Todo lo que vino a continuación —su despedida de Nueva York, su melancólico viaje a España, su recibimiento allí por un chófer de la compañía, sus primeros días en Madrid, su nuevo hogar y su nuevo despacho— lo recordaría Francesca años más tarde como envuelto en tinieblas. «La vida es una sucesión de pendientes —aprendió—, lo mismo estás en la cima que en el abismo, a veces eres la reina, a veces la mendiga. Y no importa mucho dónde te encuentres en cada momento porque lo único seguro es que si hoy estás arriba, mañana estarás abajo. Tropezarás y te darás un buen porrazo, o te empujarán, o te pondrán la zancadilla. Entonces, cuando toques fondo, te volverás a levantar y te aferrarás a la tierra con uñas y dientes, sólo para empezar a caer de nuevo en cuanto alcances otra vez la cumbre. La vida es una montaña resbaladiza».
No volvió a saber de Claudia hasta seis meses más tarde.
Para entonces, ya la leyenda de Francesca Ventura se había propagado como el fuego por la madrileña calle de Serrano y por la de Lista, escenario habitual de sus espectáculos gloriosos. Tenían los adoquines resquebrajados aquellas aceras porque, según aseguraban los habitantes del barrio de Salamanca, por donde, ella pisaba jamás volvía a crecer la hierba.
Era frecuente verla llegar en el asiento trasero de su Mercedes Benz y desaparecer en el interior de las tiendas de lujo para surgir de nuevo unos minutos más tarde transformada de arriba abajo en una estrella de la farándula. Afirmaba ser la prometida de un joven millonario americano, la directora de comunicación de una multinacional, la niña mimada de Gianni Versace. La creían, claro que sí. ¿Cómo no iban a creerla si gastaba a diario lo que ganaba cualquiera de las dependientas en un mes?
Justificaba sus caprichos. Decía: «Debo estar siempre preparada para recibirle. Llegará sin avisar, él es así. Vendrá en su avión privado y yo le esperaré a pie de pista. Del aeropuerto al piso me besará de un modo salvaje, porque vendrá con hambre de días…».
Llenaba la casa de flores y las cambiaba por otras antes de que se marchitaran. La nevera de champán y ostras, la bañera de aceites olorosos, la cama de pétalos de rosas. Los domingos se hacía traer el New York Times y desayunaba en el hotel Ritz. Café con tostadas, blinis de caviar, ponga dos sitios, dos tazas, dos claveles, que hoy viene seguro, mi príncipe azul.
Hasta que una mañana de febrero, el día de San Valentín, rosas rojas por todas partes, nada más entrar en el comedor, la vio sentada a la mesa, a Claudia, la niña fantasma, enredada en telarañas y cubierta de polvo, esperándola con una sonrisa inquietante en su cara de porcelana blanca. Llevaba el pelo suelto y especialmente sucio, los bichos anidando en su cabeza como algodón de azúcar en lo alto de un palo muy largo. Los ojos eran de cristal, no cabía duda, y las pestañas de plástico y el cuerpo de trapo.
—Cuánto tiempo, Franchie —la saludó enigmática—. Te ha ido bien, no hay más que verte, con esas gafas de sol y esa pinta de millonaria excéntrica. ¿Qué haces así vestida a las once de la mañana, loca?
Francesca se había rizado la melena, llevaba un pantalón negro de cuero ajustado y un blusón de leopardo con unas enormes hombreras, pendientes dorados, bailarinas de charol, calentadores de lana y una espesa capa de maquillaje anaranjado embadurnándole la cara.
—Te ha salido un grano —señaló Claudia, siempre tan observadora.
—Y a ti una araña —respondió Francesca, ofendida—. ¿Qué haces aquí?
—Espero que por fin te hayas dado cuenta de lo tonta que fuiste —le dijo la muerta como toda respuesta a su pregunta—. Los hombres no son de fiar, Franchie, ya te lo advertí. Me da pena verte tan sola, pero me alegro de estar de vuelta. Otra vez somos dos, invencibles, imprevisibles, dos artistas. Te he traído esto —dijo, entregándole un periódico que, de tanto doblarlo y desdoblarlo, estaba muy ajado.
Francesca abrió el periódico, dio un sorbo corto al café caliente. Leyó:
—«En la más estricta intimidad se celebró el pasado jueves la boda del joven millonario Thomas Bouvier Jr. y la señorita Luisa Trebujena en la capilla familiar del Bouvier Memorial, en Long Island. La madre del novio, la conocida filántropa Greta Bouvier, confirmó la noticia con una escueta declaración. "Sí, es cierto. Mi hijo está muy feliz", pero no quiso añadir ningún comentario al respecto. Según ha podido saber este periódico, la joven pareja se ha instalado de manera indefinida en la residencia de verano de los Bouvier, en Southampton, donde esperan ilusionados la llegada de su primer hijo».
No levantó la vista del papel. No tuvo tiempo. Las carcajadas de Claudia se extendieron por el salón y retumbaron por las paredes del comedor del Ritz como campanadas primero, como desagradables gorgoritos después, solapándose con la música de los violines que amenizaban los desayunos de los domingos. Todas las miradas se volvieron entonces hacia el rincón donde Francesca, despatarrada, acababa de desmayarse, llevándose por delante la mesa entera, tazas, bollos, zumo y mermeladas que, con gran estruendo, aterrizaron sobre su cuerpo envuelto en leopardo.
Lo que nadie pudo explicarse fue el hecho de que, estando inconsciente, la chica fuera capaz de reírse con tantas ganas, con aquellas alharacas que alborotaron todo el recinto y que continuaron escuchándose durante el resto de la mañana, a pesar de que tenía la boca cerrada en un gesto de profundo disgusto y las lágrimas le brotaban a borbotones.
Se siguieron escuchando las carcajadas después de que se levantara del suelo y saliera del comedor dando tumbos. Se escucharon, bien fuerte, una vez que desapareció camino de algún claro del bosque donde llorar a gusto. En el Ritz aquella risa duró horas y horas, para espanto de los técnicos de mantenimiento, incapaces de identificar el origen de semejante avería.
Antes de abrir la puerta de su casa, Francesca se sentó en el rellano de la escalera. No había cumplido aún veinte años, quién lo diría, con aquella decrepitud de alma.
—Qué vida más tonta —se dijo.
—Y qué vacía —contestó Claudia, que apareció como siempre, de la nada, y se sentó a su vera—, y qué solitaria. Una vida de montaña rusa, Franchie, eso es lo que tú tienes. Vives permanentemente subida a un vagón de feria muerta de miedo. Ahora sube, ahora baja, ahora se despeña por la pendiente, ahora vuelve a subir para caer de nuevo. Si al menos hubieras disfrutado por un instante del amor…
—No te confundas, Claudia —replicó la buena Ventura—. El amor no da la felicidad.
—Y la amargura tampoco, ni el abandono, ni el desamparo —respondió Claudia, aún más despiadada—. El amor, al menos acompaña. Toda la vida acompaña; sea o no sea correspondido, acompaña.
—¿Qué sabrás tú, niña mimada, del amor?
—Sé que el amor no muere, Franchie. Lo veo todos los días. El lleva flores a su tumba en un pequeño camposanto a las afueras de Londres. Se sienta sobre la lápida y la besa con la misma ternura con la que ella besó sus heridas en aquel claro del bosque. ¿Recuerdas?
—¿De quién me hablas ahora, Claudia? No entiendo nada. ¿Qué lápida? ¿Qué heridas?
—Las de Domenico, imbécil, que pareces tonta. No te enteras de nada, Franchie, eres la peor investigadora de la historia del mundo. Abandonas el estudio a medias, te pierdes lo mejor. —Claudia se levantó del suelo. Etérea como era a veces, no se daba cuenta de que flotaba en lugar de andar—. Habíamos dejado a Sydney y a Charles en una berlina desbocada conducida por Domenico Fontana camino de la frontera —le recordó—. ¿De veras no te interesa saber lo que pasó después?