Andando con decisión, Montalbano se situó justo al borde del pretil del pozo para ser el primero en verlo. Se hizo un silencio profundo, tan denso que pesaba toneladas. El ruido del cabrestante parecía una barrena.
Después el comisario se inclinó hacia delante, se incorporó, se volvió hacia sus hombres y dijo:
—No es él.
Acto seguido se le doblaron las piernas y, lentamente, se arrodilló. Augello se apresuró a sostenerlo antes de que cayera de bruces.
Montalbano vio confusamente que alguien lo agarraba y lo hacía subir al coche oficial. Vio que lo tumbaban en el asiento posterior. Y fue lo último que vio, porque de repente se durmió, o perdió el conocimiento; no lo tenía muy claro. Gallo salió disparado.
Al cabo de no sabía cuánto tiempo, un frenazo repentino lo despertó y lo hizo caer rodando al suelo del coche. Soltó una maldición. Y oyó la voz de Gallo que maldecía también:
—¡El puto perro!
Le sorprendió sentirse descansado. Como si hubiera dormido una noche entera.
—¿Cuánto hace que hemos salido?
—Una hora, dottore.
—Entonces, ¿estamos cerca de Montereale?
—Sí, señor dottore.
—¿Hemos pasado ya por el bar Reale?
—Estamos llegando.
—Bien, para allí.
—Pero dottore, usted necesita descansar y…
—Para en el bar. Ya he descansado; no te preocupes.
Tomó dos cafés, se lavó de arriba abajo en el servicio y subió de nuevo al coche.
—Volvemos.
—Pero, dottore…
—No discutas. Llama a Augello al móvil y entérate de cómo va la cosa.
Después de hablar, Gallo informó al comisario:
—Los de la Científica todavía están allí, pero acabarán enseguida. Tommaseo y el doctor Pasquano ya se han ido.
—Bien. Dile a Augello que nos espere en el abrevadero.
—La Científica ha encontrado dos casquillos —fue lo primero que le dijo Mimì.
—¿Dónde?
—Al lado de la boca del pozo. No se veían porque habían ido a parar entre los restos de la bomba.
—¿Se los han quedado ellos?
—Sí. Pero me las he arreglado para verlos y compararlos con el que llevo en el bolsillo, el que encontré en el varadero. A simple vista, parecen iguales.
—¿Quién es el muerto?
—No llevaba documentos. Un hombre de unos treinta años.
—¿Cómo murió?
—Al caer.
—¿Qué significa eso?
—Lo que he dicho. Murió al caer dentro del pozo. ¡Tiene treinta metros de profundidad, imagínate!
—¿Cuándo se produjo la muerte?
—Según Pasquano, hace diez horas como mucho.
—¿Estamos seguros de que el cadáver no presentaba heridas de arma de fuego?
—Segurísimos.
—No perdamos más tiempo.
—Di qué tenemos que hacer.
—Mimì, lo he pensado mejor. Esperemos un poco más antes de informar al jefe superior. Echemos primero un vistazo nosotros.
—De acuerdo. Pero ¿te has formado una idea de lo sucedido?
—Veréis, chicos: en mi opinión, en un momento dado Fazio, al ver que iban a arrojarlo vivo al pozo, debió de actuar a la desesperada. Consiguió que al pozo fuera a parar uno de los dos que lo tenían prisionero y escapó. Pero el otro le disparó y lo obligó a detenerse.
—Pero si las cosas fueron como dices, ¿por qué, una vez que tenía a Fazio de nuevo en su poder, el otro no le disparó y lo tiró al pozo como pretendían?
—Buena observación. El hecho es que en el pozo no está. Por eso hay buscarlo en otro sitio, pero en estos parajes.
—¿Por dónde empezamos?
—Por la montaña Scibetta. ¿Veis aquella casucha que está junto al poste de alta tensión? Id en coche hasta allí y registradla. Si no encontráis nada, tomad el único sendero que hay detrás y subid hasta la cima. La montaña está repleta de cuevas y recovecos. Llamadlo de vez en cuando. Igual no puede moverse. Mantengámonos en contacto con el móvil.
—Bien. ¿Y tú qué vas a hacer?
—Tengo una media idea. Hablamos dentro de una hora.
* * *
—¿Adónde quiere ir? —preguntó Gallo.
—Al túnel que atraviesa la montaña.
—Me parece que no se puede entrar. Está cerrado.
—Vamos a ver.
La entrada del túnel estaba cerrada con una empalizada de tablas podridas. No podían entrar vehículos, en efecto, pero hombres sí.
De hecho, a la derecha habían agujereado dos tablas que permitían el paso de un hombre. Estaba claro que el túnel servía de refugio nocturno a algún vagabundo, o como lugar seguro para drogarse.
—Tenemos que entrar con el coche —dijo Montalbano.
—¿Por qué?
—Ahí dentro la oscuridad es total. Necesitaremos los faros.
—Voy a echar un vistazo —dijo Gallo, bajando del vehículo.
Se acercó a la empalizada y propinó una fuerte patada a una tabla, que se quebró como si fuera papel de seda.
—Baje —le indicó Gallo al comisario, poniéndose de nuevo al volante.
Montalbano obedeció. Gallo arrancó y se acercó despacio a la empalizada. Cuando el parachoques del vehículo tocó la madera, continuó avanzando y ejerciendo presión progresivamente. En un momento, media empalizada se desmenuzó y dejó una abertura por la que podía pasar un camión.
Montalbano volvió a subir al coche. Los faros iluminaban bien el túnel. Inmediatamente advirtieron algo que parecía un hombre acostado. Miraron mejor. Era un montón de ropa y mantas agujereadas.
Asustado por la luz, un gato salió de debajo de los harapos y se alejó.
—A ese minino no debe de irle nada mal —comentó Montalbano— con la cantidad de ratas que habrá por aquí.
—Dottore, eso no era un gato: era una rata. Debemos estar atentos si bajamos, que igual nos comen vivos.
Se habían adentrado unos cincuenta metros cuando, de improviso, un disparo dio de pleno en el parabrisas.
Salieron a la vez del coche, Montalbano por la derecha y Gallo por la izquierda, y se tendieron en el suelo. Al cabo de un momento, Gallo empezó a retroceder arrastrándose y apoyándose en los codos, pasó por detrás del coche y fue a situarse al lado del comisario.
—¿Está herido?
—No. ¿Y tú?
—Tampoco.
Hablaban en voz baja, pegados uno a otro. El motor se había quedado en marcha, los faros seguían encendidos e iluminaban un largo tramo de túnel. Pero no se veía ni un alma. ¿De dónde había salido el disparo?
—¿Va armado, dottore? —preguntó Gallo.
—No.
—Yo sí.
—Si es listo, debería disparar contra los faros para apagarlos. ¿Por qué no lo hace?
—Para que no sepamos dónde está escondido o porque tiene poca munición.
—Me parece que esa franja blanca de la pared que hace zigzag se interrumpe unos diez metros más adelante.
—Es verdad. Debe de haber un entrante en la pared del túnel, una especie de área de descanso.
—Entonces está ahí.
—Pero ¿quién?
—El que tiene a Fazio. Habrá reconocido el coche de la policía.
—¿Qué hacemos?
—Tenemos que actuar enseguida, sin darle tiempo a que se le ocurra alguna buena idea.
—¿Y qué puede hacer?
—Imagínate que sale al descubierto apuntando a Fazio en la cabeza. No tendríamos más remedio que apartarnos y dejarlo irse, ¡quizá con nuestro coche!
—¿Entonces?
—Subamos otra vez al coche con sigilo y sin cerrar las puertas. Luego, poco a poco, empiezas a dar marcha atrás.
—De acuerdo.
—Agáchate todo lo que puedas, porque ese, en cuanto oiga que nos vamos, seguro que vuelve a disparar.
Se movieron con cautela y subieron al automóvil esperando que les dispararan de un momento a otro, pero no sucedió nada. En el parabrisas había un agujero redondo con una telaraña de resquebrajaduras alrededor, pero se veía perfectamente.
—¿Y ahora qué hago? —preguntó Gallo cuando, dando marcha atrás, llegaron casi a la entrada del túnel.
—Escúchame atentamente. Ahora avanzamos a toda velocidad con la sirena encendida y…
—¿Por qué con la sirena?
—Porque aquí dentro hará un ruido bestial que lo desconcertará. Cuando lleguemos a la altura del entrante, giras y frenas de modo que los faros lo iluminen. Dame la pistola.
Gallo se la pasó. Montalbano, agarrando con la mano izquierda la parte inferior del salpicadero, sacó tres cuartos del cuerpo por la puerta abierta, apuntando con el arma y preparado para disparar.
—Por lo que más quieras, procura iluminar bien el entrante. No puedo hacer nada si no sé dónde está Fazio. No quiero herirlo por error.
—Tranquilo, dottore.
—¡Adelante!
Gallo se superó a sí mismo. Nada más llegar a la altura del entrante, el morro del coche giró a la derecha como si quisiera meterse allí y frenó en seco. En el área de descanso se entrevió a un hombre que, deslumbrado por los faros y desconcertado por la sirena, alargaba un brazo y disparaba un tiro a ciegas a la vez que se tapaba los ojos con el antebrazo izquierdo. Pero no tuvo tiempo de hacer nada; Montalbano, fuera ya del coche antes de que este se detuviera, le dio una fuerte patada en el estómago. Cayó al suelo retorciéndose de dolor y soltando la pistola. Montalbano se agachó para mirarlo. Se quedó de una pieza. No era el tipo que tenía prisionero a Fazio. Era Fazio.
Parecía más que evidente que Fazio no lo había reconocido, y continuaba sin reconocerlo. La herida en la cabeza no era profunda, pero debía de haber bastado para que perdiera la memoria. Mientras lo hacían subir al coche, intentó escapar lanzándole un puñetazo en la cara a Montalbano, que consiguió esquivarlo por los pelos.
—Espósalo.
—¡¿A Fazio?!
—Déjate de tonterías, Gallo. ¿No ves que no distingue a los amigos de los enemigos? Debe de tener una fiebre altísima.
—¿Lo llevamos al hospital?
—Claro, y deprisa. Pero al de Fiacca.
—¿Por qué no a Montelusa?
—Si creen que no lo hemos encontrado, mejor. Y si no saben en qué hospital está, mejor todavía. Arranca y dame el móvil.
La primera llamada la hizo a Mimì. Le contó cómo habían ido las cosas y le dijo que regresara a Vigàta. La segunda fue para la mujer de Fazio. Pero antes de marcar el número se volvió hacia el inspector:
—¿Quieres hablar con tu mujer?
Fazio continuó mirando al frente sin pestañear, como si no hubiera oído la pregunta. El comisario llamó entonces a la señora y le contó todo lo ocurrido.
—¿Cómo está? —fue lo único que ella quiso saber.
—Está herido en la cabeza, pero no parece que sea grave. Ha perdido la memoria. La llamaré después de ingresarlo. Pero esté tranquila, por favor.
«¡Ojalá hubiera muchas mujeres así!», pensó mientras cortaba la comunicación. Durante todo el viaje, Fazio no abrió la boca. Ni siquiera miraba por la ventanilla; tenía los ojos clavados en la nuca de Gallo, que conducía a toda pastilla.
Dos horas más tarde estaban en la carretera en dirección a Marinella. Según el médico que lo examinó, Fazio tenía un traumatismo craneal. La herida en sí era leve. La pérdida de la memoria podía ser causada por dos cosas: por la conmoción o por algo que afectaba al cerebro. Pero antes de veinticuatro horas no estarían en condiciones de decir nada. En cualquier caso, no parecía que su vida corriera peligro. Montalbano avisó a su mujer, quien dijo que saldría inmediatamente para Fiacca.
—¿Quiere que la acompañe alguien?
—No es necesario, gracias.
El cansancio, ahora que por fin se había resuelto todo, empezó poco a poco a pesarle, y cuando llegó a Marinella apenas tuvo tiempo de abrir la puerta de casa y volver a cerrarla antes de caer de rodillas como los caballos cuando ya no pueden más. En su cuerpo no había un solo músculo que no estuviera flojo.
Se arrastró de rodillas hasta el dormitorio, se encaramó a la cama vestido como estaba, agarrándose a la colcha, y se encontró de golpe sumido en un sueño profundo, abismal.
Se despertó a las ocho de la mañana. Había dormido doce horas de un tirón. Se sentía perfectamente descansado, pero tan hambriento que le habría hincado el diente a la pata de una silla. ¿Desde cuándo no comía como Dios manda? Fue al frigorífico, pero al abrirlo el corazón se le encogió. Vacío, desolado como un desierto. Ni una aceituna, ni una sardina, ni un pedazo de queso. Pero ¿cómo es que Adelina no…? Pero Adelina… Adel…
Y de pronto se acordó.
Y en el preciso momento en que se acordó, deseó haber perdido la memoria como Fazio. Dicen que la luz de la verdad llena de gozo y calor al que es iluminado por ella. En cambio, la luz de la verdad que iluminó a Montalbano, y que en este caso estaba representada por la bombilla del frigorífico, lo dejó aterido y lo convirtió al instante en un bloque de hielo.
¡La rehostia! ¡Se había olvidado por completo de Livia! La llamó, sin salir de su inmovilidad porque era incapaz de dar un paso.
—¡Livia!
La voz que le salió fue una especie de maullido. No, Livia no estaba; era inútil llamarla. Se descongeló con mucho esfuerzo, volvió al dormitorio y miró alrededor. Ni rastro de Livia, como si no hubiera llegado de Boccadasse. Entonces fue al comedor.
Encima de la mesa había una carta.
De despedida, sin duda. Y esta vez definitiva, sin posibilidad de rectificación. ¿Cómo podía reprochárselo? Pero no tuvo ganas de leerla enseguida, antes necesitaba centrarse, tener la fuerza necesaria para oírse decir lo que se merecía. Se desnudó, tiró la ropa sucia al cesto, se duchó y se afeitó, preparó café, se bebió tres tazas seguidas, se vistió, telefoneó al hospital y consiguió hablar con la señora Fazio.
—¿Hay novedades?
—Tienen que operarlo, dottore.
—¿De qué?
—De un hematoma cerebral.
—¿Debido a la herida?
—El médico dice que también debió de caer y golpearse la cabeza donde ya tenía la herida.
—¿Cuándo lo operan?
—No lo sé exactamente, pero a lo largo de la mañana.
—Voy para allá.
—Dottore, mire que el médico, que es una excelente persona, me ha dicho que ni su vida corre peligro ni es una operación difícil. En todo caso, tome nota de mi número de móvil.
—Gracias, démelo, pero voy a ir igualmente.
Colgó, cogió la carta de Livia fue a sentarse en la galería.
Querido Salvo:
Después de estar esperándote tres horas (¿recuerdas que habíamos quedado en que iríamos a comer juntos?), me puse hecha una furia.
Cuando iba a llamarte por teléfono, se me ocurrió una idea: ir a la comisaría y abofetearte delante de todos. Quería hacerte una escena que tus hombres recordaran durante mucho tiempo.
Pedí un taxi y fui a la comisaría. Le pregunté por ti a Catarella y me contestó que no estabas. Le pregunté si sabía a qué hora volverías y me dijo que no. Y añadió que solo sabía que habías tenido que ir a Montelusa.
Como no pensaba renunciar a abofetearte, le dije que te esperaría en tu despacho. Y eso hice. Pero al cabo de un rato entró Catarella. Cerró la puerta y, con aire misterioso, me dijo que quería hablar conmigo aunque no estaba seguro de hacer bien. Y me contó que, en su opinión, debía de haberle ocurrido algo a Fazio. Algo serio, porque le parecía que tú estabas muy preocupado.
Entonces comprendí que, si te habías olvidado por completo de tu cita conmigo, el asunto era realmente grave.
Sé cuánto quieres a Fazio, así que el enfado se me pasó inmediatamente. Fui a comer algo a la trattoria de Enzo y luego, también en taxi, volví a Marinella.
Hacia las seis de la tarde llamé a Catarella y supe que no hay novedades, que tú aún no habías regresado. Entonces pensé que mi presencia aquí te supondría un estorbo en cierto modo, así que reservé un billete para mañana por la mañana en el vuelo de las diez. Espero sinceramente que todo acabe bien.
Paciencia, otra vez será.
Solo te reprocho una cosa: no haber encontrado tiempo para llamarme y decirme lo que estaba pasando.
Dame noticias de Fazio.
Un abrazo fuerte,
Livia
Habría sido mucho mejor que Livia hubiera escrito una carta repleta de palabrotas, insultos y vituperios. Así, en cambio, hacía que se sintiese la mierda que era. Tal vez Livia había escrito adrede una carta tan comprensiva para humillarlo más. Porque, admitiendo que la enorme preocupación por Fazio le había hecho perder la lucidez, aun así era injustificable no haberla llamado siquiera. Pero ¿cómo era posible que se hubiera olvidado completamente de Livia? ¿No era absurdo?
«No solo es absurdo —dijo Montalbano segundo—. La verdad es que la borraste por completo de tu sesera. Y por eso no telefoneaste, porque en tu cabeza no había nadie a quien telefonear».
«Y con esa reflexión, ¿adónde pretendes ir a parar?», preguntó, polémico, Montalbano primero.
«No quiero ir a parar a ninguna parte. Solo digo que Livia está presente de forma intermitente».
«Vale. Entonces, según tú, dado que en este momento Livia está muy presente, ¿qué debería hacer?».
«Llamarla».
Montalbano, en cambio, decidió no llamarla.
A esas horas ella ya estaba en la oficina; sería forzosamente una conversación breve y llena de reticencias. No; la llamaría por la noche, con todo el tiempo a su disposición. Lo mejor que podía hacer era irse enseguida a Fiacca.
No obstante, antes de subir al coche llamó a la mujer de Fazio.
—Está en el quirófano, dottore. Es inútil que venga ahora; total, no dejan que lo vea nadie, ni siquiera yo.
—¿Puede llamar a la comisaría después de la operación y decirnos cómo ha ido? Le estaría muy agradecido.