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Catarella le tendió un papel. Había escrito tres nombres. Loccicciro (que debía de ser Lo Cicero), Parravacchio (ni Dios sabía cómo se llamaba en realidad) y Zireta (en este caso el error era mínimo: Zirretta).

—¿Solo estos tres?

—No, siñor dottori; son cuatro.

—Pero has escrito solo tres.

—El cuarto no lo he escrito porque no era nicisario. ¿Usía ve que entre Garavacchio y…?

—Aquí pone Parravacchio.

—No tiene importancia. ¿Usía ve que entre Saravacchio y Zineta hay un espacio en blanco?

—Sí. ¿Y qué significa?

—Blanco significa blanco, dottori.

—Pero ¿qué quiere decir?

—Quiere decir que el cuarto que ha llamado se llama Bianco.

Genial.

—Oye, ¿Bianco no es ese a cuyo hijo detuvieron por una reyerta hace una semana?

—Sí, siñor dottori. Y Loccicciro telefoneaba porque uno que vive en el piso de arriba del suyo orina, con perdón, todas las mañanas en el balcón de abajo.

—¿Y sabes qué quería Parravacchio?

—No, siñor dottori. Pero Taravacchio es pariente de Fazio.

—Y entre Parravacchio y Zirretta, ¿sabes quién ha llamado más veces?

—Sí, siñor: Pinetta, pero tilifoneaba por la solicitud de un pasaporte.

Montalbano se sintió decepcionado.

—Pero para llamadas latosas y continuamente continuas hasta hace cinco días, las de Mansella.

—¿Con ese o con zeta?

—Con ese de zeta, dottori.

—¿Y ese tal Manzella lo llamaba pasando por la centralita?

Dottori, Mansella llamaba a la cintralita porque el móvil de Fazio estaba ocupado. O bien estaba apagado. Y entonces me decía que era Mansella y que tenía que decirle a Fazio que en cuanto acabara lo llamase enseguida a él. O bien que conectara enseguida el móvil.

—¿Y Fazio lo llamaba?

—No lo sé, dottori, porque no estuve nunca presente. Si lo llamaba, lo llamaba con el móvil.

—Naturalmente, no te acordarás de cuándo llamó por primera vez Manzella.

—Espere un momento.

Salió del despacho y volvió corriendo con un cuaderno de tapas negras en la mano derecha. Empezó a pasar páginas. Estaba lleno a rebosar de números y nombres.

—¿Qué es eso?

Dottori, yo siempre me apunto quién llama por teléfono, por quién pregunta, el día y la hora exacta.

—¿Por qué?

—Porque nunca se sabe.

—Pero ¿no hay un registro automático?

—Sí, siñor dottori, pero yo no me fío de la tomaticidad. ¡Vete tú a saber en qué está pensando el tomático! ¡Ah, aquí está! Mansella llamó por primera vez hace diez días y siguió llamando todos los días hasta hace cinco. El último día llamó tres veces. Estaba nervioso. Me dijo que le dijera a Fazio que, cuanto más tiempo tuviera libre el móvil, mejor.

—¿Y luego?

—Luego no volvió a llamar. Pero entonces era Fazio el que me preguntaba como mínimo dos veces al día si por casualidad lo había llamado Mansella. Y cada vez que le respondía que no, me decía que, en el caso de que telefoneara se lo pasara enseguida porque era muy importantísimo.

—Gracias, Cataré, me has sido de gran utilidad.

Dottori ¿me permite una pregunta?

—Dime.

—¿Pasa algo con Fazio?

—Nada, una tontería; no te preocupes.

Catarella salió del despacho poco convencido.

Montalbano respiró hondo y se decidió a hacer lo que no tenía ningunas ganas de hacer. Pero más valía empezar por lo peor. Marcó el número del doctor Pasquano.

—¿Está el doctor?

—El doctor está ocupado.

—Soy Montalbano. Póngame con él.

—Comisario, discúlpeme, pero no me atrevo. Esta mañana está que se lo llevan los demonios, no le pasa una a nadie y en este momento está haciendo una autopsia.

La noche anterior, Pasquano debía de haber perdido bastante al póquer en el Círculo. Cuando le ocurría, al día siguiente valía más vérselas con un oso polar hambriento que con él.

—Quizá pueda informarme usted. Entre anoche y esta mañana, ¿han tenido nuevas entradas?

—¿Se refiere a muertos recientes? No.

Montalbano respiró con cierto alivio.

Se levantó y salió del despacho. Al pasar por delante de Catarella, le dijo:

—Voy a Montelusa y estaré de vuelta dentro de dos horas. Si me busca el dottor Augello, dile que me llame al móvil.

En Montelusa había tres hospitales y dos clínicas privadas. Antes decías por teléfono que eras de la policía y desembuchaban sin más. Luego empezaron con el latazo de la privacidad y, si no ibas en persona y te identificabas, no soltaban prenda. En cualquier caso, Fazio no estaba en ninguno de los tres hospitales. Ahora quedaba la parte más difícil: las clínicas privadas, que defendían los secretos de sus pacientes mejor que los bancos suizos los de sus clientes. ¿Cuántos mafiosos prófugos se habían operado en esas clínicas? El vestíbulo de la primera parecía la recepción de un hotel de cinco estrellas. Detrás de un mostrador que podía usarse como espejo de tan reluciente como estaba, había dos mujeres vestidas de blanco, una joven y otra madura. Se dirigió a esta última poniendo una cara muy seria.

—Soy el comisario Montalbano —dijo, mostrando su identificación.

—¿En qué puedo serle útil?

—Mis hombres llegarán dentro de diez minutos. Todos los pacientes deben permanecer en sus habitaciones y queda terminantemente prohibida la salida a los visitantes.

—¿Es una broma?

—Tengo una orden de registro. Buscamos a un prófugo peligroso que se llama Fazio y que está ingresado desde ayer.

La mujer, que se había quedado más blanca que el papel, reaccionó.

—Pero ¡si aquí no ha habido ningún ingreso desde hace dos días! ¡Compruébelo usted mismo! —añadió, girando hacia él el ordenador que tenía delante.

—Mire, no vale la pena discutir. A nosotros nos consta que en la clínica Materdei…

—Pero ¡esta no es la Materdei!

—¿Ah, no?

—¡No; esta es la Salus!

—¡Dios mío, perdone, me he equivocado! Le pido disculpas. Buenos días. ¡Ah, y por lo que más quiera, no se le ocurra avisar a la Materdei!

En la segunda clínica llegaron a echarlo a la calle. Había una enfermera jefe sexagenaria que medía un metro noventa y nueve como mínimo, más flaca que la muerte e igual de fea, era la viva estampa de Olivia, la novia de Popeye.

—Nosotros no recogemos heridos de la carretera.

—De acuerdo, señora, pero…

—No soy señora.

—Bueno, no desespere; ya verá como un día u otro tiene suerte.

—¡Fuera!

Estaba subiendo al coche cuando oyó que lo llamaban Era un médico al que conocía. Le contó el caso. El doctor le dijo que esperara fuera, que era mejor. Volvió al cabo de cinco minutos.

—Desde hace dos días no tenemos ningún paciente nuevo.

¿Qué pasaba? ¿Estaban todos rebosantes de salud o es que no había dinero para pagar las cuentas de las clínicas privadas? En cualquier caso, la conclusión era que Fazio no estaba ingresado en ningún sitio. Pero ¿dónde se había metido?

Mientras regresaba a Vigàta, sonó el teléfono móvil. Mimì Augello.

—Salvo, ¿dónde estás?

—He venido a Montelusa para hacer un recorrido por los hospitales. Fazio no está en ninguno. Ahora estoy volviendo.

—Oye… quizá habría que…

Montalbano captó al vuelo la sugerencia.

—Tranquilo, tampoco está en el depósito. ¿Y tú qué novedades tienes?

—Te llamo por eso. ¿Puedes venir al puerto? Te espero en la entrada.

—¿En cuál?

—Estoy delante de la puerta sur.

—Ya voy.

La puerta sur, la más cercana al muelle de levante, al que el comisario iba a menudo a pasear después de comer, se utilizaba sobre todo para el paso de coches y camiones que embarcaban en el ferry para Lampedusa, el cual zarpaba al filo de la medianoche. En cuanto empezaba la temporada, aquella zona del puerto se convertía en un campamento de chavales forasteros en espera de subir al barco.

A ambos lados de la enorme verja había una especie de garitas para los agentes de la Policía Fiscal, que controlaban el movimiento. Pero a aquella hora de la mañana todo estaba tranquilo; el caos de coches y pasajeros empezaba hacia las cinco de la tarde.

—De noche cierran esta puerta y la central. Solo queda abierta la puerta norte —le explicó Mimì.

—¿Por qué?

—Porque en esa parte del puerto es donde atracan y de donde zarpan los motopesqueros, donde están los almacenes y los camiones frigoríficos; o sea, donde está el comercio del pescado.

—Ten en cuenta que, si le ha pasado algo a Fazio, habrá sido de noche.

—Exacto.

—¿Y entonces por qué estamos en la puerta equivocada?

—La puerta es la equivocada, pero el agente, que se llama Sassu, estaba anoche de guardia en la puerta norte.

—¿Vio algo?

—Ve a hablar tú con él.

Sassu tenía poco más de veinte años y era un chico de aspecto espabilado e inteligente.

—Los pesqueros empiezan a regresar después de medianoche y descargan; una parte del pescado se almacena y otra parte se carga en los camiones frigoríficos, que parten inmediatamente. Hasta las tres de la madrugada hay mucho ajetreo. Después viene aproximadamente una hora de calma, y fue precisamente poco antes de las cuatro cuando oí las detonaciones.

—¿Cuántas? —preguntó Montalbano.

—Dos.

—¿Está seguro de que fueron detonaciones de arma de fuego?

—No. Pudo haber sido una moto. En realidad, poco después pasó una moto de gran cilindrada, y eso me tranquilizó.

—¿Llevaba un pasajero en el asiento trasero?

—No.

—¿Y no oyó gritos, súplicas, exigencias…?

—Nada.

—¿Sabe de dónde procedían las detonaciones?

Por primera vez, Sassu pareció menos seguro.

—Qué raro… —murmuró.

—¿El qué?

—Ahora que me han hecho pensar en ello… no pudo ser una moto.

—¿Por qué?

—Entre las dos detonaciones hubo un intervalo de unos segundos. La primera me pareció que venía del varadero, pero la segunda se produjo bastante más allá, en las inmediaciones del segundo o el tercer almacén… Si hubiera sido una moto, las dos detonaciones habrían sonado por el mismo sitio.

—Resumiendo, era como si alguien persiguiera, disparando, a uno que escapaba —dijo Montalbano.

—Pues sí.

Le dieron las gracias al agente de la Fiscal.

—Este asunto huele cada vez peor —comentó Augello, preocupado.

—Vamos a andar un poco por allí —dijo el comisario.

—¿Por dónde?

—Entre el varadero y los dos almacenes.

Los almacenes frigoríficos eran una decena y estaban alineados en la parte exterior del muelle central, una especie de espigón justo en medio del puerto.

Los motopesqueros atracaban directamente allí; luego, una vez descargado el pescado, pasaban de la parte exterior del muelle a la interior, amarraban en sus respectivos lugares y la tripulación se iba a casa a descansar.

Montalbano y Augello fueron del varadero al segundo almacén y a la inversa con los ojos clavados en el suelo.

La calle era un cúmulo de cieno marcado por innumerables surcos dejados por las ruedas de los camiones. Todos los almacenes estaban cerrados excepto el tercero, ante el cual había una Ford Transit con las puertas abiertas; en su interior se veían cables eléctricos, tubos, instrumentos de medición y cosas similares. Quizá se había averiado la instalación frigorífica y estaban reparándola. Por lo demás, no pasaba ni un alma.

—Vámonos. No encontraremos nada; es una pérdida de tiempo. Habría que excavar en el cieno. Además, hay un pestazo que me da ganas de vomitar —dijo Mimì.

A Montalbano, en cambio, aquel olor no solo no le parecía apestoso, sino que incluso le gustaba. Era el resultado de una mezcla de algas y pescado putrefacto, cuerdas deshechas, agua de mar, alquitrán y un ligero toque de gasóleo: una exquisitez, una delicia.

Y fue justo cuando ya habían perdido las esperanzas y se disponían a volver a la oficina cuando, a la altura del varadero, Mimì vio brillar un casquillo que no había quedado enterrado en el fango porque había caído encima de una tabla podrida.

Se agachó, lo cogió y lo limpió con las manos. No estaba nada oxidado ni dañado: era evidente que se encontraba allí desde hacía unas horas, no días, y mucho menos meses.

—Ahora sí que estamos seguros de que no era una motocicleta —concluyó Montalbano.

—A ojo de buen cubero, una siete sesenta y cinco —dijo Augello—. ¿Qué hacemos con este casquillo?

—Caldo.

—¿Qué quieres decir?

—Mimì, ¿de qué quieres que nos sirva ese cartucho? Desgraciadamente, solo nos confirma que hubo un tiroteo. Y de momento no nos sirve para nada más.

Augello, por si las moscas, se lo guardó en el bolsillo. Montalbano siguió inmóvil. Estaba pensando con la cabeza inclinada, mirándose las puntas de los zapatos. Tenía un cigarrillo entre los labios, pero había olvidado encenderlo. Mimì guardó silencio. Al cabo de un momento, el comisario se puso a hablar, en realidad pensando en voz alta.

—A Fazio, suponiendo que fuera Fazio, le dispararon la primera vez mientras volvía hacia la puerta norte. Evidentemente había terminado de hacer lo que tenía que hacer en las inmediaciones de algún almacén y se disponía a salir del puerto, pero alguien lo esperaba aquí y le disparó.

—Pero ¿por qué esperaron a que llegase a la altura del varadero? —preguntó Mimì—. Es el sitio más peligroso, el más cercano a la puerta donde siempre hay un agente de guardia.

—No tenían elección. Supón que lo hubieran sorprendido y matado delante de uno de los almacenes. Si no se daban prisa en deshacerse del cadáver, tendrían que haberlo dejado allí. Pero, una vez descubierto el cuerpo, sin duda nosotros habríamos registrado todos los almacenes. Y eso a ellos no les convenía. El varadero, en cambio, es tierra de nadie. Todos los que vienen a este muelle deben pasar forzosamente por sus inmediaciones. O sea, habría sido como dispararle en la calle principal del pueblo.

—De todos modos, el primer disparo no lo alcanzó.

—Exacto. Pero Fazio se da cuenta de que no puede continuar hacia la verja. El que le ha disparado le corta el camino. ¿Y qué hace entonces?

—¿Qué?

—Da media vuelta y vuelve corriendo hacia el lugar de donde venía, es decir, hacia los almacenes.

—Pero ¡eso es peor!

—¿Por qué?

—¡Porque la calle que pasa por delante de los almacenes desemboca en el mar! No te permite subir al muelle. Así no tendría modo de escapar de su perseguidor. Estaría perdido. Se habría metido él mismo en una ratonera.

—Pero él sabía cómo estaba la situación en aquel preciso momento, y nosotros no.

—Explícate mejor.

—Igual aún había algún almacén abierto donde pedir ayuda. Lo cierto es que, como nos ha dicho el agente, le dispararon por segunda vez cuando había llegado a la altura del segundo o el tercer almacén. Y el hecho de que no se oyeran más disparos es una mala señal.

—O sea…

—Significa que con el segundo disparo lo hirieron o lo mataron.

—¡Virgen santa! —exclamó Augello.

—Pero también es posible que Fazio, al verse perdido, levantara las manos y se rindiera.

—Oye, ¿y si pedimos una orden de registro de los almacenes? —propuso Augello.

—Es inútil.

—¿Por qué?

—Si lo mataron, no han guardado el cuerpo. Y en el caso de que lo hubieran herido o capturado, no podían meterlo en un almacén frigorífico porque al cabo de unas horas estaría más seco que un bacalao.

—De acuerdo. Pero, si está muerto, ¿dónde está el cadáver?

—Yo tengo una idea. ¿Quieres que te la diga?

—Claro.

—En el mar, Mimì. Bien lastrado.

—Pero ¡¿qué coño dices?!

—Es solo una idea, Mimì; no te exaltes. Piensa un poco. Si lo mataron, arrojarlo al mar era lo más sencillo y lo más seguro. No podían esconder el cuerpo en un almacén. Aunque el grueso del trabajo estuviera acabado, seguro que todavía quedaba alguna persona rezagada. Habría sido demasiado arriesgado. Hazme caso, dejemos de pensar en eso.

—Está bien.

—Haz una cosa. Llama al jefe superior y cuéntale solo parte del asunto, de la misa la mitad. O mejor no. No le cuentes nada que haga referencia a Fazio. Dile que necesitamos recuperar un arma caída al mar. Consigue que te autorice a llamar a dos buzos.

—Perdona, pero, si me pregunta a quién pertenece el arma, ¿qué le digo?

—Que la pistola es mía.

—¿Y cómo se te cayó al mar?

—Por un agujero en el bolsillo trasero de los pantalones.

—¿Y si me dice que lo dejemos, que no vale la pena organizar todo ese jaleo?

—Dile que la responsabilidad será suya.

—¿La responsabilidad de qué?

—Cuéntale que cuando se me cayó el arma había varias personas presentes. Y que a alguna se le puede ocurrir zambullirse, recuperar el arma y utilizarla.

Mimì Augello se alejó unos pasos y empezó a hablar por el móvil. La conversación fue larga. Finalmente, Mimì negó con la cabeza, se acercó a Montalbano y le tendió el teléfono.

—Quiere hablar contigo.

—¡Montalbano! Pero ¿qué puñetas trama?

—Señor jefe superior, todo ha sido por culpa de un agujero que…

—Pero ¡esto es de locos! ¡Estas cosas solo le pasan a usted! ¡Un agujero! ¿Y si el arma se le hubiera caído en medio de una calle abarrotada de gente y se hubiera disparado?

—No la llevo nunca amartillada, señor jefe superior.

—Oiga, Montalbano, no puedo solicitar la intervención de dos buzos por una tontería como esa.

—Si quiere, me encargo yo de recuperarla. Sé bucear y puedo estar bastante tiempo bajo el agua.

—Montalbano, hablar con usted es un auténtico suplicio. Páseme otra vez a Augello.

Mimì estuvo hablando cinco minutos más; luego cortó la comunicación y le dijo a Montalbano:

—Ha accedido.

La suposición del comisario no se vio confirmada. Cuando el sol empezó a ponerse, los buzos, que llevaban trabajando tres horas seguidas, no habían encontrado nada.

Mejor dicho, habían encontrado un batiburrillo de cosas, hasta un cochecito de niños y una maleta llena a rebosar de latas de tomate, pero, por suerte, ningún cadáver.

—Mejor así —dijo Montalbano.

Entretanto, en las inmediaciones se habían congregado decenas de personas que miraban, comentaban, reían y hacían preguntas en voz alta que no recibían respuesta. Montalbano las maldijo mentalmente.

Uno que se presentó como el propietario de un almacén se acercó al comisario.

—Disculpe que lo moleste, comisario, pero necesito saber cómo tenemos que actuar.

—¿Respecto a qué?

—A los pesqueros.

—Pero si no hay ni uno…

—Ya, pero dentro de unas dos horas empezarán a llegar.

—¿Y qué?

—Con los buzos en acción justo delante de los almacenes, no podrán acercarse para descargar.

—No se preocupe. Dentro de un cuarto de hora como máximo hemos terminado.

—Pero ¿podemos saber qué busca? —preguntó el hombre, pasando de pronto al dialecto. Hablar en dialecto creaba un clima de más confianza.

—Claro. Mi reloj. Se me ha caído al agua esta mañana.

—Pues decían que era la pistola.

—Me he equivocado. Siempre los confundo.