a la vista.
—Soy el comisario Montalbano.
—A sus órdenes —dijeron a coro.
—En la habitación catorce hay un compañero vuestro de la comisaría de Vigàta. Ha resultado herido en la cabeza en un enfrentamiento. ¿Podéis echar un ojo también a su puerta? No es seguro que el hombre que ha entrado en el hospital viniera por los de la comisión antimafia. ¿Me he explicado?
—Perfectamente —respondió uno de ellos.
—Váyase tranquilo —añadió el otro.
Al final del pasillo dudó entre la derecha y la izquierda. Se decidió al advertir que, al fondo del pasillo de la derecha, había dos agentes con metralleta de guardia delante del ascensor. Cuando llegó a la planta baja, sacó del bolsillo el papel que le había dado Angela. Era un número interno. Fue al mostrador y le pidió a una de las dos empleadas que se lo marcara. Un momento después estaba hablando con ella.
—Lo lamento, pero no he conseguido quedar libre. ¿Podemos dejarlo para mañana por la noche?
—Por mí, perfecto.
—Entonces ya decidiremos la hora y el sitio mañana por la mañana.
—No, Angela, mañana por la mañana no podré venir.
—¿Seguro?
—Segurísimo, tengo un compromiso.
—¿Por la tarde tampoco?
—Seguramente a las cuatro sí que vendré.
—Entonces hasta mañana por la tarde. Yo termino mi turno a las seis y media.
—¿Conoce aquí, en Fiacca, algún sitio donde se coma bien?
—Hay muchos. Pero…
—¿Sí?
—No quisiera que me viesen por ahí con… Si me vieran aquí con un desconocido, tendría problemas, ¿comprende?
—Lo comprendo perfectamente.
—¿Usted no tiene problemas de ese tipo?
—De momento, no. ¿Quiere venir a Vigàta?
—¿Por qué no?
La respuesta fue inmediata; estaba claro que Angela se esperaba esa propuesta.
—¿Tiene coche? —preguntó Montalbano.
—Sí, pero si usted me espera un cuarto de hora después de que acabe el turno, me cambio aquí, en el hospital, y podemos ir con el suyo.
Pero ¿qué idea se había hecho esa chica? Él simplemente quería invitarla a una cena sin consecuencias. En cualquier caso, estaba seguro de que conseguiría eludir la eventual consecuencia sin quedar mal.
El aparcamiento reservado para los visitantes estaba detrás del edificio del hospital; para llegar, Montalbano tuvo que caminar diez minutos. Gallo dormía, con la boca abierta y la cabeza apoyada en el respaldo del asiento.
—¡Buenos días!
El agente abrió los ojos sobresaltado. Parecía un tanto confundido.
—Disculpe, dottore, pero tengo un sueño atrasado que me está matando.
—¿Anoche no dormiste?
—No, señor, y anteanoche tampoco. En cuanto me acuesto, empieza a dolerme el estómago. Y ahora los ojos se me cierran solos.
—Ve a tomarte un café cargado en la cafetería del hospital.
—No me apetece.
—Oye, hablemos claro: yo no voy con alguien al que de repente puede vencerlo el sueño en medio de la carretera mientras conduce. Así que pasa detrás y duerme; yo me pondré al volante.
Gallo, que realmente necesitaba dormir, no protestó.
En el tiempo que tardó el comisario en maniobrar para salir del aparcamiento, Gallo, tumbado en el asiento posterior, se sumió en un sueño profundo.
Como era de prever, aún no habían retirado los controles de carretera en la salida de Fiacca, de modo que tuvo que parar. Al carabinero no le dio buena espina aquel hombre acostado detrás que se tapaba la cara con un brazo. Se inclinó hacia la ventanilla para decir algo, pero de pronto cambió de opinión y retrocedió. Al comisario se le ocurrió gastarle una broma a Gallo. Mientras tanto, el carabinero había llamado a dos compañeros, que se acercaron cautelosamente con las manos a la altura de la culata del revólver. Montalbano se lo estaba pasando en grande, y permaneció inmóvil con las manos bien a la vista sobre el volante.
—¿Qué hace? ¿Duerme? —preguntó el primer carabinero al comisario.
—Profundamente.
—Despiértelo.
—Despiértelo usted. Pero le advierto que, cuando lo despiertan bruscamente, se pone nervioso y puede tener reacciones imprevisibles. Yo se lo he advertido, así que no quiero responsabilidades.
—¿Y cómo podría despertarlo?
—No sé; con unas palabritas tiernas, unos mimos…
—¿Está de broma?
—¿Le parece que soy un bromista? —repuso Montalbano con cara de ofendido.
El carabinero intercambió unas palabras con los otros dos y después le dijo al comisario:
—Baje despacio del coche.
—¿Con las manos levantadas?
—No hace falta.
Montalbano salió sin hacer ruido. Entonces el carabinero abrió rápidamente la puerta posterior y, retirándose hacia un lado de un salto, gritó:
—¡Salga con las manos en alto!
Gallo, despertado de golpe, al ver que lo apuntaban tres armas, se dio un susto de muerte y empezó a gritar:
—¡Soy policía! ¡No disparen!
—Enséñenos la documentación.
Gallo lo hizo. El primer carabinero preguntó furioso a Montalbano:
—¿Por qué no nos ha dicho que era policía?
—Porque no me ha preguntado quién era.
El carabinero llamó al comandante. Este quiso ver los documentos de Montalbano.
—¿Por qué no se ha identificado?
—Nadie me lo ha pedido. El carabinero aquí presente solo me ha preguntado si mi compañero dormía. Y yo le he contestado que sí. ¿Va a durar mucho más esta historia?
—No, comisario. Solo el tiempo de ponerle una multa. ¿Es suyo el coche?
—Sí. ¿Por qué?
—Circula con las luces apagadas y un piloto posterior roto.
¡Menudo negocio había hecho por querer tomarles el pelo a los carabineros y no dejar conducir a Gallo!
Cuando entró en su despacho, encontró a Mimì esperándolo sentado.
—¿Qué me cuentas?
—Todos localizables.
—¿Y qué significa eso? —preguntó Montalbano, que en ese momento estaba pensando en Angela.
—Que los cinco señores en torno a los sesenta años a los que les gusta cuidarse los pies han respondido a la llamada. He comprobado también la lista de Montelusa que me ha dado Galluzzo. Todos bien. O sea, que el muerto no iba ni a los pedicuros de Vigàta ni a los de Montelusa. Y tampoco tenía ninguna relación con el callista. ¿Te ha dicho algo Fazio?
—Sí.
Y le contó el episodio de Manzella.
—¿Y por qué le dispararon en el puerto?
—Eso lo sabré en el próximo episodio.
—Me parece haber entendido que Manzella le dijo a Fazio que se había casado y que su mujer estaba embarazada —dijo Mimì.
—Has entendido bien. Y es el único dato con el que podemos trabajar por el momento.
Sin decir palabra, Augello se levantó, salió y volvió con el listín telefónico. Empezó a hojearlo.
—En Vigàta hay dos Filippo Manzella. Y en Montelusa, uno más —anunció al concluir la consulta.
—Conecta el altavoz y empieza por Vigàta.
El primer Filippo Manzella era un viejo cascarrabias que contestó a Mimì de malos modos; el segundo se hallaba ausente porque, según aseguró una mujer que se identificó como su esposa, había embarcado en un pesquero hacía una hora.
—A este también hay que excluirlo, puesto que hasta hace una hora estaba vivo —dijo Augello.
Montalbano lo miró con una expresión a medio camino entre la admiración y el asombro.
—Mimì, a veces llegas a conclusiones impresionantes. ¡Vamos, ni Perogrullo!
—He aprendido de ti —repuso el subcomisario, marcando el número de Montelusa.
—¿Quién es? —preguntó una voz femenina.
—La policía —dijo Mimì.
La mujer se asustó.
—¡Dios mío! ¿Qué ha pasado?
—No se alarme, señora; solo se trata de una multa. ¿Vive ahí el señor Filippo Manzella?
—Ya no.
—¿Qué significa eso?
—Significa que hace cinco años que mi marido y yo no vivimos juntos. Nos separamos.
—Comprendo. ¿Sabe dónde vive?
—Pues hasta hace unos quince días vivía en Vigàta, en vía della Forcella, trece, pero la última vez que me llamó me dijo que se había mudado.
—¿Cuándo la llamó por última vez?
—Ya se lo he dicho, hace unos quince días.
—¿Y no ha vuelto a llamar desde entonces?
—No.
—¿Y no le parece preocupante ese silencio?
—Estoy acostumbrada. Solo telefonea para tener noticias de nuestro hijo, pero a veces se pasa un mes sin llamar.
—¿Le dio la nueva dirección?
—No.
Llegados a este punto, el comisario le quitó el auricular.
—Señora, soy el comisario Montalbano. ¿Puedo ir a Montelusa a hablar con usted?
—¿Ahora?
—Sí, pongamos dentro de media hora.
—No; estaba a punto de salir. Si quiere, puede venir mañana por la mañana a partir de las once.
Montalbano le dio las gracias, colgó y se puso de pie.
—¿Vienes conmigo? —le preguntó a Augello.
—¿Adónde?
—¡Despierta, Mimì! A via della Forcella, trece.
Via della Forcella se encontraba en una zona de casas de reciente construcción en la carretera de Montereale. El número 13 correspondía a un edificio de seis plantas; al lado de la gran puerta de entrada había un cartel donde ponía: «Se alquilan miniapartamentos. Dirigirse al portero».
Montalbano aparcó, bajó y entró. Mimì, después de telefonear a Beba, quien le había contado con pelos y señales que el niño se había hecho un chichón a resultas de una caída, había decidido que era mejor que el comisario fuera solo.
A través de la puerta abierta de la portería, que en realidad era un miniapartamento, vio a una mujer barriendo.
—¿Está el portero?
—No.
—¿Puede decirme con quién tengo que hablar para informarme sobre los apartamentos?
—Conmigo.
—Disculpe, ¿y usted quién es?
—La mujer del portero, ¿no le sirve?
—Me sirve. —Pero no le apetecía hablar de Manzella con una mujer que, más que nada, parecía bastante intratable—. Oiga, ¿cuándo estará aquí su marido?
—Si todavía es capaz de encontrar el camino, hacia las once de la noche llega a casa.
—¿Trabaja?
—Sí, señor.
—¿Dónde?
—En la bodega de Gnazio Cutaja. Vacía vasos de vino bebiéndoselos uno detrás de otro; en eso trabaja. ¿Me explico?
Ingeniosa, la señora.
—Perfectamente.
Un alcohólico. No había otra; tenía que hablar por fuerza con la mujer. Esta, entretanto, había parado de trajinar y, apoyada en el mango de la escoba, lo miraba con cierta malicia.
—¿Puedo decirle una cosa? —preguntó.
—Dígamela.
—Usía, sin ánimo de ofender, apesta a policía.
Lo mejor era poner las cartas boca arriba.
—Sí, soy comisario.
—Entre en casa y siéntese.
Montalbano se sentó en una de las cuatro sillas colocadas alrededor de una mesa. De una cocina diminuta brotaba un olor delicioso de pescado a la cazuela.
—¿Quiere un poquito de vino?
—No se moleste, gracias. Pero la felicito por el pescado a la cazuela. A juzgar por cómo huele, debe de estar exquisito.
La actitud de la mujer cambió. Dejó la escoba en un rincón, se estiró el delantal y se sentó en otra silla.
—Hable. Todo lo que quiera saber, se lo digo.
—Señora, hemos sabido que, hasta hace unos veinte días, en uno de los miniapartamentos vivía un hombre llamado Filippo Manzella. ¿Es así?
—Sí, señor. Una excelente persona.
—¿Cuánto tiempo vivió aquí?
—Unos tres años.
—¿Por qué se fue?
—Me dijo que había encontrado un sitio mejor.
—¿Le comunicó la nueva dirección?
—No, señor.
—¿Y qué pensaba hacer con el correo y los pagos pendientes?
—Me dijo que pasaría por aquí una vez a la semana.
—¿Cuándo pasó por última vez?
—No ha llegado a pasar. Tengo tres cartas y una factura de la luz para él.
—¿Recibía gente?
—De día no.
—¿Y de noche?
—Comisario de mi alma, ¿y yo qué sé? Yo cierro la portería a las siete y media, ceno, miro un rato la televisión y me voy a dormir. Si alguien quiere entrar, llama por el interfono.
—¿Puedo ver el apartamento donde vivía?
—¿Y qué quiere encontrar ahí? Cuando lo limpié, yo solo vi el telescopio que él me había dicho que vendría a recoger más adelante.
—¿Y dónde está ahora ese telescopio?
—Como el apartamento aún no se ha alquilado, sigue ahí, tal como lo dejó él.
—¿Podría verlo?
La portera suspiró, se levantó, fue a la otra habitación, volvió con un manojo de llaves y se lo tendió al comisario.
—Vaya usía solo, sexto piso, puerta dieciocho. Disculpe, pero yo tengo que vigilar el piscado. Hay ascensor.
La puerta 18 daba directamente a un saloncito con balcón, televisor y cocina americana. Desde el saloncito se accedía al dormitorio, donde cabían a duras penas una cama doble, un armario pequeñísimo, dos mesillas de noche y una ventana; una puertecita daba a un microscópico cuarto de baño con ducha. Había dos tomas de teléfono, una en el saloncito y otra en el dormitorio, pero no se veía ningún aparato telefónico. El telescopio era grande: montado sobre un trípode, ocupaba media sala. Estaba orientado hacia el puerto de Vigàta. En cuanto el comisario acercó un ojo, le pareció estar tocando la pared exterior —la que daba a donde atracaban los pesqueros para descargar— de uno de los almacenes frigoríficos. La gran puerta estaba abierta y dentro se veía perfectamente a dos hombres trabajando.
Iba a salir del miniapartamento cuando se le ocurrió abrir el armario. Además de mantas y sábanas, había unos prismáticos dentro de un estuche. Los sacó. Eran unos potentes prismáticos militares con lentes infrarrojos. Manzella debía de haberlos comprado de contrabando y pagado muy caros. Los dejó donde estaban, cerró, bajó y le devolvió las llaves a la portera.
—Unas preguntas más y la dejo en paz.
—Diga.
—¿Cómo es que no he visto teléfonos?
—El señor Manzella solo usaba el móvil.
—¿Sabe dónde trabajaba?
—No trabajaba.
—¿Y de qué vivía?
—No lo sé, pero dinero no le faltaba.
—Pero ¿salía de casa?
—¡Pues claro! Por la mañana, cuando estaba aquí, iba a hacer la compra, porque le gustaba cocinar mientras escuchaba música… hasta tenía altavoces. Después de comer dormía hasta las cinco, luego…
—Un momento. Ha dicho «cuando estaba aquí». ¿No estaba siempre?
—No, señor; a veces desaparecía semanas enteras.
—¿Adónde iba?
—Y yo qué sé.
—¿Quién limpia los apartamentos?
—Mi hermana, mi cuniada y yo.
—¿Quién limpiaba el de Manzella?
—Yo.
—Voy a hacerle una pregunta un poco delicada, señora. Haciendo la cama por las mañanas, ¿tuvo alguna vez la impresión de que Manzella había recibido a una mujer?
La portera se echó a reír.
—¿La impresión? ¡Comisario de mi alma, a veces parecía que había habido un terremoto! Las almohadas por el suelo, las sábanas enrolladas… Una vez hasta me encontré un colchón medio caído.
¿Ocurría con frecuencia?
—En los últimos tiempos, bastante.
—¿Era un mujeriego?
—¿Usía qué piensa si incuentra la cama así de revuelta por lo menos tres noches a la semana?
—¿Tres noches a la semana? Pero ¿Manzella no tiene ya cierta edad?
—Sí, señor. Pero se ve que le funciona bien. O se ayuda con pastillas.
—¿Era siempre la misma mujer o cambiaba?
—¿Y cómo iba a saberlo yo?
—No sé; por haber visto cabellos de diferente color sobre la almohada o en el baño…
—Pues, aunque le parezca increíble, no encontré nunca ni un pelo.
—¿Una horquilla quizá… una barra de labios…?
—Nada de nada.
—¿Cómo es posible?
—A lo mejor llevaban cuidado.
—¿Manzella tiene coche?
—Tenía.
—Explíquese mejor.
—Aquí vive el señor Falzone, que vende coches de segunda mano. Manzella le vendió el suyo, que era un Panda muy bien conservado, por cuatro perras.
—¿Eso cuándo fue?
—Un par de días antes de dejar el apartamento. Me dijo que quería comprarse uno nuevo.
—¿Cómo le pagó Falzone?
—Manzella quiso que le pagara en ifictivo. Yo estaba presente.
—¿Dónde metió sus cosas?
—Tenía pocas, así que con una maleta le bastó. Yo creo…
—Diga.
—Yo creo que Manzella tenía otra vivienda.
—Una última cosa. ¿Podría darme las tres cartas?
La portera pareció indecisa.
—Y si después pasa el señor Manzella, ¿qué le cuento?
—Vamos a hacer una cosa: yo le doy un recibo, y así el señor Manzella puede venir a buscarlas a la comisaría.