En cuanto lo vio, a Catarella le faltó un pelo para arrodillarse delante de él.
—¡Jesús, dottori, cuánto tiempo sin verlo! ¡Cómo me ha pesado su ausencia! ¡Gallo me lo ha contado todo! Esta mañana telefoneé al hospital y la mujer de Fazio me dijo que…
—Todo va bien, Cataré. Y gracias.
—¿Por qué, dottori?
—Por haber hablado con Livia.
Catarella se puso como un tomate.
—Dottori, debe perdonarme por habérmelo permitido, pero como me pareció que la señorita estaba muy alterada, alteradísima…
—Hiciste bien. Mándame al dottor Augello.
—¿Tienes más noticias de Fazio? —fue lo primero que le preguntó Mimì.
—Lo están operando.
—Gallo me ha dicho que no os reconoció.
—¡Hasta nos disparó! Pero ya verás como se recupera. ¿Qué ha dicho Pasquano del segundo cadáver?
—No ha encontrado ninguna herida de arma blanca ni de fuego. Simplemente lo tiraron al pozo estando vivo. En mi opinión, tu suposición de que fue Fazio el que lo empujó mientras se defendía es correcta.
—¿Lo han identificado?
—Todavía no. No llevaba documentos. Los de la Científica le han tomado las huellas dactilares. Pero a mí me parece que no sacarán nada en limpio.
—¿Crees que no está fichado?
—No se trata de eso; es que le vi las manos.
—Explícate.
—Debió de intentar desesperadamente agarrarse a algo mientras caía, sin conseguirlo. Tenía las yemas de los dedos, descarnadas.
—Sabremos más cuando Fazio esté en condiciones de hablar. ¿Y qué me dices del otro cadáver?
—¿El primero que encontramos? Espero una llamada de la Científica.
—¿Y con Pasquano has hablado?
—¿Y quién es el guapo que habla con él? Si lo hago yo igual acabamos mal.
—Lo llamaré yo, pero a última hora de la mañana.
—Oye, no quisiera que te enfadaras, pero…
—Dime.
—¿No deberías informar a Bonetti-Alderighi de lo de Fazio?
—¿Y a santo de qué?
—No quisiera que se enterase por otros.
—¿Quién se lo va a decir?
—Algún periodista.
—Zito no hablará.
—Zito está fuera de discusión. Pero piénsalo un momento, Salvo. Fazio está ingresado en el hospital de Fiacca, con su nombre y apellido, por una herida en la cabeza causada por un disparo. Ahora supón que algún periodista de Fiacca…
—Tienes razón.
—Y además, piensa que ahora Fazio estará una temporada convaleciente. ¿Qué vas a decirle al jefe superior? ¿Que tiene el tifus?
—Es verdad.
—Yo no esperaría ni un minuto para llamarlo.
—Voy a hacerlo ahora mismo.
Marcó el número del jefe superior y, en cuanto oyó que contestaban, conectó el altavoz.
—Soy Montalbano. Quisiera…
—Queridísimo amigo, ¿cómo está? ¿Cómo está la familia?
Era el plomazo del dottor Lattes, el jefe de gabinete, el cual seguía empeñado en que él estaba casado y era padre de una numerosa prole.
—Todos bien, gracias a la Virgen.
—¡Bendita sea! ¿Quería hablar con el jefe superior?
—Sí.
—Lo siento, pero ha tenido que ir a Palermo y volverá a última hora de la tarde. Si desea decirme a mí de qué se trata…
—Quería informar al señor jefe superior de que uno de mis hombres ha resultado herido durante un enfrentamiento armado y, por lo tanto…
—¿Gravemente?
—No.
—¡Gracias a la Virgen!
—¡Bendita sea! ¿Se lo comunica usted?
—¡Por supuesto! Muchos recuerdos a la familia.
—De su parte.
Mimì, que había escuchado la conversación, lo miraba fascinado.
—¿Qué te pasa? —preguntó Montalbano.
—Pero ¿tú estás casado y tienes hijos?
—No digas bobadas, Mimì.
—Entonces, ¿por qué Lattes…?
—Luego te lo explico, Mimì, ¿vale? Ahora, puesto que no tenemos elementos nuevos, ¿sabes qué te digo? Que tú te vas a tu despacho y yo me quedo aquí firmando unos cuantos kilos de papeles.
* * *
Pasadas dos horas, con el brazo derecho anquilosado a fuerza de estampar firmas, decidió que era el momento de telefonear al doctor Pasquano. Pero, cuando ya había puesto la mano sobre el auricular, pensó que Pasquano, si se le hinchaban las pelotas, cosa que sucedía con frecuencia, era capaz de mandarlo a freír monas sin contarle nada de los cadáveres. Así que lo mejor sería ir a hablar con él en persona. Sin embargo, antes de salir llamó a Adelina para decirle que Livia se había ido y que, por tanto, tenía vía libre.
—¡A saber cómo ha dejado la casa esa bendita mujer! —exclamó Adelina, que no le pasaba una a Livia.
—¿Y cómo quieres que la haya dejado, Adeli? ¡Limpia!
—¡Eso lo dice usía que es hombre y no se da cuenta de nada! ¡La deja siempre sucia! ¿Sabe dónde encontré una vez un par de calcetines de la señorita? ¡A ver si lo adivina!
—Adeli, no tengo ganas de jugar a las adivinanzas.
—Bueno, a ver si me acerco un rato hoy después de comer. ¿Quiere que le prepare alguna cosa para esta noche?
—¡Estaría muy bien!
Nada más colgar, el teléfono sonó. Era la mujer de Fazio.
—Todo bien, dottore. La operación ha terminado y ha sido un éxito. Me han dicho que hacia las cinco podré verlo. Pero los médicos no quieren visitas, así que será mejor que usía venga mañana por la mañana.
—De acuerdo. Pero si usted quiere descansar unas horas, no sé… venir a Vigàta, puedo enviar…
—Está aquí mi hermana, dottore, gracias; no se preocupe.
El comisario salió del despacho, y al pasar por delante de Catarella le informó:
—Acaba de llamarme la señora Fazio. La operación ha sido un éxito. Díselo a todos.
* * *
Mientras aparcaba en la explanada que había delante del Instituto, vio al doctor Pasquano junto a la gran puerta de entrada fumando un cigarrillo.
—Buenos días, doctor.
—Si usted lo dice…
¡Siempre tan cordial, el doctor Pasquano! Claro que, si aún no había empezado a soltarle palabrotas, es que debía de estar cabreado solo a medias.
—No sabía que tenía este vicio —comentó Montalbano por decir algo.
—¿A qué vicio se refiere?
—Al de fumar.
—No lo tengo.
—Pero ¡si está fumando!
—¡Montalbá, usted razona como el policía que es!
—¿Ah sí? ¿Y cómo razono?
—Usted vincula un hombre a un acto único, cuando ese hombre no siempre está del todo en ese acto…
—Doctor, ¿qué hace? ¿Cita mal a Pirandello? ¿Sabe qué le digo?
—Dígame.
—Que me la trae floja si usted tiene ese vicio o no lo tiene.
—Así me gusta. Aunque haya venido a tocarme los cojones y a estropearme el único cigarrillo que me fumo en todo el día.
—Un cigarrillo también es vicio, según los americanos.
—A tomar por culo, usted y los americanos.
—¡Que no lo oigan o el presidente Bush mandará bombardearlo! ¿Qué novedades tiene?
—¿Yo? ¿Qué novedades quiere que tenga? A estas alturas creo haber visto el catálogo casi completo de las formas de muerte violenta. Solo me falta un cromo para completar la colección: muerte por napalm.
—Yo quería saber algo de los dos cadáveres encontrados en los pozos.
—Eso lo habría entendido perfectamente yo solito, sin necesidad de que usted me lo dijera. No me he hecho ilusiones ni por un momento de que había venido a verme para interesarse por mi salud.
—Enseguida lo arreglo: ¿cómo está?
—Hoy por hoy, no puedo quejarme. Gracias por su amable y presto interés. ¿Por dónde empezamos?
—Por el segundo, el muerto más joven.
—¿Se refiere al más reciente? Ese murió porque lo tiraron al pozo vivito y coleando.
—¿Presentaba marcas de pelea?
—¿Ve como los años lo hacen chochear? Un tipo cae treinta metros rebotando de una pared a otra de un pozo, ¿y usted me pregunta si…? ¡Venga, hombre! ¿Quiere un consejo?
—Si lo considera indispensable…
—Con la edad que tiene, ¿por qué no se retira de vez? ¿No ve que no da una ni con la cabeza de arriba ni la de abajo?
—Desde luego, doctor, no tiene usted pelos en la lengua.
—Soy médico, y los médicos deben decir siempre la verdad.
—¿Y usted la dice siempre, incluso cuando se echa un farol jugando al póquer?
—Cuando juego al póquer no soy médico, sino jugador de póquer. Pero ¿usted no vio ese cadáver?
—No, doctor; tuve que marcharme poco antes de que lo sacaran del pozo.
Era una verdad a medias. Al parecer, Augello no le había contado que se había desmayado, si no, ¡lo que habría llegado a decirle Pasquano!
—Un treintañero de constitución sana y robusta. Habría vivido cien años, dejando a un lado tiroteos y accidentes varios.
—¿Y el otro?
—El otro… ¿Vamos a mi despacho?
Entraron en el Instituto, se dirigieron al despacho de Pasquano y este le dijo que se sentara.
—¿Cuánto tiempo llevaba en el pozo? —pregunto el comisario.
—Una semana como mínimo. Y eso aceleró el proceso de descomposición. Debieron de arrojarlo dentro poco después de cargárselo. Pero también debo decirle, aunque esto es solo mi opinión, que tardaron un poco en rematarlo. Digamos medio día o algo más.
—¿Lo torturaron?
—Bueno, no sabría decirle… pero…
—Doctor, de joven era usted bastante más decidido. Ahora hasta le tiembla la voz. ¿Quiere un consejo? ¿Por qué no se jubila y se dedica a jugar al póquer de la mañana a la noche? Quiero ayudarlo porque me da un poco de pena. Le aseguro que no le contaré a nadie lo que me diga, aunque sea una solemne estupidez.
Pasquano se echó a reír.
—No se anda usted por las ramas, ¿eh? Está bien. Tenga presente que lo que le digo no lo pondré en el informe. En mi opinión, lo primero que hicieron fue dispararle en un pie.
—¿Cuál?
—¿Qué importancia tiene eso? El izquierdo.
—Evidentemente, querían saber algo.
—Es posible. Lo dejaron así unas horas, luego lo marcaron a cuchillo, tenía cortes por todas partes, y por último lo mataron disparándole cinco veces, tres en el tórax y dos en la cara.
—Por consiguiente, estaba irreconocible.
—¡Esos estúpidos comentarios suyos me sacan de quicio! Pero ¡¿no vio usted en qué estado se encontraba?!
—¿Ha conseguido saber si estaba vestido cuando…?
—Ya estaba desnudo, no lo desvistieron después.
—Cuando le dispararon en el pie, ¿iba descalzo?
—Una pregunta extrañamente inteligente viniendo de usted. Sí, iba descalzo. Lo sorprendieron durmiendo desnudo. Y después de matarlo, lo envolvieron en una manta.
Montalbano se quedó callado.
—¿Puedo saber qué está pensando su pobre y extenuado cerebro? —preguntó Pasquano.
—Que, en general, para hacer hablar a alguien no se le dispara en un pie. Se le quema una mano, se le saca un ojo… Los cortes con cuchillo también son eficaces, pero el tiro en el pie…
—Los tenía cuidadísimos.
—¿El qué?
—Los pies.
—¿Se hacía la pedicura con frecuencia?
—Creo que sí.
—¿Ha observado algo más?
—Le habían practicado una operación muy bien aunque hacía muchos años, en la pierna derecha.
—¿Qué tenía?
—Se había roto un ligamento.
—Entonces, ¿cojeaba?
—Puede que sí, puede que no.
—¿Tiene algo más que decirme?
—Sí.
—Dígamelo.
—No me toque más la pera.
Mientras volvía a Vigàta, se dio cuenta de que estaba conduciendo a cien por hora, una velocidad impropia de él. Aminoró al comprender que lo que lo impulsaba a pisar el acelerador era el hambre canina que le había entrado nada más salir del Instituto. Entró en la trattoria tan deprisa que Enzo, al verlo llegar como un cohete, preguntó:
—¿Ocurre algo?
—Nada, nada. —Y se sentó a su mesa habitual.
—¿Qué puedo servirle?
—Todo.
Se atiborró de manera vergonzosa; menos mal que aún no había más clientes, excepto uno que no levantaba los ojos del periódico que tenía delante, apoyado en una botella.
Al final, Enzo manifestó su satisfacción:
—¡Que le aproveche, dottore!
—Gracias.
—¿Quiere un digestivo?
—No.
En la barriga ya no le cabía ni una gota de agua. Igual, si se tomaba el digestivo, explotaba como aquel gordo de una película de los Monty Python.
Cuando montó en el coche, hasta le pareció que el habitáculo se había reducido. El paseo por el muelle hasta el faro lo dio muy despacio, bien porque no se sentía capaz de andar más deprisa, bien para que durase más. Al llegar a la roca plana, se sentó y, pese a lo mucho que había dormido, le entró una gran somnolencia. Por lo visto aún tenía sueño atrasado. Volvió, subió al coche y se fue a Marinella a dormir un par de horas.
Se presentó de nuevo en la comisaría poco antes de las cinco.
—¡Ah, dottori, dottori! Como la Científica mandó la fotografía científica de uno de los dos que estaban muertos dentro de un pozo, he buscado entre las personas de cuya desaparición teníamos noticia.
—¿Y bien?
—Nada, dottori, no he encontrado nada.
—¿Y del otro te han dicho algo?
—Nada, dottori.
—Mira si entre las denuncias de la última semana figura un sexagenario al que le hayan practicado una operación en la pierna derecha.
—Ahora mismísimo, dottori.
—Entretanto, mándame a Fazio.
Catarella lo miró estupefacto.
—Perdona, quería decir Galluzzo.
La fuerza de la costumbre era tan grande que… De repente, de manera imprevista, sintió una punzada de melancolía.
—A sus órdenes, dottore.
Al poco se presentó Galluzzo.
—Gallü, tendrías que comprobar cuántos establecimientos… no, cuántos consultorios… en fin, cuántos pedicuros hay en Vigàta y Montelusa. También tendrías que informarte de si hay alguno que ejerza a domicilio.
—Sí, señor. ¿Y luego?
—Luego vas a verlos de uno en uno y les preguntas si entre sus clientes tienen a un sexagenario que posiblemente cojea un poco.
—¿No puede describírmelo mejor?
—¿Tú sabrías describir mejor al primer cadáver que sacaron del pozo?
Acababa de salir Galluzzo cuando sonó el teléfono.
—No he encontrado a ningún sexagenario operado, dottori —dijo Catarella.
O sea, oscuridad total. No se vería un rayo de luz hasta que Fazio estuviera en condiciones de contar lo sucedido. La situación lo ponía de los nervios; así debían de sentirse los capitanes de velero de antaño cuando había calma chicha y la nave se detenía. Recordó una antigua orden de la marina borbónica que se daba cuando, después de días de bonanza, había que poner en movimiento a la tripulación para que no se sumiera en el tedio: «A la orden de armen barullo / los que están en la proa pasan a popa / los que están en la popa pasan a proa / los que están en cubierta van abajo / los que están abajo suben a cubierta». Una actividad tan frenética como inútil, que solo servía para moverse sin ninguna finalidad. En el fondo, esa antigua orden borbónica era una metáfora de la burocracia. Un adelante y atrás de cartas y documentos que se movían en balde. Decidió contribuir al barullo y se puso a firmar los papeles que aún tenía sobre la mesa. ¿Sería posible que no se acabaran nunca? Lo asaltó la sospecha de que podía tratarse de un caso de reproducción autónoma, como ciertas células que se dividen para convertirse en dos. De hecho, algunos documentos eran absolutamente iguales entre sí, calcados; solo cambiaba la fecha y el número de referencia.
La señora Fazio telefoneó hacia las seis.
—¡Me han dejado verlo! Me ha reconocido enseguida, y lo primero que ha dicho es que quería ver al doctor. Lo he llamado, ha venido, y entonces mi marido se ha enfadado. ¡Era a usía a quien quería ver!
—¿Le ha dicho que iré mañana por la mañana?
—Sí, señor.
Entre una cosa y otra, se hicieron las ocho. Decidió que era hora de irse. No es que tuviera apetito, pues a mediodía se había metido casi un quintal de comida entre pecho y espalda, pero se había cansado de estar en el despacho.
Pasó por delante de Catarella y le dijo adiós, pero cuando estaba abriendo la puerta del coche vio con el rabillo del ojo que salía corriendo y se dirigía hacia él.
—¿Qué pasa?
—¡Ah, dottori, dottori! El siñor jefe superior está al teléfono. ¡Jesús, dottori, qué voz que tiene el siñor jefe superior!
—¿Qué voz tiene?
—¡Parece un león salvaje de la selva!