Nada más salir del dado, se quitó el pañuelo que le tapaba la cara y echó a correr hacia el coche, seguido por Zito.
—¡Rápido! ¡Rápido!
—¿Adónde vamos? —preguntó el periodista.
—A la montaña Scibetta. ¡No podemos perder ni un minuto!
—Pero, Salvo, piensa un poco: han pasado muchas horas desde que fue visto…
—Pienso, no te preocupes, pienso.
—A estas alturas, lo que querían hacerle a Fazio ya se lo habrán hecho.
—Sí, pero igual aún está vivo, quizá malherido pero vivo. ¿Sabes dónde están los pozos secos?
—Sí.
—¿Cuánto se tarda desde aquí?
—Unas dos horas.
—Arranca y dame tu móvil.
Llamó a Augello, que todavía estaba adormilado. Pero en cuanto Montalbano lo puso al corriente, se despertó de golpe.
—Deberías aconsejarle a tu amigo Nicotra que se entregue —le dijo el comisario a Nicolò.
—¿Sabes cuántas veces se lo he dicho? Pero no hay manera, la idea de acabar en chirona lo vuelve loco. ¿Existe la incompatibilidad con la vida carcelaria? Él es incompatible. Y dos homicidios son dos homicidios.
—De acuerdo, pero tendría todas las atenuantes que quisiera. Aquí los cuernos son las mejores atenuantes. En nombre de los cuernos, si quieres, puedes hacer una matanza y acabar con una pena menor. Pero ¿cómo, sorprendes a tu mujer en la cama con tu hermano y no les disparas a los dos? ¿Qué birria de hombre eres? Con un jurado formado por personas que valoren por encima de todo el honor, la familia, el deber y la virtud femenina, seguramente Nicotra sería absuelto.
Habían quedado en el abrevadero seco. Cuando llegaron, de Augello y sus hombres no había ni rastro.
—Pero ¿qué coño hacen? —se preguntó Montalbano nervioso.
—Ten en cuenta que, para hacer lo que le has pedido, se necesita tiempo —intentó calmarlo Zito.
El comisario encendió un cigarrillo. Menos mal que en Rivera había encontrado un bar abierto y se había aprovisionado con tres paquetes.
Los primeros en presentarse fueron cuatro bomberos con un gran vehículo provisto de grúa. Por lo visto, Augello les había explicado bien el trabajo que debían hacer, que era meterse en unos pozos secos desde hacía mucho tiempo y bastante profundos.
—Nosotros estamos listos. ¿Nos ponemos en marcha? —preguntó el que estaba al mando. Se llamaba Mallia y había escuchado casi distraídamente el relato del comisario.
—Tenemos que esperar al subcomisario —dijo Montalbano.
—Mire, nosotros vamos a ir delante a ver cómo está la situación. Así ganamos tiempo. Nos vemos en el primer pozo.
—¿Sabe dónde está?
—Sí, a medio kilómetro de aquí. Hace dos años saqué un cadáver de uno de ellos —respondió Mallia.
«Principio si giolivo ben conduce», decía el poeta sobre los comienzos alegres y adonde llevan. Sin que nadie lo advirtiera, el comisario hizo un rápido conjuro tocándose los huevecillos.
Finalmente llegó Mimì Augello en su coche. En el vehículo oficial que lo seguía, con Gallo al volante, iban Galluzzo y un agente nuevo, Lamarca, que parecía un joven inteligente y despierto.
Los tres pozos, excavados hacía unos treinta años, estaban a un centenar de metros uno de otro y conectados entre sí por una especie de camino de cabras. El terreno, una treintena de hectáreas en total, pertenecía desde hacía generaciones a los Fradella, que, pese a ser buenos campesinos, nunca habían conseguido que medrara un árbol ni cultivar un metro cuadrado de nada. Todo tierra infértil. Como la leyenda decía que en tiempos pasados unos bandidos habían violado y matado en aquel lugar a una pobre chica, era creencia general que el terreno no daba frutos porque estaba maldito. Así que los Fradella llamaron a un eremita de la zona de Trapani que sabía cómo combatir al diablo. Pero ni siquiera él logró que creciera una brizna de hierba. El terreno era estéril debido a su aridez, pero quizá bastaría un poco de agua para que cambiara por completo. Justamente hacía treinta años había regresado de América Joe Fradella, que allí era propietario de un rancho, y explicó a sus parientes que él conocía a un zahorí excepcional, capaz de encontrar agua hasta en pleno Sahara. Y lo hizo acudir desde América, pagando él los gastos. En cuanto el zahorí hubo dado un paseo por aquellas tierras, exclamó: «Pero ¡si aquí hay agua a patadas!».
Los Fradella ordenaron excavar entonces el primer pozo, y a unos treinta metros apareció agua fresca. Excavaron otros dos, y al cabo de un par de años el terreno, continuamente bañado mediante un sistema de tubos y mamparos, empezó a verdear. Todo lo que sembraban crecía. En resumen, aquella treintena de hectáreas se convirtió en un paraíso terrenal. Después, el gobierno regional decidió construir una autopista entre Montelusa y Trapani por la que se pudiera circular a gran velocidad; una obra pública de extraordinaria importancia, según los políticos. La autopista debía pasar por el interior de la montaña Scibetta, de modo que excavaron un túnel que la atravesaba de lado a lado. Acabado el túnel, acabó todo.
La autopista no llegó a hacerse porque lo que circuló a gran velocidad fue el dinero destinado a su construcción: se lo habían metido en el bolsillo las empresas adjudicatarias y la mafia; y, para colmo de desgracias, de la noche a la mañana el agua de las tierras de los Fradella, que estaban al abrigo de la montaña, desapareció. El hueco del túnel había desplazado la capa acuífera. Y de este modo el terreno volvió a ser como siempre había sido: árido e improductivo.
Desde entonces los pozos secos habían empezado a utilizarse como cómodas tumbas anónimas.
Dado que, tras bajar hasta el fondo del primer pozo provisto de un arnés y sujeto a un cabrestante, el bombero no había encontrado nada, todos los hombres se desplazaron con el instrumental al segundo. En este, el bombero había llegado a unos veinte metros de profundidad cuando indicó que lo sacaran.
—Pero no ha llegado hasta el fondo —observó el comisario.
—Eso significa que tiene algún problema —contestó Mallia.
En cuanto apareció en el borde, el bombero dijo:
—Necesito la mascarilla.
—¿Le falta aire? —le preguntó Montalbano.
—No, pero apesta a carne putrefacta.
Aquello le causó a Montalbano el mismo efecto que un puñetazo en la boca del estómago. Se quedó blanco y no tuvo fuerzas para decir ni una palabra. Le entraron ganas de vomitar. En su lugar habló Augello.
—¿Ha visto si…?
—No he visto nada; solo he olido.
Mallia, al percatarse de que el comisario se había demudado, intervino:
—No tiene por qué ser un cuerpo humano, ¿sabe? Puede ser perfectamente una oveja, un perro…
El bombero se puso la mascarilla y volvió a bajar. Mimì sostuvo un brazo de Montalbano y lo apartó un poco.
—¿Por qué te pones así? No puede ser Fazio.
—¿Por qué no?
—Porque su cuerpo no habría tenido tiempo de des… de quedar reducido a ese estado.
Augello tenía razón, pero eso no impidió que Montalbano continuara sintiendo una especie de temblor interior.
—¿Por qué no vas al coche a descansar un poco? Si hay alguna novedad importante, te llamo enseguida.
—No.
No podría haberse estado quieto. Necesitaba andar, moverse alrededor del pozo como un burro atado a la muela mientras los demás lo miraban preocupado.
El bombero volvió a salir.
—Hay un cadáver —informó.
A pesar de las palabras de Augello, esta vez a Montalbano le dio una arcada. Mientras vomitaba hasta la primera papilla apoyado en un coche, oyó al bombero continuar:
—Por su aspecto, lleva ahí dentro no menos de cuatro o cinco días.
—Tenemos que sacarlo —dijo el jefe Mallia.
—No será tarea fácil —observó el bombero.
Montalbano, mientras tanto, se había recuperado un poco. Al oír que dentro del pozo había un cadáver, una descarga eléctrica le había recorrido el cuerpo de arriba abajo y la bilis le había subido a la boca, amarga y ácida, como una regurgitación. Pero, si llevaba muerto cuatro o cinco días, Augello tenía razón: no podía ser Fazio. Sin embargo, esa consideración lógica, tranquilizadora, llegó después, cuando el miedo ya había golpeado. De todos modos, su desaparición se lo estaba comiendo vivo; habría dado cualquier cosa, dinero y salud, por encontrarlo.
—¿Tienen el equipo adecuado para sacarlo? —le preguntó a Mallia.
—Sí, claro.
—Entonces, Mimì, avisa al Ministerio Público, la Científica y el doctor Pasquano.
—¿Qué hacemos? ¿Empezamos ya o tenemos que esperar a esos señores? —preguntó el jefe de los bomberos.
—Es mejor esperarlos. Entretanto, nosotros podemos ir a echar un vistazo al tercer pozo.
—¿Cree que la persona que busca no es la que hemos encontrado?
—Ahora ya estoy más que seguro.
—Pero…
—¿Tiene algo que objetar? —replicó el comisario, cortándolo en seco. En aquel momento no soportaba ninguna observación.
—No —respondió Mallia—. No era mi intención… Verá, podemos ir a inspeccionar el tercer pozo, pero no ahora, sino después de haber sacado el cadáver que hay aquí. Trasladar y montar de nuevo todo el equipo es fatigoso y complicado, ¿comprende?
Comprendía. A regañadientes, de mala gana, pero comprendía.
—Está bien, de acuerdo.
Zito, que hasta entonces había permanecido apartado, se acercó a Montalbano. Comprendía la situación en que se encontraba su amigo. Sabía la relación que había entre él y Fazio.
—Salvo, ¿puedo llamar a la redacción?
—¿Para qué?
—Si no tienes nada en contra, pediré que venga alguien a cubrir la noticia. Para nosotros es importante.
Se lo debía a Nicolò. Si no hubiera sido por él, a esas horas todavía estarían buscando a Fazio por la zona del puerto.
—Llama.
Empezó a recorrer solo el camino que llevaba al tercer pozo. Era cuesta arriba, y después de dar una decena de pasos se quedó sin resuello. Estaba demasiado cansado, y la preocupación por Fazio actuaba en su cabeza como un viento furioso que no le permitía ordenar las ideas, razonar con un mínimo de lógica. No solo estaba cansado, continuaba estando asustado.
Esperaba recibir de un momento a otro una noticia funesta o ver con sus propios ojos lo que nunca habría querido ver. Gracias a Dios, llegó al tercer pozo. En el suelo, junto a la boca, había restos oxidados de lo que debió de ser una bomba de agua de gran tamaño.
Se sentó para descansar en el pretil del pozo, que estaba medio derruido. El sol era fuerte, el día se había vuelto caluroso, pero él tenía sudores fríos. Alrededor del pozo, la tierra se había convertido en un polvillo fino como la arena, y entonces advirtió que había algunas huellas de zapato. Pero como por aquella zona llovía poco y prácticamente no soplaba viento, no logró determinar si eran recientes o antiguas. Se volvió para asomarse al interior del pozo. Oscuridad total. No; era preciso que bajara el bombero. De cualquier modo, si Fazio había ido a parar ahí abajo, no había esperanza de que aún estuviera vivo.
Mientras regresaba a donde estaban los bomberos y sus hombres, tuvo una idea que le pareció buena. Hizo un aparte con Mimì.
—Oye, Mimì, he quedado con el jefe de los bomberos en que, cuando hayan sacado el cuerpo, iremos a inspeccionar el último pozo.
—Sí, me lo ha dicho.
—Si, como espero, Fazio no está ahí, cuando todos se vayan nosotros nos quedaremos.
—¿Para hacer qué?
—¿Cómo que para hacer qué? Para buscar a Fazio. Estoy seguro de que está en los alrededores.
—¿Por qué lo crees?
—A Fazio lo hirieron en el puerto, ¿correcto? Allí lo metieron en un coche y lo trajeron aquí, ¿correcto? Aquí no es que lo trataran muy bien; siguieron arreándole, ¿correcto? Conclusión: si no lo han matado y arrojado a cualquier otro sitio, Fazio se encuentra en los alrededores herido, porque es absurdo pensar que han vuelto a meterlo en el coche para llevarlo al puerto.
—Entonces, ¿qué piensas tú que podemos hacer?
—En cuanto nos desembaracemos de este muerto, tú te montas en el coche, vas a ver al jefe superior y se lo cuentas todo. Tenemos que organizar una gran batida.
—De acuerdo. ¿Y tú?
—Yo, con Gallo, Galluzzo y Lamarca, empiezo a buscar por las inmediaciones.
—Muy bien.
El circo que solía montarse con motivo de los asesinatos tardó dos horas en llegar desde Montelusa. Primero se presentaron los de la Científica, que empezaron a hacer los miles de fotografías, casi siempre inútiles, que hacían en tales ocasiones: esta vez las tomaban del borde del pozo y sus alrededores. En vista de que Arquá, el jefe de la Científica que le caía bastante mal, no se hallaba presente, el comisario se acercó a uno que daba órdenes y le explicó que sería oportuno examinar atentamente el abrevadero porque podía haber manchas de sangre.
—¿Y usted cómo sabe que antes de tirarlo al pozo lo tuvieron en el abrevadero? —preguntó el hombre, mirándolo con recelo.
¡Coño, era verdad! ¡Había mezclado el asunto de Fazio con el del cadáver del pozo! Debía de estar en un estado penoso; ya no le funcionaba la cabeza.
—¡Usted haga lo que le he dicho! —ordenó en tono severo.
El hombre contestó que lo haría en cuanto hubiera terminado con el cadáver.
Después llegó el doctor Pasquano, con ambulancia y camilleros, y empezó a vociferar:
—¿Qué pretenden? ¿Qué me meta yo en el pozo para examinar el fiambre? Pero ¡por Dios, súbanmelo!
—Tenemos que esperar al fiscal Tommaseo.
—¡Madre mía, pero si ese es tan lento que hasta un caracol lo adelantaría! ¡La próxima vez no me llamen hasta que él haya llegado!
No era verdad, el fiscal Tommaseo no iba tan despacio como para ser adelantado por un caracol; en cambio, era del dominio público que conducía como un perro borracho. De hecho, nada más llegar, contó que había tardado tres horas desde Montelusa hasta allí porque se había salido dos veces de la carretera y una tercera había ido a parar contra un árbol. Declaró que en el choque con el árbol se había dado un golpe en la frente y que por eso se sentía un tanto confuso.
—¿Es hombre o mujer? —preguntó al jefe de los bomberos.
—Hombre.
De golpe y porrazo, el fiscal Tommaseo pareció perder todo interés por el asunto. A él solo le importaban los cadáveres de mujeres, posiblemente desnudas, y los crímenes pasionales.
—De acuerdo, de acuerdo, sáquenlo. Adiós.
Volvió la espalda a todos, subió al coche y se marchó. Con toda probabilidad hacia otro árbol. Todos los presentes, sin excepción, lo mandaron mentalmente a hacer lo mismo al mismo sitio.
Esta vez añadieron otro arnés al cabrestante, con una lona de cuyos lados colgaban varios cordeles. Montalbano compadeció al bombero; su trabajo no sería ni fácil ni agradable. Aquello era cosa de enterrador. Y mientras pensaba eso, de repente las máquinas, los hombres y el propio paisaje empezaron a darle vueltas. Perdió el equilibrio y, para no caer al suelo como un saco de cebollas, se agarró con fuerza del brazo de Mimì, que estaba a su lado.
—Salvo, vete a casa. Yo me quedo aquí. No te puedes ni imaginar la cara que tienes —le dijo Mimì.
—No.
—Pero ¡si no te tienes en pie! Hazme un favor, ven al menos a sentarte en el coche —intervino Zito.
—No.
Si se sentaba, se dormiría en el acto.
Finalmente, después de repetidos intentos, el cadáver envuelto en la lona y atado con los cordeles como una momia, apareció en el borde del pozo. Lo depositaron en el suelo y lo destaparon.
Todos se acercaron a mirar, cubriéndose nariz y boca con un pañuelo. Por lo que se podía distinguir, era un hombre de menos de sesenta años, completamente desnudo y bastante maltrecho. La cara era un amasijo de carne y huesos. El bombero bajó de nuevo.
—¿Qué va a hacer?
—Recoger una manta que había bajo el cadáver.
Pasquano, entretanto, había echado un vistazo al muerto.
—Aquí no puedo hacer nada. Llévenlo al Instituto.
—¿Cómo ha muerto, doctor?
—¿Qué le pasa, Montalbano? ¿La vejez le hace perder vista? ¿No ve que le han disparado como mínimo un cargador entero en la cara?
Los de Retelibera llegaron justo a tiempo para filmar la escena.
Cuando acabaron, Zito se acercó a Montalbano, lo abrazó fuerte y se marchó con ellos.
* * *
Mientras los hombres de la Científica se disponían también a irse, el jefe de los bomberos se acercó al comisario.
—Quizá sería mejor retenerlos.
—¿Por qué?
—Porque si en el último pozo encontramos restos, tendremos que volver a llamarlos a todos.
—¡Pues mira qué pena! Oiga, no pierda tiempo, por favor.
Mallia dio una orden y la furgoneta se puso en marcha hacia el tercer pozo.
—Sube al coche —le dijo Mimì.
—No. Voy a pie.
No entendían que, si se sentaba, estaba perdido.
Llegó al pozo empapado de sudor, y cuando encendió un cigarrillo vio que le temblaban las manos. No podía evitarlo.
Lo que lo mantenía en pie era la expectativa de la respuesta del bombero cuando bajara. Pero ¿por qué coño tardaban tanto tiempo en ponerle el arnés?
—¿No pueden ir más deprisa?
—Tranquilízate, Salvo. Están trabajando lo más rápido que pueden.
Finalmente el bombero empezó a descender. ¡Virgen santísima, qué despacio lo bajaban! ¡Con qué calma se lo tomaban! Pero ¿es que lo hacían a propósito para volverlo loco? No pudo quedarse mirando. Se alejó unos pasos, se agachó, cogió una piedra y la arrojó contra un pedazo de hierro.
Falló por más de tres metros. Tiró otra y volvió a fallar. Y otra vez, y otra… Después de una eternidad, por el ruido que hacía el cabrestante, comprendió que el bombero estaba subiendo de nuevo a la superficie.
Pero, cuando llegó a la boca del pozo, no salió del todo: solo sacó la cabeza. Su jefe se acercó y él le dijo algo al oído.
¿Qué significaba aquello? En ese preciso momento sorprendió una mirada entre Mallia y Mimì Augello. Fue algo rapidísimo, el tiempo que se tarda en parpadear, pero le bastó para comprender su significado, como si los dos hombres hubieran hablado con palabras.
—¡Lo han encontrado! ¡Está en el pozo!
Dio un salto adelante, pero Mimì lo retuvo sujetándolo con fuerza. Gallo, Galluzzo y Lamarca, como si se hubieran puesto de acuerdo, lo rodearon.
—Vamos, Salvo, no te pongas así. ¡Por lo que más quieras, cálmate! —le dijo Mimì.
—Además, dottore, todavía no sabemos quién es el muerto —intervino Gallo.
—Lamarca, diles a todos que den media vuelta, a los de la Científica, el Ministerio Público… —empezó a enumerar Augello.
—¡¡¡No!!! —Montalbano dio tal grito que hasta los bomberos se volvieron—. ¡Yo os diré cuándo hay que llamarlos! ¿Entendido? —exclamó, apartando de un manotazo a Augello.
Todos lo miraron estupefactos. Parecía que el cansancio se le hubiera pasado de golpe. Ahora estaba erguido, firme, sin que le temblaran las manos.
—Pero ¿por qué? Así ganamos tiempo —respondió Augello.
—No quiero que lo vean extraños, ¿entendido? ¡No quiero! Primero lo lloramos nosotros a solas y luego llamamos a los demás.