2

Augello entró sin llamar y sin siquiera saludar. Tenía cara de enfado.

—¿Qué pasa, Mimì?

—Nada.

—Venga, Mimì.

—Déjalo estar.

—Venga, hombre…

—Pues que me he pasado toda la noche discutiendo con Beba.

—¿Por qué?

—Dice que el sueldo no nos llega y que quiere buscar un trabajo. En realidad, ya le han ofrecido uno bueno.

—¿Y a ti te parece mal?

—No. El problema es el niño.

—Ah, claro. ¿Cómo va a arreglárselas para trabajar teniendo al niño?

—Para ella no hay ningún problema. Está todo resuelto. Quiere llevarlo a un jardín de infancia.

—¿Y cuál es el problema?

—Que yo no estoy de acuerdo.

—¿Por qué?

—Es demasiado pequeño. Tiene la edad justa para ir, pero es demasiado pequeño y me da pena.

—¿Crees que pueden tratarlo mal?

—¡Qué ocurrencia! ¡Lo tratarán de maravilla! Pero igualmente me da pena. Yo no estoy casi nunca en casa. Si Beba se pone a trabajar, se irá por la mañana y volverá por la noche. Y el niño creerá que se ha quedado huérfano.

—No digas chorradas, Mimì. Ser huérfano es algo muy distinto. Hablo por experiencia, y lo sabes.

—Perdona. Cambiemos de tema.

—¿Hay novedades?

—Ninguna. Calma chicha.

—¿Sabes por qué Fazio no ha llegado todavía?

—Oye, Mimì, ¿tú has presenciado alguna vez la muerte de una gaviota?

—No. ¿Por qué?

—Esta mañana he visto morir una justo delante de la galería.

—¿Le han disparado?

—No estoy seguro.

Augello lo miró fijamente. Metió dos dedos en el bolsillo superior de la chaqueta, sacó unas gafas y se las puso.

—Explícate.

—No; antes dime por qué te has puesto las gafas.

—Para oírte mejor.

—¿Llevan incorporado un aparato para la sordera?

—No. Yo oigo perfectamente.

—Entonces, ¿por qué te pones las gafas?

—Para verte mejor.

—¡Mimì, ya está bien; no te quedes conmigo! ¡Has dicho que te las has puesto para oírme mejor! ¡Oírme, no verme!

—Es lo mismo. Si te veo mejor, te entiendo mejor.

—¿Y qué quieres entender?

—Adonde quieres ir a parar.

—¡Yo no quiero ir a parar a ningún sitio! ¡Te he hecho una simple pregunta!

—Y yo, que te conozco bien, sé cómo va a acabar esa simple pregunta.

—¿Y cómo va a acabar?

—¡Con una investigación sobre quién ha matado a la gaviota! ¡Eres muy capaz!

—¡No digas chorradas!

—¿Chorradas? ¿Y la vez del caballo que encontraste muerto en la playa? ¿No nos hiciste pasar a todos las de Caín hasta que…?

—Mimì, ¿sabes qué te digo? Quítate de en medio y vete a marear a otro.

Estaba firmando papeles y más papeles desde hacía media hora cuando sonó el teléfono.

Dottori, el siñor Mizzica quiere hablar con usía personalmente en persona.

—¿Está al teléfono?

—No, siñor, aquí.

—¿Te ha dicho qué quiere?

—Dice que se trata de un asunto de motopesqueros.

—Dile que estoy muy ocupado y pásaselo al dottor Augello. —Pero enseguida cambió de idea—. No; espera, primero hablaré yo con él.

Si el señor Mizzica se ocupaba de motopesqueros, igual podía decirle algo sobre las gaviotas.

—Soy Adolfo Rizzica, comisario.

¡Sería un milagro si alguna vez Catarella acertara con un apellido!

—Pase y siéntese. Pero le advierto que apenas dispongo de cinco minutos. Dígame de qué se trata y después hablará con el dottor Augello.

Rizzica era un sexagenario bien vestido, de maneras educadas y respetuosas. Tenía la cara estropeada por el salitre, muy propio de los hombres de mar. Se sentó en el borde de la silla. Estaba bastante nervioso, tenía la frente húmeda y un pañuelo en la mano. Mantenía los ojos bajos y no se decidía a abrir la boca.

—Señor Rizzica, estoy esperando.

—Yo soy propietario de cinco motopesqueros.

—Me alegro. ¿Y bien?

—Voy a hablar claro con usía y llegaré enseguida al problema: de estos cinco, uno no me convence.

—¿En qué sentido?

—Una o dos veces por semana, ese pesquero regresa tarde.

—Sigo sin entenderlo. ¿Regresa más tarde que los demás?

—Sí, señor.

—¿Y dónde está el problema? Intente…

—Comisario, yo sé adónde van a pescar, cuánto tiempo tardan, y permanezco en contacto con ellos mediante el radioteléfono. Y cuando han acabado, me dicen que están de vuelta.

—¿Y…?

—El patrón de ese pesquero, que se llama Maria Concetta

—¿El patrón es una mujer?

—No, señor; es un hombre.

—¿Y entonces por qué tiene nombre de mujer?

—El nombre de mujer lo tiene el pesquero, el patrón se llama Aureli Salvatore.

—Bien, continúe.

—Aureli me dice que él también está de vuelta y luego llega con una hora o una hora y media de retraso.

—¿Lleva un motor más lento?

—No, dottore. Al contrario.

—¿Y entonces por qué se retrasa?

—Esa es la madre del cordero, comisario. Yo creo que toda la tripulación está conchabada.

—¿Para hacer qué?

Dottore, hoy en día hay mucho tráfico en estas aguas. Es peor que una autopista, ¿me explico?

—No.

—Yo pienso, pero solo lo pienso, mucho ojo, que el pesquero para a cargar.

—¿A cargar qué?

—¿No lo adivina?

—Oiga, señor Rizzica, no tengo tiempo para jugar a las adivinanzas.

—En mi opinión, trafican con droga, comisario. Y yo con ese asunto, si lo descubren, no quiero tener nada que ver.

—¿Droga? ¿Está seguro?

—Seguro seguro, no. Pero la verdad…

—Pero él, Aureli, ¿qué explicación le ha dado para esos retrasos?

—Cada vez encuentra una. Un día que si se gripó el motor, otro que si la red se enganchó…

—Mire, quizá convenga que vaya a hablar enseguida con el dottor Augello. Pero antes quisiera preguntarle una cosa.

—A su disposición.

—¿Usted ha tenido ocasión de ver morir a alguna gaviota?

Rizzica, que no se esperaba la pregunta, lo miró estupefacto.

—¿Qué tiene eso que ver con…?

—No, no tiene nada que ver; es solo una curiosidad personal.

El hombre estuvo unos instantes pensando.

—Sí, señor, una vez, cuando solo tenía un pesquero e iba embarcado, vi caer muerta a una gaviota.

—¿Hizo algo antes de morir?

El hombre se quedó todavía más perplejo.

—¿Y qué iba a hacer? ¿Testamento?

Montalbano se enfadó.

—¡Oiga, Mizzica…!

—Rizzica.

—¡No se haga el gracioso! ¡Es una pregunta seria!

—Está bien, está bien, perdone.

—Bueno, ¿qué hizo antes de morir?

Rizzica se quedó pensando un momento más.

—No hizo nada, comisario. Cayó como una piedra al agua y se quedó flotando.

—¡Ah, cayó al mar! —exclamó Montalbano, decepcionado. Al caer al agua, no había podido ejecutar la danza—. Lo acompaño al despacho del dottor Augello —dijo, levantándose.

Pero ¿sería posible que nadie hubiera visto una gaviota bailando mientras moría? ¿Era algo que solo le había sucedido a él? ¿A quién podía preguntar? El teléfono sonó. Era Livia.

—¿Sabías que el frigorífico está vacío?

—No.

—Indudablemente esto es un acto de sabotaje de tu amada Adelina. Le has dicho que venía yo y esa, que me odia, lo ha vaciado.

—¡Por favor, qué palabras tan ofensivas! No te odia; simplemente os caéis un poco mal la una a la otra, eso es todo.

—¿Y me pones en el mismo plano que a ella?

—Livia, por lo que más quieras, no empecemos. No hay necesidad de hacer una tragedia porque el frigorífico esté vacío; ven a comer conmigo a la trattoria de Enzo.

—¿Y cómo voy? ¿A pie?

—Vale, iré a buscarte.

—¿Dentro de cuánto?

—¡Por Dios, Livia, iré cuando sea el momento!

—Pero ¿no puedes decirme aunque sea aproximadamente…?

—¡Te digo que no lo sé!

—Oye, no hagas lo mismo de siempre, ¿eh?

—¿Y qué se supone que es lo mismo de siempre?

—Decir una hora y presentarte tres horas más tarde.

—Seré puntualísimo.

—Pero no me has dicho a qué hora…

—¡Ya está bien, Livia! ¿Quieres volverme loco?

—¡Pues a mí me parece que ya lo estás!

Montalbano colgó. Y menos de medio minuto después el teléfono sonó de nuevo. Agarró el auricular y gritó hecho un basilisco:

—¡No estoy loco! ¿Me oyes?

Se produjo una pausa, y al cabo de unos instantes se oyó la voz trémula de Catarella:

¡Dottori! ¡Se lo juro por lo más sagrado! ¡Yo nunca he pinsado que usía esté loco! ¡Nunca lo he dicho!

—Cataré, me he equivocado. ¿Qué pasa?

Dottori y es la mujer de Fazio.

—¿Está al teléfono?

—No, siñor, personalmente en persona.

—Hazla pasar.

¿Por qué había mandado Fazio a su mujer? Si estaba enfermo, ¿no podía llamar?

—Buenos días, señora. ¿Qué sucede?

—Buenos días, dottore. Perdone que lo moleste, pero…

—No es ninguna molestia, dígame.

—Dígame usted.

¡Dios bendito! ¿Qué significaba aquello?

La señora Grazia parecía inquieta y alterada.

Montalbano decidió intentar averiguar algo más para poder entender algo y contestar del modo adecuado.

—Antes que nada, siéntese. La veo preocupada.

—Mi marido salió anoche de casa a las diez, cuando usted lo llamó. Me dijo que había quedado con usted en el puerto. Y desde entonces no he tenido noticias suyas. En general, cuando pasa la noche fuera de casa, me llama. Esta vez no lo ha hecho; por eso estoy un poco preocupada.

¡Ah, se trataba de eso! Pero la cuestión era que él no había telefoneado a Fazio la noche anterior. No había quedado con él en el puerto. ¿Dónde se había metido aquella alma de Dios?

En cualquier caso, lo primero era tranquilizar a su mujer. Empezó a hacer una interpretación digna de un Oscar. Emitió una especie de lamento y se dio una sonora palmada en la frente.

—¡Virgen santa! ¡Se me olvidó! ¡Perdone, señora, pero se me fue por completo de la cabeza!

—¿El qué, dottore?

—¡Que su marido me dijo que la llamara porque él no podría hacerlo! ¡Con lo que me insistió! Y yo, como un imbécil…

—No diga eso, dottore.

—¡Dios mío, cuánto lamento que se haya inquietado tanto por mi culpa! Pero esté tranquila, señora, su marido está perfectamente. Está ocupado con un delicadísimo…

—No me diga más, dottore era todo lo que quería saber. Muchas gracias.

Se levantó y le tendió la mano.

La esposa de Fazio estaba a la altura de su marido; era una mujer de pocas palabras y una gran dignidad. Las dos o tres veces que lo habían invitado a comer a su casa (eso sí, ¡qué mal cocinaba!), Montalbano había observado que no se entrometía nunca en la conversación cuando ellos hablaban de cosas de trabajo.

—La acompaño —dijo el comisario.

Fue con ella hasta el aparcamiento, disculpándose todavía, y la vio subir al coche de su marido. O sea, que Fazio no lo había cogido para ir a donde hubiera ido.

Entró de nuevo en la comisaría y, haciendo una parada en el cuartito que servía de centralita, le dijo a Catarella:

—Llama a Fazio al móvil.

Catarella lo intentó dos veces seguidas.

—Está mudo, dottore.

—¡Dile al dottor Augello que venga inmediatamente a verme!

—Pero es que todavía está con el siñor Mizzica.

—¡Dile que lo mande a tomar por culo!

«¿Qué puede haberle pasado a Fazio?», se preguntó, intranquilo, mientras entraba en su despacho.

Para empezar, Fazio le había mentido a su mujer al decirle que había quedado con él en el puerto. ¿Por qué precisamente en el puerto? Podía significar todo y no significar nada. Igual era el primer sitio que se le había ocurrido.

Pero lo grave era que no había llamado a su mujer. Y sin duda no había llamado porque… porque se hallaría en situación de no poder hacerlo.

«Explícate mejor, Montalbá», dijo Montalbano segundo.

«No quiere explicarse mejor porque tiene miedo», intervino Montalbano primero.

«¿De qué?».

«De las conclusiones a las que se ve obligado a llegar».

«¿Y cuáles son esas conclusiones?».

«Que Fazio no puede telefonear porque alguien lo ha secuestrado, o bien porque está herido o muerto».

«Pero ¿por qué piensa siempre lo peor?».

«¿Y qué quieres que piense? ¿Que Fazio se ha ido con una mujer?».

Augello entró en el despacho.

—¿A qué viene tanta prisa?

—Cierra la puerta y siéntate.

Augello obedeció.

—Bueno, ¿qué?

—Fazio ha desaparecido.

Mimì lo miró con la boca abierta.

Estuvieron hablando un cuarto de hora antes de llegar a una conclusión: que seguramente Fazio había iniciado una investigación por su cuenta, de la cual no había querido decir nada a nadie. En varias ocasiones había tenido ocurrencias de esas. Pero esta vez había subestimado el peligro —cosa extraña, dada su experiencia— y se había metido en problemas.

No había otra explicación posible.

—Tenemos que dar con él como máximo mañana —dijo Montalbano—. Hasta mañana quizá consiga mantener tranquila a su mujer, que tiene mucha confianza en mí, pero después no me quedará más remedio que decirle toda la verdad, sea cual sea.

—¿Por dónde quieres que empiece?

—Demos por bueno el dato del puerto. Tú empieza por ahí.

—¿Puedo llevar a alguien conmigo?

—No; ve solo. No quiero que se corra la voz de que estamos buscándolo y llegue a enterarse la señora Fazio. Si mañana nos encontramos en el mismo punto que hoy, entonces nos moveremos a lo grande.

Una vez que Augello hubo salido, se le ocurrió una cosa.

—Catarella, haz que te sustituyan cinco minutos y ven a mi despacho.

—No tardo nada, dottori.

Y nada tardó.

—Oye, Cataré, tienes que echarme una mano.

A Catarella empezaron a brillarle los ojos de contento mientras se cuadraba ante el comisario.

—¿Una mano? ¡El brazo entero le doy, dottori!

—Piensa bien antes de contestar. En el despacho de Fazio no hay teléfono directo, ¿correcto?

—Correctísimo.

—Lo cual quiere decir que todas las llamadas que recibe tienen que pasar forzosamente por la centralita, ¿correcto?

Catarella hizo una mueca en vez de responder.

—¿Qué pasa?

Dottori, Fazio tiene móvil. Suponiendo que alguien lo llame al móvil de él, Fazio, ese alguien llamante no pasa por la centralita.

—Es verdad. Pero por ahora dejemos aparte ese problema. Pensemos solo en la centralita. Quiero saber si en los últimos cuatro o cinco días ha habido llamadas para Fazio de alguien que no había llamado nunca antes. ¿Me he explicado?

—Perfectamente, dottori.

—Ahora tú te sientas en mi sitio, coges papel y bolígrafo y me escribes todos los nombres que recuerdes. Mientras tanto, yo voy fuera a fumarme un cigarrillo.

Dottori, perdone, pero no puedo.

—¿No puedes recordar quién ha llamado?

—No, siñor dottori no puedo sentarme en su sitio.

—¿Y se puede saber por qué? Una silla es una silla.

—Sí, siñor dottori, pero lo que ha hecho importante a esa silla es el culo, con todos los respetos, de quien se sienta en ella.

—Bueno, pues quédate donde estás.

Montalbano salió de la comisaría, se fumó un cigarrillo paseando despacio por el aparcamiento y después volvió a entrar.