XXV

Tom Bouvier nunca se abrochaba los botones de las mangas de la camisa. Tampoco era muy aficionado a peinarse los mechones rebeldes de pelo castaño, heredados de su madre, ni era el hombre mejor afeitado del mundo. En cambio, era incapaz de salir de casa sin chaqueta y jamás olvidaba el pañuelo doblado en el bolsillo, la pluma y el reloj. Había crecido deprisa hasta el metro ochenta, y despacio hasta el metro noventa en el que había hallado su límite natural, tenía el mentón cuadrado de procedencia alemana, los ojos del color de las avellanas, la constitución ancha y musculosa de su tío Bartek y el color de piel de Greta, clara y salpicada de pecas. El origen del resto de su anatomía había que ir a buscarlo a Texas y consistía, fundamentalmente, en la elevada temperatura de su cuerpo, el exagerado grosor de sus labios y unas manos grandes de dedos anchos igualitos a los de su padre, Thomas Bouvier.

En cuanto a su personalidad, solían achacar su carácter temerario a las costumbres salvajes de la india tarahumara que lo había criado con una despreocupación que a veces rozaba la imprudencia, y su actitud socarrona y desenfadada al ejemplo del mejor amigo de su padre, el mexicano Emilio Rivera, que siempre estuvo enamorado en secreto de su madre y terminó sus días de indigente, vagabundeando por las calles de Nueva York con la cabeza perdida.

Este collage de influencias mezcladas había dado como resultado un espécimen fuera de lo común. No había mujer en Manhattan que se hubiera enfrentado a su magnetismo y hubiera resultado ilesa. Dos minutos a su lado y se le trababa la lengua, se le olvidaba a qué piso del rascacielos, por favor, señorita, quería subir, o se le derramaba el café, tropezaba con la acera o se equivocaba de autobús.

Por eso Tom había llegado a la conclusión de que a las mujeres había que darles tiempo. Procuraba hablarles con suavidad y presionarlas lo menos posible, repetirles las cosas las veces que hiciera falta y mostrarse paciente, atento y considerado, con lo cual el círculo vicioso de su atractivo se cerraba sobre sí mismo empeorando aún más la situación.

Con Francesca se comportó como un auténtico caballero. Le abrió ceremoniosamente la puerta del coche y se sentó a su lado en el asiento de atrás. No trató de cogerle la mano, pero sí le subió el cuello del abrigo con el pretexto de la noche fría y se permitió rozarle la nuca como por accidente. Después le dio las indicaciones precisas a Norberto sobre la dirección y el dial de la radio y de este modo puso en marcha su particular juego de seducción.

La trattoria estaba escondida en una callejuela del barrio italiano, junto a una iglesita blanca, en un tercer piso sin ascensor. El resto de los clientes eran hombretones y mujerzuelas que no se habían tomado la molestia de aprender a hablar inglés, fumaban y bebían, discutían a gritos, reían a carcajadas y olían a fritanga.

Francesca hizo las labores de traductora, bellísima. Pidió mozzarella, parmesano, prosciutto y una pasta al gorgonzola que Tom devoró con auténtico placer. También pidió un vino rosado, espumoso, de la Toscana, que les sirvieron en unos vasos de cristal ordinario sobre un mantel de cuadros.

Entre el humo y los vapores, Francesca perdió el miedo. Bajó la guardia. Las ventanas del restaurante estaban cerradas y las persianas echadas, no fuera a ser que la policía sospechara del olor a cocina vieja y subiera a comprobar qué era lo que se cocía entre aquellas cuatro paredes torcidas. Norberto, por si las moscas, no quiso moverse del callejón a pesar de los ruegos del dueño del local, que protestaba diciendo que aquel coche tan lujoso llamaba demasiado la atención en un barrio como aquél, de Fiat descascarillados.

—Háblame de ti, Francesca Ventura —le pidió Tom después del limoncello.

—No quieras saber lo que no debes —respondió ella.

—Quiero saber de dónde salen tus ojos negros y tu piel morena, y tu voz de no haber dormido en meses, y por qué me da la sensación de que quieres salir corriendo de aquí y no volver a verme jamás. Tienes cara de susto. Noto la tensión en todos y cada uno de los músculos de tu cuerpo. —Se inclinó y sopló. Francesca parpadeó asustada. Se echó para atrás—. ¿Lo ves?

—No te tengo miedo a ti —confesó la joven bajando la voz.

—Entonces, ¿qué temes?

—Temo que te desvanezcas. Que no seas de verdad. Que yo esté hablando sola y que toda esta gente me tome por loca.

Tom se atrevió a tocarla por fin.

—¿Sientes mi mano?

—Está ardiendo.

—¿Qué mejor prueba de mi presencia? —replicó él. Y entonces, se volvió hacia la mesa de detrás—. ¡Signora, signora! ¿Existo?

La mujer le respondió algo en italiano que él no entendió.

—¿Qué ha dicho? —le preguntó a su traductora.

—Que estás como una cabra.

—Pues ya somos dos.

Hacía un viento gélido aquella noche de noviembre. Salieron del restaurante por la puerta de atrás, esquivando la vigilancia de Norberto y se escabulleron por los callejones hasta un pequeño local de jazz en el que todo el mundo reconoció a Tom y algunos a Francesca. Hacían una pareja de película los dos, tan jóvenes y guapos, y tan bien vestidos.

Escogieron un rincón oscuro lejos del escenario, pidieron champán, bebieron de la misma copa, probaron el sabor de las uvas fermentadas en sus bocas, luego tantearon con manos curiosas la piel contraria, se aturdieron juntos, se olvidaron del tiempo y del espacio, de la noche y del día y, cuando regresaron a casa, vestidos con galas de fiesta a pleno sol —él con la corbata deshecha, ella con el pelo revuelto—, se cruzaron con la gente corriente, que a esas horas poblaba las aceras.

El último beso se lo dieron en el hall del hotel Pierre, frente a la puerta del ascensor.

—No puedes subir —dijo Francesca—. Mi hermana me espera levantada.

—Pues dile a tu hermana que no mire —respondió él entre risas.

Pero ya Francesca había pulsado el botón, lo había empujado fuera y le había abandonado a su suerte ardiendo en deseos.

—¡Date una ducha, Tom Bouvier, y ven a buscarme luego! —le gritó desde el ascensor.

Entonces llegó a su habitación. Encajó la llave con esfuerzo en la maldita cerradura y empujó la puerta.

—Me he enamorado —le dijo a Claudia sin notar que le resbalaba un poco la lengua por haber bebido demasiado champán.

Y su hermana hizo como que no la había oído.

—¡Que me he enamorado, Claudia! ¿Estás sorda? —repitió.

—¡A mí qué me importa que estés o no estés enamorada! —le replicó la otra, furiosa—. Investigamos un crimen. Encontramos nuevas pistas. Sales en busca de una carta que probablemente contenga la clave del asesinato de lady Morgan. Vuelves dando tumbos y lo único que se te ocurre decirme es que estás enamorada.

—¡Anda, la carta! —Francesca se llevó la mano a la frente. Dio un respingo.

—Eso, idiota, la carta. Lo más importante de todo, vas y te olvidas. —Claudia regresó al libro que permanecía abierto sobre sus piernas huesudas—. ¿Cómo vamos a deshacernos de Margherita si no sabemos lo que le sucedió a Sydney?

Se hizo el silencio.

Así que era eso. Claudia seguía empeñada en matar a la bruja. Francesca, en cambio, hacía tiempo que se había rendido ante la evidencia del intento fallido. Había dado por hecho que, una vez descubiertas sus intenciones con el fiasco del golpe en el cráneo, era imposible cometer el crimen sin resultar sospechosa. Con respecto a lady Morgan, continuaba sintiendo una curiosidad malsana, pero era únicamente eso, la curiosidad, lo que la movía. El riesgo, el peligro habían dejado de interesarle desde que aterrizó en Nueva York y se propuso recomenzar su historia desde cero.

La miró de reojo. Qué más le daba a Claudia. Ella ya arrastraba su pesada bola de fantasma y sus cadenas. Ni siquiera parpadeaba mientras leía o inventaba esa historia romántica de Lario en la que ella, Francesca, irremediablemente acabaría atrapada como en una telaraña.