XXX

Historia romántica de Lario, un estudio

LADY MORGAN, SUCESOS Y CORRESPONDENCIA

Para llegar a la ruinosa Villa Pliniana, abandonada a su suerte desde tiempos inmemoriales, primero había que atravesar un tupido bosque de fresnos y castaños, después desafiar las gargantas de roca y musgo y, por último, cruzar por detrás de la cascada, soportando el estruendo del agua al romper contra las pozas heladas del fondo.

Al final de semejante odisea se alzaba impasible la antigua construcción romana a la que su dueño, Plinio el Joven, solía referirse como La Tragedia, en contraposición a su otra propiedad, La Comedia, que aún resistía las embestidas del tiempo en Como. Dada su inaccesibilidad, aquel palacio llevaba años cerrado y deshabitado. La hiedra se había apoderado de sus paredes, la lluvia se colaba por las grietas del tejado, las palomas anidaban al abrigo de sus ventanas y no había vidrieras sino telarañas, y no había puertas sino zarzamoras. Sin embargo, la escalera de piedra todavía continuaba en pie y, desde lo alto de la torre central, bajo el ábside, se divisaba una vista completa del lago, con Villa Garrovo perfectamente reconocible al fondo y la orilla izquierda desde Como a Nesso bien iluminada por los relámpagos.

El joven Domenico y la vieja Abbondia se asomaron al abismo y recibieron una bofetada de viento y agua en la cara.

—Volvamos a casa, niño mío —suplicó ella—. ¡Qué nos importa a nosotros la suerte de lady Morgan!

—¡Calla, Abbondia! —recriminó Domenico agudizando la vista.

—Ya ves lo que ocurre cuando se violan las leyes de la naturaleza —continuó la vieja—. El lago se encarga de hacer justicia.

Llovía del revés: del lago al cielo. De abajo arriba. Gotas negras, puntiagudas, remolinos de espuma y hojas, olas de tres metros. Flotaban los peces panza arriba, se desmoronaban las paredes de barro de las orillas y se llevaban con ellas árboles centenarios, apriscos de ovejas, barcas de pesca, velas y redes.

En medio de aquel infierno, tan sólo un punto blanco en el horizonte, navegaba Sydney Morgan a la deriva, los remos perdidos y el timón roto. Domenico la reconoció. Hizo señas. Gritó.

—¡Déjate llevar, Sydney! ¡No intentes luchar contra la corriente!

Pero ella no le oyó. Se giró en redondo, extendió los brazos. Perdió el equilibrio. Se cayó al agua.

—¡No! —Abbondia sujetó a Domenico, que estuvo a punto de saltar desde lo alto de Villa Pliniana hacia una muerte segura.

—¡Suéltame, Abbondia! —gritó Domenico desde la torre de Villa Pliniana, incapaz de liberarse de la fuerza descomunal de la bruja.

—Sólo si me obedeces —respondió ella, el pelo blanco transformado en plata y los ojos negros en zafiros de un azul penetrante y mágico—. Deja que se cumpla su destino, niño mío. Yo te guiaré hasta la orilla. No podemos hacer otra cosa.

En ese momento, asombrados ambos, atónitos, aguzando la vista, divisaron en la lejanía otro balandrito igual de endeble que hacía su aparición por detrás de las olas. A bordo, a merced de la tormenta, estaba ni más ni menos que el doctor Morgan, que remaba con todas sus fuerzas hacia su esposa Sydney, la cual, con tafetán y botines, había ido a dar de cabeza al lago.

—¡Él! —exclamó Domenico.

—Su destino —replicó la anciana abrazándolo.

Charles Morgan soltó los remos, se aferró a las argollas oxidadas y le dijo a Dios que confiaba en su infinita misericordia, que se arrepentía de haber provocado su ira con aquella ciencia del demonio, que si le permitía vivir lo suficiente le demostraría su devoción, que se consagraría a los pobres y desamparados, que toda su capacidad de estudio, todos sus descubrimientos médicos, todo su esfuerzo y su trabajo los pondría al servicio del creador, no al de los hombres, porque acababa de encontrar el sentido de la vida.

Y el buen Dios le tomó la palabra.

El doctor Morgan ignoraba que su esposa sabía nadar. Ni en Dublín, ni en Londres, ni en Baron’s Court había tenido la oportunidad de aprender una disciplina que, por otra parte, quedaba reservada a los hombres. Por eso, en cuanto vio desaparecer el cuerpo menudo de su mujer entre las aguas, se puso en pie y saltó por la proa de su barquito, incapaz de idear un plan mejor que el desesperado de jugarse la vida.

De brazada en brazada, tragando agua y lluvia, maderas y hojas, logró alcanzarla a medio camino entre la salvación y la muerte segura sólo para comprobar que la brava Glorvina, princesa de Innismore, no necesitaba su ayuda para seguir viviendo. Ella sola se las valía muy bien para desafiar las tormentas. Nadaba como una rana, sí. O como un perro empapado, pero era perfectamente capaz de llegar sana y salva a tierra firme.

—¡Sydney! —le gritó, con la boca llena de lago—. ¡Sydney Morgan, espérame! ¡Déjame rescatarte!

—¡Charles! —respondió ella, incapaz de creer que su marido fuera, a pesar de todo, el héroe de sus cuentos de niña.

—Sé que no te hago ninguna falta, princesa Glo, pero, mírame, me estoy ahogando. ¡Te necesito!

Lady Morgan había vivido toda su vida en lo más profundo de un lago. Había luchado contra corrientes heladas, contra las algas del fondo, que se le enredaban en las piernas impidiéndole ascender, contra las estrecheces del mundo y las de la mente humana, contra su propio ímpetu salvaje y temerario, contra el miedo al amor y a la dependencia.

Era un espíritu libre que necesitaba tanto aire para respirar que jamás encontraba suficiente en la burbuja que la rodeaba.

Ahora entendía quién era Charles. No el tapón de la botella, sino el corcho que salía disparado llevándola de la mano al cielo. El que aflojaba las riendas, el que canalizaba sus energías, el que la permitía ser, y pensar, y equivocarse, y reír, y llorar, porque él, Charles, era el timón de su máquina descontrolada, no el freno.

Salvaron juntos, como dos náufragos, la corta distancia hasta la orilla. Unas veces era Charles quien sostenía a Sydney y otras Sydney quien empujaba a Charles. Cuando Domenico y la vieja Abbondia los encontraron, agotados pero vivos, estaban enredados de tal manera que parecía imposible separarlos. Para entonces ya la vieja había recuperado sus ochenta años y al joven le resbalaban las lágrimas mezcladas con las gotas de agua. Desde ese día, Fontana no supo distinguir las unas de las otras: la lluvia siempre le supo a sal y el llanto a charca.

El resto de la historia transcurrió en doce horas trepidantes. Lo primero fue encender un buen fuego alrededor del cual Charles, Sydney, Domenico y Abbondia relataron a cuatro bandas las diferentes perspectivas de la misma trama. No lograron desenmarañar del todo el embrollo, pero sí quedaron claras algunas cosas: que los nobles habían puesto tierra de por medio, que el general Pino perseguía a Sydney para acusarla de alta traición y que Elisabeth King, contra todo pronóstico, había conseguido llegar a Londres cumpliendo de este modo su temeraria misión.

—Amo a Elisabeth —dijo el joven Fontana apretando las mandíbulas y los puños—. Y me detesto por haberle contagiado la viruela.

—No podemos saber quién contagió a quién —replicó el doctor Morgan—. Y no debemos culparnos por aquello que escapa a nuestra condición humana. Sólo a Dios corresponde decidir sobre la vida y la muerte, la salud y la enfermedad, la condena eterna o la salvación del alma.

Regresaron a Villa Fontana turnándose el único caballo.

La noche, tras la tormenta, resultó ser la más clara que se recuerda en toda la historia de Lario; el cielo cubierto de estrellas, la luna inmensa, el aire limpio y el viento en calma.

Acostaron a Sydney en la cama. Abbondia le untó en la cara un ungüento de hierbas que intensificó su palidez, Morgan se sentó en la mecedora y se columpió de delante atrás toda la noche y parte de la mañana. Contaron a todos la verdad del naufragio y la mentira del ahogamiento y lady Morgan contuvo la respiración mientras el general Pino presentaba sus respetos al desconsolado viudo. Aún tuvo la desfachatez de preguntarle si estaba seguro de que su esposa estaba realmente muerta.

—Por desgracia, su corazón ha dejado de latir y sus pulmones están anegados —respondió Charles con formalidad de médico, y si la situación no hubiera sido tan tremenda, a Sydney se le habría escapado la risa.

—Puedo encargarme del sepelio —propuso Pino—. Imagino que deseará que su esposa descanse junto a la tumba de su hija nonata, en Lario.

—Se equivoca usted, amigo —respondió lord Morgan fingiendo esta vez su característica flema inglesa—. A Sydney le hubiera gustado abandonar esta vida rodeada por las verdes colinas de Irlanda. Ya sabe cuánto adoraba su patria. La llevaré de vuelta a Dublín, donde yacen sus antepasados. Ya he dado aviso a su padre y a su hermana Olivia. Nos esperan.

Los Fontana pusieron a su disposición el carruaje de la casa y un cochero que los acompañaría hasta el puerto de Dunkerque, donde cogerían un barco con destino a Dover. Hasta varias horas más tarde no les extrañó la ausencia de Domenico, porque sabían cuánto dolor anidaba en sus entrañas por culpa de esa muerte. Imaginaron que se habría refugiado en algún claro del bosque, a cubierto de todas las desgracias, y no quisieron ahondar más en su pena con una orden de búsqueda que no daría fruto.

A media mañana se despidieron del triste viudo, que atravesaría Francia junto al cadáver de su esposa cubierto con una manta y atado con unas cinchas al asiento. Morgan insistió en que le taparan bien la cabeza porque le espantaba contemplar el rostro tan bello, tan amado y tan vacío de vida de Sydney.

También acudieron los Pino a despedirse de él, apoyándose el uno en el otro, incapaces de soportar la escena de la partida fúnebre.

Vittoria Peluso depositó un ramo de flores a los pies de su amiga y, al tocar con el pulgar la planta de aquellos pies diminutos, tuvo la sensación de que aún se estremecía Glorvina. Desde aquel día, se aficionó a caminar descalza porque cada vez que notaba el roce de la hierba húmeda bajo los dedos recordaba con exactitud cada una de las poesías y las canciones y las historias de la salvaje princesa de Innismore.

En lo alto de las montañas, muy cerca ya de la frontera suiza, el cochero, que no era otro que Domenico Fontana en persona, se despegó el bigote y la barba de su disfraz, se desanudó el pañuelo con que se cubría el cuello, se quitó el sombrero y la capa y, con dos toques secos en el frontal del carruaje, avisó a los Morgan de que la costa estaba clara, el peligro lejos y la libertad a un paso.

Entonces Sydney se incorporó en su asiento y se acomodó en el regazo de Charles. Él la acarició la frente, los párpados, los labios y el resto de su carne de gallina mientras, poco a poco, aquella berlina desbocada se perdía otra vez entre las nieblas del pasado e iba dejando atrás el paisaje sobrenatural del lago pespuntado de villas y pueblecitos de pescadores, con sus aguas habitadas por hadas y brujas, sus fantasmas y sus amantes prohibidos. Domenico Fontana, con la imagen de Elisabeth entre ceja y ceja, azuzaba a los caballos, consciente de la urgencia de los pasajeros por llegar a puerto.