Cuando Mimì y él volvieron a la comisaría, eran casi las nueve de la noche. Ninguno de los dos había encontrado tiempo para ir a comer. Mejor dicho, de haber querido habrían dispuesto de una horita, pero la verdad es que no habían tenido muchas ganas.
—¿Por casualidad Fazio ha dado señales de vida?
—No, siñor dottori.
Entraron en el despacho de Montalbano.
—Siéntate, Mimì. Vamos a darle vueltas a esto cinco minutos más. ¿Mando traer café?
—Me parece una buena idea.
Montalbano levantó el auricular.
—Cataré, ¿puedes ir por café al bar? Gracias.
Se miraron.
—Empieza tú —dijo Mimì.
—Ya está claro que tienen a Fazio. Pero no sabemos si vivo o muerto.
—Bueno, en el mar no estaba.
—Pero no por eso tenemos la certeza de que esté vivo.
—De acuerdo. Pero si se lo cargaron con el segundo tiro, el que efectuaron desde la zona de los almacenes, ¿dónde lo han metido?
—Mimì, no conseguimos hacernos una idea por una razón muy sencilla, y es que no sabemos qué sucede cuando llegan los motopesqueros, cuánto tiempo tardan en descargar, a qué hora salen de los almacenes para ir a los amarres, hasta cuándo están parados los camiones frigoríficos antes de salir cargados de pescado… O sea, qué tipo de movimiento hay a esas horas.
—El agente de la Fiscal ha dicho que él oyó los disparos poco antes de las cuatro, y que a partir de las tres normalmente hay una hora de calma.
—Vale, pero ¿qué significa calma? ¿Que ya no había ni un alma? No es posible; tenía que haber aún alguien más, recuerdo que el agente ha dicho que, después de las dos detonaciones, vio pasar una motocicleta. Por lo tanto todavía había gente en danza.
La puerta se abrió abruptamente y golpeó la pared Mimì y el comisario saltaron del asiento. Augello maldijo a media voz. Apareció Catarella, sujetando una bandeja con las dos manos y con el pie derecho todavía levantado.
—Pido disculpas y perdón, pero no calculé bien la fuerza de la patada.
Dejó la bandeja encima de la mesa.
—Escucha, Cataré, ¿hoy ha preguntado alguien por Fazio?
Catarella se metió la mano en el bolsillo, sacó el cuadernito negro, se humedeció el dedo índice y empezó a pasar páginas.
Augello lo miraba atónito.
—Dos. Han telefoneado Bianco y Loccicciro.
—¿Y los otros no?
—Sarravacchio vino pirsonalmente en pirsona.
—Entonces, el único que no ha llamado ha sido Manzella.
—Exactamente exacto, dottori.
—No he entendido un carajo —dijo Augello mientras Catarella salía del despacho.
El café estaba bueno. Mientras lo tomaban, el comisario le contó el asunto de las llamadas de Manzella.
—Entonces —dijo Mimì—, según tú, si Manzella no ha llamado hoy es porque sabe lo que le ha pasado a Fazio.
—Es probable.
—¿Y ahora qué hacemos?
—Tú te vas a casa con Beba y el niño.
—¿Y tú?
—Yo descanso aquí un poco y después voy al muelle a ver cómo se desarrolla el trabajo cuando llega el pescado.
Se disponía a salir del despacho cuando sonó el teléfono.
—¿Dottori? Está al teléfono el periodista Zito.
—Pásamelo. Hola, Nicolò, ¿cómo estás? Hace mucho que no hablamos. ¿Qué tal tu mujer?
—Bien, gracias. Oye, ¿vas a estar un rato más en la comisaría?
—No; me has pillado a punto de salir.
—¿Vas a Marinella?
—No. ¿Por qué lo preguntas?
—Por nada, por decir algo.
—No, Nicolò; me estás ocultando algo. ¿Qué pasa?
—Quería saber una cosa. Pero si tienes prisa, pásame a Fazio. Se lo preguntaré a él.
—No está.
—¿Se ha ido a casa?
—No lo sé.
—Bueno, lo llamaré allí, a ver si lo encuentro.
—¡No!
¡Joder, el «no» se le había escapado demasiado fuerte! Zito pareció sorprendido:
—Perdona, pero ¿qué…?
—Verás, Nicolò, el caso es que su mujer… no se encuentra muy bien de salud y él está preocupado… ¿comprendes?
—Sí, claro, comprendo. Ya hablaremos. Adiós.
¿Se había tragado Nicolò Zito la trola que le había contado? En cualquier caso, lo que era seguro es que esa llamada de su amigo periodista de Retelibera le había sonado un poco rara.
* * *
Cuando llegó al muelle, unos cuantos motopesqueros ya habían atracado delante de los almacenes y estaban descargando el pescado. Todas las farolas que alumbraban la zona estaban encendidas. A lo lejos, en la bocana del puerto, se vislumbraban las luces de posición de otros pesqueros que estaban regresando.
Aquello era un auténtico guirigay de voces, reniegos y órdenes que se superponían al ruido de los motores diesel de las barcas, los de los camiones y el runrún continuo de los congeladores.
Montalbano descubrió que en los pequeños espacios que quedaban entre un almacén y otro, una especie de callejas estrechísimas, se desarrollaba una intensa actividad comercial en puestos ambulantes de pescado que atendían los propios hombres de las tripulaciones. No debía de tratarse de pescado de desecho, sino de la parte que correspondía a los hombres de cada barca. Los que compraban, después de regatear más o menos rato, cargaban las cajas en vespas o motocarros y se iban. Debían de ser propietarios de restaurantes, o sus empleados, que de esa forma no solo se aseguraban pescado fresco, sino que lo pagaban a la mitad que en el mercado municipal.
Se acordó del propietario de pesqueros que había ido a la comisaría. ¿Cómo se llamaba? Ah, sí, Rizzica. Seguramente a aquella hora estaría por allí.
Paró a un guardia municipal que se llevaba a casa una caja de pescado, sin duda la recompensa por hacer la vista gorda con los puestos ambulantes.
—Soy el comisario Montalbano. Quisiera saber…
El hombre se quedó pálido.
—¡Este pescado lo he comprado! ¡Se lo juro! —dijo con voz trémula.
—No lo pongo en duda.
—Entonces, ¿qué quiere?
—Saber dónde puedo encontrar al señor Rizzica.
—A Rizzica lo encontrará en uno de sus almacenes.
—¿Y cuáles son?
—El número tres, el cuatro y el último.
—Gracias.
—¡A sus órdenes! —exclamó el guardia, aliviado, y se alejó casi corriendo por miedo a que Montalbano se arrepintiera y le pidiera cuentas sobre la caja de pescado.
Delante de la puerta abierta del almacén número tres estaba la misma furgoneta Ford que por la mañana. Entró y vio enseguida a Rizzica.
Hablaba, preocupado, con un hombre vestido con mono de faena. Pero en cuanto se dio cuenta de que había entrado Montalbano, fue a su encuentro con la mano tendida.
—Salgamos fuera.
Estaba claro que no quería hablar en presencia del operario. Se detuvieron bajo una especie de arco abierto en un lado del muelle que apestaba a cagadas y meadas recientes y atrasadas, lo cual hacía que no hubiera nadie en las proximidades.
—¿Ha venido por mi denuncia?
—No. Pero ¿usted le presentó a Augello una denuncia formal?
—No, señor, formal no. Pero de todos modos es una denuncia.
—¿Han vuelto sus pesqueros?
—Falta todavía una hora y media.
—Y ese que siempre se retrasa, el… ¿cómo se llama?
—¿El Maria Concetta? No; hoy le toca descansar. Pero esta noche sería mejor que tardaran todos.
—¿Por qué?
—Porque desde ayer tengo un almacén fuera de uso. No funciona el sistema de congelación. No sabe usted el dinero que he perdido. He tenido que tirar al mar todo el pescado. El electricista dice que han de pedir una pieza de recambio a Palermo. Y, por desgracia, los dos pesqueros que están de camino vienen cargados; hoy ha habido buena pesca. Tendré que poner en funcionamiento el tercer almacén, que solo me sirve para…
—Pero usted me comentó que tiene cinco pesqueros.
—Sí, señor.
—¿Y cómo es que solo están fuera dos?
—Comisario, hacen turnos. Un día descansan dos y salen tres, y al día siguiente a la inversa.
—Comprendo.
—Oiga, yo tengo que volver dentro. De aquello que le dije, el dottor Augello lo sabe todo. Hable con él.
—Lo haré, delo por seguro. Disculpe, ¿cómo dijo que se llamaba el patrón del Maria Concetta?
—Aureli. Aureli Salvatore.
—Una última cosa: ¿recuerda los nombres de los hombres de la tripulación?
—Se los dije al dottor Augello.
—Dígamelos también a mí.
—Totó Albanese, Gaspano Bellavia, Peppe Dima, Gegé Fragapane, ’Ntonio Zambito y dos tunecinos, ahora no me acuerdo de cómo se llaman, pero al dottor Augello le di sus nombres.
Ningún Manzella. Por un momento había esperado que lo hubiera.
Pasadas las tres de la madrugada, los ruidos más fuertes habían cesado. Los pesqueros ya no estaban delante de los almacenes; ahora se encontraban todos amarrados dentro del puerto. Los camiones frigoríficos también se habían marchado. Todos los portones de los almacenes estaban cerrados con excepción del número tres, donde el electricista seguía intentando reparar la avería. Pero…
Pero la calle no había quedado completamente desierta. Había cinco o seis personas rezagadas que se entretenían hablando, discutiendo, dos de ellas incluso habían levantado la voz y estaban empezando a pelearse. Si aquello era habitual, forzosamente alguien tenía que haber oído y quizá visto a Fazio escapando mientras lo perseguían disparándole.
¿No había dicho el agente de la Policía Fiscal que después de las dos detonaciones había visto pasar una motocicleta de gran cilindrada? ¡Por tanto, al menos había un testigo! Pero esa gente era de la que no soltaba prenda; estaba más que seguro.
De repente sintió un cansancio tan fuerte que por un instante se le doblaron las rodillas.
Era inútil perder más tiempo. A la mañana siguiente iría a ver al jefe superior para contarle el asunto e iniciar oficialmente la investigación. Cuanto más tiempo pasara, peor para Fazio, suponiendo que aún estuviera vivo.
—¡Montalbano!
Se volvió y se encontró cara a cara con Nicolò Zito.
—¿Cómo has sabido que estaba aquí?
—Me lo dijo Augello. Lo llamé a su casa después de haber intentado en vano ponerme en contacto contigo.
—¿Qué sucede?
—Tengo que hablar contigo.
—Habla.
—¿Vamos a mi coche?
Lo había aparcado junto al varadero. El viento de las primeras horas del día era cortante; Montalbano, debido al cansancio, el ayuno y la preocupación, temblaba de frío.
Una vez dentro del coche, apoyó la cabeza en el respaldo y cerró los ojos. Los abrió de nuevo al oler aroma de café. Zito le había puesto bajo la nariz el vaso de un termo lleno de café humeante. Lo aspiró con deleite.
—¿Cuánto hace que Fazio ha desaparecido? —preguntó el periodista.
A Montalbano se le atragantó el café. Zito le dio dos palmadas en la espalda.
—¿Quién te lo ha dicho?
—Recibí una llamada y luego me lo confirmaste tú.
—¡¿Yo?!
—Sí, señor. Tú. Cuando me soltaste aquel «no» para que no llamara a Fazio a su casa. ¡Lo dijiste de una manera! Comprendí que algo no cuadraba. ¿Qué estaba investigando Fazio?
—Ese es el quid de la cuestión, Nicolò. No lo sé. Estaba trabajando por su cuenta y no le dijo nada a nadie. ¿Quién te telefoneó?
—No puedo decírtelo, pero me dijo que le había parecido ver a Fazio malparado.
—¿En qué sentido?
—Debían de haberlo herido en la cabeza, porque la llevaba vendada.
—¿Iba solo?
—No. Pero deja que te cuente. Como no estaba seguro de que se tratara de Fazio, ese hombre quería que yo me informase. Lo hice y después lo llamé al móvil diciéndole que me parecía que tú, indirectamente, lo habías confirmado. Entonces él me dijo que volviera a llamarlo al cabo de unas dos horas.
—Perdona, pero ¿por qué no ha llamado a la comisaría?
—Después te lo explico. Volví a llamar a las dos horas y él me indicó adonde podemos ir a verlo para que nos lo cuente todo mejor. ¿Quieres que vayamos?
—Claro. ¿Dónde es?
—Por la zona de Rivera. Una hora y media de coche.
—Venga, ponte en marcha. ¿Me dices por qué no llamó a la comisaría?
—Porque es un prófugo, Salvo.
¿Y por qué un prófugo iba a preocuparse por la suerte de un policía? Pero era inútil hacer preguntas; Zito jamás revelaría el nombre de su informador.
De todos modos, había una cosa buena en todo aquello: Fazio todavía estaba vivo.
—¿Qué le has dicho a Augello?
—Que necesitaba hablar urgentemente contigo.
—¿Le has insinuado que se trataba del asunto de Fazio?
—No.
¿Debía telefonear a Mimì para comunicarle la novedad? No; lo mejor era dejarlo dormir. Al atravesar esa palabra su mente, como por una especie de contagio súbito, cerró los ojos. Y se durmió.
Lo despertó el silencio.
Estaba solo. Era de día. El coche estaba parado en un camino campestre, aunque no había auténtico campo alrededor, solo tierra desolada, abandonada. Unos pocos árboles raquíticos que ya no se sabía qué frutos habrían dado, si es que los habían dado alguna vez, matojos de malas hierbas de la altura de un hombre, extensiones de sorgo y una inmensidad de piedras blancas.
Un pedregal, el lugar maldito donde no se puede cultivar nada y por donde hasta caminar es peligroso, porque de repente te puedes hundir en un hoyo que se ensancha hasta convertirse en una profundísima grieta.
Montalbano sabía que los pedregales eran cementerios de huesos sin nombre, los sitios preferidos de la mafia cuando querían hacer desaparecer a alguien. Lo llevaban hasta el borde de un hoyo, le disparaban y lo dejaban caer dentro. O se ahorraban el disparo: lo arrojaban al pedregal todavía vivo y, o bien el tipo moría durante la caída al golpearse contra las rocas, o bien, si llegaba hasta el fondo, podía gritar cuanto quisiera, porque nadie lo oiría. Moría lentamente de hambre y, sobre todo, de sed.
A la derecha, a una decena de metros del camino, había una casucha medio en ruinas de una sola habitación; un dado blanco que parecía una piedra más grande que las otras. Medio en ruinas, sí, pero con la puerta cerrada. Quizá Nicolò estaba dentro, hablando con el prófugo.
Decidió no salir del coche. Buscó en el bolsillo; en el paquete de tabaco solo quedaban tres cigarrillos. Encendió uno mientras bajaba la ventanilla. No se oía canto de pájaros.
Cuando estaba casi acabándose el cigarrillo, la puerta del dado se abrió y apareció Zito, quien le indicó que bajara del coche y se acercara.
—Está dispuesto a contártelo todo, pero hay un problema.
—¿Cuál?
—No quiere que le veas la cara.
—¿Y cómo podemos hacerlo?
—Tengo que vendarte los ojos.
—¿Estás de guasa?
—No. Si no te los vendo, no habla.
—¡Vas a ver tú si lo hago hablar!
—Salvo, no digas tonterías. Tú y yo vamos desarmados y él tiene un revólver. Venga, no hagas el gilipollas.
Zito sacó del bolsillo un pañuelo enorme, rojo y verde de campesino.
A pesar de la situación, a Montalbano le entraron ganas de reír.
—Pero ¿tú usas esos pañuelos?
—Sí, desde hace algún tiempo. Por la sinusitis.
El comisario se dejó vendar los ojos y guiar hasta el interior de la casucha.
—Buenos días, dottor Montalbano —dijo educadamente la voz, bastante profunda, de un hombre de mediana edad.
—Buenos días.
—Le pido disculpas por haberlo hecho venir hasta aquí y por exigir que le venden los ojos, pero es mejor para usted que no sepa quién soy.
—Déjese de cumplidos y dígame lo que tenga que decirme.
—La otra mañana, sobre las seis, estaba en los parajes de la montaña Scibetta. ¿Conoce la zona de los pozos secos?
—Sí.
—Iba en coche y pasé por delante del abrevadero que antes tenía agua y ahora ya no. Había tres hombres. Uno estaba sentado en el borde del abrevadero; los otros dos, de pie a su lado. El que estaba sentado llevaba la frente vendada y la camisa manchada de sangre. Uno de los otros le dio un puñetazo en la cara y lo hizo caer dentro del abrevadero. Pero antes de eso yo ya lo había reconocido, o al menos me había parecido que era el señor Fazio.
—¿Está seguro?
—Segurísimo.
—¿Qué más?
—Yo continué y vi por el retrovisor que estaban sacándolo.
—¿Y qué hizo usted después?
—Tenía que alejarme deprisa de la montaña Scibetta, porque me había enterado de que los carabineros iban a por mí. Y pensé que lo mejor era venir a esconderme aquí. Pero antes de llegar llamé al señor Zito.
—¿Cómo es que se conocen?
—Olvídate de eso —dijo la voz de Nicolò a su espalda.
—Está bien, prosiga.
—Antes que nada, quería la confirmación de que se trataba de Fazio.
—Y una vez seguro, ¿por qué ha querido que Zito me informara de su llamada?
—Porque en una ocasión el señor Fazio demostró ser un caballero con mi hijo.
—En su opinión, ¿por qué llevaron a Fazio hasta la montaña Scibetta?
—Perdone, pero yo no sé ni cómo ni dónde lo apresaron.
—Muy probablemente lo hirieron y apresaron en el puerto de Vigàta.
—¡Ah! —exclamó el desconocido, y se quedó callado.
—Bueno, ¿qué? —lo instó Montalbano, nervioso.
—Comisario, si lo llevaron hasta allí, sería para meterlo en uno de los pozos secos. Querrían deshacerse de él. Llegar hasta aquí, hasta el pedregal, les haría perder demasiado tiempo.
Era justo la respuesta que Montalbano temía oír. Ahora ya no había más tiempo que perder.
—Buena suerte, señor Nicotra, y gracias —dijo.
—¿Có… cómo me ha reconocido?
—Para empezar, hace tiempo me enteré de su historia precisamente por Zito, de quien es usted amigo desde la época del colegio. Y luego, cuando ha dicho que Fazio se había comportado bien con su hijo… he sumado dos y dos. Gracias de nuevo.