9

Habló con un hilo de voz trémula que, según él, podía parecer la de un hombre enfrentado a la muerte.

—Soy Montalbano.

—¿Qué pasa?

Respiró hondo una vez y acto seguido dejó escapar dos ligeras toses.

—Montalbano, ¿qué pasa?

—Estoy malís… —Otra tosecilla—. Perdone, tengo regurgitaciones.

—¡Pero bueno, Montalbano!

—Disculpe, pero el doctor Gruntz me ha practicado el scrocson súper. No ha podido evitarlo. Yo le he suplicado que lo aplazara, pero él, en vez del doble, el súper. ¿Comprende? Dice que lo necesitaba urgentemente.

—¿Y eso qué significa?

—Significa que el efecto del súper dura el doble que el del doble, es decir, hasta la noche.

—No entiendo nada.

—Me es imposible moverme.

—¿Acaso trata de decirme que no podrá venir esta tarde?

—Lo siento, pero…

—¡Oiga, Montalbano, o viene por sus propios medios o mando a buscarlo con una ambulancia!

—Señor jefe superior… no es una cuestión de ambulancia, sino de autonomía personal, ¿me explico?

—No.

—No puedo alejarme más de cinco minutos del lugar de decoro. —¿Por qué cuando decía mentiras le salían a menudo palabras y frases rebuscadas como esa?—. El scrocson súper es bestial; no encuentro otra definición. ¡Piense que he expulsado un botón que me tragué en el 2001! Y no solo el botón, sino también…

—Está bien, lo espero mañana a las nueve —cedió el jefe superior, al que le estaban entrando ganas de vomitar.

Pero ¿cómo es que el jefe superior podía tragarse un camelo de tres al cuarto? Quizá porque lo consideraba un hombre serio, puede que un poco liante, pero desde luego incapaz de semejantes cosas. ¿Debía avergonzarse o debía vanagloriarse? Dejó la pregunta en suspenso y fue a comer.

Entró en la trattoria con un discreto apetito, incrementado por el hecho de que se había liberado, aunque fuera momentáneamente, de la visita al jefe superior.

—Acaba de telefonearme ahora mismo desde Montelusa el jefe superior —dijo Enzo con aire de complicidad.

—¿Me buscaba a mí? —preguntó Montalbano, desconcertado y furioso.

¿O sea que el jefe superior no se había creído que estaba en casa bajo los efectos del scrocson súper? Pero ¡habrase visto…! Por suerte, Enzo respondió negativamente.

—No, señor. Va a venir a comer. Han ido a verlo unos amigos que quieren tomar pescado fresco. Ha reservado para seis personas.

—¿Y cuándo va a venir?

—Dentro de media hora.

Montalbano soltó un reniego y se levantó como si se hubiera sentado sobre una víbora. ¡No quería ni pensar qué pasaría si el jefe superior lo sorprendía atiborrándose de salmonetes y merluzas! No solo lo expedientaría, ¡haría que lo echaran de la policía! ¡Y quizá ordenara que le practicasen de verdad algo muy similar al scrocson súper!

Tomó una decisión tan súbita como obligada.

—Me voy.

—¿Y dónde va a comer?

—Da igual, Enzo, prefiero quedarme en ayunas a ver al jefe superior.

—Pero, dottore, yo lo meto a usted en la salita y no dejo que entre nadie.

—Y cuando haya acabado, ¿cómo salgo?

—No se preocupe. Está todo controlado: hay una puerta trasera.

Acababa de terminarse la pasta con almejas cuando la puerta de la salita se abrió y asomó la cabeza de Enzo.

—Ya ha llegado —anunció.

Y desapareció para reaparecer al cabo de un momento con los salmonetes. El comisario se los comió más a gusto de lo habitual, precisamente porque estaba saboreándolos a dos pasos del jefe superior, que lo creía acostado y maldiciendo el universo.

A las dos y media en punto salió con Gallo para Fiacca. Pero con su coche, porque por la mañana había llegado una segunda notificación del jefe superior ordenando a todos ahorrar en gasolina.

A menos de tres kilómetros de la ciudad había un control de los carabineros. Y una decena de coches haciendo cola, lo suficiente para perder medio día. Gallo se puso en la fila.

—¿Nos identificamos? —preguntó.

—No —dijo Montalbano.

Dadas las condiciones en que se hallaba su coche, si los carabineros se enteraban de que eran de la policía, les apretarían las tuercas. Se encontraría con una multa tan alta que con dos meses de sueldo no tendría bastante para pagarla. Al cabo de un rato se acercó un cabo que, en cuanto vio quién iba al volante, sonrió.

—Hola, Gallo.

—Hola, Tumminello.

Montalbano se sintió aliviado: si esos dos eran colegas, no perderían el tiempo con discusiones inútiles.

—¿Por qué estáis haciendo este control? —dijo Gallo.

—Nos han ordenado retener a un hombre bajo, gordo y con una cicatriz en la mejilla izquierda, procedente de Fiacca.

Al comisario le entraron ganas de echarse a reír. Y le habló al cabo con una sonrisita que podía parecer burlona.

—Perdone —dijo—, pero si han de retener a uno que viene de Fiacca, ¿por qué nos paran a nosotros, que vamos a Fiacca? Quizá deberían dar media vuelta y mirar hacia el lado contrario. Si no, parece que esto sea…

Se detuvo a tiempo. Pero ¿quién le mandaba abrir su maldita bocaza? Mientras tanto, pudo ver que Tumminello había cambiado de color.

—¿Usted quién es? —preguntó el carabinero.

—Soy el ragioniere Muscetta.

—Es un gran amigo mío que me ha pedido el favor de… —intentó explicar Gallo.

Pero Tumminello no lo escuchó siquiera y continuó:

—¿Es suyo el coche, ragioniere?

—Sí.

—Termine la frase que estaba diciendo, ragioniere.

¡Menuda lata con lo de ragioniere!

—¿Cuál? Yo no he dicho nada que…

—Usted ha dicho: «Si no, parece que esto sea…». Continúe.

—Ah, bueno, quería decir que, si no, parece que esto sea… ¿cómo le diría?… el mundo al revés.

—No; usted quería decir «si no, parece que esto sea una pifia de esos carabineros palurdos». ¿No es cierto?

—Pero ¡qué dice! Jamás me atrevería…

—¿No se atrevería? ¿Precisamente usted, estimado comisario Montalbano?

Montalbano se quedó helado.

—Vamos, circulen.

¡Lo había reconocido desde el principio y se había reído a su costa llamándolo ragioniere, «contable»! Tumminello indicó a sus compañeros que dejaran pasar al coche y siguieron adelante. Circularon unos diez minutos en silencio, hasta que Montalbano dijo:

—Es verdad, yo estaba pensando lo que supuso el cabo. Un chico listo, ese Tumminello.

—Ese hará carrera. Está estudiando Derecho.

Pasaron por delante de otro control donde paraban a los coches procedentes de Fiacca.

—¿Ves como yo tenía razón? —le dijo Montalbano a Gallo—. El primer control es totalmente inútil.

Dottore, pero ¿usted no sabe lo que sucedió con Michele Misuraca en Fiacca hace seis meses?

—Pues no.

—Michele Misuraca sorprendió a su hija casada con su amante. Como su yerno estaba en Alemania, le tocaba actuar a él. Disparó y mató a la chica mientras el amante huía. Misuraca consiguió salir de Fiacca poco antes de que los carabineros montaran los controles. Luego volvió, y los carabineros no lo pararon porque miraban los coches que salían de Fiacca. Misuraca entró tranquilamente en la ciudad, buscó al amante de su hija hasta dar con él, lo mató y se entregó a las autoridades.

Montalbano no hizo ningún comentario.

Gallo recuperó el tiempo perdido en el control, y a las cuatro menos unos minutos el comisario se encontraba en la entrada del hospital.

Dio dos pasos y se detuvo ante la primera duda: ¿los ascensores estaban a la derecha o a la izquierda?

—¡Comisario!

Montalbano se volvió. Era la enfermera Angela. Sintió que se le ensanchaba el corazón de alegría.

—Es usted tan amable, no esperaba que…

—¿Que viniera? En realidad tenía pensado no aparecer por aquí, pero después he cambiado de idea.

—¿Por qué?

—Porque, con todo el jaleo que ha habido, suponía que sin mí sería totalmente incapaz de encontrar a su amigo.

—¿Qué ha pasado?

—Hacia la una y diez, después de que hubieran salido todas las visitas, vieron a un hombre, un extraño, que recorría el pasillo de la cuarta planta en actitud sospechosa abriendo y cerrando las puertas de las habitaciones como si buscara a alguien.

—Más o menos como yo.

—Sí, pero usted, si un enfermero le pregunta qué desea no sale corriendo con una pistola en la mano.

—¿Disparó?

—No.

—¿Lo atraparon?

—Lo persiguieron y lo vieron salir del hospital, atravesar el aparcamiento y desaparecer en el campo.

—¿Era un hombre bajo y gordo?

—Sí, ¿cómo lo sabe?

—Me lo han dicho los carabineros en un control de carretera. ¿Y después qué pasó?

—La policía ordenó que trasladáramos a todos los pacientes de la cuarta planta a la sexta, que está todavía por inaugurar y resulta más fácil de vigilar.

¿Cabía la posibilidad de que el hombre hubiera ido a matar a Fazio? Caber, cabía; ¿a cuántos mafiosos habían liquidado mientras se encontraban hospitalizados? Pero quiso asegurarse.

—¿Qué personalidad importante hay en esa área?

—El honorable diputado Frincanato y el magistrado Filippone, ambos de la comisión antimafia. Uno con una pierna rota y el otro con una fractura de pelvis. Iban juntos en un coche que chocó contra un camión tráiler. Y los dos han recibido amenazas de muerte.

Era del dominio público que se albergaban serias dudas sobre las amenazas de muerte recibidas por el honorable diputado Frincanato, el cual contaba menos que una moneda agujereada. Las malas lenguas decían que las cartas anónimas se las había escrito él mismo para darse bombo. En cuanto al magistrado Filippone, era de los que decían sí, si la mayoría decía sí, y no si la mayoría decía no. Un títere. ¡Cómo iba la mafia a arriesgar a uno de sus hombres por dos mierdecillas! Montalbano llegó a la preocupante conclusión de que ese hombre iba a por Fazio.

En cuanto la puerta del ascensor se abrió en la sexta planta, el comisario se encontró frente a dos policías armados con metralleta. Sacó su identificación y lo dejaron pasar. Junto a las puertas 8 y 10 había dos agentes también con metralleta.

Angela lo acompañó hasta la puerta marcada con el número 14.

—Quería decirle que me he informado y que al señor Fazio le darán el alta dentro de tres días como máximo. Mañana por la mañana harán que se levante unas horas.

—Entonces, tendrá usted que hacerme de guía seis veces más.

—¿Vendrá dos veces al día?

—Sí.

—Pasado mañana me resultará difícil venir a buscarlo.

—¿Por qué?

—Porque me toca estar en cirugía. Así que tendrá que arreglárselas solo.

—Me las apañaré —dijo Montalbano. Y sin más, añadió—: ¿Puedo invitarla a cenar?

Angela no mostró sorpresa ni extrañeza. Con lo guapa que era, debía de estar acostumbrada a recibir invitaciones por parte de los hombres.

—¿Por qué?

—Quisiera corresponderle.

Ella se echó a reír.

—Aceptaría con mucho gusto, pero tengo un compromiso… nada importante. ¿Puedo darle una respuesta definitiva dentro de un rato? Hago una llamada e intento librarme. Si cuando salga a las cuatro y diez no me encuentra aquí, llámeme a este número.

Escribió el número en un papel que Montalbano se guardó en el bolsillo. Angela le sonrió una vez más, dio media vuelta y empezó a alejarse. El comisario se quedó un momento contemplándola; era una vista espléndida. Luego llamó a la puerta.

—Adelante —dijo una voz de mujer.

Lo primero que vio al entrar fue a la enfermera enana, la sosia de los carceleros de Sing Sing. Después observó que Fazio no estaba acostado, sino medio incorporado, con varias almohadas detrás de la espalda y la cabeza. La señora Fazio no estaba.

—Siete minutos —decretó la enana.

—La cuenta empieza a partir del momento en que usted salga —precisó Montalbano—. ¿Dónde está tu mujer? —le preguntó a Fazio, que le sonreía, contento de verlo.

—La he mandado a casa a descansar —intervino la enana mientras abría la puerta para salir—. No podía más, y nuestro paciente ya está en vías de recuperación. —Y antes de cerrar, repitió—: ¡Siete minutos!

—¡Anda y que te den por culo! —masculló Fazio.

—Por cierto, tengo que darte una buena noticia —dijo Montalbano—. Mandar a alguien a tomar por culo ya no es delito. Lo ha establecido el Tribunal de Casación. Oye una cosa, ¿te has enterado de lo que ha sucedido en el hospital?

—Me han dicho que un tipo quería entrar en las habitaciones de dos de la comisión antimafia.

—¿Sabes quiénes son? Frincanato y Filippone.

—Pero ¡si son dos ceros a la izquierda! —se sorprendió Fazio.

—Exacto. Por eso no veo claro el asunto.

—Yo tampoco.

—¿Entró en tu habitación?

—No.

—¿Te dice algo un hombre bajo, gordo y con una cicatriz en la mejilla izquierda?

—¡Coño! —exclamó Fazio, y se quedó lívido como un muerto.

—¿Lo conoces?

—Era uno de los que intentaron mandarme al otro barrio.

—Me lo imaginaba —comentó el comisario. Y mientras Fazio le indicaba que le pasara el vaso de agua que había sobre la mesilla, continuó—: O sea, que el tipo ha venido al hospital para rematar el trabajo que había dejado a medias.

—¡Quiero largarme ahora mismo! —dijo Fazio, devolviéndole el vaso vacío.

—Ese lo tiene difícil para volver, tranquilo.

—¿Puedo tener por lo menos un arma?

—¿Estás de guasa? ¡La de Sing Sing hará que te pongan en aislamiento!

Fazio lo miró atónito.

—¿Y qué es eso?

—Déjalo estar; hablemos de lo que te pasó. Debe de tratarse de algo muy gordo.

Dottore, sinceramente no tengo ni idea de si este asunto es gordo o no. Cuando esos dos…

—Espera. Rebobina desde el principio. Hagamos episodios, como en las series de televisión. Si no, a siete minutos por vez, me armo un lío. Háblame de Manzella.

Fazio se quedó pensando un momento y luego empezó a hablar.

—Filippo Manzella y yo cursamos juntos los estudios primarios aquí, en Vigàta. Después nos perdimos de vista; su padre era ferroviario y lo trasladaron. Pero volvimos a encontrarnos haciendo el servicio militar. Él iba a una escuela de danza en Palermo, quería ser bailarín clásico. Y consiguió entrar en el cuerpo de baile del teatro Massimo. Cuando… tenía que ir a Palermo, nos… ve… íamos…

Estaba cansado.

—Descansa —le dijo el comisario.

Fazio cerró los ojos y se quedó medio minuto callado Después lo intentó de nuevo, pero no podía.

—Luego… —Se interrumpió, respirando fuerte.

—Espera un poco más.

—No, señor, que siete minutos pasan enseguida. Luego nos perdimos de vista otra vez. Un día me lo encontré por casualidad en Montelusa. Había cambiado.

—¿En qué sentido?

—Había engordado. Y además, no me miraba a los ojos como hacía antes. Me dijo que ya no bailaba, que se había casado, que su mujer esperaba un hijo y que no trabajaba porque había recibido una herencia.

Hizo otra pausa. Pero ahora le costaba más hablar, dejaba un espacio entre una palabra y otra.

—Hace unos quince días me lo encontré otra vez en Montelusa. Tenía prisa. Me pidió el número de mi móvil. Se lo di, y dos días más tarde me llamó.

—¿Qué quería?

—Quería que me ocupase de cierto asunto. Según él, se trataba de contrabando.

—¿Solo te dijo eso?

—Solo eso.

—¿Por qué no me lo comentaste?

Dottore, a mí todo aquello me pareció muy fantasioso. A Filippo le gustaba inventarse cosas de vez en cuando.

—Continúa.

—El siguió llamándome, decía que lo vigilaban, que quizá se habían dado cuenta de que sabía… Pero cuando yo le pedía para vernos y que me lo contara todo, se ponía evasivo, vacilaba…

—¿Lo llamaste alguna vez después de que él te hubiera buscado?

—Sí. Tenía el número de su móvil.

—¿Lo llamaste alguna vez a un teléfono fijo?

—Sí, pero era de un bar. Le gustaba hacerse el misterioso.

—¿Te dijo algún nombre?

—No; era siempre muy impreciso… y yo estaba cada vez más convencido de que me estaba contando cuentos chinos.

—Nos queda poco tiempo. Dime ahora por qué fuiste al puerto.

—Al cabo de unos días sin telefonearme, me llamó. Me dijo que, si iba enseguida, esta vez los pillaría a todos con las manos en la masa. Entonces le dije a mi mujer que usía me había llamado y salí de casa.

—¿No te explicó de qué era el contrabando?

—Pues no. Solo me dijo que me esperaba en el puerto, en la parte de los almacenes, a las tres de la madrugada.

—¿Y entonces por qué saliste poco después de las ocho?

—Para que la cosa pareciese más lógica a ojos de mi mujer.

—¿Ibas armado?

—No, señor.

—Pero ¡hombre! ¿Vas a por un puñado de contrabandistas peligrosos y…?

—¡Yo no iba a por ellos! Solo quería verlos sin ser visto. Luego, antes de hacer nada, habría pedido refuerzos. Y además, ¿sabe qué? Seguía sin creer que fuera verdad.

—¡Se acabó el tiempo! —anunció la enana, entrando en la habitación.

—Una última pregunta: ¿estás seguro de que la noche que Manzella te telefoneó para ir al puerto era él quien te hablaba?

—A mí me pareció él, aunque la voz me llegaba lejana y confusa. Siempre llamaba por el móvil. Me dijo que había poca cobertura.

—Adiós. Nos vemos mañana por la mañana.