XXXI

Tan ensimismada estaba Francesca con el desenlace de esta historia que brotaba directamente de su imaginación y fluía a través de los labios de Claudia que no oyó llegar a Tom. No reparó en las luces de los faros del coche al girar en la rotonda, ni en el sonido de la llave, ni en los pasos firmes con los que atravesó el hall y la galería, ni en el crujido de la puerta al abrirse de par en par y descubrir el macabro espectáculo de Greta desmayada con la cabeza abierta y Francesca hablando sola, manteniendo una conversación con un interlocutor invisible, la cordura perdida y las manos manchadas de sangre.

Tom Bouvier corrió a su encuentro. Le arrebató la carta que aún sostenía entre sus dedos temblorosos, se hizo con una servilleta, la empapó de agua y la utilizó para detener la hemorragia que manaba de la cabeza de su madre, llamó a gritos a Rosa Fe madre, a Rosa Fecita, a Norberto y a todo el que quiso oírle. Entre todos levantaron a Greta del suelo y la acostaron en el sofá.

—¡Llamen al doctor Sontag! —gritó Tom fuera de sí.

Francesca pareció regresar por fin del mundo de fantasía al que había huido y donde nada de todo aquello había tenido lugar y, al volver a la realidad y darse cuenta de lo que había hecho, se tambaleó primero, se dejó caer en el suelo después y, por último, se acurrucó en una esquina del salón, escondida parcialmente por aquellas pesadas cortinas de seda, sin dejar de parlotear en voz baja, con la mirada perdida.

Una débil voz dentro de su cabeza insistía en repetirle que había sido su mano la que había levantado la botella en alto, la que había golpeado con todas sus fuerzas a la dama para librarse de su picotazo. Igual que si fuera una avispa o una araña peluda. No debería sentir remordimientos por haberse defendido. Pero esa voz era despiadada. La llamaba asesina. La señalaba con el dedo y ella, Francesca, sentía una mezcla de vergüenza y terror. Y culpa.

A pesar de que entre las palabras inconexas en italiano que pronunciaba Francesca desde el rincón intercalaba de vez en cuando la frase «la he matado yo», Tom se negó a creer que aquel crimen fuera obra suya. Achacó el delirio a un shock traumático y llegó a la preferible aunque equivocada conclusión de que una banda de delincuentes organizados, los mismos que habían telefoneado para dar el falso aviso de la enfermedad de Bárbara Rivera, se habían introducido en la casa aprovechando su ausencia para cometer un robo. Así se lo hizo saber a todos los perplejos habitantes de la mansión, que rápidamente llamaron a la policía.

—Seguramente creyeron que encontrarían a mi madre a solas y no esperaban que Francesca los atacara con la botella de coñac —les contó—. Pobrecilla, miradla, está en estado de shock.

Sin embargo, su teoría se demostró falsa en cuanto llegó el doctor Sontag a medio vestir, con la camisa del pijama, el pantalón de pinzas y el abrigo de paño. Traía el hombre la cara desencajada y el pelo revuelto, el maletín con los enseres de primeros auxilios y un frasco de sales gracias a las cuales, mal que bien, logró devolverle el color a Greta Bouvier. A Tom le bastó con cruzar una mirada con su madre para notar cómo el corazón entraba en combustión hasta quedar reducido a cenizas.

—Por favor, no hable ni se mueva —le recomendó el médico—. Ha sufrido usted un traumatismo craneal con pérdida de consciencia y herida abierta —explicó mientras le exploraba las pupilas con una linterna y el corazón con un estetoscopio. Después se volvió hacia Tom y le pidió que vaciara aquella habitación de gente—. Que se quede la chica —le pidió.

Las dos Rosa Fe y Norberto salieron inmediatamente del salón al tiempo que un coche patrulla hacía su aparición en la rotonda precedido por un escándalo de luces y sirenas. Esta circunstancia inesperada tuvo un efecto mucho mayor sobre la salud de Greta que las sales del doctor. La dama pareció regresar de repente del mundo de los muertos con un alarido más intenso que el llanto de un recién nacido.

—¡Tom! —gritó desde su lecho de muerte—. ¡Diles a los agentes que, por favor, apaguen las luces del vehículo antes de que todo Park Avenue se despierte y venga a curiosear!

Estas palabras, pronunciadas con un ímpetu y una claridad asombrosos, confirmaron al médico y al hijo que, a pesar del golpe, Greta aún conservaba intactas sus facultades mentales.

«Genio y figura», pensó Tom, que conocía muy bien la lucha enfermiza de su madre por guardar las apariencias.

Pero aquella resurrección repentina también demostró a Francesca que la víctima había sobrevivido a su ataque. Consciente de que su crimen estaba a punto de ser descubierto, la chica entró en un estado de histeria tal que tuvo que ser tratada enseguida por el doctor con una inyección de algún somnífero, a juzgar por el sueño pesado en el que acabó sumida.

A pesar de las recomendaciones del doctor Sontag, Greta se incorporó en el sofá. Tenía un ojo amoratado, un corte en la frente y otro en el cráneo, pero la mirada era fiera, la voz firme y las ideas claras.

—Tu novia —dijo— no sólo está mal de la cabeza, sino que además es peligrosa.

—¿De qué hablas, madre?

Tom no podía asimilar lo que estaba sucediendo. Hasta ese momento seguía creyendo que Francesca era inocente. La teoría de la banda criminal le parecía mucho más convincente que la terrible acusación lanzada por su madre.

—Hablo de que Francesca ha intentado asesinarme esta noche y lo habría logrado si no llega a ser por lo dura que tengo la cabeza.

Cuando unos segundos más tarde los dos policías del coche patrulla hicieron su aparición en el salón, Greta no necesitó más que una mirada y un guiño de complicidad con su hijo y con su médico de cabecera para echar por tierra cualquier iniciativa de aquellos agentes.

—Explícales tú, Tommy, lo torpe que soy —dijo la dama—. Vaya golpetazo tan tonto que acabo de darme. Doctor Sontag —añadió—, quédese usted conmigo mientras mi hijo acompaña a estos amables señores a la puerta. Siento mucho que hayan tenido que venir hasta aquí para nada. Tal vez puedas invitarles a un café o algo, Tom, ¿no te parece?

Avergonzado hasta del eco de sus palabras, Tom Bouvier se vio obligado a explicar a los agentes que lo ocurrido allí esa noche había sido un desafortunado accidente. Según su versión, corroborada por la víctima, su madre, Greta Bouvier, había tropezado con la alfombra y se había golpeado la cabeza contra la mesa de cristal. Francesca había tratado de ayudarla, pero la visión de la sangre había provocado que se desmayara.

—Mírenla, está ahí tumbada, en el otro sofá —dijo.

—Entonces —quiso saber el policía—, ¿no interpondrán ninguna denuncia?

—No, agente. Aquí no ha ocurrido nada. No hay robo, ni crimen, ni culpable.

—¿Seguro que no es necesario que avisemos a una ambulancia?

—No —respondió por él el doctor Sontag—. Yo me haré cargo de todo. Me quedaré aquí esta noche, aunque, realmente, lo considero innecesario. Créanme, la señora Bouvier está perfectamente y la joven despertará enseguida.

Dicho esto, guiados por Tom de vuelta a la puerta, los policías abandonaron la casa rascándose la cabeza y los miembros del servicio de la mansión Bouvier se retiraron a sus dormitorios.

Frente a la chimenea, Greta, Tom y el doctor Sontag velaron durante toda la noche el sueño desapacible de Francesca, que entre delirios y espasmos se revolvía en el sofá. Antes del amanecer ya habían dibujado entre los tres el mapa del futuro de la joven: un porvenir que debería suceder a varios miles de kilómetros de distancia de allí.

Tal y como el doctor había supuesto, cuando Francesca despertó de su desmayo no recordaba nada de lo sucedido la noche anterior. Por la mañana, el color regresó a su rostro y la inocencia a su espíritu de niña buena.

En cambio, Tom había perdido de una vez para siempre su confianza en la bondad de las mujeres después de que su madre le pusiera al corriente de todos sus descubrimientos sobre el pasado de Francesca.

Era magnánima Greta o, al menos, capaz de perdonarlo todo con tal de no ver su nombre mezclado en ningún escándalo.

—Es por tu bien, Tommy —le explicó con paciencia—. ¿Qué necesidad hay de que todo el mundo se entere de este desagradable incidente? Al fin y al cabo, no ha ocurrido ninguna desgracia. Además, los periodistas son gente muy cruel. Están ávidos de encontrar trapos sucios y esqueletos en los armarios. Piensa en tu futuro, hijo, en lo que un asunto como éste supondría para tu historial intachable. Inventarán mentiras, te perseguirán, pondrán en tela de juicio nuestro estilo de vida, sacarán a la luz cualquier pequeño error que encuentren en tu camino o en el mío… No nos conviene, Tommy, no nos conviene. Déjame pensar un poco. Verás cómo se me ocurre alguna idea para resolver todo este embrollo.

Y en efecto, antes de que amaneciera, Greta había dado con una solución honrosa, discreta y, sobre todo, permanente para deshacerse de Francesca Ventura. Tom tuvo que reconocer que su madre era una maestra en el arte de la conspiración.

Un par de días más tarde se armó de valor y la llamó al Pierre. Le dijo que la recogería a las ocho en punto en el hall del hotel porque era urgente y necesario hablarle de un asunto muy interesante para ella.

—Francesca —le explicó, tomándola de la mano—, quisiera hacerte una oferta de trabajo. El puesto parece hecho a tu medida.

Claro que lo era. Un cargo inventado por y para ella: «coordinadora de comunicación» entre Estados Unidos y Madrid, la sede de la nueva sucursal de la empresa en Europa. Doce mil kilómetros de distancia, una centralita automática y ocho horas de diferencia entre ambos para que cuando él desayunara con su madre en la mansión Bouvier, ella ya se hubiera emborrachado con el vermut del aperitivo.

—Pero Madrid está en España —respondió Francesca, apartando la mano.

—Eso es. Premio en geografía. La soleada España, destino ideal. Un sueño.

—¿Y cómo haremos para vernos?

—Franchie —le dijo él, sonriendo—, son sólo ocho horas de avión. Nuestros encuentros serán mucho más emocionantes. Ganarás mucho dinero, tendrás un ático con vistas al parque del Retiro y el título de consejera en Europa de la compañía THB.

—¿Pero estaré en contacto contigo?

—Tú serás mi confidente, la guardiana de todos mis secretos.

Ella le respondió que se lo pensaría despacio, que su carrera como modelo estaba despegando y que se sentía en deuda con Gianni Versace por todo lo que había hecho por ella.

—Consúltalo con él —le recomendó Tom, que imaginaba cuál sería la respuesta del diseñador—. Seguro que le parece una idea fantástica. Si fijas tu residencia en Madrid, estarás mucho más cerca de Milán y podrás visitarle con mayor frecuencia. Tal vez te necesite para sus desfiles.

Por supuesto, Gianni Versace no puso impedimento alguno a aquel plan que indirectamente le liberaba de cualquier responsabilidad hacia su pupila, aunque comprendía que la proposición de Tom Bouvier no podía tener otro objeto que el de quitársela de encima, cosa que tampoco él podía reprocharle.

—¿Y dices que te ha ofrecido un trabajo?

—Así es, tío Gianni —reconoció Francesca—. Tom necesitaba con urgencia una persona de confianza en Europa, y enseguida pensó en mí.

—Qué listo —murmuró Versace.

Francesca, tal vez la única que no supo o no quiso ver lo que significaba aquella patada hacia arriba, creyó sinceramente en el dorado porvenir de sus encuentros amorosos en el ático soleado del Madrid de sus sueños.

—El me visitará a menudo. Vendrá en su avión privado y yo le esperaré a pie de pista, subida en una limusina con los cristales tintados. Del aeropuerto al piso me besará de un modo salvaje, porque vendrá con hambre de días y luego, poquito a poco, se irá calmando, el reposo del guerrero, y nuestras caricias se alargarán como los días en verano y las noches en invierno. Mi casa será su refugio y yo su Penélope.