Maldiciendo, entró de nuevo en la comisaría, y nada más decir «¿Sí?», se le echó encima el jefe superior con toda la caballería:
—¡Usted ha perdido por completo el juicio! ¡Esto es de locos! ¡Estamos en un manicomio!
—Pero ¿no los habían abolido?
Se le había escapado, ¡menos mal que el señor jefe superior no lo oyó!
—¡Se produce un enfrentamiento armado, uno de los nuestros es herido, gracias a Dios no de gravedad, y usted se limita a hacer una llamadita a Lattes! ¡Esto es de locos!
—¿Y a quién tendría que haber telefoneado, si usted no estaba?
—¡De acuerdo, pero debería haber dejado al menos un informe detallado sobre mi mesa! Venga inmediatamente lo espero.
No podía ir, porque si le preguntaba cómo y por qué habían herido a Fazio, no sabría qué puñetas responder.
—Ahora mismo no puedo, señor jefe superior.
—Oiga, Montalbano, le ordeno…
—Acaban de llamarme del hospital para decirme que Fazio, mi hombre, ha recobrado el conocimiento y quiere…
—Entonces venga a mi despacho inmediatamente después de verlo.
—Pero ¡está en el hospital de Fiacca!
—Oiga, pero ¿aquí qué pasa? ¡Territorialmente Fiacca cae fuera de su jurisdicción! ¿Por qué está ingresado allí?
—Porque encontramos a Fazio en las cercanías y…
—¿Lo encontraron? ¿Cómo que lo encontraron? ¿Qué significa eso?
—Señor jefe superior, es una historia muy complicada.
—Entonces venga a contármela mañana por la mañana a las nueve en punto.
¡Jo, qué pesado! Tenía que buscar otro embuste.
—Lo siento, señor jefe superior, a las nueve no puedo.
—Está de guasa, ¿verdad?
Montalbano bajó la voz y dijo en tono conspirador:
—Se trata de un asunto muy personal que no quisiera…
—¡Aplácelo!
—¡No puedo, señor jefe superior, créame! ¡El doctor Gruntz viene expresamente nada menos que desde Zúrich!
—¿Y quién es ese doctor?
—El mejor especialista en la materia.
—¿Qué materia?
Ese era el quid de la cuestión. ¿En qué puta materia podía destacar un suizo que se llamaba Gruntz? Lo mejor era irse por las ramas. Enturbiar todavía más las aguas. No responder directamente.
—A las nueve y media viene a casa a hacerme el doble scrocson, cuyo efecto, como usted sin duda sabe, dura entre tres y cinco horas. Así que tendré que quedarme tumbado en la cama, inmóvil. No podré estar en su despacho hasta la tarde, a primera hora.
—Perdone, ¿qué ha dicho que va a hacerle el doctor Gruntz? —preguntó el jefe superior, un tanto impresionado.
—El doble scrocson.
—¿Y eso para qué sirve?
¿Para qué podía servir una cosa de nombre tan importante? Montalbano soltó la primera trola que se le ocurrió:
—Pero ¿cómo? ¿No lo sabe? Es la adaptación occidental de una práctica empleada por los gurús indios. Se trata de un tubo de plástico que, insertado en el ano y concienzuda y prudentemente manejado, sale…
—No siga, por favor —lo interrumpió Bonetti-Alderighi, manifiestamente impresionado—. Lo espero mañana a las cuatro.
Cuando volvió a Marinella, del sol no quedaba más que una delgada franja rojiza en el horizonte. Las olas rompían con suavidad. No se veían pájaros. La conversación telefónica con el jefe superior le había abierto el apetito. Quizá se trataba de una forma de compensación. Una vez había leído que en la Antigüedad, después de las epidemias de peste, la gente comía y jodía a todas horas. Pero ¿se podía comparar a Bonetti-Alderighi con una epidemia de peste? Reconoció que quizá con la peste no, pero con un poco de cólera sí. Al abrir el frigorífico, tuvo la impresión de encontrarse ante el legendario tesoro escondido por unos bandidos en el monte Scuderi. Adelina le había preparado un festín: berenjenas a la parmesana, pasta con salchichas, caponatina, albóndigas de berenjena, el exquisito queso caciocavallo de Ragusa y aceitunas negras. Por lo visto, en el mercado no había pescado fresco. Puso la mesa en la galería y, mientras se calentaban las berenjenas y la pasta, se bebió dos copas de vino blanco bien fresco a la salud de Fazio. Cuando se levantó para ir a telefonear a Livia, habían pasado tres horas largas desde que se había sentado.
No durmió bien.
Cuando se disponía a marcharse a Fiacca, a las ocho y media de la mañana, pensó que con su velocidad de crucero, como decía Livia para avergonzarlo, igual llegaba al hospital cuando ya hubieran dado de alta a Fazio. Así que llamó a la comisaría.
—¿Qué hay, dottori? ¿Qué pasa? —preguntó Catarella, súbitamente alarmado.
—No pasa nada, Cataré; tranquilízate. Dile a Gallo que venga a buscarme a Marinella para acompañarme a Fiacca.
—Ahora mismo, dottori.
La verdad es que no se sentía con ánimos para conducir. Estaba demasiado nervioso; la curiosidad por saber lo que le diría Fazio se lo estaba comiendo vivo, lo había asaltado nada más meterse en la cama y ya no lo había abandonado, a tal punto que se había pasado prácticamente la noche entera haciendo hipótesis y conjeturas, todas sin el menor fundamento.
Al cabo de unos diez minutos oyó la sirena del coche oficial que se acercaba raudamente. ¡Figúrate si Gallo iba a desaprovechar una oportunidad de correr y poner la sirena!
Montalbano observaba a Gallo siempre que tenían que ir forzosamente deprisa: conducía con soltura, relajado, de maravilla, y se veía que disfrutaba un montón. En algunos momentos, casi sin darse cuenta siquiera, se ponía a tararear alguna cancioncilla infantil: La beddra Betta / cu’na quasetta… Y Montalbano había comprendido que, al volante de un coche lanzado a toda pastilla, Gallo se remontaba como mínimo treinta años atrás y volvía a ser un crío.
—¿De pequeño tenías un cochecito de pedales? —le preguntó mientras se dirigían a Fiacca.
Gallo lo miró estupefacto.
—¿Por qué me lo pregunta?
—Por nada en especial, por hablar de algo.
—No, señor, no llegué a tener ninguno. Siempre lo deseé, pero mi padre no pudo comprármelo nunca porque el dinero no le alcanzaba.
Quizá por eso… Inmediatamente se avergonzó de lo que estaba pensando: que la pasión de Gallo por la velocidad era una compensación por lo que no había tenido de pequeño. Cosas de películas americanas, cuando te explican que alguien se ha convertido en violador porque de pequeño abusaron de él.
Cuando era más joven, ideas como esa no se le habrían pasado por el magín ni de casualidad. Por lo visto, con los años el cerebro también se reblandecía, como los músculos, la piel… Su mirada se encontró con la aguja del cuentakilómetros: marcaba 170.
—¿No te parece que corres demasiado?
—¿Quiere que reduzca la velocidad?
Iba a decirle que sí, pero quería llegar y hablar con Fazio cuanto antes.
—No, pero ten cuidado, que no quiero acabar vendado en una cama al lado de Fazio.
El comisario acostumbraba a perderse dentro de los hospitales, y eso que hacía lo imposible para evitarlo. No solo se informaba detalladamente en la entrada sobre el ascensor en que debía montar, la planta en que debía bajar, el área a la que debía dirigirse… No había manera: en el breve recorrido entre el mostrador de información y la zona de ascensores se olvidaba absolutamente de todo. Por eso, una vez que había montado en el ascensor A en lugar de en el B, inevitablemente iba a parar al área de neurocirugía, cuando tenía que ir a la de traumatología. Y a partir de ahí empezaba un auténtico vía crucis para encontrar el área que buscaba; se equivocaba de pasillo, sorprendía a pacientes con el culo al aire al abrir puertas que no debía y le llovían insultos…
Esta vez la tradición se mantuvo. Resumiendo, tras media hora dando vueltas, perdido y sudoroso, una enfermera que rondaba la treintena, alta, rubia, de ojos verdes y piernas largas —parecía una de esas que salen en las películas sobre hospitales—, al verlo por segunda vez con un aire cada vez más indefenso, de huérfano de Burundi, sintió pena y le preguntó:
—¿Busca usted a alguien?
—Sí.
—Si me dice adonde quiere ir, lo acompañaré.
Montalbano le deseó mentalmente que el Señor, después de hacerle ganar el concurso mundial de Miss Enfermera, le abriera de par en par la puerta del paraíso cuando muriese. La joven lo dejó delante de la habitación de Fazio.
El comisario llamó discretamente a la puerta, pero nadie contestó. Agitado como estaba, empezó a tener sudores fríos. ¿Sería posible que lo hubieran cambiado de habitación?
¿Y ahora qué hacía para averiguar adónde lo habían trasladado? Quizá lo mejor fuera, de momento, comprobar si la habitación estaba vacía. Alargó lentamente la mano hacia el pomo de la puerta, como un ladrón que no quiere hacer ruido, cuando abrieron desde el interior y apareció la mujer de Fazio.
—Hablemos fuera —susurró, cerrando la puerta a su espalda.
—¿Qué pasa? —preguntó Montalbano, preocupado.
La señora Fazio estaba ojerosa, y al comisario le pareció que su cabello tenía más hebras blancas que la última vez que la había visto.
—Quería decirle que mi marido no ha descansado bien esta noche. Ha tenido pesadillas. El médico ha dicho que no debe hablar con él más de cinco minutos. Perdone, dottore, pero…
—Lo comprendo perfectamente, señora. No se preocupe, no lo fatigaré; se lo prometo.
En ese instante se materializó al lado de la mujer una enfermera enana que, sin saludar, primero lo miró mal y luego miró el reloj.
—Tiene cinco minutos exactos a partir de este momento —dijo.
¿Qué era aquello, una etapa contrarreloj?
La señora Fazio le abrió la puerta y la cerró lentamente tras él. Había comprendido que el comisario quería hablar a solas con su marido. ¡Qué gran mujer era!
Fazio dormía o tenía los ojos cerrados. Entre las sábanas solo asomaba la cabeza, que parecía la de un piloto de aeroplanos de principios del siglo XX, cuando llevaban una especie de gorro que también les tapaba el cuello y las orejas y dejaba al descubierto la cara; la única diferencia consistía en que el gorro de Fazio era de gasa.
A Montalbano le pareció que, entre los pómulos y la boca, la piel estaba extendida directamente sobre los huesos sin carne debajo. Quizá fuera el efecto del vendaje. Junto a la cabecera de la cama había una silla metálica, y Montalbano se sentó en ella con cautela. ¿Y ahora qué hacía? ¿Lo despertaba o lo dejaba dormir? La curiosidad era enorme, pero el afecto por Fazio se impuso. Si la investigación se retrasaba un día, quizá nadie saldría perjudicado. Pero en ese preciso momento Fazio abrió los ojos, lo miró y lo reconoció.
—Dottore… —dijo con una voz distante y cansada, pero en el fondo de la cual había un tono de alegría.
—Hola —saludó Montalbano, emocionado.
Y tomó entre las suyas la mano que, mientras tanto Fazio había sacado lentamente de debajo de la sábana. Permanecieron así un poco sin decir nada, disfrutando de sentir el calor del otro.
—Todavía no recuerdo bien lo que pasó —dijo al cabo Fazio.
—Ya me lo contarás cuando recuperes la memoria. No hay prisa.
Pero Fazio no quería rendirse.
—Empezó a telefonearme un tipo al que conocía… de joven era bailarín… íbamos juntos a la escuela primaria…
—¿Cómo se llamaba?
—No me acuerdo…
Montalbano tuvo como una iluminación, vaciló un instante y luego soltó un nombre para probar:
—¿Manzella? —El comisario vio claramente el sobresalto de Fazio.
—¡Sí, señor! ¡Ese! ¡Usía es un hacha!
—¿Y qué quería de ti?
Fazio cerró los ojos. Y fue como una señal, porque la puerta se abrió y apareció la enana.
—Se acabó la conversación.
Ni en Sing Sing los guardianes debían de ser tan severos y quisquillosos.
—¿Está segura de que su reloj va bien?
—Va exacto. ¡Fuera!
Montalbano se levantó y caminó despacio a propósito para fastidiarla. Cuando llegó junto a ella, preguntó:
—¿Cuándo puedo volver?
—Se permiten visitas todas las tardes de cuatro a cinco.
—¿Y cuánto tiempo me concede?
—Otros cinco minutos.
—¿Pueden ser diez?
—Siete.
En fin, menos da una piedra.
En el pasillo, apoyada en la pared, estaba la señora Fazio.
—¿No puede pedir que le pongan una silla fuera?
—Está prohibido. Pero ahora entro. ¿Han hablado?
—Sí, pero muy poco. Me ha parecido que está muy débil.
—Los médicos dicen que no hay por qué preocuparse, que mejorará de hora en hora. ¿Cuándo volverá?
—Después de comer, a las cuatro.
Al final del pasillo podía ir a la derecha o a la izquierda. Se detuvo, dudoso. ¿Qué camino había hecho a la ida? Le pareció recordar que había llegado por el lado izquierdo. Tomó ese pasillo, que no se acababa nunca y tenía todas las puertas cerradas, y hacia la mitad vio un ascensor. ¿Tomarlo o no tomarlo? Debía tomarlo por fuerza, dado que a todas luces al arquitecto que había construido el hospital se le había olvidado poner escaleras. Las puertas se abrieron, Montalbano entró, e inmediatamente advirtió que no había ningún botón con la B de planta baja. Solo había tres números: 4, 5 y 6. Debía de ser un ascensor de servicio que solo recorría esos tres pisos. Mientras tanto, la puerta se había cerrado y él pulsó el 5. Sintió una pizca de abatimiento pensando lo que aún tendría que bregar antes de hallar la salida. El ascensor se paró, la puerta se abrió y él se encontró frente a la enfermera que lo había acompañado hasta la habitación de Fazio. La joven debió de pillar al vuelo que Montalbano se había perdido otra vez, y el comisario reprimió a duras penas las ganas de abrazarla.
—A mí puede decírmelo con toda confianza: ¿es usted mi ángel de la guarda? —le preguntó, saliendo del ascensor.
—Seguramente no, pero al menos aquí puedo hacer como si lo fuera.
—¿Me acompaña a la salida?
—Puedo acompañarlo como mucho hasta el ascensor adecuado.
—Gracias. Disculpe, ¿cómo se llama?
—Angela.
—¿Ve como tengo razón?
—¿Y usted?
—Salvo. Salvo Montalbano. Soy comisario de policía.
La chica sonrió.
—¡Pues sí que estamos arreglados! —Y soltó una risita.
—¿Por qué?
—¡Un comisario que se pierde dentro de un hospital!
—Me pasa siempre. Oiga, Angela, tengo que volver esta tarde a las cuatro. ¿Usted estará todavía aquí?
—Sí.
—¿Podría hacerme un favor?
—Dígame.
—¿Podríamos quedar en la entrada?
—¿Qué es esto? ¿Una cita?
—No; una desesperada petición de ayuda.
Angela volvió a reír y no dijo ni que sí ni que no.
—¿Cómo está Fazio? —preguntó Gallo cuando el comisario montó en el coche.
—Está algo débil, pero en general bien. Volveremos después de comer, a las cuatro, así que estate listo en comisaría a las dos y media. Y por favor, ahora no te pongas a correr.
—¿Cómo? ¿A la ida sí y a la vuelta no?
—Gallo, no discutas. Eso es lo que me apetece y punto. Ah, llama a Catarella y dile que diga a todo el mundo que he visto a Fazio y lo he encontrado bien. Así en la comisaría no vendrá nadie a tocarme las pelotas para preguntarme por él.
—Dottore, la situación es la siguiente —dijo Galluzzo, sentándose y sacando un papel del bolsillo—, en Vigàta hay dos establecimientos de pedicura y un callista que…
—¿No son lo mismo?
—No, señor dottore. La Boutique del Pie, que es uno de los dos establecimientos de aquí, tiene un cliente sexagenario cuyo nombre, apellido y dirección he apuntado en este papel. El otro establecimiento, que se llama Un Pie en el Paraíso, no tiene clientes de sexo masculino.
—¿Y el callista?
—Ese tiene cuatro clientes sexagenarios de los que también he apuntado nombre, apellido y dirección.
—¿Has estado en Montelusa?
—Ayer perdí mucho tiempo esperando al callista, que estaba haciendo visitas a domicilio. Voy ahora.
—Mándame al dottor Augello y déjame el papel.
Papel que tendió a Mimì en cuanto se presentó. Mimì lo cogió pero no lo miró.
—¿Has hablado con Fazio?
—Sí.
—¿Qué te ha dicho?
—Apenas nada. Que un tal Manzella, un exbailarín compañero suyo de primaria, se había puesto en contacto él.
—¿Y qué quería?
—No ha podido decírmelo. Está demasiado débil y nos han interrumpido. Vuelvo esta tarde a las cuatro.
Mimì decidió mirar el papel.
—Yo te aconsejaría la Boutique; he ido algunas veces.
—Mimì, no te estoy pidiendo consejo sobre un pedicuro. ¿Ves el nombre que está al lado de la Boutique y los otros cuatro que están al lado del callista? Pues bien, tienes que ir a ver a esos cinco clientes.
Augello lo miró atónito.
—¿Para qué?
—Pasquano me dijo que el primer cadáver que sacaron tenía los pies cuidadísimos.
—Igual se los cuidaba él mismo en casa.
—O igual no. Si encuentras a los cinco, mejor para ellos y peor para nosotros. Pero si uno desapareció hace una semana, entonces hay que empezar a investigar sobre quién era y qué hacía. ¿Está claro?
—Clarísimo.
—Pues mucha suerte.
Ahora venía lo más difícil. Repasó lo que tenía pensado decir; una frase, la más importante, la pronunció en voz alta para oír cómo sonaba. Cuando se sintió suficientemente preparado, alargó una mano, levantó el auricular y llamó al señor jefe superior.