—Las mariposas jamás vuelan de noche —repitió Francesca en voz alta.
Había escogido un vestido plisado por debajo de la rodilla, de cuello halter y color celeste claro, una chaqueta de punto, unos zapatos de charol, un collar de perlas y un perfume de rosas. Con respecto al peinado, tenía sus dudas: la melena caoba suelta sobre los hombros era una buena opción, pero tal vez un recogido, como ella había sugerido a la peluquera, resultaría más apropiado para presentarse ante su futura suegra.
—¿A qué crees que se refería Abbondia con eso de las mariposas?
—No sé —contestó Claudia—. Tal vez la vieja tenía un sexto sentido para las desgracias e intuía que les acechaba algún peligro. Piensa que ésa fue la última vez que se vio con vida a Domenico Fontana y a Sydney Morgan. Después de la tormenta, Charles encontró el cuerpo de su esposa flotando sin vida en la orilla del lago y del joven soldado nunca más se supo.
—Dime la verdad, Claudia. ¿Tú qué crees que pasó?
—Yo creo que Charles Morgan los asesinó a los dos. Eso es lo que creo —afirmó cerrando el libro—. Veo con toda claridad la escena del rescate. El apuesto muchacho llega al galope hasta Villa Pliniana y desde la balaustrada, bajo los rayos y los truenos, las nieblas, las olas, la lluvia torrencial y un viento endemoniado, distingue la silueta del balandrito a punto de zozobrar. Entonces se despoja de su ropa, al menos de la camisa y las calzas, y se lanza de cabeza al agua, más de veinte metros de caída libre, dispuesto a arriesgar su vida por salvar la de ella. Consigue llegar a nado hasta donde Sydney se debate con las aguane, que ya han rodeado el barquito y trepado por sus bordas y están desestabilizando el rumbo, tratando de llevar a la dama hacia el remolino de hojas y troncos que la engullirá sin remedio. Pero Domenico logra alcanzarla a tiempo, desenvaina su sable, lucha como un valiente, arrebata el cuerpo de Sydney a la misma muerte y la conduce sana y salva a tierra firme. Entonces se funden ambos en un abrazo de metal derretido. Él la besa con una pasión indescriptible, piel contra piel. Recuerda que se había quitado la camisa.
—¿Y la ropa de ella?
—Hecha jirones. No hay ropa, Franchie, sólo carne. Húmeda y cálida, latente y viva. Sólo hay boca, lengua, manos, saliva… Así los encuentra Charles Morgan, amalgamados en un solo cuerpo de cuatro brazos y cuatro piernas.
—Y los mata.
—Exacto. Con el sable de Domenico. Le basta con clavarlo una vez para ensartar los dos corazones. De todos modos, ya latían ambos al unísono. Ya eran una sola máquina. Ya no podían existir el uno sin el otro. Luego se deshace del cadáver del chico. Le ata un peso alrededor del cuello y lo empuja al agua. Coge el cuerpo de su mujer en brazos y lo sube a lomos del caballo en el que llegó hasta Villa Pliniana.
—¿Cómo supo el doctor Morgan dónde podía encontrar a Sydney?
—Se lo dijo Abbondia, tonta, ¿no recuerdas que la vieja le contaba al doctor todo lo que hacía su mujer?
—¿Y qué pasó con ella, con Abbondia?
—Pues se moriría de vieja, yo qué sé, no creo que tenga ninguna importancia en esta historia. Tal vez volvió a Villa Fontana a pedir ayuda cuando el chico saltó al vacío y dio la voz de alarma. De todas formas, no pudo hacer nada para evitar lo inevitable. Hay crímenes, Francesca, que no se pueden impedir. Hay que dejar que sucedan para que el universo recupere su equilibrio.
Francesca recapacitó un instante. Asintió con la cabeza. Después tomó aire y preguntó en voz alta:
—¿Crees que también murió Elisabeth King?
—Estoy convencida de ello. Recuerda lo hostil que es la civilización para un hada de los bosques. Si no la mató la viruela, sería el humo, el frío o la tristeza.
—¡Qué pena!
—De todas formas —añadió Claudia—, aún nos queda por saber qué misterio esconde la carta de lady Clarke. La que guarda Greta Bouvier con tanto celo. ¿Crees que Olivia descubrió alguna cosa en Londres? ¿Tal vez algo relacionado con Elisabeth King?
Al mencionar de nuevo su hermana la existencia de la carta, Francesca dio un respingo. Recordó de pronto la razón de su atuendo de niña buena y supuso que Tom debía de estar esperándola en el coche desde hacía rato. Típico de Claudia, pensó, entretenerla con sus historias y sus enredos para conseguir que llegara tarde a la cita.
Evidentemente, la niña mimada estaba doblemente celosa de ella. Por una parte, envidiaba, sin duda, la felicidad de saberse amada por el hombre más atractivo de la Tierra. Sólo había que ver cómo le mutaban el color y la expresión de la cara cuando Francesca, con picardía, le contaba alguna de las mil emociones que le provocaba la cercanía de Tom, el sabor de sus besos o el calor de su aliento. Y por otra, estaba claro que sentía unos celos enfermizos por el simple hecho de haber perdido su lugar preeminente en el universo unipersonal de su hermana. Si antes ella era el sol alrededor del cual giraba Francesca como una mula de tiro en la órbita de una noria, ahora Tom se había convertido en el astro rey y Claudia no era más que un satélite parásito que alumbraba sin luz propia. No era extraño, pues, que la niña detestara al novio con una rabia de muelas y dientes. Había sido así toda la vida. Desde que nació y le arrebató el trono a su hermana mayor, Claudia había sido una mimada, una caprichosa y una consentida.
De repente, Francesca se descubrió dueña de un tremendo sentimiento de rencor hacia la muerta y enseguida lo identificó con el desasosiego que llevaba rondándole el alma mucho tiempo. Once años, para ser exactos.
Al dar con este hallazgo de tanto odio enquistado, concluyó que, si no se hubiera ahogado aquella atolondrada de Claudia, ninguna de las desgracias posteriores de su existencia habrían tenido lugar. Intuyó que si lograba desprenderse de ella, de aquel delirio de su mente que formaba parte también de su corazón y de su espíritu, hallaría por fin la paz y entonces decidió que de ese momento en adelante y para siempre soltaría el lastre, aprendería a volar.
Volvió a atusarse la melena, se abrochó dos botones de la chaqueta, se miró una vez más al espejo de pie de su habitación.
—Te prometo —le dijo a su hermana en un tono solemne— que esta misma noche tendrás la respuesta. Te traeré la carta. La robaré para ti si es necesario. Como los nísperos, Claudia, como los libros de la biblioteca. Pero quiero que me prometas una cosa.
—¿Qué cosa?
—Que cuando sepas de una vez lo que ocurrió, me dejes en paz. Que no me persigas más, que no me digas lo que sabes que haré, que no leas en las palmas de mis manos, que no escuches las voces de mi cabeza. Que me devuelvas la libertad.
Claudia se puso en pie. Abrió los ojos como platos. Comenzó a temblar.
—Pero tú eres una asesina muy torpe, Franchie, y me necesitas para guiar tus pasos. Si me interesa lo que pasó con Sydney es sólo porque quiero saber cómo hemos de actuar con respecto a Margherita. Cómo haremos para convencer al mundo de tu inocencia.
—Es que, Claudia —se atrevió a replicar Francesca sin tener en cuenta las consecuencias de sus palabras—, sinceramente, lo que pase con Margherita a estas alturas me da lo mismo. Voy a casarme con Tom Bouvier. Eso es lo único que me importa.
Giró sobre sus talones y salió de la suite dando un portazo, sin volverse a mirar a su hermana, que poco a poco se fue desvaneciendo en el aire como una nube de polvo, aún con los ojos fuera de sus cuencas y la boca seca.
Amparado por la noche de Manhattan, Tom Bouvier estaba esperando a Francesca en un deportivo descapotable que había aparcado junto a la puerta de atrás del Pierre y, mientras la aguardaba, sentía que las yemas de los dedos se le entumecían de pura angustia. Su madre acababa de regresar de Europa y en su ausencia había dispuesto que a su retorno se celebrara una cena informal para conocer a la nueva conquista de su hijo querido. La batalla estaba a punto de dar comienzo y Tom sabía que irremediablemente iba a quedar atrapado entre dos fuegos.
Apareció Francesca vestida para triunfar. No había nada en su aspecto que delatara su auténtica personalidad apasionada. Parecía una colegiala dócil, no la pantera salvaje a la que Tom llevaba meses tratando de domar sin el menor éxito.
Al contrario de lo que venía siendo una costumbre en sus encuentros y despedidas, esta vez, en lugar de lanzarse a sus brazos y enredarse en su lengua casi por sorpresa, Francesca saludó a Tom con un suave beso en la mejilla. Carraspearon ambos. Se dedicaron una sonrisa nerviosa.
—¿Crees que le gustaré? —preguntó ella con ansiedad.
—Lo importante es que me gustes a mí —replicó él—. ¿No crees?
Condujeron en silencio durante el corto trecho que los separaba de la mansión Bouvier. Cuando atravesaron la puerta de la finca, Norberto salió a recibirlos vestido con la librea de las grandes ocasiones y se hizo cargo del coche. Hacía rato que había caído la noche, pero la iluminación del porche, los farolillos que colgaban de las ramas de los árboles y, sobre todo, la luminosidad que, procedente del interior de la casa, se derramaba por las ventanas convertían la mansión en un palacio de cuento de hadas.
La puerta se abrió con delicadeza y Rosa Fe madre, el ama de llaves, en un impecable uniforme gris con cofia y delantal de hilo, les hizo pasar.
Francesca se fijó en la enorme escalera de madera que subía a las habitaciones de la planta superior. Partía del hall y se perdía en lo alto. Cuántas veces le había hablado Tom de esa escalera. Era, en su memoria, lo más parecido al palco de un teatro, la vida pasando por debajo y él, todavía un niño inocente, contemplándola a través de los barrotes de la barandilla.
Todo era tal y como Francesca había imaginado. A la izquierda, la biblioteca; a la derecha, el corredor donde estaba expuesta la colección de pinturas; al final, la puerta del salón que se abría a medias dejando entrever en el fondo las llamas de un fuego muy vivo, y allí, apoyada como por descuido en el marco de la chimenea, debajo de su propio retrato, la dama Greta, recién cumplidos los cincuenta años, elegante, imponente, con su porte de reina, sus rasgos germánicos, su belleza regia y su mirada firme.
No sonreía. Tampoco mostraba ninguna emoción concreta. Parecía una fría escultura de mármol, bella, pétrea, dura. Un motivo más de la decoración de aquella casa.
Francesa temió desentonar en el conjunto. Se agarró al brazo de Tom como si creyera que de este modo se haría invisible a aquellos ojos de águila. Se echó a temblar.
De pronto, al pronunciar Tom la palabra «madre», el hechizo se deshizo como por arte de magia. Greta Bouvier volvió a la vida y sus movimientos resultaron tan elegantes y su rostro tan dulce que Francesca, asombrada, se preguntó si la impresión de antes había sido tan sólo producto de su imaginación.
—Así que tú eres la famosa Francesca que le ha robado el corazón a mi hijo —dijo la alemana con una sonrisa muy blanca.
Y, para su sorpresa, Francesca constató que había articulado aquella frase de bienvenida en un perfecto italiano. Con el acento y la entonación cantarina de la gente de Lombardia y con el mismo gesto de bienvenida, los brazos abiertos en señal de acogida, con el que la hubiera recibido cualquier oriundo de Lario.
—Habla usted mi idioma —se asombró Francesca.
—Por supuesto —respondió Greta—. Nací en Baviera y amo profundamente aquella tierra. Poseo una villa en Lugano donde suelo buscar refugio cuando me asedian las preocupaciones. Ya ves, compartimos escondite tú y yo.
Entró Rosa Fe hija con el champán. Brindaron por aquel encuentro. Bebieron y conversaron como viejas amigas.
Durante todo el tiempo que duró su charla, Tom permaneció en pie, tenso, incómodo. Su italiano no era tan correcto como el de su madre y no estaba a gusto siendo el blanco de las miradas y los comentarios de las dos mujeres. Sintió un gran alivio cuando se sentaron a la mesa. La conversación siguió fluyendo de una manera tan natural entre las dos que por un instante llegó a pensar que, por un asombroso capricho del destino, la alocada italiana y la calculadora alemana habían encontrado la una en la otra su alma gemela.
Pero aquella felicidad duró poco. Antes del postre, casi por descuido, sin pensar lo que hacía, posó su mano sobre la de Francesca. Greta dio un respingo en su silla, imperceptible para la pobre chica, pero muy alarmante para él. Notó que su madre le clavaba los ojos igual que garras de rapaz, e inmediatamente apartó la mano de allí como si quemara.
«Está fingiendo», pensó aterrado para sus adentros.
Con esta certeza, asistió al brindis —Greta declamando en italiano un conocido pasaje de La Traviata, Francesca respondiéndole entre risas—, y a la charla de café y coñac que vino a continuación.
Con tanta cordialidad de ida y vuelta, y después de dos o tres copas, la joven empezó a perder la compostura. Su risa se volvió ruidosa, sus chistes picantes, sus coqueteos con Tom de lo más impropios. La auténtica italiana hizo su aparición por detrás de aquellos diques de contención que su pobre sentido común y los consejos de Gianni habían construido con paciencia de albañil, para espanto de Tom y deleite de Greta, que con su sonrisa helada y sus parpadeos de incredulidad soportó a duras penas el parloteo, las carcajadas y los despropósitos de la última conquista de su hijo.
Tom se vio en la obligación de intervenir para atajar aquello. Rebuscó en su memoria algún tema de interés que pudiera llevar la conversación por otros derroteros y súbitamente se acordó de la historia de lady Morgan.
Recordó que en los primeros tiempos de su relación, cuando Francesca aún trataba de hacerse la interesante con él —antes de comprender cuáles eran sus verdaderos intereses—, la chica le había comentado que llevaba varios meses estudiando en profundidad la vida y la muerte —en circunstancias cuanto menos sospechosas— de una escritora irlandesa del siglo XIX llamada lady Morgan.
Por supuesto, a Tom no le había sonado de nada aquel nombre hasta que Francesca le había preguntado muy enigmática:
—¿A que no sabes cómo se llamaba la hermana de lady Morgan?
Entonces, al responderle que lady Clarke, Tom había comprendido al instante de quién se trataba. La carta que su madre guardaba con celo enfermizo en uno de los cajoncitos del secreter estaba rubricada con la firma de aquella misteriosa mujer decimonónica.
—Cuando era un niño —le relató aquel día mientras soltaba el humo de su cigarrillo por la nariz—, recuerdo que una vez nos colamos mi amigo Ernesto Rivera y yo en la habitación de mi madre. Tendríamos trece o catorce años y habíamos empezado a fumar en secreto hacía poco tiempo. Se nos ocurrió rebuscar en sus cajones por si encontrábamos algún cigarro olvidado, con cuidado para que no nos descubrieran, ya que mi madre, fumadora empedernida, detestaba el vicio del tabaco en los demás por considerarlo una debilidad de carácter. Pues bien, mientras Ernesto registraba los armarios, yo me dediqué al escritorio. Lo revolvimos todo, incluida su ropa interior, no sé cómo fuimos tan osados, y, por supuesto, no encontramos ni una mísera colilla. En cambio, ¡qué cosas!, dimos por casualidad con la carta de la que me hablas. En efecto, mi madre la conserva con su sobre original, como si fuera la reliquia de algún santo.
—¿La leíste? —preguntó Francesca.
—¡Qué va! —respondió Tom al tiempo que una enorme sonrisa se dibujaba en su rostro—. Fuimos sorprendidos como dos viles rateros y perseguidos escalera abajo por Rosa Fe, armada con el plumero y una ristra de maldiciones en español. Ernesto, que era el único de los dos que las entendía, se puso pálido como un muerto, salió corriendo de casa y, según me dijo, no paró hasta que llegó a la suya con el corazón en un puño.
A Tom aquella conversación le vino a la memoria en el momento preciso, mientras, horrorizado, contemplaba a su novia servirse la tercera copa de coñac. Sabía lo mal que le sentaba el alcohol a Francesca y cómo pasaba de la alegría al descontrol sin aviso previo ni estado intermedio que lo anunciara.
En sus salidas nocturnas, aquella debilidad de su novia la perdonaba con infinita indulgencia porque en cierto modo le hacía gracia. Se reía con ella de las bromas más absurdas, infantiles y grotescas que se les pudieran ocurrir a los dos y siempre acababan rodando por el suelo, abrazados, olvidados del mundo que giraba a su alrededor, como dos niños sin conciencia. Pero ahora, en medio del salón de la mansión Bouvier, con el asombro dibujado en el rostro de su madre, Tom se vio obligado a intervenir urgentemente para lograr que Francesca recuperara las formas.
Lo primero que hizo fue arrebatarle la copa de la mano y dejarla fuera de su alcance, al otro lado de la mesa. Lo segundo, sacar a colación el tema de la carta.
—Franchie, no le has preguntado a mi madre por la carta de lady Clarke —dijo.
Greta, que era más lista que una liebre, se dio cuenta enseguida de que su hijo estaba tratando de llevar las aguas a otro cauce. La referencia a aquella carta cuya existencia había dejado de ser un secreto debido a la indiscreción de Boris Vladimir no le sorprendió en absoluto. Sabía que tarde o temprano saldría a colación el tema, pero no había previsto que lo sacara Tom. Se había figurado que sería Francesca quien, con inocencia fingida, presumiera de sus inquietudes intelectuales para hacerse valer.
—En efecto —dijo—, dicha carta existe y obra en mi poder. El hallazgo fue mío. La encontré en el año 71, meses después de haber adquirido el escritorio en subasta. Ya en aquel momento el mueble me pertenecía a mí, y también su contenido, así que cualquier insinuación con respecto a la propiedad de la carta es intolerable.
—Ni Francesca ni yo estamos poniendo en duda que la carta sea tuya, mamá —protestó Tom en tono conciliador—, sólo nos preguntábamos si querrías enseñárnosla.
—¿Por qué motivo te interesa esa carta, Francesca?
La chica palideció. Fijó la mirada en el fondo de la habitación y pareció recibir las órdenes de alguna presencia invisible. Asintió de un modo extraño antes de responder.
—Es fundamental que conozca el contenido de esa carta para poder terminar un trabajo para la universidad. Llevo mucho tiempo investigando sobre la vida de lady Morgan y creo que las palabras de su hermana, lady Clarke, podrían arrojar una nueva luz sobre mis conclusiones.
—¿Qué conclusiones son ésas? —preguntó Greta con auténtica curiosidad.
—Me propongo demostrar que Sydney Owenson, lady Morgan, fue asesinada en Como en el año 1812.
Se hizo el silencio. Tom se movió incómodo en el asiento. Greta arqueó de nuevo las cejas, sorprendida por la afirmación de la italiana.
—¿Asesinada? —repitió.
—Sí —respondió Francesca, por primera vez tan segura de sí misma que su voz sonó firme, sin vacilaciones—. Asesinada.
—¿Por quién, si puede saberse?
—Por su esposo, por su amante, por sus vecinos, por sus amigos… eso es lo que probablemente nos descubra la carta.
—Interesante —respondió Greta, levantándose ruidosamente del sofá—. Has logrado despertar mi curiosidad. Voy a por ella.
En ese momento entró Rosa Fe madre en el salón. Su aparición, en el mismo instante en que Greta se puso en pie, se debía, sin duda, a que llevaba un rato escuchando detrás de la puerta, sin atreverse a pasar, tratando de encontrar el modo de llamar la atención de su señora sin interrumpir la conversación. Venía temblando, aparentemente por alguna impresión que acababa de recibir y que había estado a punto de provocarle un desmayo.
—Ha llamado la señora Bárbara Rivera —dijo con un hilo de voz—. Se encuentra malita. Pregunta si pueden mandar a por ella. Tiene pavor a morirse solita esta noche.
Bárbara Rivera era la mejor amiga de Greta. Tenía más o menos su edad, pero parecía mucho mayor. Los disgustos, la bebida y la desgracia de haber enviudado muy joven habían dotado su rostro de ríos y afluentes, sus ojos de rayos de sol y sus labios de un temblor parecido al de las hojas de los álamos. Su hijo único, Ernesto, era, además, el amigo más querido de Tom, y su difunto marido, Emilio, había sido en vida el mejor amigo de Thomas Bouvier padre.
—¿Pero no estaba de viaje? —preguntó Tom—. ¿No había ido a México a conocer a la novia de Ernesto?
—Pues por eso se querrá morir —replicó Greta.
—Rosa Fe, dígale que ya voy yo —propuso Tom y luego añadió, dirigiéndose a su novia y a su madre—: Volveré enseguida. Me parece más cariñoso por mi parte acudir personalmente que enviarle a Norberto.
La preocupación se reflejó en el rostro de Francesca.
—¡Voy contigo!
—Ni hablar —respondió al instante Greta—. Bárbara está perfectamente. La conozco muy bien. Mejor quédate y te muestro la carta.
De nuevo Francesca pareció pedir consejo a la sombra del rincón. Se mordió los labios. Titubeó. Consultó con Tom.
—Mi madre tiene razón —dijo él—. No tiene sentido que vengas. Espérame aquí.
Antes de marcharse, el galán acompañó a su madre al piso de arriba. Francesca, desde el salón, les oyó comentar que la pobre Bárbara estaba cada día más perdida. Que si no fuera por su carácter insoportable, Greta la invitaría a vivir en la mansión. Ojalá la boda de Ernesto fuera para bien y pudiera hacerse un hueco en el nuevo hogar de su hijo, añadió.
Después, Tom, con el abrigo puesto, le dio un beso a Francesca, le prometió que volvería en diez minutos y se marchó. Greta lo despidió en la puerta.
Cuando la dama entró de nuevo en el salón llevaba la carta de lady Clarke en la mano. La agitaba como si fuera un abanico.
—Aquí tienes tu carta —le dijo a Francesca tendiéndole el sobre amarillento que contenía la solución al misterio. Pero, de pronto, pareció cambiar de idea y, con un rápido movimiento, lo dejó caer en su regazo—. Mejor no —dijo con voz de niña caprichosa—. Mejor te cuento por qué me he inventado la historia de la enfermedad de Bárbara Rivera, sí, no pongas esa cara: es una mentira piadosa para conseguir estar unos minutos a solas contigo. He tenido que sobornar a Rosa Fe para que me ayudara. Francesca Ventura —sentenció—: Tenemos que hablar tú y yo, de mujer a mujer, antes de que vuelva Tom.
De este modo dio comienzo el demoledor discurso que pronunció Greta Bouvier, a ratos sentada y a ratos de pie, apoyada en la chimenea, aprovechando la ausencia de su hijo, y que igual que cuchilladas crueles se fueron clavando en el ánimo de Francesca hasta acabar con su inestable cordura.
En ningún momento de la narración trató la italiana de interrumpir a la dama. De la impresión, se había quedado paralizada y muda como una estatua de sal y sólo algún que otro estremecimiento, un cierto hormigueo en las palmas de las manos y un temblor que le subía y bajaba por todo el cuerpo demostraron que la pobre chica aún estaba viva.
—Yo siempre digo que más sabe la vieja por vieja que por sabia —comenzó la dama—. También suelo advertir a los que me toman por tonta que yo no me he caído de ningún guindo y tú, Francesca, que eres una mocosa y además una necia, has pensado que eres más lista que yo. ¿De verdad creías que iba a dar mi bendición a este noviazgo sin hacer primero algunas pesquisas? Tom es el amor de mi vida. Por él estaría dispuesta a morir y a matar. Lo conozco tan bien como a su padre. Por eso puedo detectar en él las mismas debilidades que en mi marido y perdonárselas. La peor, Francesca, es la de confiar sin reservas en la inocencia de las mujeres. ¡Qué Cándidos son los hombres cuando se trata del amor! De veras se creen que las mujeres nos enamoramos de ellos de manera visceral, sin medir primero las consecuencias. ¿Es que no se han preguntado nunca cómo es posible que hombres viejos y zafios sin ningún atractivo diferente a su dinero encuentren tantas mujeres jóvenes y bonitas dispuestas a dejarse seducir por ellos? No te equivoques, no te atrevas ni siquiera a pensar que ése pueda haber sido mi caso. No lo fue. Yo amé a Thomas Bouvier con toda mi alma y todo mi corazón y su fortuna jamás representó ninguna diferencia con respecto a lo que sentía por él. Pero durante el poco tiempo que disfruté a su lado, pude observar lo que te digo en otras jovencitas a las que el dinero cegaba e impedía ver que él sólo tenía ojos para mí. Del mismo modo, ahora, treinta años después de aquello, soy perfectamente capaz de identificar el brillo de la avaricia en la mirada de muchas de las chicas que el pobre Tom me trae a casa. Por eso, Francesca, suelo investigar el entorno de las candidatas antes de invitarlas a cenar a casa. Como te puedes figurar, ésta no es la primera vez que mantengo una conversación privada con una conquista de Tom a sus espaldas. Algunas veces, mis indagaciones me llevan a descubrimientos asombrosos, como aquella ocasión en la que pude demostrar que una de las amigas de Tom fingía estar soltera cuando en realidad estaba casada con un aristócrata francés al que había repudiado la misma noche de bodas porque en cuanto se quedaron a solas en el dormitorio, el esposo le había arrancado el camisón para ponérselo él.
»Aquella vez pensé que ya nada podría sorprenderme en esta vida, pero, ya ves, Francesca, lo que son las cosas. Tu caso es más increíble aún que el de aquella pobre chica.
»Cuando el príncipe Boris Vladimir me trajo a cenar al famoso modisto calabrés que, al parecer, es tu mentor, creí descubrir en él una sospechosa cautela que enseguida identifiqué como alguna información sobre su pupila que prefería mantener en secreto. Hice mis deberes y supe que, desde tu llegada a Nueva York, te has convertido, jovencita, en un dolor de muelas para Versace. Haces lo que te da la gana, trasnochas, bebes, le pones en evidencia y tienes en vilo a toda la plantilla del hotel Pierre por tus excesos. Aquello ya era lo bastante grave como para impedirte la entrada en mi casa, pero no podía quitarme de la cabeza la estupidez de Boris, que sin pensar en las consecuencias de su indiscreción, le había revelado a Versace, y como resultado también a ti, la existencia de la carta de lady Clarke. No es que me pareciera demasiado peligroso que una indocumentada como tú pudiera meterse en mis asuntos (no sé si sabes que la propiedad de esa carta está en litigio por una absurda demanda de la Universidad de Dublín), pero como mujer de negocios que soy, preferí enfrentarme directamente al enemigo y sonsacarte, Francesca, toda la información que pudiera serme de utilidad. Por eso te invité a cenar aquella noche y por eso conociste a Tom. Fue una desgraciada coincidencia que él decidiera regresar a casa aquella noche sin avisarme. Vuestro encuentro no estaba en el guión. Tú no eres lo que se dice un buen partido. ¡Jamás pensé que mi hijo fuera tan bobo como para fijarse en ti! Eres muy guapa, jovencita, pero tienes menos inteligencia que un gusano. Me basta y me sobra con nuestra conversación de esta noche para ratificarlo. El problema fue que Tom se encaprichó contigo y comenzó a cortejarte en secreto. ¡Como si fuera posible ocultarme a mí algo así! Norberto me lo cuenta todo. No en vano, lleva treinta años a mi servicio. Puedes estar segura de que he estado al tanto de cada uno de vuestros pasos, de vuestros encuentros y hasta de vuestros besos.
»Tan fuerte llegó a ser el empeño de Tom contigo que debo confesarte que en algún momento temí que mis descubrimientos sobre tu vida disipada no fueran suficientes para eliminarte de su cabeza. «¿Que algunas veces se toma una copa de más?», me diría «¿Que le gusta divertirse? ¿Que es temperamental? Claro, como que es italiana…», así que me vi en la necesidad de encontrar algún impedimento más sólido que ofrecerle.
»Acabo de regresar de Europa, Francesca. ¿A que no imaginas dónde he pasado los últimos días? En efecto, veo por tu cara que adivinas cuál ha sido mi destino. Ni más ni menos que Italia, la bella Italia, con sus ciudades magníficas: Florencia, Milán, Venecia… y, por supuesto, ese enclave mágico, casi un escondite, que es el lago de Como.
»Tengo que reconocer que la visita a los Cossentino fue deliciosa, pero muy poco fructífera. Tu madre y tus abuelos se comportaron como los más delicados anfitriones del mundo. A las preguntas que les hice sobre ti contestaron con las mentiras mejor construidas que te puedas imaginar. A punto estuve de regresar a casa con las manos vacías. Pero entonces decidí ir a conocer a tu padre, Stefano Ventura, con la ventaja añadida de que su hermosa villa de Moltrasio está a una distancia muy corta de mi casa de Lugano. Me alojé en mi propiedad, rodeada por mi gente, mis amigos, mis vecinos, y eso me proporcionó las fuerzas necesarias para llevar a cabo la misión de salvamento de la honra, la felicidad y la fortuna de mi hijo, que era lo que me había llevado hasta allí. Y menos mal que llegué a Villa Margherita bien repuesta del viaje y bien descansada, porque ni nada ni nadie hubieran podido prepararme para lo que me esperaba.
»Me recibió una hermosa mujer embarazada, en un estado tan avanzado de gestación que temí que se pusiera de parto allí mismo. Me invitó a entrar y tomamos juntas un té con limón frente a una chimenea encendida. Su nombre es Margherita Borghetti, supongo que sabes a quién me refiero porque me dijo que es tu madrastra. También me contó que la odias con toda tu alma. Que estuviste a punto de matarla de un golpe en la cabeza. Que quisiste ahogarla en el lago. Que estás trastornada, Francesca, desde que tu hermana pequeña murió siendo una niña, en tu presencia, sin que tú hicieras nada por evitarlo. Todo eso me lo contó tranquilamente mientras bebía su té a sorbitos, como si el horror que yo estaba sintiendo lo hubiera superado ella hacía tiempo. Como si hubiera aprendido a convivir con el miedo, con la locura, con la incertidumbre…
Al llegar a este punto de su relato Greta Bouvier perdió el hilo. También el sentido. Un reguero de sangre brotó del lado derecho de su cráneo, justo por encima de la oreja, y fue tiñendo de rojo primero su pelo rubio, después su piel y, por último, su vestido azul celeste.
Francesca era rápida de reflejos. Tanto que había aprovechado un instante de distracción en el que la dama le había dado la espalda para agarrar la botella de coñac y rompérsela en la cabeza. Greta se había desplomado a sus pies y, en su caída, se había golpeado en la frente con la mesa. Ahora la sangre cubría también sus ojos, su nariz y su boca.
Claudia salió de detrás de las cortinas con una sonrisa siniestra que le cruzaba la cara de oreja a oreja y con el libro en las manos.
—¡Muy brava, Franchie! —felicitó a su hermana dando palmas—. ¡Se lo tiene bien empleado la muy bruja!
Francesca continuaba de pie, pálida como un cadáver, con la botella hecha añicos cogida por el cuello en la mano.
—¡Calma, niña, que pareces tú la muerta! —se rió Claudia.
—Entonces, ¿la mato? —preguntó con la esperanza de que su hermana encontrara otro modo de terminar la historia.
—Sí, Franchie —respondió Claudia—. La matas de un botellazo.
—Pues vaya final de mierda —protestó Francesca.
—No te equivoques. Esto no es el final. Todavía no has leído la carta de Olivia Clarke. Te recomiendo que te des prisa en hacerlo, no sea que vuelva Tom y te encuentre ahí como un pasmarote con las manos llenas de sangre. ¿Cómo le convenceríamos entonces de que todo esto no ha sido más que un desgraciado accidente? Limpia los cristales, esconde los restos de la botella, coge la maldita carta, léela y cuéntales a todos que sufrió un desmayo y se cayó sobre la mesa. Tienes suerte de que los criados no hayan oído el golpe.
Francesca cumplió una a una todas las órdenes de su hermana. Cuando terminó de limpiar los restos del desastre, se arrodilló junto al cuerpo inerte de Greta y, con suma delicadeza, despegó los dedos de la dama del sobre que lo aprisionaban. Después lo abrió teniendo cuidado de no mancharlo de sangre, sacó la carta, la desdobló y comenzó a leer.
Lo primero que le llamó la atención fue el nombre de la destinataria. Francesca siempre había dado por hecho que lady Clarke había escrito aquella carta a su hermana Sydney para alertarla de algún peligro. Sin embargo, no era el nombre de lady Morgan, sino el de la signora Fontana, el que aparecía en aquel viejo sobre. ¿Qué tendría que decirle Olivia a la madre de Domenico? En ningún momento de la narración había habido constancia de que ambas damas se conocieran; mucho menos de que hubiera llegado a establecerse una correspondencia entre ellas. Si nunca se habían encontrado y nunca se habían escrito antes, ¿qué asunto de interés común sería aquel que las había impulsado a comunicarse por carta?
El otro detalle que la intrigó fue la fecha. Diciembre. Casi cinco meses después de los terribles acontecimientos de Como. ¿Tal vez un descubrimiento posterior? ¿Algo que arrojara alguna luz sobre el incierto paradero del joven Fontana?
CARTA DE LADY CLARKE A ALBERTA FONTANA
Great George Street, Londres, 20 de diciembre de 1812
Querida signora Fontana:
Aunque usted no me conoce, y lo más prudente, por el bien de ambas y el de nuestros seres queridos, es que nunca lleguemos a encontrarnos, me decido a escribirle esta carta hoy, 20 de diciembre, con los regalos de Navidad ya envueltos y esperando a los pies del abeto el mágico momento en el que la casa se llene de alegría y música, la celebración de la vida, mientras probablemente usted, allá en su villa italiana, continúe llorando desconsolada la pérdida de su hijo Domenico.
Soy madre, donna Alberta, y no puedo permanecer callada, a pesar de que si alguien llegara a interceptar esta carta tanto su familia como la mía quedarían expuestas a un grave peligro. Por eso le ruego que tras leer lo que tengo que decirle, la esconda o la destruya. No permita que nadie la descubra jamás.
Signora Fontana, prepárese para recibir la mejor noticia de su vida: ¡su hijo está vivo!
El joven Domenico nos trajo a lord y a lady Morgan de vuelta a Inglaterra y los protegió durante los largos días de viaje. Es un héroe.
Me devolvió a mi hermana Sydney sana y salva. Llena de contradicciones, de pájaros en la cabeza, de ideas alocadas y sentimientos revueltos, pero viva, sí, tanto que a veces temo que salga volando hacia quién sabe qué firmamento inventado.
No he podido agradecerle a Domenico lo que hizo por mí. Por supuesto, él no imaginaba el incalculable regalo que me estaba haciendo cuando tomó la decisión de arriesgar su vida para salvar la de ella, pero así ocurre siempre: muchas veces nuestros actos, para bien o para mal, tienen consecuencias inesperadas en los demás. Incluso en aquellos que no conocemos.
Pero yo me siento en deuda con él y, de algún modo, también con usted, que lo trajo a este mundo y lo encaminó hacia el bien. Me consta que su ama de llaves, Abbondia, permanecerá callada como una muerta, con el secreto quemándole la lengua pero en silencio, y no lo contará por muchos años que viva, porque así se lo juró a Domenico ante la santa Biblia: que nunca diría nada de lo que ocurrió aquella noche, ni siquiera a usted, para no ponerla también en peligro.
Yo no juré nada. Sólo lloré de alegría las mismas lágrimas que seguro que derramó usted de desesperación al creer que su hijo había muerto y que no volvería a abrazarlo, ni a besarlo, ni a verlo.
Vengo de arropar a mis niños en sus camas. Duermen un sueño tranquilo y feliz. Si murieran, si tuviera que padecer un tormento como ése, creo, signora Fontana, que preferiría quitarme la vida, aunque después me esperara el más espantoso de los infiernos.
Así la imagino a usted, debatiéndose entre la idea de soportar el sufrimiento o la de ponerle fin; la cobardía ganándole terreno a la fe, a la resignación, a la esperanza. Sueño con usted, la llevo todo el día en mi pensamiento, cargo con su angustia como si fuera la mía y, a pesar de todo, hasta el día de hoy, no me he decidido a devolverle lo que es suyo: las ganas de vivir.
Perdóneme, he tenido miedo. Un miedo visceral a poner en peligro a aquellos que más quiero. Pero, finalmente, avergonzada y arrepentida, he llegado a la conclusión de que no hay riesgo mayor ni amenaza más sobrecogedora que la de cargar con el peso de esta mentira en la conciencia.
Le deseo paz, una vida larga y feliz, plena y fructífera, y que cuando cuente a sus hijos: uno, dos, tres, cuatro… como hacemos todas las madres del mundo, para convencernos de que es verdad, que el regalo de Dios es cierto, reserve un número para Domenico con la certeza de que sigue con vida y que algún día, no muy lejano, volverá a reunirse con él.
Su amiga del alma,
Olivia Clarke
Francesca sentía que la habitación entera daba vueltas alrededor de su cabeza. Había perdido el control. Tenía frío, a pesar de que en la mansión Bouvier hacía siempre un calor de espanto. Temblaba. La carta aparecía borrosa, lo mismo que su noción de la realidad. Greta sangraba sobre la alfombra y Claudia sonreía como una imbécil.
—¡Sorpresa! —le dijo como si fuera divertido hacer bromas sobre algo tan serio como aquella revelación.
—¿En qué quedamos? —dijo Francesca en voz alta—. ¿Murió Sydney o no murió? ¿Fue un accidente o un asesinato? ¿La amaba Charles, la amaba Domenico o la única que la quiso de veras fue su hermana Olivia?
Pero Claudia se reía con carcajadas de loca. Todo su cuerpecito endeble se agitaba como gelatina, como la naturaleza viscosa de una medusa fuera del agua. Daban ganas de pisotearla y reducirla a diminutas partículas cristalinas. Aunque lo más probable, de haber tenido el valor de trocearla, hubiera sido que se reprodujera un millón de veces. Que le salieran patitas venenosas y que la habitación entera se transformara en una inmensa pecera de vidrio.
—¡Dame el libro! —exigió a Claudia arrancándole el viejo tomo de las manos.
Francesca había perdido la confianza en su hermana. La sospecha de que, en lugar de leer, Claudia se inventaba la historia, o al menos gran parte de ella, con esa imaginación suya tan impredecible, que igual se le podía ocurrir matar a un personaje que resucitarlo, se estaba convirtiendo en una certeza.
—¿Dónde pone lo del beso de Sydney y Domenico? —inquirió mientras pasaba páginas y páginas sin encontrar el párrafo que buscaba—. ¿Dónde lo del sable del doctor Morgan atravesando de una sola estocada los dos corazones?
Claudia siguió carcajeándose a sus anchas.
—Hay cosas que no se escriben —logró articular por fin entre risa y risa—. Se saben, Franchie, se cuentan, se susurran en las noches lúgubres. Ya te lo dije al principio: son como las criaturas del piccolo popolo, sólo se habla de ellas en secreto, en la oscuridad del bosque, en los murmullos de la gente, en el fuego de las chimeneas o en el silencio sepulcral de los camposantos. A mí no me hacen falta estúpidos libros como esta Historia romántica de Lario para saber lo que le ocurrió a Sydney Morgan —concluyó.
Y entonces comenzó a leer en las palmas de su mano, siguiendo el trazado de las líneas del pasado, del presente y del futuro, sin parpadear, sin detenerse siquiera a tomar aire, describiendo los hechos como si los estuviera contemplando en una bola de cristal o como si se los estuvieran soplando al oído las otras ánimas de su cementerio.